OFICIO DE REALIZACIÓN
¿Se puede encontrar la realización personal a través de la escritura? Es obvia la respuesta positiva. Cualquier ejercicio vital, cualquier oficio ejecutado con atención, desentrañando su relación con la existencia, se convierte en una oportunidad de realizarnos como personas.
Escribir puede exponer el contenido de nuestro ser interior, aunque a veces parezca solo la puesta en escena de lo que hemos aprendido en nuestro transitar rutinario o ser el fruto de nuestra domesticación social. No importa, sea cual fuese la interpretación, escribir siempre nos revelará tal como somos, a pesar de las máscaras o disfraces con los que cubramos la escritura. Por ello escribir es un acto de exposición y de ocultamiento a la vez. Ambas prácticas son necesarias en el camino de realizarnos.
Al exponernos, necesariamente ocultamos parte de nosotros, al ocultar deliberadamente, exponemos también zonas que no deseábamos sacar a la luz. Claridades y sombras son la escritura como ejercicio de nuestro ser.
Pero la escritura es lectura. Solo ante el lector cobra vigencia el hecho de la escritura. Por lo general ese lector existe en el futuro. Y tal vez no lo conozcamos. Pero allí está esperándonos. Si no es así, habremos sido nuestro propio lector, algo muy válido. Es el sentido del diario íntimo.
Pero supongamos que alguien nos lee. ¿Eso contribuye a nuestro crecimiento?
Quien nos lea debe someter eso que ve, eso que interpreta, a su propio tamiz reflexivo. Debe dilucidar y tratar de sacar de allí conclusiones, bien sobre quien escribe, pero, generalmente, y eso es lo más importante, sobre sí mismo. Cuando uno lee se encuentra frente a un espejo de palabras. Allí se acomoda esa imagen de letras y voces que tenemos sobre nosotros mismos.
Nuestra propia imagen se nutre de eso que leemos. Y en el caso de no leer, de lo que escuchamos, de lo que nos dicen. Por eso la lectura nos amplía los horizontes acerca de nuestro propio conocimiento de una manera enorme. Nos llena de posibilidades. Un lector puede estar más solo, pero también tener mayores oportunidades de salirse del rebaño de la interpretación común.
El que nos lean no contribuye a que crezcamos. En ese sentido, solo los actos de leer y de leernos a nosotros mismos nos pueden aportar. La retroalimentación de los lectores puede ser una fuente de información. Pero siempre dependerá de la intención del lector que comenta. Los engaños y autoengaños son frecuentes.
Leer, escribir y leernos, allí está la triada para el crecimiento aprovechando el oficio de escribir. Cuando escribimos, completamos un ciclo, no solo asimilamos lo que hemos leído sino que estamos transformando con nuestra experiencia ese mundo que habíamos encontrado. Es casi un deber para el lector escribir sobre eso que lee. Y para el escritor, leer con aguzado ojo eso que escribe.
DEL SUFRIMIENTO Y EL GOCE EN LA ESCRITURA
Éste es un tema recurrente. No por ello completamente resuelto. Aunque cada vez que se escriba sobre él parezca disuelto en su totalidad, en un mar de misterios.
Para algunos es necesario que el escritor se vea sometido a padecimientos hasta injuriosos para poder producir una obra de valor. Parecen decir que el sufrimiento es el más poderoso motor para escribir. Como si el hambre lo fuese para generar cualquier cosa, incluyendo la comida.
Sobre este punto sería inacabable hablar. Habría que revisar las motivaciones del escritor, escudriñar y discutir la misma teoría de las necesidades, la psicología de las diferencias individuales y otras muchas ideas que tal vez nos conducirían a la nada. Nada concluyente.
El sufrimiento o el goce se transfunden a la escritura casi necesariamente al tocar el tema, en cualquier género que se escriba. Si se escribe de sufrimientos o de alegrías, necesariamente está presente el escritor, quien debe haberlas experimentado para transmitirlas con verosimilitud.
