Miguel Marcotrigiano
¡Oh mi alma, sueño de un dios, incoherencia!: Elías David Curiel
Elías David Curiel, nacido en Santa Ana de Coro, el 9 de agosto de 1871, y fallecido el 24 de septiembre de 1924, vino al mundo en el seno de una familia llegada al lugar, proveniente de la isla de Curazao. Era una de las tantas familias de judíos sefarditas, cuya procedencia original era los Países Bajos. Como tantos otros, sus padres se habían radicado en esta entrañable provincia de Venezuela, a finales del siglo XIX, con la firme ilusión de mejorar su condición económica, con trabajo honesto y esfuerzo duplicado. No obstante, nuestro poeta pareció estar alejado de esta concepción, pues «por su misma forma de entender y concebir la vida, por su fuerte atracción por la poesía y otros valores radicalmente adversos al mercantilismo (Arenas, 2002: 42), comenzó a mostrarse como un «raro», no sólo en el núcleo de su familia, sino entendido como miembro de una sociedad para la que fue casi un ausente.
El caso de Elías David Curiel es el de un poeta de proporciones extraordinarias y decir muy particular dentro de la estética lírica y la cultura imperantes en sus días. Mientras el estilo en poesía recorría las calles de un romanticismo tardío, podríamos decir decadente, la palabra de Curiel mostraba los haces de luz provenientes de una imagen y un verbo propios de un modernismo ajeno, por lo menos, a la mirada de la Venezuela de entonces. Asimismo, le fueron ajenos la pasión política (quizás debiera decirse «partidista») y el fanatismo religioso. Al parecer todo aquello que implicase compromiso social, inmersión en obligaciones que la sociedad exigiera, estaba lejano de sus intereses donde ninguna atadura era permitida. Eso hizo que quienes lo conocieron, lo describieran como un solitario, caminando cabizbajo por las calles de la ciudad de Coro.
Su obra ha sido publicada, bajo la forma de libros, sólo después de su muerte. Muchos se encargaron de preparar las diversas ediciones de que ha sido objeto. En vida de su autor, su trabajo sólo conoció la edición “efímera” de periódicos y revistas1. La historia de las diversas publicaciones de su obra puede hallarse en el “Prólogo” que escribiera Egla Charmell a Ebriedad de nube (2003), la edición más reciente y casi definitiva de la poesía de Elías David Curiel. Lo cierto es que, de ser un “raro” y un “olvidado” en la historia lírica nacional, el poeta ha sido objeto de numerosas lecturas y estudios, sobre todo por parte de estudiantes universitarios y profesores-investigadores de las carreras de letras. Documento bastante completo acerca de la vida y obra de este “gran desconocido”, puede verse en línea en cuatro entregas del trabajo preparado para la televisión por Macki Arenas. Asimismo, puede accederse a otro documental, en dos entregas, también disponible en línea.
Intentar reducir la lírica de Curiel a una escuela o tendencia literaria implica un error, como ocurre siempre que quiere reducirse el estilo personal de un artista a una casilla. Es cierto que sus imágenes y muchos de sus vocablos llevan a pensar inmediatamente en el modernismo, pero más por lo que éste tiene de “modernidad” que por el concepto de escuela literaria. Fue un lector concienzudo y furibundo –si cabe el término– de los simbolistas franceses, pero también de los románticos más prestigiosos y de los clásicos más encumbrados. Su biblioteca personal desentonaba con lo que podía conseguirse en la Venezuela del momento –deberíamos decir, en el estado Falcón de ese entonces–; pero su pertenencia a una familia con miembros en el exterior le permitió hacerse con tomos valiosos de lo más granado de la lírica universal. Un erudito, pues, como el cumanés Ramos Sucre.
Así como los simbolistas que leía, Elías David Curiel llegó a resumir su palabra en figuras contradictorias, en imágenes bífidas, donde el significado se resolvía en sueño- vigilia, muerte-vida, oscuridad-luz. Una suerte de místico que alcanzaba tal iluminación mediante un procedimiento inverso, tal como Charles Baudelaire, por ejemplo. El signo es, pues, resultado de la doble vida que debía enfrentar el poeta: desde la interioridad de su ser, desde la casa de su infancia poblada de fantasmas, hacia un mundo exterior al cual se asoma porque la cotidianidad lo exige. La preparación, su formación cultural, también le recordaba el contraste con una ciudad donde iba a hallar pocos contertulios. O, por lo menos, alguien con quien poder conversar de tú a tú. Otro elemento que lo va a hacerse concebir como un escindido se encuentra en la contraposición que implica su procedencia sefardí y la cultura cristiana que, a fin de cuentas, era la que imperaba en la sociedad en que le tocó desenvolverse.
Si algo tiene de modernista Elías David Curiel, es su contacto con el Decadentismo y de éste, el encuentro con la nada. Los poetas de la modernidad lírica occidental son antecedentes ciertos de los escritores existencialistas, más aún, nihilistas. Por supuesto, la referencia es al existencialismo negativo, al estilo sartreano, donde el sinsentido de la vida es un componente base. Vemos, entonces, una cierta “explicación” entre el modo de vida y la preponderancia del Thánathos en la obra de Curiel. Una cierta “justificación” de lo que el destino le tenía reservado al creador-suicida.
