literatura venezolana

de hoy y de siempre

Patrias verticales: de nacionalismos, caudillos y otros artefactos

Abr 30, 2022

Javier Lasarte Valcárcel

…en el fondo los relatos sociales son alegóricos, siempre dicen otra cosa. Hablan de lo que está por venir, son un modo cifrado de anticipar el futuro y de construirlo.

(Piglia 2000: 45)

Y es que el culto a la figura histórica de Bolívar dista mucho de ser una creación literaria, nacida del patriotismo exaltado […]. Dicho culto ha constituido […] una necesidad histórica […]. Su función ha sido la de disimular un fracaso y retardar un desengaño, y la ha cumplido satisfactoriamente hasta ahora.

(Carrera Damas 2003: 42)

I

Quizás la memoria quiera jugarme una mala pasada, pero juraría que la mañana del 11 de abril de 2002, horas antes de que ocurrieran en Caracas los dramáticos sucesos de ese día, a miles de kilómetros de distancia, coincidió con el inicio de un seminario sobre representaciones de identidad en la literatura venezolana del siglo XX. Correspondió trabajar con el primer texto seleccionado: Cesarismo democrático (1919), de Laureano Vallenilla Lanz. Texto fundador del discurso historiográfico moderno venezolano y deudor de los ensayos interpretativos de las realidades e historias latinoamericanas que proliferaran desde el fin de siglo XIX –Martí, Rodó, Arguedas, Zumeta…–, a la vez justificador del cesarismo (no precisamente democrático) y fervientemente bolivariano y martiano, este libro capital de Vallenilla Lanz me produjo, durante esos días, una inquietante sensación.

En la relectura de sus capítulos iniciales, en los que Vallenilla pretendía demostrar su provocadora tesis según la cual la gesta emancipadora no fue otra cosa que una guerra civil entre las racistas castas criollas de la Colonia –súbitamente convertidas a los ideales patriotas– y los sectores populares, me resultó imposible no tentar una transposición al presente venezolano de los últimos años; transposición mucho más gruesa que el ‘entendido’ bajo el cual se leyó la fórmula del ‘cesarismo democrático’ defendida por Vallenilla: esto es, que su discurso sobre la sociedad venezolana del siglo XIX, anarquizada por las bárbaras masas populares y las no menos bárbaras élites letradas, frente las cuales sólo cabía pensar, para sofrenarlas, en figuras como el caudillo José Antonio Páez, estaba en realidad orientada a la política de su propio tiempo: servir de soporte ideológico al régimen dictatorial de Juan Vicente Gómez (1909-1935), que contara con el apoyo y beneplácito de casi toda la intelectualidad finisecular.

Jugando irresponsablemente con los fantasmas de la anticipación y la repetición, a partir de ese momento, y aún más tras conocer lo que había ocurrido, fue inevitable que entreviera – en confusión – en los discursos culturales de la tradición moderna algo más que huellas o resonancias: sea la verificación de que los relatos sociales, alegóricamente, ”[h]ablan de lo que está por venir, son un modo cifrado de anticipar el futuro y de construirlo” (Piglia 2000: 45); sea, con Borges, que el presente funda sus antecedentes, su tradición; sea que los tiempos se diluían, que el pasado era presente o que, de alguna manera, vivíamos – realmente – cien o doscientos años atrás.

Por lo mismo, tal vez valga la pena repensar otro tipo de diálogo (ni reivindicatorio ni compensatorio) con la tradición: releer discursos culturales desde los primeros tiempos republicanos hasta el presente –incluso los que integran el canon de la memoria nacional–, para escuchar de nuevo, quizás de otra manera y con otro énfasis, sus registros, desvíos, olvidos y, por supuesto, anticipaciones; lo que acaso provea (o pre-vea) las bases de la repetición, la pervivencia de lo que se da por ya trasegado; por ejemplo, las sombras de los nacionalismos históricos y de algunas de sus claves, que se cimbran circular, tercamente – como la sombra irónica del fauno que presidiera la reunión de intelectuales en Ídolos rotos (Díaz Rodríguez 1901)[1], sobre sus actualizaciones postmodernas.

Quizás también, después de todo, lo que esté intentando señalar sea algo bien simple: que lo que el chavismo ‘dice’ es que ha habido, a lo largo del siglo XX y en los inicios del XXI, un ‘silencio’, un menosprecio de las mayorías de consecuencias socialmente trágicas; que lo que el chavismo ‘oculta’ es la importante tradición de textos, a veces ajenos a su ‘linaje’, que han pretendido hacer ‘hablar’ ese silencio; es decir, que lo propuesto como radical novedad en sus diagnósticos –excepción hecha de los fundadores incomprendidos de la nación y algunos héroes alternativos–, no es otra cosa que el olvido de una tradición que se desconoce o que, en algunos casos, no conviene recordar; y, claro, que el fracaso de diversos proyectos políticos en el poder a la hora de cumplir con las expectativas de acceder al maridaje de modernización y democracia social hacen que textos de 1919 o 1931 puedan ser leídos como textos del 2005, más allá de los discursos oficiales.

 

II

La Venezuela de estos años, tras la avasallante instalación de la revolución bolivariana, parece ser otro de los ya varios casos ilustrativos de esta penúltima jugarreta de los procesos históricos, según la cual la globalización ha prohijado el recrudecimiento de relatos de (pre)modernidad que se creían superados, en especial el de la reactivación más o menos fundamentalista de los nacionalismos. Términos como ‘patria’ o ‘pueblo’ han puesto de manifiesto una vez más su condición de artefacto, de instrumento retórico-político, pero, a la vez, han mostrado que su eficacia está lejos de agotarse. El recurso al ‘símbolo patrio’, acompañado con sistematicidad por la invocación frenética del nombre de la nación y de sus héroes  –Bolívar, en el caso venezolano[2]– o de la siempre dúctil e inaprensible idea de ‘pueblo’, hacen pensar que los imaginarios sociales han recuperado, con inesperada fuerza y a despecho de los discursos académicos, componentes simbólicos centrales y modelizantes de la cultura promovida por los tradicionales Estados-nación, ya bastante rebatidos en nuestros días por Anderson (1993 [1983]) o Bhabha (1990, 2002 [1994]), García Canclini (1990) o Martín-Barbero (1991), entre muchos otros; símbolos usados ahora, como en el pasado, en función de asentar hegemonías o legitimar resistencias, revitalizando los más previsibles discursos sobre la pureza, las ‘misiones históricas’, el lugar de la verdad o la representatividad de la nación y sus mayorías.

Cabría preguntarse si experiencias como éstas no obligan a repensar varios tópicos del pensamiento crítico de estos últimos años, provenientes de sectores que en cierta forma celebran algunos efectos positivos de la globalización posnacionalista y postidentitaria: el surgimiento de ‘terceros espacios’ (Moreiras 1999), la emergencia de sujetos desterritorializados, la crisis de la verdad y la autoridad, la crítica radical de la tradición latinoamericanista (Castro Gómez 1996). Producidos en buena parte al amparo de las academias metropolitanas, estas sugestivas nociones quizás sean particularmente pertinentes para describir las nuevas realidades europeas y norteamericanas, minadas tanto por las migraciones como por los cambios políticos, territoriales y sociales que administran sus vidas; pero también abren puertas a la sospecha de que su misma ‘localización’ no permita profundizar suficientemente en el carácter desigual de la globalización –aun en el caso de reconocerla– ni atender esas ‘otras’ realidades que movilizan y actualizan etapas y estados que se creían cosa del pasado[3].

