Néstor Mendoza
La literatura escrita en el siglo XX tiene contados ejemplos que se acerquen tanto a lo que se enfrentó Álvaro Mutis: darle forma a toda una obra con un solo personaje lírico, que luego pasó a ser de ‘ficción’, el hilo conductor de una saga poética y narrativa. Un ejército constituido por un solo hombre: un único húsar. Un edificio que se sostiene de un único pilar, que tiene la fortaleza o la elasticidad titánica para que esa construcción no se derrumbe. No parece haberse dedicado a otra cosa que configurar esta empresa desde su primer poemario, La balanza (1948): la “Oración de Maqroll” es, al mismo tiempo, el primer y el último paso en la trayectoria del Premio Cervantes colombiano. Si vemos este asunto desde un plano marital, Mutis ya estaría casado con Maqroll desde su primer libro, sin saberlo con certeza. Por esto, la “Oración” tiene el carácter fundacional de un acta de nacimiento en el que ya está sugerida un acta de defunción. Maqroll, como personaje, representa la constante del fracaso. El fracaso “empresarial” y nunca de la existencia. La voluntad de emprender “aventuras” que persigue vagas y nunca aseguradas retribuciones. Él plantea, según ha dejado dicho Ernesto Volkening, una manera de fracasar.
Para leer a Mutis se necesita tener un temperamento reconstructivo: un poema dice algo del pasado y del futuro de otros poemas; es decir, un poema sintetiza lo que ya ha dicho antes y abre las puertas de un estilo por venir: “El tiempo es como una suave materia detenida en medio del diálogo”, dice Mutis en el poema “Caravansary”. Esto implica una madurez prematura en Mutis, un poeta que nació “viejo” (a los 17, ya era un niño grande y viejo), o nació dueño de un lenguaje consciente de sus posibilidades. Como obra de alta trascendencia en nuestro idioma, y considerando que toda grandeza es perfectible, “Sus imperfecciones, como sus perfecciones, cuentan también”, dice Hernando Téllez. Esto, sinceramente, dificulta su lectura, y no tanto porque la poesía de Mutis sea formalmente cerrada o hermética, que lo es en parte (por la cultura que todos sus poemas despliegan), sino porque desde el principio el autor tenía control del tablero. Si no atendemos a las fechas de publicación, si leemos sus poemas sin la dependencia cronológica, no sabríamos diferenciar o ubicar estos poemas en épocas concretas o en libros concretos. Cada poema sería una época que aparece mientras lo leemos, una invocación: no sabríamos si se trata de un Mutis joven, el de Los elementos del desastre (1952), o el Mutis de Los emisarios (1984). Allí están los motivos de mis dudas.
Pensemos en la emoción. ¿Cómo emociona la poesía de Mutis? Emociona a través de un culturalismo bien distribuido, pues todo pasa por allí: un ritmo educado, que nunca desafina; unos paisajes vegetales que se domestican momentáneamente, que se contienen porque la voz poética los digiere, los filtra, los ve y los vive por nosotros. Mutis no ofrece emociones primarias, a flor de labios, sino mediante una memoria que cita, y que no solo recuerda. El pasado que expone Mutis no es un repositorio de episodios vividos o de datos rastreables: es una historia reescrita con fines estéticos: es el testimonio de alguien que admira un periódico histórico y lo comparte en el poema; o comparte lo que recuerda. En Mutis la complejidad radica en sus referentes, no en el lenguaje. La riqueza de su estilo no es impedimento para el disfrute y la legibilidad. Ciudades que no conocemos, que no sabemos que existen, aunque no importa su veracidad. ¿Importa que haya existido o no aquel poeta sufí de Córdoba, epígrafe de Los emisarios? Mutis es un historiador selectivo, que elige ignorar o privilegiar hechos en beneficio del efecto poético.
Su proceso evolutivo no está marcado por la habilidad en el manejo del verso o del poema en prosa, o por los referentes utilizados. Su proceso no fue de aprendizaje, de ensayo y error, de superación personal. Los poemas ya eran poemas desde el principio, pocas veces esbozos o tanteos expresivos. Esto puede deberse a que Mutis fue un lector precoz, en toda la extensión de la palabra: un lector que prefirió dejar sus estudios formales porque “no podía perder el tiempo en eso de los estudios, porque tenía mucho qué leer”. Incluso en sus poemas con más fisuras, más abiertos, menos troquelados, hay una voluntad creativa. Entonces: primero fue el lector, Mutis el lector de la historia y la cultura europea, especialmente la francesa: “A mí me interesan grandes ciclos históricos sobre los cuales he vivido horas y años de lectura”. O como lo expresó Guillermo Sucre, parafraseando un poema de Mutis: “no se trata, por supuesto, de recrear una época como de mostrar su espíritu, que de algún modo la historia sigue perpetuando”. Lo que sí se fue macerando en su obra poética fue la fisonomía narrativa de Maqroll, que siempre ha estado presente, que siempre fue el transeúnte en los poemas de escritor colombiano, y que, “tardíamente”, encontró movilidad argumental en las siete novelas que se dieron a conocer a partir del año 1986, empezando con La nieve del almirante. ¿Ya todo estaba escrito?
Aquí me detengo en un punto importante: ya dije que siempre estuvo claro la presencia de un arte poética. Mutis consintió el uso de la prosa y del verso con maestría; se apartó de la tradición de su país sin contradecirla del todo. Sabía que la forma es un recurso y no el poema en sí mismo: la forma por la forma, el preciosismo por el preciosismo, la “cultura” no asimilada, ornamental, no tiene cabida en Álvaro Mutis. Sus poemas son joyas que se usan, que tienen una utilidad, no joyas de museo. Ya desde muy joven inició una modernidad que estará presente en toda su producción. Una modernidad que viaja hacia atrás, que encuentra un lenguaje innovador con el patrimonio arquitectónico y humanístico heredado:
En su agitado paseo por la sala
hay una energía apenas contenida,
un dominio de quien está más allá
de los torpes intrusos que nada saben
de la teoría de reverencias, órdenes, oraciones,
tortuosos amores y ejecuciones sumarias,
que rige en estos parajes en donde la ajena incuria,
propia de la triste familia de los hombres,
ha impuesto hoy su oscuro designio, su voluntad de olvido.