De la extensa obra lírica del poeta, bástenos detenernos en dos poemas para analizar su sentido y su vinculación con el asunto del suicidio: “Al través de mi vida” y “Zona ambiente”. El primero pertenece a su libro Música astral (2003: 169-183) y el segundo a Apéndice lírico (Ibid: 306). El texto primero, dedicado a su hermano, el también escritor José David Curiel, está conformado por cuarenta estrofas. Entre ellas, destacan dos estribillos: el primero, un dístico formado por dos dodecasílabos, y con el que subtitulamos este apartado reza: “¡Oh mi alma, sueño de un dios, incoherencia / de un dios atediado de su omnipresencia!” (p. 169); el segundo estribillo, elemento de unidad rítmico-semántica, que se recrea en la segunda parte del poema, dice: “Mientras por la casa voy de Ceca en Meca, / hila que deshila mi madre su rueca.” (p. 173) Ya estos dos dísticos (o dípticos, que valen ambas denominaciones en cuanto metaforizaciones) sintetizan un contenido que va a desplegarse en las estrofas restantes: el alma, elemento simbólico en la poesía de Curiel, siempre es descrita o interpelada por el hablante y suele referirse a su aspecto más íntimo y definitorio como persona. Su alma apenas es sueño, para nada realidad. Ni mística siquiera. Sueño de un “dios”, así, con minúscula inicial, devaneo de un dios, “incoherencia de algún dios” que se encuentra inmerso en el hastío, en el tedio que le causa su condición de estar en todas partes, de ser omnipresente. En el segundo estribillo, el hablante particulariza su decir reduciendo el espacio al hogar materno, el de la infancia. Ir “de Ceca en Meca” es un dicho popular, que a nosotros nos viene de la cultura española y significa ir alocadamente de un lugar a otro. En El Quijote, Cervantes pone la frase en boca de Sancho: “Y lo que sería mejor y más acertado… fuera el volvernos a nuestro lugar… dejándonos de andar de ceca en meca y de zoca en colodra, como dicen” (Parte I, cap. 18).2 El hablante, niño o adulto en casa de sus progenitores, deambula sin rumbo fijo y, mientras busca su sosiego, la madre fabrica el hilo. La imagen de las nefastas parcas, también, acude a nuestra mente: son tres: una hace girar la rueca, otra elabora el hilo de nuestras vidas y la tercera, funesta, lo corta. La madre aparece acá como hilandera, la hilandera de la vida.
El gran tema del poema relaciona la vida del hablante durante su niñez en la casa materna (sus miedos y fantasmas, los tabúes sexuales, su relación con los miembros de la casa) con su observación sobre la propia esencia. A ratos, es de suponer, aparecen imágenes vinculadas con la muerte (siempre un gran símbolo en la poesía de Curiel). “Los suicidas tienen una predisposición patológica hacia la muerte, a la cual resisten en realidad, pero que no pueden suprimir” (Cioran, 2003: 95). Si seguimos al pie de la letra esta suerte de máxima de Cioran, podríamos despachar de un trazo el asunto. Pero el mismo pensador rumano sabe que esto no es fácil. Un poeta no “razona” igual que un filósofo y, cuando tras el aedo se esconde el razonador, el tema se torna complejo. No sólo quien reflexiona durante toda su existencia sobre esto de la finitud de la vida y, aún más, del término de la vida propia, recibe un “herida” difícil de sanar. Cuando el asunto no viene a través de las ideas sino por mediación de las imágenes –es una muy particular observación nuestra–, ya no hay salida posible que la de entregarse a esa nada, a esa “solución”, a esa “libertad absoluta” que implica el suicidio. El otro camino, muchas veces frecuentado como clara antesala, es la locura. Entregarse al sinsentido. Poesía y muerte voluntaria –hemos visto– tienen una larga historia de vida en común. Y el grado máximo de poesía (en este caso) es la finitud de la vida por decisión propia: “El lirismo absoluto es el lirismo de los últimos instantes. La expresión se confunde en ellos con la realidad, se vuelve todo”, dirá Cioran (2003: 99).
En la segunda parte del poema, el hablante-niño describe una serie de visiones: otros niños fantasmas, un par de querubines y la Virgen (el elemento cristiano que se enfrenta al hebreo), sombras que lo interpelan o le susurran su llanto al oído, su misma madre (figura epicéntrica de esta parte). El poeta es vidente. El mismo hablante observa cómo su alma se desprende del cuerpo y, ya cadáver, continúa el descenso al infierno, el enfrentamiento con sus más atávicos temores. Duendes, trasgos, espíritus desencarnados, circundan la voz que nos habla en un fantástico corro. La muerte –cuenta el hablante– ha estado presente desde su más remota niñez.
En el poema “Zona ambiente”,3 en cambio, el poeta salda cuentas con su difícil relación con el otro, centrándose en el tema de la ciudad que lo vio nacer y que sería el escenario casi único de su vida. Se trata de un soneto, el segundo texto de Apéndice lírico, compuesto esta vez por endecasílabos y articulado por encabalgamientos claves. Síntomas como “vida monótona”, “muerta ciudad”, “estéril calma”, “aridez de mi región”, “sed del alma”, “mi pecho del fastidio cuna”, “canción de hielo”, “tediosa calma”, “bóveda ardiente”, dan cuenta de los signos indiciales que conducen al núcleo temático del poema: su incomodidad en una ciudad que le es ajena al espíritu. Un espíritu muy cercano a los grandes malditos que han vencido a la vida a través de la muerte.
Sumido en crisis de todo tipo, pero sobre todo relativas a sus relaciones sociales, Elías David Curiel optó por colgar su cuerpo en un balanceo definitivo. Nos refiere el poeta César Seco que un vecino se asomó por el ojo del portón de la casa de la calle Garcés, que habitada junto con su madre, y alcanzó ver, al fondo de la puerta entreabierta del cuarto que ocupaba, el cuerpo del poeta pendiendo de una viga, colgado de un mecate. “Con ceniza de muertos fue amasada mi vida”, dirá en un poema clave. La mayoría de las veces sus versos fueron testimonio de una situación emocional que lo describía como un incomprendido, como un “raro”. Aunque no se tiene conocimiento de intentos de suicidio previos, César Seco señala: “Era un muerto vivo, en un caserón de sombras con sus fantasmas, en un diálogo cifrado de referencias mediúmnicas, pitagóricas y cabalísticas”. (2010) Se añade –y esto no es más que relatos mediados por murmuraciones y comentarios– que el poeta no tuvo suerte en el amor y que siendo atormentado por la sexualidad, buscaba sosiego en sus andares por los bajos fondos de la comarca.