La crítica cultural de estos años ha prestado especial atención al desmontaje de los monumentos que integraron la memoria ‘oficial’ de los estados-nación[4], reduciendo a menudo la tradición moderna a su costado ‘oficial’ y con frecuencia ha suspendido el registro de los documentos ‘calibanescos’, que se quisieron formas de contravenir la institución de la memoria, por no hablar de esos documentos/monumentos canónicos de la memoria cultural-nacional que dicen o permiten leer, en sus fisuras, pliegues o puntos de partida –y no sólo en sus silencios o exterioridades–, la imposibilidad de legitimar finalmente el proceso mismo de monumentalización. Al menos desde esta Venezuela escindida es posible releer zonas de los discursos culturales que, como bancos de memoria, adquieren una imprevista activación en el presente.

El surgimiento del chavismo, por ejemplo, si bien es uno de los casos ejemplares de la pugna en el espacio de la nación por asumir o resistir el imperio de la globalización, también es más que eso. A la presión de los factores que atraviesan y constituyen su tiempo, se unen o confluyen otros, internos; una historia que ha venido registrándose en textos culturales desde hace, cuando menos, casi un siglo, y que hoy ha cristalizado como fenómeno sociopolítico.

 

III

El origen de la pugna social entre los bandos que se arrogan el derecho de sustentar legítimamente la representatividad de la nación hay que buscarla necesariamente en los años del proceso de constitución de la república. La definición de identidad nacional que ha pasado a ser considerada como fundacional es la que Bolívar expresara en 1815, en su Carta de Jamaica, y que luego repitiese casi puntualmente en el “Discurso de Angostura” (1819). De ellas, ésta da mejor cuenta de las contradicciones de la representación de identidad:

[…] no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado. (Bolívar 1977: 109)

Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del Norte, que más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de la Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. (114)

La devoción por el padre/héroe de la emancipación, establecido por los innumerables ‘templos’ erigidos por instituciones y discursos a lo largo de los siglos XIX y XX, y que ha impuesto el chavismo –ahora con usos y aires discursivos propios de la ‘resistencia’– y en especial su líder, que se presenta como encarnación de su legado, ha impedido ver lo que ya resulta obvio en los discursos académicos: la falta de correspondencia entre los sujetos/objetos referidos en el ‘nuestro’ y el implícito ‘nosotros’, y la ironía histórica de que la fundación de la nación se asienta en un acto de violencia.

El primer fragmento –en la convención cultural y en el discurso chavista como inicial definición del mestizaje latinoamericano– conviene en que lo ‘europeo’ forma parte de la identidad, a diferencia del segundo que niega el ‘derecho’, aunque sea moral, a tal pertenencia. El primero, corresponde a la imagen de nación que se desprende de –y se reduce a– la autorrepresentación del letrado criollo, mentalmente ligado a Europa (no a España), ciudadano por tanto; el segundo, figura otra nación, la del ‘pueblo’, vinculado a espacios salvajes, bárbaros (América, África). La distancia del ‘nosotros’ al ‘nuestro’ dice del hiato entre sujeto criollo y ‘otro natural’[5] –como dice también de las ‘trampas’ de ciertos mestizajes–, y podría mostrarse como una primera representación de una nación que se percibe escindida, sin duda el más lejano antecedente de las “dos Venezuelas” de hoy. Pero además de ello, debería ser inocultable –y no lo es– que la instalación en la legalidad de la nación –no otra cosa es el “Discurso de Angostura”: la toma de posesión, la imposición por vía de ley del proyecto republicano sobre el conflictivo territorio de lo que será espacio físico de la nación– presupone un acto de violencia ‘hacia adentro’: “el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión”. Hay, pues, desde el inicio de la constitución republicana dos Venezuelas en conflicto: la base sobre la que luego se asentará el dilema entre la civilización y la barbarie.

Así, en algunos casos, el presente puede llevar a releer el pasado en su texto completo, bien desvelando sus ‘silencios’, bien, simplemente, leyendo lo que efectivamente ‘dice’. Quiere, además, el curso de las cosas que la definición de identidad dé pie a una segunda irónica paradoja, no menos monumental que el objeto/figura-Bolívar: no sólo que Bolívar, siendo el máximo –y, claro, el más progresista– representante de la élite criolla, haya funcionado históricamente en el imaginario popular con atribuciones muy distintas a las que podrían desprenderse de algunos de sus textos centrales, sino que incluso se erija hoy en inspirador de un proyecto que se asume como el restaurador de la posesión de los ‘naturales’ y sus varios descendientes actuales: uno de los ‘términos’ en disputa a ser desplazado por el sujeto criollo en el original proyecto de nación bolivariana; que, en el imaginario político oficial y de amplios sectores populares de la actualidad, ese Bolívar civilizador que despojaría de sus “títulos de posesión” al mundo de la barbarie interna sea visto, pues, como la proyección, llevada al origen, del fundamento del deseo emancipador.[6]

Aunque pocas veces se presente de ese modo, quien de algún modo revirtió y procesó críticamente los conflictos sociales y raciales que intervinieron en la época de la Independencia, luego enmascarados por los letrados a lo largo del siglo XIX, fue Laureano Vallenilla Lanz. La frecuente inscripción de Vallenilla Lanz como positivista e ideólogo del régimen gomecista ha suscitado el rechazo mayoritario de la historiografía posterior[7]. Sin embargo, a despecho de la imagen que ha predominado en la memoria historiográfica, Manuel Caballero –acompañado excepcionalmente en su valoración por otros historiadores como Harwich Vallenilla–, sin negar lo insostenible de algunas de las principales tesis de Vallenilla[8], optaría por matizar la leyenda negra que en torno a él se ha tejido, resaltando de partida el carácter innovador e incluso irreverente de su libro: “Los planteamientos del autor de Cesarismo democrático estaban destinados a molestar” (Caballero 1990: 8); entre ellos el más urticante: “su consideración de la guerra de independencia como una guerra civil”, que presuponía la inédita y sacrílega “actitud de escribir la historia de un país haciendo caso omiso de los pedestales” (9), con lo que pasaría a ser “si no el único ni el primero, sí el más claro en ver la historia como historia social” (11). Aunque nunca osase cuestionar la figura de Bolívar –y por el contrario la considerase, tal como hace Chávez en estos días, figura ideal al borde de la transhistoria, a partir de la cual cimentar la utopía futura–, proveyó las bases de su crítica al hacer la del grupo social en el que se enmarcó su acción y sus ideas.

En el marco de una Venezuela que arrojaba signos inequívocos de una creciente inserción en una cultura urbana y mundializada –el auge de las ciudades y la economía del petróleo, la incipiente tecnificación o la cultura masificada, el surgimiento de nuevos sujetos sociales e ideologías políticas, entre otros signos–, Vallenilla recurrirá alegóricamente a la época de la Guerra de la Independencia en tanto centro metafórico explicativo de los componentes, diagnósticos y amenazas de la nación.