Las circunstancias de vida de cada quien colocan cualquier tema, con su dosis de sufrimiento o alegría, al alcance del escritor, en el área de su vivencia. Pero no son las circunstancias las que escriben. Las circunstancias no obligan. Ni siquiera recomiendan, por ellas mismas, la lectura o la escritura.
A veces uno cree que es la vida la que toma la pluma o el teclado para pronunciarse acerca de ella misma. Válida representación porque la existencia se particulariza, tanto como se universaliza, en el escritor que sufre o goza.
Pero no son las circunstancias tristes o felices las que construyen la escritura. Es Plath o Neruda, por pronunciar el nombre de dos valiosos poetas, quienes escriben. Es el talento de cada escritor el que se expresa independientemente del sentimiento humano que esté tocando o el grado de padecimiento que haya tenido.
A pesar de las circunstancias y por sobre ellas, que lo retendrían en el goce o el sufrimiento, el escritor plasma su vivencia con palabras.
No es por la condición del escritor, de triste o alegre, de asceta o bohemio, de mártir o hedonista, de enfermo u optimista, de rico o de pobre, de ser que padece todas las grandezas o las vilezas humanas, por lo que se construyen las obras con decoro y permanencia. Es, simplemente, por el talento que el ser humano ha desarrollado, durante su vida feliz o miserable. Por ese irrefrenable llamado a expresarlo todo con la palabra que nace en conjunción del corazón y la mente.
De no existir el talento, la primera brisa haría desaparecer ese cúmulo –túmulo– de palabras. De no existir el talento en el ser humano, nada persistiría más allá de un breve ahora.
ESCRIBIR, LA SOLEDAD DE UN EJERCICIO
Escribir es ejercer el arte de la cuerda floja. Un equilibrio inestable. Una propensión a la inminente caída. Un balanceo. Un desequilibrio calculado para no precipitarse al vacío o a la palabra vacía.
Equilibrio y desequilibrio se juntan en un solo acto, tal vez creativo, tal vez de supervivencia ante la agonía interior, ante la ansiedad de vivir.
Escribir es una emoción que se convierte en sentimiento, en el transcurso de manchar hojas y hojas de tinta o virtualidad. No puede uno desprenderse de ese solitario vicio que solo se torna productivo en el vientre mental o anímico del lector.
Aunque el lector es, en principio, uno mismo, escindido ya en su papel dual, en su perfecto hermafroditismo de pensamiento y la emocionalidad. En la lucha entre el intelecto y la intuición, entre lo profundo y oscuro del ser humano que hala y absorbe hacia la tiniebla y su afán ordenador, muchas veces inclinado a la búsqueda de claridades pero irremediablemente propenso a las brumas de la existencia.
Escribir es un acto solitario para alejarse, a veces infructuosamente, de la soledad misma. Acto de soledad compartida en lejanos ojos y entendimientos.
ESCRITURA, UN EXPERIMENTO
Escribir es un constante experimento y un riesgo. Estallan las palabras mal puestas o sencillamente no funcionan. Reunir cada vocablo con otros tiene algo de los furtivos secretos de la ciencia y el arte. Ninguna de las dos formas de encarar la realidad ha podido prescindir del aura misteriosa de quien las poseía en el remoto pasado, el sabio iluminado por la trascendencia.
Aunque han querido ser inspiraciones explicables, por más que la reflexión nos acerque a un método de escritura, tan solo revela un estado al que se debe acceder. Nunca se trata de un manual de instrucciones sino apenas el consejo de alguien que vivió la experiencia. Ello no es intransmisible. Pero el hablar sobre la escritura como proceso creativo pareciera estar más cercano al hecho de que la palabra produce, como estimulante, una gnosis que al de ser una difusión informativa.
Escribir es un acto de personal encuentro consigo mismo. De explicarse el mundo, la vida, en todas las ideas, sensaciones y percepciones que la pueblan. Esa vivencia puede llegar a otro y alinearse con sus propias formas de reconocimiento de la existencia. Allí se produce el milagro, la maravilla de la identificación con el texto. De la resurrección de la palabra en el papel o en el medio virtual.