El hastío, el tedio vital de los grandes simbolistas, fue un lugar común en su palabra y en muchos de sus actos. Sumemos la locura, la desesperación y el tormento que se lleva interiormente; añadamos una palabra brillante, precisa, muchas veces inventada a falta de términos que transfieran el sentido deseado, y tendremos a uno de los más grandes poetas que ha dado la tierra venezolana.
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Vida: ¿eso es todo?: Gloria Stolk
Gloria Pinedo de Marchena de Stolk nace en Caracas por decisión del destino, el 18 de agosto de 1912, y muere en la misma ciudad por voluntad propia, tras sesenta y siete años de una prolífica vida intelectual, el 24 de febrero de 1979. Dejó una obra narrativa considerable, pero apenas dos libros de poemas: Rescate y otros poemas (1950) y Cielo insistente (1960). “Un día después de su suicidio, el narrador Orlando Araujo escribió en El Nacional, del 25-2-79, una síntesis de su vida y obra: Toda vestida de misterio se acercó a la muerte sin que nadie pudiera sospecharlo”. (Pérez Carmona, 2004: 241)
Con formación autodidacta, en una Venezuela en la que la mujer tenía pocas posibilidades de descollar en el ámbito intelectual, a los cursos de primaria (la única educación sistemática que tuvo) se suman las clases privadas que recibió en su hogar. Desde muy pequeña fue una lectora empedernida pues creció en una casa caracterizada por un ambiente cultural de alto nivel. En el año 1942, la escritora enviuda. Su esposo, Teunis Felipe Stolk Mendoza fallece de forma trágica. Este hecho parece haber sido decisivo para el final también trágico de Gloria, quien sufre un período de profunda depresión y de un extenso duelo que no logra superar del todo. Seis años después de la traumática desaparición de su marido, en 1948, la poeta muestra por vez primera sus poemas a Carlos León Mendoza, hijo del dueño del diario LaEsfera, quien reconoce sus dotes literarias y le recomienda publicar sus trabajos. Es este periódico la palestra que permite a Gloria forjarse como escritora y, podría afirmarse, fueron el duelo y la depresión los detonantes de su escritura creativa sistemática.
Según parece, este tormento interior acompañará a la escritora durante el resto de su vida, hasta el día fatal de 1979 en que decide liberarse de su experiencia dolorosa fundamental. La defenestración fue la manera como Gloria Stolk puso fin a sus días.4 Esta forma específica de suicidio responde, generalmente, a que no necesita mayores preparaciones, por lo que estimamos que su decisión obedeció a un acto repentino y no obsesivamente planificado. Como es lógico, el estado mental juega un papel principal, y si a esto sumamos la depresión y el duelo no superados entenderemos que el asunto estaba probablemente predestinado. Por otra parte, la defenestración implica una desaparición del límite entre el “adentro” y el “afuera” que imponen las paredes. El interior supone un clima claustrofóbico insoportable y el exterior del recinto (que ofrece la ventana o el balcón) sugiere una liberación, una “solución” a la angustia que impide la paz interior. Esto según Bota. Para Bourgeois, esta manera de muerte voluntaria supone dos momentos: uno “ascensional”, de liberación de lo que pesa y salto en el vacío, y otro “descendente” o “de caída”, que se resume en el “retorno a la tierra” traducido en un “deseo de muerte real”. (cfr. Bota, Bourgeois y otros, 2010)
Interesante es el punto de vista psicoanalítico sobre este asunto. En la misma fuente podemos leer (y no hacemos más comentario al respecto debido a la elocuencia de la anotación) lo siguiente:
“A partir de una observación de Freud, Lacan vio en el acto de ´dejarse caer´ la marca de una falla del discurso. El acto señalaría el punto donde no hay más palabra posible. Y para Lacan, ese ´dejarse caer´ es el correlato esencial de todo pasaje al acto”. (ldem)
Podríamos añadir, quizás, que el hecho de enfundar su cabeza antes de arrojarse al vacío podría ser un atisbo de negación última a aceptar el hecho que estaba a punto de cometer. O, tal vez atendiendo a la creencia generalizada en que las mujeres suelen preocuparse por su aspecto exterior al momento de tomar la determinación (y las fotografías y testimonios sobre Gloria Stolk hablan de una mujer bella por dentro y por fuera), es probable que el arranque no haya impedido a nuestra poetisa tomar tal previsión.
Los dos primeros textos de Rescate y otros poemas son sintomáticos del trágico fin: en “Rescate” (Stolk, 1950: 3-4) la hablante dice de su descenso a un pozo (a un infierno particular) de donde pudo sacar a su alma. Los signos apuntan a lo tenebroso y a la dificultad que implicaba descender y luego asir a su alma para enfrentarla. Un vistazo a los signos basta para entender el ambiente semántico que crea: “pozo negro”, “serpientes”, “látigos”, “ojos extáticos”, “arterias”, “huesos”, “gemidos destrozados”, “terrores ilesos”, “paredes frías y empinadas”, “uñas arrancadas”, “fondo inenarrable”, “vértigo”, “torbellino”, “noche de todas mis angustias”, “desvarío de su luz”, “alma lívida”… Es fácil seguir la decodificación del poema porque su estilo es directo, pese al discurso oculto en la lectura paradigmática. Una frase se constituye en epicentro sensible y fundacional del poema: “Y morí sin morir”. Esta muerte en vida alude, por supuesto, a un sacrificio particular –por libre escogencia o no: el hecho impuesto por la vida, la muerte del esposo, o el “letargo” del que tuvo que salir la hablante-autora real- y que anunciará en otros poemas.