La novedad que supuso para la historiografía de la época el hecho de leer la Guerra de Independencia como conflicto social más que como la gesta heroica que la historiografía romántica pretendió fijar[9], se concreta en el Cesarismo… cuando se piensa en la causa original del conflicto. Aunque es innegable que, a lo largo de su texto, Vallenilla se explaya en el estallido de fuerzas irracionales, encarnadas básicamente en la figura de lo popular, no le achaca a ésta la responsabilidad de la guerra, sino a la decadencia, el desmedido afán de lucro o el racismo de los criollos de la Colonia, grotescamente travestidos en radicales y ‘aéreos’ ilustrados, patriotas y revolucionarios. La crítica de los poderes de la ciudad letrada, que primero sumió en la miseria y el resentimiento a las razas excluidas de sus anillos (Rama 1984), normas y altares (Úslar Pietri, Las lanzas coloradas 1988 [1931]), para súbita e ingenua e ‘irresponsablemente’ asimilar las nuevas ideas democráticas, explicará –sólo en parte[10]– su irracionalidad cruel[11], así como la adhesión de las masas populares, no a las ideas abstractas de los letrados revolucionarios, sino a figuras de caudillos llaneros representativos –y sólo en ese sentido, democráticos– como Boves o Páez, que ofrecían, además de libertad, tierras en propiedad.

Su tesis de que la Independencia no fue otra cosa que un ejercicio de travestismo de las oligarquías criollas, “opresoras y tiránicas […] que constituían ya no una clase sino una CASTA” (Vallenilla Lanz 1990: 109), para ampliar sus poderes está abundantemente mostrada a lo largo de los primeros capítulos de su Cesarismo…[12]. Baste con citar algunas muestras:

Los primeros legisladores de la República, los revolucionarios del 19 de abril y los constituyentes de 1811, salidos de la más rancia aristocracia colonial, «criollos indolentes y engreídos», que «gozaban con el populacho de una consideración tan elevada cual jamás la tuvieron los grandes de España en la capital del Reyno» proclamaron, sin embargo, el dogma de la soberanía popular, llamando al ejercicio de los derechos ciudadanos al mismo pueblo por ellos despreciado. Sobre la dignidad social en que fundaban su poder, sobre la heterogeneidad de razas que daba sustento a sus preocupaciones de casta, pretendieron levantar el edificio de la República democrática.

Según estos principios, la tradición colonial desapareció para siempre el día mismo en que fueron proclamados los derechos de los venezolanos. De modo que, política y socialmente, los hombres de la Independencia venían a la vida a la edad que contaban, pues al golpe mágico de la revolución, habían dejado entre las ruinas del «oprobioso régimen» todo el legado hereditario de tres siglos de coloniaje y de miles de años anteriores a la Conquista.

[…] los instintos y los prejuicios inconscientes, las opiniones, los gustos, las inclinaciones naturales, los sentimientos, las preocupaciones religiosas y sociales, el desprecio del blanco criollo por el hombre de color, el odio de éste hacia el criollo, las rivalidades e intransigencias de cada grupo social […] desaparecieron para siempre a la sola enunciación de los derechos ciudadanos.

Al suprimir las profundas desigualdades sociales que por siglos habían caracterizado el organismo social de la colonia, no quedó más que el hombre abstracto (Vallenilla Lanz 1990: 71-2).[13]

De algún modo, Vallenilla Lanz hará extensiva su consideración de las élites sociales prácticamente hasta su presente, como un modo de justificar así, junto con su –lamentable– consideración de la tendencia ‘natural’ a la anarquía y la barbarie de las masas populares, la presencia necesaria de un césar-gendarme, como único modo de garantizar la paz y la prosperidad social. No deja de ser una casi cómica paradoja que sea el positivista más denigrado por su adhesión al régimen gomecista quien suministre el antecedente de una de las tesis más manejadas en el discurso chavista para legitimar el control de todo el aparato estatal: que son justamente las ‘oligarquías corruptas’, trasmutadas desde la época de la Colonia, las responsables de la profunda crisis social que vivió Venezuela durante la IV República[14], y que ha llegado el momento de revivir la guerra y triunfar contra los seculares y oprobiosos privilegios de aquéllas, única forma de completar el frustrado proyecto justiciero y emancipador de Bolívar – y luego de Zamora o Martí, antes de llegar a la concreción de su más cercano paradigma: Fidel Castro y la Revolución Cubana.

 

IV

Pero será propiamente con la emergencia del discurso populista moderno de la socialdemocracia y las izquierdas políticas y culturales, en los años treinta, donde la insurgencia del proyecto chavista encontrará antecedentes cabales. Uno de los más conspicuos y lúcidos intelectuales venezolanos del siglo XX, Mariano Picón Salas –en sintonía con las orientaciones políticas de jóvenes actores políticos de los años veinte y treinta como Víctor Raúl Haya de la Torre o Rómulo Betancourt, líder fundador de Acción Democrática–, será quien provea explicaciones sobre las sociedades latinoamericanas que han sido activadas, en otros registros, por discursos académicos y políticos del presente. En general, estas explicaciones apuntan al marcaje insistente de una imagen: la de sociedades escindidas al borde del estallido.

Aunque la aspiración utópica de Picón Salas, apuntase finalmente al deseo de una armónica síntesis nacional y a la integración ecuménica del orden mundial[15], ese mismo deseo lo llevó a marcar lo que entendía como su mayor obstáculo: la secular e irresponsable ceguera de las élites nacionales y la consiguiente amenaza de convulsiones sociales. En un texto de 1930, “Hispanoamérica, una posición crítica”, Picón Salas consignaba cómo se verificaba en el plano cultural el conflicto social, expresado desde finales del siglo XIX por el dilema martiano entre el “letrado artificial” y el “mestizo autóctono”, al señalar:

[…] el tremendo desnivel americano entre el hombre ilustrado, que asume para nosotros el carácter esotérico de un mago en una sociedad primitiva, y el pueblo – nuestro sagrado pueblo de los himnos nacionales y las declamaciones patrióticas –, que está sumido aún en muchos países del continente, en oscura e inexpresada vida vegetativa (Picón Salas 1977: 41).

El Picón Salas de los años treinta y cuarenta insistiría en rondar dicha fórmula; el divorcio entre lo letrado y lo popular se convertiría en tesis central. Sus lecturas de las realidades culturales latinoamericanas del pasado y el presente se politizarían de una manera inequívoca. En un texto de sus Estampas inconclusas de un viaje al Perú (1935), “Misterio americano”, Picón Salas será incluso más plástico al representar el funcionamiento de este divorcio. En él se anticipa lo que ya en los inicios del siglo XX González Prada llamase gozosamente “la inundación de la barbarie[16], que, con terror, es el modo en que algunos sectores de la sociedad venezolana han vivido el triunfo del chavismo. Aunque extenso, vale la pena citar el pasaje:

América es el continente del misterio. Más allá de las formas políticas o culturales de importación late en nuestra existencia […] un enigma psicológico que es a la vez nuestro drama, nuestra esperanza y nuestra fascinación. […] Y es que nuestro subconsciente acumula como la tierra andina las convulsiones de las razas que no se han fundido bien, los gritos ancestrales de las especies distintas, lo primitivo que lucha con lo refinado, el embrollo de las culturas superpuestas. Entonces, en un momento, las fuerzas plutónicas de adentro rompen la débil estratificación de formas adquiridas, y advertimos que nos habíamos dormido precisamente sobre un tumultuoso misterio. Nos posee el terror o el asombro como a aquella amanerada y perezosa corte peruana del siglo XVIII, que de pronto descubre que todavía existen los indios, y que las multitudes escondidas en los socavones mineros, en la aparente paz de la mita y de la encomienda, habían despertado un día con apetito de justicia y de sangre que suele ser el vino de la justicia. La minoría blanca que, por lo general, domina la tierra y la máquina del Estado ve aparecer como un sangriento baile de máscaras aquellos rostros venidos del fondo de América, de la oscura matriz caótica de nuestra existencia colectiva. (Picón Salas 1983: 203)