La escritura siempre será un experimento al borde de todo éxito. Pues para alguien ha servido, aunque sea para el solitario escritor en su intento de vivir a través de la palabra.
EL TEXTO, UN MISTERIO
Ante un texto literario, sea cual fuese el género que trate de asirlo a una catalogación, la impresión del lector avezado, cargado de la misma ingenuidad que permite descubrir la vida, se maravilla del hecho que tiene ante sus ojos y que ha penetrado en su mente.
El pensamiento ajeno se hace propio por influjo de unos caracteres visuales o táctiles o incluso por las voces que lo expresan auditivamente. Un pensamiento logra atravesar las distancias de la geografía o de los complejos mecanismos del discurrir humano, logra vencer obstáculos físicos y mentales para llegar hasta nosotros y hacerse parte de nuestro propio contenido, como si nosotros mismos fuésemos un nuevo texto.
Tal vez le costó mucho al ser humano lograr ese paso definitivo y definitorio de trasladarse en pensamiento hasta otros. Pero lo hizo. Explicar cómo lo logró es labor de diversos especialistas que se distraen en esas elucubraciones. Pero fue la palabra, en síntesis, la que obtuvo este logro.
No obstante, el texto como un complejo de palabras organizadas continúa revelando el misterio de esa comunicación. El texto en sí mismo es un objeto que se transmite como un todo de uno a otro individuo. Aunque su comprensión sea fragmentaria, siempre será un todo, un cuerpo complejo, que viaja de uno a otro ser.
A su llegada ya no es el pensamiento original. Ha sido expulsado del paraíso de su creador y ha llegado al mundo, a la tierra de quien lo recibe como suyo. Allí el texto se transforma o permanece. Crece o se desintegra. Y vuelve a la tierra, al polvo de las palabras de donde surgió. Las palabras retornan a su origen.
Un texto, siempre que se preserve por algún medio, va a superar la existencia limitada de su creador. Sin embargo, la mayoría de los textos no logran ni siquiera sobrepasar la reducida distancia entre su creación y el vacío exterior, no logran dar un paso fuera de la la cuna de papel o virtualidad donde nació.
Pero otros textos se expanden hasta una casi infinitud. Hacia ese texto es donde apunta el escritor. Eso es lo que quiere. Un hijo que sueñe con la inmortalidad. Sin importar que ésta sea perecedera.
A veces ese sueño es más breve y moderado. Tan solo tocar un alma, tan solo llegar a penetrar en la interioridad de un lector es suficiente para que el texto haya cumplido su cometido.
Lo que empezó siendo la organización de un pensamiento se constituye en pensamiento autónomo que adquiere otra dimensión en el entendimiento de cada lector.
Y aunque se explique el proceso, este poder del texto siempre será un misterio.
EL RELATO COMO EXTENSIÓN DE LA VIDA
Escribir es una forma de supervivencia a través de un objeto incorpóreo. Pareciera una real y fatal estupidez esta pretensión. Pero es lo que hacemos cuando lanzamos en una página virtual o de papel un grupo de palabras organizadas de tal forma que luzcan como extensión de nuestro pensamiento. Apenas como una extensión y nunca como el pensamiento mismo.
Damos autonomía a las palabras formuladas. Toman su propia corporeidad. Mantienen su existencia particular ya fuera de nosotros. Podemos desaparecer, olvidarnos y ellas permanecen en esta nube de la posibilidad.
Si lo que escribimos es un relato, el fenómeno adquiere visos más interesantes. El personaje toma vida y puede persistir en su subsistencia durante tiempo indefinido. Cada vez que alguien detiene su mirada en el texto del que forma parte vuelve a nacer y a realizar sus hazañas o sus desafueros. Nada aprende, todo lo repite. Pero el lector penetra en su mundo y se adueña de su quehacer, lo hace suyo y empieza a formar parte de la vida de otro. El personaje se nutre de la vida de los lectores.