En “La rescatada” (ibid: 5-6) vuelve el mismo tema del alma salvada o arrancada de su destino. Ya su alma ha sido sacada “del abismo” y la hablante se ha enfrentado a “su rostro / sangrante y macilento”. Aparece de nuevo la idea en el epicentro de “aquella muerte viva”, la peor de todas según la voz del poema. Ese es el verdadero pozo, la suerte de letargo. También aparece relacionada de nuevo la idea de la “luz” que impregna, emana o contiene el alma. La “rara luz” del poema anterior hace que el alma ahora arda “como una lámpara votiva”. Esta temática, claro está, alude a la vuelta a la vida a través de la escritura. La voz se sabe fallecida, también rescatada de la muerte, dispuesta a vivir una vida que –ya sabemos– la conducirá al fin inevitable, a la muerte verdadera por el camino más inesperado.
“Esperar” (pp. 13-14) es también otro de los textos que se resume en la muerte como vía y fin de camino. “Se alarga larga la espera / como una oscura serpiente. / Dile a la vida que muera, / que el que muere nada siente”. Lo dicho, la muerte es una vía de escape al sufrimiento. La vida, por otro lado, es una muerte en camino. Por ello: “si he de esperar muriendo (…) / para qué seguir viviendo?” Varias son las veces en que la referencia es a la vida estando muerta, a la muerte en vida, a vivir muriendo. La vida transcurre, mientras la hablante la observa desde su no-lugar: “A mi lado feliz pasa la vida… / Yo la contemplo con sonrisa lenta.” dirá en “La mujer de Lot” (p. 39).
El anhelo o la añoranza por el estado de muerte también es una referencia constante en los poemas que conforman este libro. Así, en “Alba” expresará su voz: “Cómo anhelo los círculos de ausencia / que crea el sueño al caer como una piedra”… [aquí la referencia a la caída] / “en el fondo sin luz de la conciencia!” (p. 52). Y en “Arena”: “Cómo anhelo perderme en el desierto, / ser arena barrida por el viento!” (p. 54).
Este libro es una puerta a la esperanza, por cuanto implica un camino cierto al renacimiento bajo la forma de la escritura. Recordemos que es su primer libro publicado (no sólo de poesía, sino el primero de toda su obra editada). Ocurre que esta esperanza va cargada de un significado enrarecido, contradictorio. “Me atraía el secreto de la muerte,
/ su calma tersa”, dirá –justamente– en su texto “Esperanza” (p. 78).
Debemos advertir las obvias referencias a la caída, al descenso, a alcanzar el fondo. Es aventurado relacionar directamente esto a la defenestración de la que será autora y víctima, mas tampoco resulta descartable en lo absoluto. Quien se arroja al vacío deviene divinidad que anhela corporeizar su esencia divina. La escritora –la voz que acá habla– se torna humana, buscando su centro, su esencia, su integración a la tierra. La escritura transmuta este impulso en avisos hechos palabras. La poesía es, así, una forma de anuncio y despedida.
Diez años después aparecerá su segundo libro de poemas, Cielo insistente (1960). En el ínterin han aparecido varias novelas, tomos de cuentos y ensayos sobre literatura y arte. En este nuevo libro de poesía son varios los textos que hacen alusiones a otro estado: vuelven a hacer presencia los signos “sueño”, “alma”, “noche”, “silencio”, “morir”, “sed”, “vigilia”, así como el concepto de otredad, del doble que acecha desde algún lugar profundo, siempre reflejo, esencialidad, complemento (“Más [sic] de pronto, con los ojos cerrados, / siento que alguien me avizora: / Allí, en el fondo de mí misma está la otra / sentada como estatua, impasible, / mirando…”) (Stolk, 1960: 23). En los poemas dedicados a sus hijas “Hija primera” e “Hija segunda”, (pp. 3-5), que sirven de pórtico al libro, se sostiene la idea de la continuidad de la vida en la progenie. Los signos referidos a la finitud de la vida, claro está, no se encuentran ausentes: “cuando la luz se ciegue, noche para la noche, / con la tuya seguiré viendo el mundo”… o “De pronto se irgue [sic] augusto el silencio / en un perfil de arcángel”. Las dicotomías luz-noche, silencio-palabra, son claros mensajes de lo evidente (la anécdota, en una primera lectura), pero también de lo que subyace.
Sabemos que en poesía algunos textos son más elocuentes que otros. Substituyen la substancia poética contenida en la imagen, en la metáfora, por la contundencia en el decir o, bien, por la profundidad de lo dicho. El poema “Andando”, por ejemplo, hace gala de Ia eIocuencia y deI mensaje que buscamos en este trabajo cuando manifiesta: “Vida: ¿eso es todo? / Detrás de eso: / ¿más nada?” (p. 27).
La segunda y úItima parte deI Iibro, “Sonetos”, está formada por una serie de doce de estas composiciones poéticas. Entre ellas destaca para nuestro interés el intitulado “AIma”. De nuevo Ia búsqueda de sí misma acaba enfrentando a la hablante con su rostro reflejado, enmarcado en un clima de ocultamiento generador del miedo. Copiamos los primeros seis versos y dejamos que sea la voz del texto quien sugiera pero también pontifique con pasmosa rotundidad:
AIma te busco y te me pierdes, aIma…
¿En qué rincón profundo y escondido
te ocultas, sin aliento, sin gemido,
pequeña, inmóvil, en terrible calma?
No te oigo respirar. Me asustas aIma…
y te busco con miedo contenido…(p. 37)
Esta oposición de contrarios, esta dualidad (hablante-alma), nos transporta irremediablemente a la noción de conflicto, de escisión interna que culmina en una angustia que no se resuelve (como suele ocurrir) en la pérdida de la razón; sin embargo, el camino conducirá a la eliminación de una de las partes, aquélla sobre la que tenemos absoluto poder de decisión: la desaparición física fue tema, historia familiar y discurso, en la vida y en la obra de esta importante escritora venezolana.