Se distanciaba así, Picón Salas, de las explicaciones del lebonismo latinoamericanos –Vallenilla incluido–: la barbarie irracional y tumultuosa de las masas no residía en las temibles fuerzas anárquicas de los sectores populares o de los inmigrantes; la verdadera barbarie no era otra cosa que el resultado de la incapacidad y zanganería de las élites desde los tiempos de la Colonia. Aunque sin duda resulta discutible la caracterización de lo popular en términos de “fuerzas plutónicas” y de su espacio geocultural como “oscura matriz caótica de nuestra existencia colectiva”, y aunque también este fragmento presuponga el deseo de una nación ideal homogeneizada en su diversidad, lo cierto es que ante la imagen del “misterio”, Picón Salas, a tono con los populismos marxistas y socialdemócratas de la época, prefiere enfatizar el explosivo, volcánico drama social que impone esa “minoría blanca […] que domina la tierra y la máquina del Estado”[17]. Por eso, Picón Salas entendería en esos años, con lucidez casi profética, el escaso margen de error de que disponían las políticas de los países latinoamericanos y que su única salida tenía acentos drásticos y dilemáticos:

A la solución de un inmenso problema social debe dedicarse la política hispanoamericana de los días que vienen; el destino nos da a elegir entre una revolución pacífica que utilice los recursos técnicos de este maduro momento de la historia humana, o bien una serie de crisis que prolongarían con más violencia nuestros trastornos y revueltas del siglo XIX (Picón Salas 1977: 96).

El pensamiento de Picón Salas logró, como el de su época, vislumbrar cómo el ejercicio –oligárquico o democrático, excluyente o incluyente– del poder afectaba directamente la índole de los intercambios sociales y el estado de la nación. Por lo demás, ese tipo de planteamientos rondaron la literatura narrativa de la época en Venezuela. Hay de hecho dos novelas alegóricas, indispensables para la comprensión cultural de la nación y expresivas de dos distintas políticas del nacionalismo literario, que asientan entre ellas el conflicto que hoy se vive entre las ‘dos Venezuelas’. Pienso en la idea de pacto social que postula Doña Bárbara (1929) y su crítica radical, sugerida en Cubagua (1931).

La figuración del pacto como proyecto alterno de nación tuvo un precedente en un par de artículos de costumbres del siglo XIX: “Un llanero en la capital” (1849) y “Palmarote en Apure” (1867) de Daniel Mendoza, en los que se amistan personajes y saberes del campo y la ciudad, es decir: civilización/barbarie, tradición/modernización, culto/popular; esto es, los espacios simbólicos que presiden los conflictos de la era republicana. Siguiendo esa pauta, Rómulo Gallegos cuestionará en Doña Bárbara, no sólo la barbarie representada por la protagonista y sus políticas arbitrarias –asociadas por cierta tradición lectora a las del gendarme Gómez–, sino también la verticalidad violenta y autoritaria de los agentes dominantes de los proyectos civilizatorios, para postular un modelo ampliado de nación, que socialmente supone la inclusión de los sectores populares –posible por el ‘descubrimiento’ de “las fuentes ocultas de la bondad de su tierra y su gente” (Gallegos 1977: 312)–, reconducidos pedagógicamente por la provisión de otros paradigmas morales y de autoridad, y orientado en lo político por otro estilo, caritativo y paternal.

El Lorenzo Barquero de la juventud y su consigna pro-cosmopolita de “matar al centauro que todos los llaneros llevamos por dentro” (Gallegos 1977: 103), así como su incapacidad para insertarse en la realidad violenta, irracional y antimoderna del llano, ‘bárbara’, será uno de los objetos de la crítica, como lo fue la élite criolla en Vallenilla o el “letrado artificial” en Martí. Su ‘estrado’ será ocupado ahora por el nuevo modelo de dirigente que, guiado por el norte de la racionalidad de la letra (la ley) y la racionalización del territorio (la propiedad) y las relaciones sociales, por ‘gracia’ de una pedagogía híbrida, ajustada a realidad, recia o amorosa, así como de su disposición a reconocer (ambiguamente) los valores del otro popular o la mujer –lo bárbaro–, logrará ampliar los espacios de ciudadanía para la nación; sin que nunca, por lo demás, se cuestione la legitimidad originaria del poder ejercido por Santos Luzardo sobre tierra y gente, a pesar de que la novela misma recuerde la fuente de sus “títulos de propiedad”, como diría Bolívar: el despojo y el crimen ejercido por Evaristo Luzardo contra “los naturales”.

La novela de Gallegos asumió a partir de ese entonces el carácter de una utopía social-nacional de modernización y ciudadanía, pues fue leída y recibida como la novela de la nación futura, que a la vez pretendía establecerse como génesis explicativa y base de otra tradición memorialística que pretendía cancelar las arbitrariedades de la historia y educar a las próximas generaciones en la construcción de una sola gran familia nacional, moderna y homogeneizada por la educación.[18] A la vez, la utopía populista y vertical del pacto que sugiere Doña Bárbara testimonia el agotamiento de un modelo de unidad nacional que hizo aguas el 6 de diciembre de 1999, cuando Hugo Chávez y su proyecto bolivariano ganasen las elecciones. (Lo que no quiere decir que en el performance del nuevo caudillo no se reproduzcan aspectos ‘aprendidos’ de Santos Luzardo, en especial, su obvia voluntad de postularse como nuevo padre de la nación y su frecuente disposición didáctico-pedagógica a la hora de dirigirse a los sectores populares, así como el relieve dado a sus ‘misiones’ educativas).

En cambio, una novela como Cubagua de Enrique Bernardo Núñez añade un componente fundamental para completar los planteamientos que, cruzados, gravitan en la idea de nación e identidad que ha activado –sin mayor conciencia de su ‘tradición’– el proyecto bolivariano: su carácter radicalmente polémico y su implícita proposición de que los mundos en liza no han sido reconciliables en la historia ni parecen poder llegar a serlo en el futuro; lo que diferencia apreciablemente a Núñez de Picón Salas y sobre todo de Gallegos, por no compartir la aspiración de éstos a la unidad nacional e inaugurar la serie de los relatos ‘contraidentitarios’ sobre la nación, el capítulo venezolano de la ‘visión de los vencidos’, del calibanismo latinoamericano. (En otro sentido, lo que también diferenciaría a Núñez de los discursos chavistas[19] es que, mientras Cubagua revela un intenso y complejo trabajo en su más o menos exitoso intento de asumir una lectura mítica –transculturada, diría Rama– de la realidad histórica, concediendo privilegio a las cosmovisiones procedentes de las sojuzgadas culturas indígenas a la hora de estructurar su novela, los discursos del chavismo parecen conciliar, a la hora de hablar de la patria y lo popular, las más sofisticadas y conversacionales ideas de los manuales de materialismo histórico con la eficaz sentimentalidad que caracterizase el verbo encendido de Evita Perón; lo que no es obstáculo, por supuesto, para que su imagen, cimentada en su postura justiciero-populista y antimperialista tenga hoy un apoyo inusitado, incluso creciente fuera de las fronteras nacionales).

A diferencia de Gallegos, la postura de Núñez ante la historia y la modernización es si cabe intransigente. La novela trasgrede la concepción de la historia como sucesión cronológica y opta por estructurarse a partir de una concepción mítica del tiempo, en la que todo ser, más allá de su apariencia, será signo y cifra de otra cosa esencial: las pulsiones que representan el mito indígena de Vocchi y Amalivaca. Sucesos y personajes trasvasarán los tiempos de la conquista española y reaparecerán vivos o duplicados en los años de la exploración petrolera, empresas ambas marcadas por la codicia y la destrucción de la naturaleza y la cultura nativa. Cubagua, la isla, metáfora de la nación, no ha sido más que botín para los poderes imperiales. Lo indígena sojuzgado y la tierra desolada han sido las únicas prendas que el ingreso a la historia ha ofrecido a esta isla-nación; por lo que la instancia galleguiana del pacto de culturas sólo sería concebible a condición de que el conquistador se deslastre de su condición, tal como ocurre con varios personajes de la novela.