Por esto insisto en su maduración, en su capacidad para ofrecer imágenes de sólida imaginación, una imaginación con una marca personal y no imitada de otros poemas. Su cultura (sus personajes de la historia, por ejemplo) provienen de una historia leída por el propio Mutis. No es una cultura que se calca de otro poema, sino que se cita (o se recuerda) pero transformada, adherida a las necesidades que el poema exige.
La originalidad de Mutis se debe, en buena medida, a la lejanía de sus fuentes: mientras más se aleja de las lecturas en boga, de la inmediatez, la fibra de sus poemas nos parecerá exótica, al menos en parte. Ya sabemos que muchos de los paisajes de Mutis son paisajes americanos (paisajes de ‘tierra caliente’ o tierra media, tierra húmeda, al borde de la cordillera), pero estos paisajes también resultan extraños para los lectores de esta parte del mundo porque no hay regionalismos visibles ni presencia de una realidad mágica, que ya el mismo Mutis se ha encargado de desmentir. Los personajes viven como naturalistas que expresan esa realidad desde la intemperie de los sentidos. La realidad de sus poemas es una realidad en que lo americano se presenta matizado en su exuberancia y abundancia. En La nieve del almirante, así mira Maqroll su paisaje inmediato: “Los pantanos, por su lado, van desapareciendo, reemplazados por una vegetación enana y tupida que despide una mezcla de aromas semejante al olor del polen cuando se guarda en un recipiente”. Es una visión de América un tanto captada desde afuera, se podría pensar: un “paisaje moral”, en palabras de Octavio Paz. Y quienes miran casi siempre son europeos o personajes de raíces ambiguamente europeas; casi nunca de un solo país de Europa. El mismo Maqroll lo representa: un europeo que viaja con un dudoso pasaporte chipriota.
Un ejemplo no tan frecuente en su obra, y que me causa especial asombro, es su poema en prosa “El viaje”, que fue publicado casi en las mismas fechas que “El guardagujas” de Juan José Arreola: dos textos siameses, tanto en la trama ferroviaria como en su carácter distópico. En Mutis estaba muy firmemente arraigado la vocación de poeta, mientras que, la de “narrador”, se hallaba encubierta (y también en cubierta”, si utilizamos el término de la navegación). Esta vocación narrativa ya es visible en sus “Primeros poemas”, en La balanza, y de ahí en adelante definitivamente consolidada en toda su obra poética. Para ser sinceros, esta vocación por la prosa no necesitaba de la prosa que desarrolló en El diario de Lecumberri o en La mansión de Araucaíma, en sus cuentos sueltos, y mucho menos en sus novelas. En la prosa de sus poemas ya está todo lo que vendría después: el tono, los personajes, las atmósferas, las geografías, las obsesiones. Todo esto ya se encontraba vivo, viviente, viviendo en sus poemarios. Lo que sucedió fue una ampliación de lo ya escrito: una vuelta a la patria ya liberada en su poesía. Entonces es válido pensar en que su obra poética resultó ser un “cajón de sastre”, en el que Mutis tomada de aquí y de allá, en un acto de legítimo auto-secuestro, de auto referencialidad.
La obra poética de Mutis se expresa con un doble atributo: el de la unidad y el de la diversidad. Esto no siempre se da en un mismo autor. Siempre una de ellas sobresale y se impone. Pero en Mutis el poema se enuncia desde voces y temas plurales y, no obstante, sus lectores captan estas señales, estas similitudes, y logran dar con la autoría inequívoca. En este banquete de la expresión, el protagonismo de El Gaviero tiene un origen heteronímico: un Mutis muy joven, apenas 17 años, decide hablar a través de un personaje con mayor rodaje vital. Más por verosimilitud, se puede pensar, porque el propio Mutis consideraba que una voz joven como la suya era incapaz de transmitir los avatares que sólo se viven en la adultez. Así hablaba Sócrates a través de los diálogos de Platón. Maqroll dice lo que aún no ha vivido aquel joven Mutis. Maqroll es el avatar de Mutis, en aquel entonces, en la época de La balanza. A medida que el Mutis autor ganaba años, se hacía más viejo, logró alcanzar en edad y en experiencia a su creación, a Maqroll. En algún punto autor y personaje se encuentran y conviven en igualdad de condiciones.
No sabemos si ese joven Mutis llegó a asumir esta diferencia entre él y su personaje como una carrera de velocidad. Maqroll, ese “escéptico de alma destartalada”, como lo llamaba Montejo, aparece inicialmente con esa alforja de experiencias, de viajes y vicisitudes; ya estaba de vuelta. Tras cada obra publicada de Mutis, nos encontramos al mismo Maqroll pero presentado fragmentariamente. Por eso Mutis pudo alcanzarlo, en cierto modo. El que crecía era Mutis, no Maqroll. De allí que en un punto muy concreto se dio esa fusión: Mutis había logrado caminar al ritmo de su creación. Se logró la fusión. Ilona, Warda, Abdul Bashur y tantos otros personajes serían parte de una confabulación de Mutis: otras maneras de ver a su avatar, a Maqroll. ¿No importa el creador, sólo importa lo creado? ¿Mutis es el “Dr. Jekyll” y Maqroll “Mr. Hyde”?