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Para sobrevivir a la muerte: Atilio Storey Richardson
Una de las formas más terribles de darse muerte a sí mismo la constituye la inmolación por fuego. También es una de los métodos más antiguos y tiene una clara orientación al sacrificio, por una divinidad o por el bien colectivo. La imagen que nos viene en forma instantánea es la del fotógrafo David Halberstam, quien captó el momento en que el monje vietnamita Thich Quang Duc, nacido en 1897, se inmolaba en una calle muy transitada de Saigón, el 11 de junio de 1963. Esto, en señal de protesta por la forma como el gobierno oprimía a los budistas. Durante su incineración el bonzo permaneció en actitud hierática, sin emitir un solo sonido o movimiento. Luego de él, otros monjes han imitado esta forma de inmolación conocida, precisamente, como “quemarse a lo bonzo”.
Pero mucho más común que autolesionarse con fuego es el hecho de quemar los manuscritos o el libro ya publicado. Puede esto interpretarse como una suerte de suicidio literario pues, en el caso del manuscrito, se trata de poner fin definitivo a una obra que ya no verá la luz; y, en el caso del libro ya editado, un intento por hacer desaparecer físicamente la producción literaria. La historia de la literatura está llena de estos casos.
Simbólicamente, el fuego es un elemento de doble orientación interpretativa: puede entenderse como fundamento que conduce a la destrucción absoluta, pero también como signo de transformación. Purifica, mas conlleva la destrucción de las fuerzas del mal. (Cirlot, 1995: 209-210) Lo cierto es que la concepción de Heráclito del fuego como agente de “destrucción y renovación” puede observarse en antiguos textos sagrados hindúes, así como en el “Apocalipsis” bíblico. Justamente éste es el nombre de la agrupación literaria surgida en Maracaibo, en 1955, a la que perteneció el poeta que ahora nos ocupa, Atilio Storey Richardson, quien escogió como manera de poner fin a su vida ésta que acá hemos descrito: la autoinmolación por fuego.
Nacido y fallecido en Maracaibo, Atilio Storey Richardson (1937 – 1991) fue –como hemos dicho– uno de los miembros principales de este mítico Apocalipsis, fundado el 12 de noviembre de 1955, junto con Hesnor Rivera, Régulo Villegas, Néstor Leal, Miyó Vestrini, César David Rincón, Laurencio Sánchez Palomares e Ignacio de la Cruz. Entre los objetivos de este grupo estaban, por una parte, la ruptura con los esquemas tradicionales de la literatura de la región zuliana, en especial con la poesía que seguía los modelos de Rafael María Baralt y Udón Pérez; y por la otra, seguir las teorías de las escuelas vanguardistas, principalmente las surrealistas. Estos rasgos, claro está, los podemos observar en el único libro que llegase a publicar Storey Richardson, aunque tardíamente: Vino para el festín (1988).
Más que un libro orgánico, pensado como tal, Vino para el festín es una suerte de poemario (colección de poemas), que recoge textos varios escritos o publicados en revistas y periódicos, que fueron producidos entre los años 1955 y 1988. Se trata de veinticuatro poemas (si consideramos los dos “Sonetos a Chenda” individualmente), que parecieran haber sido producidos para una situación especial cada uno. No obstante, una característica de sus escritos produce la amalgama precisa, obteniendo así este trabajo la organicidad necesaria para ser considerado propiamente un libro. Dirá Gabriel Payares (2010: 11) que la recurrencia de ciertas imágenes “ofrece un sentido onírico de la lectura”, en el que cada poema forma parte de un mismo juego escritural.
Maracaibo –como vimos– es la ciudad natal de este poeta. Allí crece y recibe su formación más temprana. Su abuela Elvira lo puso en contacto, desde muy joven, con la literatura y las artes. Memorizaba poemas para recitarlos luego. Fue un lector consumado y, además, estudió música guiado por la mano de Emil Friedman. Formó parte de la primera orquesta sinfónica del Zulia que dirigió el propio maestro Friedman.
Por el lado de la política, se alistó en las filas de Acción Democrática y sufrió los rigores de la prisión bajo el régimen dictatorial de Marcos Pérez Jiménez. Destacado periodista, se distinguió en esta labor en su columna “Ver, oír y callar”, entre 1956 y 1958, en el diario Panorama, firmando bajo el pseudónimo Pablo Morel. En el año 1958 fue becado para realizar estudios en Francia, donde obtuvo el Certificado de Estudios Generales Literarios, en la Sorbona, de París. De esta etapa destaca la anécdota de haber dejado de recibir la ayuda económica y tener que sustentarse como cantante de música latinoamericana, en locales varios de la Ciudad Luz, acompañado a la guitarra por el maestro Jesús Soto.
De regreso a Venezuela, participa en Apocalipsis, como hemos reseñado, y obtiene la licenciatura en Letras por la Universidad de Los Andes, en 1965.
Volviendo a Vino para el festín, que conoció una segunda edición por las publicaciones de la Universidad Católica Cecilio Acosta, en 2005, debemos señalar su fuerte apego a una estética de carácter surrealista, particularmente onírica, donde los temas de la naturaleza y la mujer cobran especial protagonismo. Como se ha afirmado, los poemas parecen más bien producto de un momento, inspirados por una situación particular en cada caso, y nunca escritos como parte de un libro planificado. No obstante, su estética y las imágenes que recurren una y otra vez, saltando de un texto a otro, permitirían que este libro pueda apreciarse como un todo previamente organizado. Imágenes, signos, pistas líricas pueden organizarse en los campos semánticos de la mujer, la naturaleza, el vino y resumirse, quizás, en la embriaguez del corazón. Contrario a lo que pudiera pensarse, la poesía de Storey Richardson es vitalista, de plenitud, de canto a la existencia. Pertenece, así, este poeta, a aquellos suicidas cuya obra muestra, en general, una visión lejana de lo que esperamos. Forma parte de aquellos poetas como Osorio Calatrava o Casasola quienes, lejos de satisfacer el morbo del lector, sorprenden con una poesía más bien luminosa, plena, portadora de imágenes que reconfortan y reconcilian con la vida.