Por lo demás, es factible leer Cubagua como una parodia del gran símbolo de la nueva nación moderna que propusiera Gallegos y que de alguna manera signara la política venezolana de la segunda mitad del siglo XX. Si Santos Luzardo es el poder que seduce a Doña Bárbara y el mundo de lo popular, a partir de la comprensión y aceptación de las ‘bondades’ de esa cultura, para legitimar y renovar, democratizando apenas su posesión sobre el territorio del llano-nación; el ingeniero Leiziaga, empleado de una compañía petrolera, se abandonará al saber alterno que descubre a partir de su relación con Fray Dionisio, converso cultural, y la princesa indígena Nila Cálice. Por ellos conocerá el ‘civilizado’ Leiziaga la verdad oculta del subterráneo y omnipresente mundo sojuzgado desde los tiempos de la Conquista, espacio de lo indígena integrado a la tierra donde habita la genuina vida, “el alma de la raza”, en espera del ciclo de su renacimiento. Ante la decadente sociedad de los blancos y la amenaza de la nueva destrucción de Cubagua, Núñez, anticipando soluciones como las de El reino de este mundo (1949) de Carpentier –y luego como las de Arguedas o Rulfo–, desestimará soluciones conciliadoras ‘mestizas’, del mismo modo que estigmatizará las escrituras mixtificadoras de la historia oficial –crónicas, discursos, artículos de prensa– que asignan el bien al poder vencedor y entrega tópicas postales de la isla en las que se oculta su miseria.

Con ello, Cubagua inauguraba en Venezuela el relato de la ‘contraidentidad’, un camino que luego en la segunda mitad del siglo retomarían diversamente otros narradores: Adriano González León, en País portátil (1968); Denzil Romero, en su voluntad de ‘re-invencionar’ la historia; o Luis Britto García –uno de los más connotados ideólogos del chavismo–, cuya novela Abrapalabra (1980), por cierto, siguiese la idea de leer políticamente la historia nacional, a partir de lo que se entiende como sus dos impulsos básicos desde la conquista hasta los años 60 del siglo XX: el poder opresor –la deplorable saga que conduce de los conquistadores y los pícaros al demagogo de nuestros días– y la cultura de la resistencia.

 

V

Pero también Cubagua establece –inesperadamente, y ello sólo hoy es legible con alguna claridad– o, más bien, reestablece transformando, otras tradiciones. (Lo que, de paso, hace posible su crítica como discurso). Quizás por ser un texto forjado en la dinámica de la resistencia, la novela de Núñez no escapa a las de los maniqueísmos legitimadores del poder.[20] Cubagua no sólo es muestra de la nueva alianza del intelectual con lo popular, discurso fundacional de la ‘visión de los vencidos’ en la ficción venezolana[21], también lo es de los discursos sobre la ‘pureza’, que se quieren alternativos en relación con, por ejemplo, al paradigma socio-étnico establecido por los poderes de la nación moderna: el héroe político que, de preferencia, hubo de ser un ‘gran’ hombre blanco –aunque simbólicamente mestizo–, perteneciente a la élite, letrado capaz de congregar bajo su manto –o mando– las diversas fuerzas sociales de la nación –Simón Bolívar o Santos Luzardo, por cierto, se ajustan perfectamente a ese paradigma–, para hacer residir ahora toda verdad y legitimidad en la figura de lo popular, agente (trans)histórico representante de lo ‘puro’, de lo único genuinamente nacional.  

En Cubagua, su inicial protagonista –parodia (seria), como sugerí, de Santos Luzardo– significativamente pierde protagonismo tras acceder a ‘sufrir’ una suerte de proceso de ‘desidentización’, al punto de entregarse a un nuevo destino que sólo confusamente intuye. La presencia de Fray Dionisio y Nila Cálice –de nombres que remiten a maridajes de culturas milenarias– parece imponerse, pero sólo en la medida en que son oficiantes de un ritual secreto: aquél que conduce a la revelación del ‘alma’ y la ‘vida’ verdaderas; esas que expresan el mito y no los discursos de la invasora y mortal racionalidad occidental. Si el presente histórico de la modernidad es un mundo que ostenta la caricatura de un progreso material sólo visible en los discursos y que apenas ofrece a sus habitantes la agónica paradoja de la sequía y la promesa de una nueva explotación (petrolera, como antes vivió en muerte la de las perlas), quien sea capaz de ‘ver’ y ‘oír’, de descifrar lo que está más allá de la melancolía de sus gentes o lo que ‘dice’ la naturaleza –“sólo las almas superiores penetran en el reino de lo maravilloso” (Núñez 1987: 47)–, podrá entender la razón de la nostalgia: la pérdida del amable y lírico reino de lo indígena, aquél que era ‘uno’ con la tierra y el mar.

La mitificación de lo natural y de lo indígena es respuesta y estrategia en la novela. Frente la destrucción que signa la presencia del hombre blanco, del conquistador del siglo XVI y del XX, lo indígena se presentará como un saber benéfico, humanista, ‘natural’, unanimista. La Doña Bárbara de Cubagua, Nila Cálice será a la vez, como la protagonista de Gallegos, la tierra; pero, a diferencia de aquélla, “en la mujer se halla todo, la vida, la fuerza” (42): “Su alma es eterna y sus ojos permanecen abiertos en las selvas, en las serranías” (50). Del mismo modo, los hombres son semejantes de los cardones (39, 56); sus navegantes “se deslizan y maniobran con la solemnidad de un rito que celebra el nacimiento de las constelaciones” (18) y en ellos se ‘entrelee’ el “misterio de los orígenes, la remota y deliciosa verdad” (12); a la inversa, el “mar es comunista” (54). El mundo perdido, el origen de la melancolía es la nación alternativa, la comunidad indígena interrumpida por la historia (occidental): “Nacían y morían libres, felices, ignorados. Después llegaron descubridores, piratas, vendedores de esclavos” (13).

La escritura de la novela, pues, como muchos populismos históricos y actuales, construirá imágenes líricas e idealizadas (negadoras, por tanto) sobre los vencidos; en este caso, como en otros, a partir de ciertos rasgos estructurantes radicalmente opuestos a – y a veces los mismos que – los de su opresor: alma, aunque soterrada, indestructible, amasada por sufrimientos y tragedias que sobrelleva estoicamente[22]; orgullo y nobleza; silenciosa resistencia; autenticidad (ver Castro-Gómez 1996). No logrará, por ende, superar los maniqueísmos y mistificaciones del enemigo; sólo cruzar signos y referentes.