El narrador, una vez concluido su propósito, puede descansar como un pequeño dios, parafraseando la famosa frase de Huidobro sobre la poesía, olvidándose de su obra, dejándola a su arbitrio que no es sino repetirse infinitamente a merced de los piadosos lectores.
El narrador vive por su obra sin ser su obra. Pero, en cierta forma o en forma muy cierta, allí expresa su existencia. Por más que intente librarse del lazo que lo une a su escritura, a sus personajes y acciones, se proyecta a través de ellos. Aún cuando lo que escriba sea el reflejo pálido de una historia escuchada, de un relato antiguo leído en otros labios, de unos restos de palabras vistos en hojas carcomidas por el tiempo, siempre, al escribirlo, va a plasmar su propia vida, su propia visión, su entendimiento, sentimiento y voluntad. El relato va a develar la vida del narrador de una u otra manera.
No todo lo que escribe un narrador es autobiográfico. A veces casi nada lo es. Pero todo lo que pone en papel o en formato visible será siempre su ejercicio de ser. Su manera de desenvolverse. Aunque tome el disfraz del personaje. La voz prestada de los sueños, las poses de otros reflejos o la transparencia de los fantasmas, siempre será su obra, llevará sus genes de pensamiento, el ADN de su forma de escribir.
Tal vez se pueda clonar al escritor. La falsificación y el plagio son viejas costumbres mefíticas, enrarecen la sustancia donde toma existencia la escritura. Pero nunca esos cuerpos vacíos de alma propia, sustituirán a la esencia del escritor realmente.
Porque escribir es un oficio de persistencia donde exhibimos nuestro ser único a través de la carne de la palabra.
LA POESÍA, LA VIDA
Ante el espacio en blanco para el poema, el creador guarda un silencio casi reverencial. Algunas veces es sólo la parálisis, el instante sin aliento que precede al acto creador. O el asombro de la frase inicial, el arrojo de cometer una osadía como pretender asir la belleza o el tiempo u otra forma, casi insustancial si no la fijásemos al cuerpo denso de las palabras.
Ese primer acercamiento al hecho creativo del texto poético es una declaración de principios de vida en relación a la poesía.
Ante ella pensamos con harta frecuencia que estamos frente a un misterio. En otras ocasiones, sabemos que es la boca por donde el grito del corazón se desahoga. Es, en todo caso, el espacio que le da forma a lo que estaba disperso. Es el orden dentro de nuestro caos. La poesía es eso, dar equilibrio a nuestro desconcierto interior, trazarle un plano al laberinto de nuestra consciencia. Un mapa de palabras que nos guía hasta salidas temporales.
Si nos acostumbramos a ella, la poesía es un fenómeno que nos asalta frecuentemente. Una pulsión que desea su expresión constante. Poner afuera lo que pertenece a ese mundo de nuestras profundidades o de nuestras relaciones con el mundo. Ese acto, de por sí, traza una intención de vincularnos a un lector o a otro individuo que comparta o con quien compartir esas vivencias.
Nunca parece suficientemente extenso el mundo de relaciones del poeta. No importa cuántos lo lean, siempre el poema, la intención de creación, estará destinado a quien descubra su estructura de pensamiento. En la cotidianidad las palabras parecen objetos utilitarios, aún siendo símbolos de la realidad; en la poesía conservan esa vestidura original o ese despojamiento primordial de ser símbolos en movimiento.
La poesía sólo se aprende en su propio territorio. No en los libros que la pueden contener, sino en el hecho creativo, en la vida de donde se nutre, en el deslumbramiento de descubrirla en nuestro mundo circundante, en los hechos de la cotidianidad. Por eso pertenece a todos los seres humanos, sin distingo de ninguna especie, pero sólo si estos se acercan hasta ella con los sentidos bien abiertos y el entendimiento sensible.
Quien descubre la poesía jamás podrá abandonarla. Se nutrirá de ella, la hará su lenguaje, se sorprenderá hablando poesía, porque ésta habrá tomado su vida. La poesía es la vida que se transmite en palabras, en silencios, en gestos perceptibles para la aguda alma de quien sabe que ella es su vida.