Una lectura dirigida, sesgada (¿acaso no lo son todas?), nos haría percatar de una serie de signos conducentes todos hacia un mismo concepto: la luz (o el sol, o la aurora, o la llama). El fuego, presente en algunos de los textos de este libro, bajo sus distintas denominaciones “sígnicas”, está hermanado con elementos de significación sexual, según los estudiosos de los símbolos Eliade y Chevalier. (Albert de Paco, 2003: 257-258) Esto podría justificar la confluencia del tema amoroso, o sexual, centrado en la figura de la mujer. Pero también es señal de purificación, renacimiento (en el o lo otro). La iluminación producto del fuego transmuta lo físico en fuerza espiritual. El girasol (flor asociada al astro rey), la aurora, el alba, la lámpara, el sol mismo, el fulgor y la lumbre, aparecen para ofrecernos una lectura paradigmática bastante frecuente en los textos de Storey Richardson (“Los sonetos de Chenda”, “Muchachas de diciembre”, “Algo que ella preside”, “Retorno de la amada”, “Testimonio del viento”, “Memoria de París”, “Vino para el festín”, “La muerte del alma”, entre otros).
Asimismo, la muerte y la finitud de la vida también son temas que se asoman entre texto y texto. No conformarán, quizás, el asunto central de algún poema, mas su presencia es insoslayable y nos obliga a percatarnos de ellos. La voz de la madre sentencia en “Sobre la madre”, que “realmente los días son escasos” (p. 10); el hablante de “Algo que ella preside” nos advierte que “podría llegar ahora nuestra liviana muerte” (p. 14); la voz que habla en “Canto del Paraíso” se define como “la sombra de tu amada”, quien pide que comunique el mensaje “a los sobrevivientes”, un mensaje de amor que permita la supervivencia: “nuestros besos sean un cáliz de ternura / para sobrevivir a la muerte”. (p. 15) La idea del naufragio también está presente en algunos poemas: “Registro de la novia que domestica las Cigarras” y “Memoria de un naufragio”, por ejemplo.
Y sentenciosos son los siguientes versos: “por qué preside / con una plenitud de fuego ileso / mis rutas cotidianas” (en “Muchachas de diciembre”); “un aire de ceniza rodó sobre los muros” (en “Retorno de la amada”); “Encendemos la jubilosa lumbre” (en “Vino para el festín”); “¡Dame otra vez las bridas, / lámpara que canta en mayo!” (en “La muerte del alma”). Es una lectura vertical (y forzada, dirá alguno), pero los signos están allí tratando de imponerse en el torrente del lenguaje. Discurso y destino están entrelazados, aun pese al mismo autor. ¿Crimen contra la naturaleza o fusión definitiva con ella? El fuego lo arrasa todo para que se dé el renacimiento. El mundo se destruye, desaparece y, paradójicamente, la vida se renueva… En el discurso, por lo menos.
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Un firme propósito de morir: Miyó Vestrini
Algunas veces el suicidio de un artista no causa mayores sorpresas. Es un hecho anunciado una y otra vez en su obra. Si a esto le sumamos que en las conversaciones con amigos el tema sale a relucir con cierta frecuencia, pues nada más hay que añadir. Agreguemos, también, que las referencias que aparecen en el lenguaje elusivo de la poesía son múltiples y que, además, no necesitan de gran capacidad interpretativa para observar lo que está a la vista. Este es el caso de Miyó Vestrini (pseudónimo de María Josefina Fauvell Ripert), quien viera las primeras luces en Nimes, Francia, en el año 1938, y cerrara sus ojos definitivamente en Caracas en la madrugada del 29 de noviembre de 1991. Su cuerpo fue hallado flotando en la bañera de su apartamento. La escena no podía ser más dramática: se hallaba totalmente vestida y calzada, el agua rebasaba, un tocadiscos giraba, ya inútilmente, sin arrancar al Long play más que sonidos carrasposos (Rocío Durcal había enmudecido en el surco final), y afuera –encima de una mesa– dos notas: un borrador de la que dejara en la puerta del baño para su hijo (“Ernesto por favor, no entres, llama a tu papá, él sabrá qué hacer”) y otra en la que, literalmente, rezaba: “Señor ahora ya no molestaré más, los dejaré ser felices”. Junto al cuerpo flotaba en el agua una estampita de San Judas Tadeo: la suicida se aferraba a su religión, al momento de poner fin a su vida. Había ingerido gran cantidad de un tranquilizante. Esta vez había logrado lo que en sus siete intentos de suicidio anteriores no había podido alcanzar. Esta vez el lavado estomacal sería inútil. Se había entregado al sueño perpetuo. Había cruzado la delgada línea limítrofe entre el sueño cotidiano y la noche definitiva. Sobre su mesa de noche se encontró el manuscrito de Valiente ciudadano, último poemario de Vestrini, recogido en Todos los poemas. (cfr. Díaz, 2008)
Su obra poética se encuentra reunida en Todos los poemas (1993), en edición de Monte Ávila Editores Latinoamericana, introducida por un repaso preciso, de sus libros escrito por Julio Miranda. Que sepamos, no ha habido una reedición de esta importantísima obra de la poesía venezolana. Si bien la pasantía de Miyó Vestrini por
Apocalipsis no coincidió con ciertas características estéticas (apego al surrealismo, especialmente a las imágenes insólitas, a la enumeración caótica y a la construcción de metáforas extrañas y, casi siempre, de carácter artificial), sí lo hizo, en cambio, con cierta visión trágica de la realidad, con el modo de vivir apasionado de sus miembros (que enfrentaban su pensamiento poético a una realidad que sentían ajena) y, es justo decirlo, con el fin trágico de otro de sus poetas, Atilio Storey Richardson. Los cuatro libros que conforman la obra poética de Vestrini (Las historias de Giovanna, 1971; El invierno próximo, 1975; Pocas virtudes, 1986; y Valiente ciudadano, 1993), dan cuenta de una personalidad poética bien definida, encarnada en los hablantes de cada uno de sus trabajos líricos. Personalidad delimitada por una característica que va desde la incomprensión de la vida, pasando por una mirada negativa de sí mismo, hasta la valentía para enfrentar la muerte cotidiana o esa incomprensión a la que nos hemos referido.