Obviamente lo que entra en juego en este tipo de operaciones, sea en la novela de Núñez –o en su más radical y fiel descendiente, Abrapalabra de Britto García–, sea en los discursos políticos, es algo más que la sola inversión en la atribución de la verdad. La ‘pureza’ del subalterno en tanto víctima permite, como asunto de elemental y ‘natural’ justicia, fundar nuevas representatividades y legitimidades en la comunidad nacional, así como desterrar las antiguas y oprobiosas. Si el pueblo es puro, también lo es quien –verdaderamente– lo representa y acompaña su liberación, en abierta resistencia respecto de los poderes que lo oprimen – imperios y oligarquías. Buena parte del pensamiento de cierta izquierda latinoamericana tradicional y actual, al menos la más visible, parten –no explícitamente– de este supuesto. El chavismo no escapa a él; por el contrario, tanto la figuración discursiva del ‘pueblo’ como la autofiguración heroica del liderazgo en torno a la convicción de que se habla en nombre de y se actúa desde una matriz trágica y virginal, intachable, víctima radicalmente inocente de las agresiones de la historia y sus poderes, es lo que facilita la legitimación de la empresa política, convertida en ‘misión’ vindicadora que desestima cualquier tipo de cuestionamiento crítico, por considerarlo, en este relato en blanco y negro de traidores y héroes, maniqueo por tanto, como una nueva ‘traición’ de las agencias de la opresora ‘tradición’.

 

VI

Pero el chavismo no sólo activará esta paradójica anti-tradición que iniciase Cubagua, también, y no menos paradójicamente, la de la versión criolla del ‘grande hombre’ político, el césar traducido en caudillo. También en este caso –siguiendo a Laclau en sus ideas sobre las dinámicas de la resistencia emancipadora respecto del poder y las ambigüedades identitarias que la misma genera–, el presente se ofrece como una peculiar y quizás inconsciente resurrección de tradiciones indeseadas, un ‘copiado’ con retoques de los olvidados registros de la memoria cultural, ahora en relación con la constitución social misma de la imagen del poder.

Difícilmente puede pensarse la historia política de Venezuela o de América Latina hasta nuestros días sin tomar en cuenta la centralidad del caudillismo y de las culturas sociales a las que responde y que produce. Como el nacionalismo o el populismo –al que no deja de estar con frecuencia articulado–, el caudillismo es de esos fenómenos que en algún momento se pensaron como cosa del pasado y que parecen tomar decisivo vigor en la era de la globalización. Sin querer decir que la figura del caudillo sea o responda a las mismas circunstancias que la prohijaron a lo largo del siglo XIX, su presencia en la actualidad obedece al sistemático fracaso de sucesivos proyectos de modernización –de cualquier signo político–, especialmente en lo relativo al logro de una democracia social. Ello, de algún modo, es lo que, ante la desidia de las élites nacionales, ha propiciado el surgimiento de caudillos postmodernos, que han logrado capitalizar las frustraciones de las mayorías y restaurar la expectativa de reconocimiento y pertenencia a la comunidad nacional, reproduciendo el personalismo, el clientelismo o la apelación emocional al ‘pueblo’ característicos de sus antecesores –los caudillos populistas de la modernidad latinoamericana–, pero que además han sabido aprovechar el auge mediático para profundizar el ‘espectáculo’ (Bonilla y Páez 2003).

La imagen de una figura de proporciones mítico-religiosas, redentora, superior y reconocible como ‘propia’, tanto en la imaginación popular como en la letrada, bajo el nombre de ‘caudillo’ o ‘gran(de) hombre’ se forja a lo largo del siglo XIX. Simón Rodríguez, en Sociedades americanas, es en Venezuela y América Latina el primero que teorizara sobre la necesidad de este caudillo-gran hombre, el ‘jefe’ –que en su discurso será cubierta invariablemente por la persona de Bolívar. La visualización de las nacientes repúblicas como desiertos sociales, compuestos por ‘miserables’ iletrados y letrados hipócritas, superficiales y antipatriotas[23], fue una percepción estratégicamente fundamental para cimentar la idea de un espacio gobernado por un conductor sobresaliente que lealmente interpretase los intereses populares y nacionales.

Si es cierto que todo discurso construye su enemigo, el de Rodríguez es justamente lo que Rama llamase “la ciudad letrada”:

El Pueblo Republicano, en la América del Sur, no es el mayor número de hombres, como lo es en otras partes; sino un número muy corto, que asume […] no sólo la facultad de Representar al Pueblo en Congreso, sino la de Responder por él […]. No habría mal en esto, puesto que el pueblo no hace nada, porque no sabe; pero la clase de hombres que suple por él […] está aún alucinada con el falso brillo de los empleos, y por obtenerlos hace todo género de esfuerzos: el no tener un destino público, es vivir en la oscuridad. En la América del Sur no hay artes, y las ciencias, a más de ser improductivas, realzan poco la persona. El sólo deseo de saber, hace abrir libros; y todos quieren distinguirse por títulos, no por lo que saben, y mucho menos por lo que hacen. (Rodríguez 1990: 21)

En ese “pueblo republicano” verá Rodríguez el principal obstáculo para la ‘invención’ de la verdadera república:

[…] hay una clase intermedia de sujetos, únicamente empleada – ya en cortar toda comunicación entre el pueblo y sus representantes – […] ya en paralizar los esfuerzos que hace el Gobierno para establecer el orden – ya en exaltar la idea de la soberanía para exaltar al pueblo y servirse de él en ese estado. (Rodríguez 1990: 20)

Esa “clase intermedia de sujetos”, distinto del ‘pueblo’ –que aún no alcanza la suficiencia para ser considerado ‘ciudadano’, sino “vulgo” o “[p]ueblo inferior” (Rodríguez 1990: 18), “[m]asa del pueblo” reflejada en sus “[m]illones de hombres [que] se pierden en la abyección”, “miserables” (118) –, los dueños de la palabra que hacen usufructo del poder centran su empeño social en el ejercicio de la demagogia, en “el falso brillo de los empleos” y los “títulos”. Su nula ‘educación republicana’ es la base de su racismo:

Si hubieran aprendido a raciocinar cuando niños, tomando proposiciones familiares para premisas, no serían, o serían menos embrollones.

No dirían (a pesar de su talento)

1ª Este Indio no es lo que Yo Soy.       

2ª YO SOY HOMBRE.             

Conclusión. Luego él es BRUTO.

Consecuencia. Háganlo trabajar a palos.  (294-5)

Serán, pues, los responsables del desierto social, de que las sociedades americanas no sean otra cosa que repúblicas sin ciudadanos: “…entre tantos… ¡patriotas!… […] no hay uno que ponga los ojos en los niños pobres. No obstante, en éstos está / la industria que piden…/ la riqueza que desean…/ la milicia que necesitan…/ en una palabra, la… ¡Patria!…”; “¿Y con quién se harán las Repúblicas? / ¿¡Con Doctores!? ¿¡Con Literatos!? ¿¡Con Escritores…!?” (36). En Rodríguez, la posibilidad de construir efectivamente la sociedad republicana dependía de la previa forja y constitución de un pueblo ciudadano: “Nada importa tanto como el tener Pueblo: formarlo debe ser la única ocupación de los que se apersonan por la causa social” (33). Incluso en la versión limeña de Sociedades americanas (1842), el populismo de Rodríguez permite vislumbrar la idea germinal de una democracia social, cifrada en la posibilidad del ascenso social por vía educativa[24]:

Rodríguez visualizaba una nación mucho más amplia que la dominante visión de una patria presente y futura marcada por la jerárquica exclusión definida por el verbo y los límites de la ciudad letrada. Su utopía imaginaba una refundación de la república, en la que el pueblo fuese centro de atención, regenerado por la educación y –como luego dijese Martí– elevado a ciudadano. La empresa debería ser acometida por un ‘gran hombre’ –él mismo y Bolívar–, capaz de convertir “niños pobres” en “nuevos hombres”, en ciudadanos, gracias a la acción eficaz de la educación (verdaderamente) popular, destinada, por supuesto, incluso en Rodríguez, a crear un orden social, a la vez plenamente republicano, paternalista y progresista, unificado y…  jerárquico.

Un pasaje referido a la crítica que hace Rodríguez de las tesis que circulaban en la época sobre las políticas que deben seguir las naciones hispanoamericanas en su relación con el Papado, serviría para reforzar esta posibilidad de lectura; bastaría hacer un leve ejercicio de trasposición –del plano religioso al político-social– para entrever la idea de gobierno que en él subyace:

Las ovejas pueden vivir, según su instinto, sin pastor; pero no como el pastor quiere, si no las dirige.

Pastorear, es cuidar de su grey, no sólo en el pasto, sino en todos casos y lugares […]

Estos animalillos, dóciles, e inermes, ponen todo su cuidado en obedecer, y llegan hasta seguir al dueño… cuando éste sabe granjearse su cariño; pero en ninguna parte se ve que

                                 las ovejas busquen al pastor

ni que, abandonadas a su instinto, continúen haciendo rebaño, si son muchas.

                                 Poco a poco se van dispersando…

                                 Cada una con su cría sigue el rumbo que le parece

                                 Se entran en los sembrados

                                 Duermen en el campo

                                                         y al fin,

                            Entre los lobos y los vecinos se las parten.

                ¡Así se acaban todas las grandes haciendas de ganado!

¿A qué atribuyen los Pastores su pérdida después…?… A todo, menos a su desidia. Y las ovejas!… (si pudiesen hablar) ¿a quién se quejarían de sus desgracias…?… Al Cielo.

Háganlo así las greyes Americanas. (Rodríguez 1990: 27-8)

La anarquía de la posguerra, las pugnas de fracciones políticas y pequeños caudillos, la persistencia de estructuras mentales y sociales de la Colonia, además del fracaso del proyecto integracionista bolivariano, motivó en Rodríguez la crítica de los letrados –los sectores medios y dirigentes: el empleado y el ‘Representante’–, y lo llevó a concebir un régimen personalista, desburocratizado y, quizás también, despolitizado, o al menos asentado sobre la neutralización de esa “clase intermedia de sujetos”. Por ello, con frecuencia, habría de asimilar el comportamiento (político) de la sociedad al de artefactos –unas máquinas– o corporaciones fuertemente disciplinadas y disciplinantes – el ejército:

Las máquinas más sencillas son las mejores. Tenga el Congreso diferentes miembros; pero no diferentes especies de miembros. No se parta un cuerpo para animar dos, a uso de los pólipos. (Rodríguez 1990: 23) 

En la maniobra de la SOCIEDAD, como en la del EJERCITO, los malos ciudadanos y los malos soldados marchan en desorden, se atropellan y tiran unos contra otros, sin ser enemigos. (40)

La anarquía y la injusticia del cuerpo social semi-bárbaro de la posindependencia habrá de ser contenido y guiado por una autoridad, visionaria, legítima por representativa de los intereses populares, desinteresada pero firme e incontestable: el gran hombre político[25], capaz de hacer de los otros ‘uno’:

No exageremos. El hombre no nace para vivir solo – ni para vivir en sociedad sin Jefe. Hasta el ente de razón de la democracia, tiene que unificarse y decir.

                     La voz del pueblo…. y no las voces. (17)

Esta ‘autoridad’, este ‘Jefe’, capaz de reconstruir y (re)generar la nación republicana, anunciará una solución que gozaría de algo más que resonancia hacia el fin de siglo y las décadas iniciales del XX: la del caudillo ilustrado, la del césar democrático. Varias décadas más tarde y paradójicamente, pues lo hará desde una ‘posición’ política radicalmente opuesta a aquella con la que ha sido asociado Simón Rodríguez, Vallenilla Lanz reproducirá casi puntualmente –como si conociese bien la obra del ‘maestro’– sus ‘argumentos’ en Cesarismo democrático. Con algunas variantes, por supuesto.

A partir de la crítica de los letrados y de la irracionalidad anárquica de la ‘masa popular’ apuntadas anteriormente, Vallenilla traza los rasgos del Moisés venezolano, el césar democrático capaz de conducir a la patria del desierto histórico a la tierra de promisión del progreso, deslastrándose de las ‘inorgánicas’ y parasitarias élites herederas de la tradición colonial y ‘subyugando’ –por partida doble– a los sectores populares. El gran hombre-caudillo será aquí, de nuevo, opción única de control y encauzamiento de las fuerzas histórica y constitutivamente desbridadas.

En una complicada y contradictoria pero sagaz operación, Vallenilla pensará en dos césares: el ideal-guía (casi tranhistórico) de la utopía liberal y el históricamente transitorio, “gendarme necesario”, encarnados respectivamente en las figuras de Bolívar y Páez respectivamente. (La distinción entre césar y gendarme, por decirlo gruesamente, es una novedad fundamental –más pragmática y menos ‘idealista’– respecto de la argumentación de Rodríguez). Así, Bolívar será impulso de “evolución liberadora” para “nuestros males: población para dejar de ser un miserable desierto y hacer efectiva la democracia por la uniformidad de la raza, y educación para elevar el nivel moral de nuestro pueblo y dejar de presentar la paradoja de una república sin ciudadanos” (Vallenilla Lanz 1990: 40). Pero el reino de Bolívar, como el de la utopía, pertenecía al más lejano futuro –incluso al futuro del propio Vallenilla:

[…] sus altas nociones de justicia y de moral; su pulcritud, jamás puesta en duda ni por sus peores enemigos; su educación y su estirpe, que le alejaban por completo de aquella nivelación oclocrática […], todo contribuía a poner al Libertador en choque abierto con los hechos emanados del determinismo histórico, condenándolo necesariamente a la más absoluta impopularidad. (Vallenilla Lanz 1990: 177).

En cambio, Páez funcionaba “como el representante legítimo del pueblo de Venezuela, como el Jefe nato de las grandes mayorías populares […] como el representativo de su pueblo, como el genuino exponente del medio social profundamente transformado por la revolución y más aún por la fuerte preponderancia del llaneraje semibárbaro” (177)[26]. “A la estructura moral de Don Simón Bolívar, no podía ajustar esta investidura semibárbara”, “no era ni podía ser el hombre representativo” (178).

Esta apelación al gran hombre-caudillo-césar tendrá continuidad aún más allá incluso en el terreno de los discursos artísticos. En los años 30, Úslar Pietri, el más conocido representante de la vanguardia literaria, en su novela Las lanzas coloradas, casi ficcionalizará las tesis de Vallenilla; sólo que, en este caso, no habrá cabida para ‘gendarmes necesarios’ y reducirá su representación de la sociedad en tiempos de la Guerra de Independencia a dos factores principales: uno, la herencia histórica de la Colonia, representado por la decadencia del poder criollo, dueños de El Altar, y por la figura bárbara, irracional, cruel o ingenua de lo popular; el otro, el gran hombre trascendente, Bolívar, el gran padre –sintomáticamente sólo presente en la novela por referencias y no obstante omnipresente y todopoderoso. Por lo demás, ya antes había asomado la posibilidad de entender el Santos Luzardo de Gallegos como un nuevo ‘gran hombre’, si no consustanciado con el amenazante universo de lo popular, al menos paternalistamente ‘interesado’ por y ‘comprensivo’ de las diferencias, siempre que aquél no trasgreda el mundo de la ley y la moral, y capaz de conciliar, con su política pedagógica y racional, los mundos en conflictos: la civilización letrada y la barbarie popular.