Intuimos que la forma de suicidio “escogida” por cada poeta podría responder al momento, a lo que se tiene más a mano, al impulso de muerte que en esa fatídica ocasión se hizo con el dominio de todo y llevó al malogrado escritor a su fin. Pero sospechamos también que podría la acción ser dictada desde el inconsciente, pues allí estaba anidada bajo la forma de la imagen fatal. Si el poeta se arroja al vacío o, literalmente, se corta las venas; si el suicida que escribe decide el camino tenebroso a través del túnel que le ofrece el gas que lo asfixia o, bien, ingiere una sobredosis de somnífero; si el aedo se deja llevar por la ruta que le abren las aguas que lo atraen o, si no, permite que las llamas se hagan con su cuerpo… todo esto sigue el mandato de aquella imagen que la vida, su vida, fue formando, día a día, año tras año, en lo más recóndito de su cerebro. Por ello, en muchas oportunidades, vemos cómo se desliza esta imagen de una u otra manera, bajo uno u otro ropaje, tras una u otra máscara, a lo largo de su producción poética.
No es nada novedosa la idea que emparenta al sueño (el cotidiano) con el Sueño (definitivo). Dormir y morir han sido temas hermanados en más de una producción artística. Bástenos esta cita de Hamlet que, por sí misma, es elocuente:
¡Morir,… dormir, no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término devotamente apetecible!
¡Morir,… dormir! ¡Dormir!… ¡Tal vez soñar!, ¡sí, ahí está el problema! ¡Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos liberado del torbellino de la vida! ¡He aquí la reflexión que da existencia tan larga al infortunio!
Durante el sueño se aparenta la muerte o ésta se nos presenta en forma temporal en aquél. Quien duerme hace un paréntesis en la vida cotidiana, durante la vigilia. Quien duerme, muere por unas horas. Quien muere, duerme para siempre. Soñar la muerte, en cambio, o soñar durante la muerte, es otra cosa.
El método del suicidio por vía de sobredosis de somníferos o tranquilizantes lleva a pensar que el suicida quería una muerte apacible, indolora. No obstante, muchos suicidas que optan por esta vía han fracasado en varios intentos y han sido sometidos, luego, a lavados estomacales, al parecer nada gratos. Sin embargo, la intencionalidad pareciera estar dirigida a eso: a una muerte sin mayores traumas. “Yo quisiera morirme mientras duermo”, manifiesta más de uno, pensando que así no se pasa por el trauma de la conciencia de la propia muerte. Es decir, la muerte sin estar consciente de ella, que promete un dolor (físico y psicológico) minimizado.
Dentro de la elocuencia de algunos poemas de Vestrini el texto titulado “Zanahoria rallada” (1993: 136) es uno de los más citados de la autora.5 El “primer suicidio” al que se alude es, por supuesto, el primer intento de suicidio. Eficaz, terriblemente certero, como ningún otro, pues ya se ha probado del néctar fatal. De ahí en adelante todo será más fácil. Los siete intentos que precedieron al definitivo solo fueron el camino a la perfección. Se nos habla acá, además, y a través de los ojos del sarcasmo y la ironía, de la mirada del otro, de la incomprensión y falta de visión de los demás, quienes sólo aciertan a esconderse detrás de la burla (el doctor, la enfermera), pues se enfrentan y temen a su propia muerte. La hablante es la paciente-poeta. Su voz, claro está, la amargura. Porque de lo que se trata, como dice en otro poema, “EI siIencio”, es de que “eI siIencio (por fin) te tome en cuenta”. (p. 131)
A lo largo de su obra, la muerte está siendo forjada, reclamada. La hablante ora por eIIa, Ia desea: “Dame, señor, / una muerte que enfurezca. / Una muerte tan ofensiva / como a Ios que ofendí.” Se trata de una práctica –diríamos- budista, pues de tanto desearIa, pensarIa, sentirIa, se Ie habrá perdido eI miedo. “Dame, señor, / esa muerte de Ia intemperie / que sorprende y tranquiIiza.” Se desea, también, Ia muerte del otro, de los demás: “deseando muerte ajena”. EI Ienguaje directo, IIano, no permite ocuItar eI mensaje en imágenes que obligarían a un ejercicio semiótico. La muerte es venganza. Venganza de los otros. La muerte es obscena, reveladora de la intimidad: “Que venga Ia muerte / cuando descubras en mí / alguna oculta intención de poder / y cuando sepas, / por tus informantes, / de mis maniobras para pasar a Ia historia.” La muerte, eI suicidio, se van convirtiendo en discurso, apoderándose de él desde el tema mismo, hasta hacerse imposibIe de sosIayar: “Permíteme, señor, / contempIarme cómo soy: / eI rifIe en Ia mano / Ia granada en Ia boca / destripando a Ia gente que amo”. EI poema es una forma de comunicarse; los actos en vida también lo son. Sus poemas hablan de soledad, de incomprensión, de desaciertos. Se alcanza la muerte en la palabra, mientras se espera por asirIa en Ia reaIidad: “Acuéstate conmigo en Ia madrugada, señor, / cuando mi respiración es un golpe de piedras / en la corriente del río. // Y verás como nada, / ni siquiera Ia Ieche de tus cantares, / puede darme una muerte que me enfurezca.” (“VaIiente ciudadano”, Ibid: 117-119)
Además deI ya citado “Zanahoria raIIada”, otros poemas suyos habIan directamente del suicidio. No hay nada que ocuItar y tampoco es difíciI de describir este asunto. “¿quién atenderá Ias advertencias, / Ia voz de aIto, Ia verdadera ira / de Ios suicidas?” (“He preparado tu muerte a pIena Iuz deI soI”, 1993:105). La muerte de un famiIiar, su suicidio, anticipa eI de Ia habIante: “Mi abueIo decidió suicidarse: (…) // Me dejó una carta / para decirme que volvería a la vida / cuando en lo más verde de la colina / mi voz llegara a ser más fuerte que eI rumor deI mar” (“Deshabitada”, 1993: 100) De aIguna manera Ia muerte es una vía para escapar de la decrepitud: “Seré lo que tú quieras / penitente y amado / pero cerraré los ojos / para no envejecer juntos.” (“Sortilegio”, 1993: 97)
La muerte y el suicidio tienen una “presencia masiva” en la poesía de Miyó Vestrini, tal y como señaló Cósimo Mandrillo (2005). Una reiteración más que insistente, una sintomatología de la muerte por mano propia, que podría resumirse en pocas palabras. En “lnvierno próximo”, afirma la voz: “que la muerte sea simple y limpia / como un trago de anís caliente / o una palmada cuyo eco se pierde en el monte.” (1993: 73).
Su poesía, al final, es una escritura de denuncia: primero, de una sociedad en la que no se puede vivir, que no se entiende ni se acepta; pero luego va transformándose en una denuncia de sí misma y de su condición particular. La hablante se descubre ajena a lo exterior, mundo que se torna impreciso, impalpable, por el propio desinterés de quien dice: “Escucha cómo paso de largo / y todo se hace tan frágil, / tan triste.” (lbid: 67). Hay, también, otros temas, otros campos de significado que al final se emparentan con el gran símbolo de la muerte provocada: la maternidad, el alcohol como evasión, la noche, el invierno, la nostalgia y/o melancolía, la sexualidad como rigurosa obligación, el mar, la historia propia y la Historia (con mayúscula). Todos ellos, y otros, terminan siendo atraídos por el vórtex de la muerte voluntaria, del sueño provocado y definitivo.
Observamos también una tensión de signos opuestos que hablan de un espacio sensible en el que se resuelven estos poemas. Bien observa Gina Saraceni este fenómeno y nos lo hace notar: “la derrota y la esperanza, el grito y la plegaria, la infancia y la vejez, la crucifixión y la resurrección, la vida y la muerte, el amor y el odio”. (2010: 7)
El escritor Salvador Garmendia, amigo entrañable de Miyó Vestrini, encontró entre sus papeles una larga versión (hasta hace poco inédita) del poema-testamento, incluido en “Valiente ciudadano”. El texto se reproduce íntegro en la excelente biografía de la poeta que hiciera Mariela Díaz. Los primeros versos, abren las puertas de un paseo íntimo por la vida de la autora. La falta de conexión sintáctica avisa de un momento de intensidad dramática que supuso su etapa final: “Te preguntan, / ¿a quién dejarás tus cosas cuando mueras? / Entonces miré mi casa y sus objetos. / No había nada que repartir, / salvo mi olor a rancio.” (Díaz, 2008: 96)
NOTAS
1 Entre estos, El Cojo Ilustrado, una publicación periódica de gran prestigio, no sólo porque se editara en Caracas, sino porque allí publicaban grandes poetas del país y de Latinoamérica toda).
2 La raíz del refrán es, claro está, de origen musulmán: Ir de la Ceca (Zakkah, la casa de la moneda) hasta la Meca (ciudad santa que implica peregrinación y paz espiritual). O, lo que es lo mismo, hacer el camino que lleve a la tranquilidad o el sosiego.
3 “Zona ambiente. Vivo vida monótona, la calma / de la muerta ciudad que fue mi cuna, / en donde empedrada, como en una / bóveda ardiente, se me asfixia el alma. // Floreció el numen en mi estéril calma. / Fué la aridez de mi región la cuna / de mis estrofas, donde encuentro una / linfa de amor para la sed del alma. // Cuando es mi pecho del fastidio cuna / e intento entonces respirar en una / canción de hielo mi tediosa calma; // si la intención no halla en el estro cuna, / mi nativa ciudad me parece una / bóveda ardiente en que se asfixia el alma.”
4 Cuentan mis informantes, quienes prefirieron dejar sus nombres ocultos, que la autora colocó una funda de almohada en su cabeza y se arrojó desde su apartamento ubicado en el Edificio Trapiche, en la Urbanización Las Mercedes, de Caracas, ese fatídico 24 de febrero de 1979.
5 El primer suicidio es único. / Siempre te preguntan si fue un accidente / o un firme propósito de morir. / Te pasan un tubo por la nariz, / con fuerza, / para que duela / y aprendas a no perturbar al prójimo. / Cuando comienzas a explicar que ( la-muerte-en-realidad-te-parecía-la-única-salida / o que lo haces / para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia, / ya te han dado la espalda / y están mirando el tubo transparente / por el que desfila tu última cena. / Apuestan sin son fideos o arroz chino. / El médico de guardia se muestra intransigente: / es zanahoria rallada. / Asco, dice la enfermera bembona. / Me despacharon furiosos, / porque ninguno ganó la apuesta. / El suero bajó aprisa / y en diez minutos, / ya estaba de vuelta a casa. / No hubo espacio dónde llorar, / ni tiempo para sentir frío y temor. / La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor. / Cosas de niños, / dicen, / como si los niños se suicidaran a diario. / Busqué a Hammett en la página precisa: / nunca diré una palabra sobre tu vida / en ningún libro, / si puedo evitarlo.