De alguna manera no será hasta avanzados los años sesenta cuando esa continuidad se rompa en el limitado ámbito de la imaginación letrada. Será a partir de entonces cuando libros académicos como El culto a Bolívar (2003 [1969]) de Carrera Damas o diversos textos irreverentes de José Ignacio Cabrujas (1982, 1992 y 1996) contra la idea de una ‘identidad nacional’ pongan en cuestión el verticalismo que, en este sentido, atravesase la tradición moderna. No obstante eso no quiere decir que fuera de ese ámbito las cosas hayan sido diferentes. La historia política de las últimas décadas es una muestra del peso y la vigencia que han tenido ininterrumpidamente las figuras de los caudillos o ‘padres’.

Incluso antes de la primera aparición de Chávez ante las cámaras de televisión para admitir el fracaso –“por ahora”– de la intentona golpista de febrero del 92, figuras como las de Rómulo Betancourt, Rafael Caldera o Carlos Andrés Pérez coparon la escena política muy por encima de las organizaciones políticas a las que representaban. Y en un terreno algo más difícil de precisar: para cualquier ciudadano fue algo más que frecuente durante esas décadas, ante el progresivo deterioro del modelo democrático que produjo en grandes sectores de la población tanto una desconfianza creciente hacia los partidos políticos como la convicción de que la corrupción era su más firme estandarte, verse envuelto en conversaciones casuales callejeras o familiares –con taxistas era todo un ‘clásico’– que culminaban invariablemente con el colofón sobre la necesidad del advenimiento de un ‘hombre fuerte’, de una política de ‘mano dura’ (sin contar con el conocimiento de las tesis de Vallenilla Lanz). Invariablemente también –para taxistas y empresarios– el modelo de gobernador y gobierno manifiesto o implícito fue Marcos Pérez Jiménez. (No en balde muy poco antes de la muerte del dictador, Chavez fue el primer mandatario de la era democrática que lo invitase a participar de su toma de posesión, cuando menos, aprovechando esa sólida y subterránea popularidad).

Esa misma población de toda clase, tras el agotamiento del modelo político anterior, fue la que favoreció la llegada al poder de Hugo Chávez. Poco después se produciría el deslinde. Su política populista y revolucionaria cimentaría su aparato sobre el estamento militar y reducidos sectores altos y medios dispuestos a involucrarse disciplinadamente en la empresa. Su respaldo social lo ha encontrado en los mayoritarios sectores populares. Su discurso ha logrado despertar y mantener en ellos un verdadero y amoroso fervor. La creencia de que “es de los nuestros” –que Chávez alimenta sea con el recuerdo de su modesta infancia llanera, el elogio de su condición mestiza o con la desenvuelta familiaridad de su trato–, complementada con una gestualidad y un verbo ‘recios’[27] al tratar a subalternos y enemigos, aunada a la promesa incesante de que los ingresos petroleros –en inédita, alucinante alza hasta hoy– serán repartidos en misiones, microcréditos y becas, han posibilitado material y simbólicamente la identificación con el caudillo postmoderno. Con el avío de su imagen carismática y de importantes sumas de dinero –que siempre facilitan solidaridades–, Chavez ha logrado convencer dentro y fuera del país de que es llegada la hora de completar el proyecto bolivariano de liberación popular e integración continental, ciertamente defraudadas una y otra vez, en vergonzosa sucesión, desde la post-independencia.

Su afán recurrente de legitimar discursos y prácticas políticas mediante el pródigo recurso a figuras y proyectos incompletos del pasado, ha servido para implementar lo que Baczko llamara el “dispositivo de control de la vida colectiva, y […] del ejercicio del poder” (Baczko 1991: 28)[28], individualizado de forma casi omnímoda en la figura de su líder, que ha inundado de consignas justicieras la cotidianidad de la vida política, fustigando sin cesar a lo que llama las “oligarquías corruptas”; enemigo que ha servido para justificar en la práctica un cerrado control sobre todos los aparatos del Estado –militares, judiciales, contralores o ciudadanos– y sobre la principal fuente de riqueza, el petróleo[29].

Aprovechando la viva tradición en la memoria colectiva tanto del gran hombre (fuerte), del caudillo, como del socialmente casi intocado culto al padre supremo –ese sentimiento religioso-popular según el cual “Bolívar es el bien, y todo lo que empañe su brillo […] sólo puede pertenecer al reino de las tinieblas” (Carrera Damas 2003: 40)–, Chávez supo, ante la crisis, capitalizar y transformar el desaliento. Desde 1998 se ha encargado de personalizar y mediatizar su mandato, dando la impresión de que todo acto, toda gestión, todo ‘favor’ (Schwarz) pasa por sus manos, su ‘gracia’ y su bondad. “Bolívar soy yo”, parece decir tras su gesto de humildad hacia los ‘grandes’ de la historia patria o continental, al tiempo que su modelo organizacional parece cumplir los consejos tanto de Simón Rodríguez como de Laureano Vallenilla Lanz, al alimentar la imagen –sólo la imagen– de control tanto de la “oligarquía corrupta” y la burocracia estatal como del amoroso correaje directo con su pueblo, su “todos”: puro, grande y justiciero. Como él.

 

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Vallenilla Lanz, Laureano (1990): Cesarismo democrático. Caracas: Monte Ávila.

NOTAS

[1] Recordemos brevemente la escena del fauno: En el salón-taller del escultor Alberto Soria, se halla reunido el gueto de intelectuales presidido por la figura de Emazábel –personaje que funciona como una suerte de Martí criollo–, quien propone apurar la llegada de la utopía justiciera. En la medida en que Emazábel habla, sentado junto a una lámpara, la sombra del Fauno –escultura que señalase el promisorio inicio del artista Soria– se proyecta en las paredes, adquiriendo diversas formas de acuerdo a los movimientos que descuidadamente imprime el orador a la lámpara, “disminuyendo o exagerando […] la sonrisa de sus labios irónicos” (Díaz Rodríguez 1901: 93). El Fauno reaparece al final de la novela, cuando la soldadesca invade las instalaciones de la Escuela de Bellas Artes y –literalmente– viola una de las obras de Soria, la Venus criolla, dado que las esculturas para la ‘turba’ no son otra cosa que “muñecos”; en cambio respetan la escultura del Fauno, la única “respetada de la chusma”, pues en ella parece resonar “su alma de plebe, obscura y supersticiosa” (Díaz Rodríguez 1901: 161). La relación no es puntual; de hecho es caprichosa, pero, desde otra perspectiva, quiero ver en la sonrisa irónica de la barbarie un paralelo de este resurgimiento de los nacionalismos justo en los años de mayor euforia celebratoria de la globalización posmoderna.

[2] Benedict Anderson, en un pasaje de sus Comunidades imaginadas, registraba una sólo aparente paradoja en la América Latina de la segunda mitad del siglo XIX, al poner de relieve cómo, en la generación posterior a la de los fundadores de la nación, que emplazaran sus actos sobre la convicción de que lo nativo era inequívoca expresión de barbarie, los nacionalistas que los sucedieron “aprendieron a hablar ‘por’ los muertos con quienes era imposible o indeseable establecer una conexión lingüística” (Benedict Anderson 1993: 276). El mecanismo de “hablar ‘por’ los muertos” se asentó, ciertamente, en las últimas décadas del siglo XIX para ‘tramar’ culturalmente la nación. Tradiciones, leyendas y artículos de costumbres, poemas como el Martín Fierro, el pasado indígena mitificado por Martí, los finiseculares proyectos de historias varias nacionales, los capítulos de las vueltas a la tierra…, pretendieron, desde una realidad cada vez más urbana, construir culturalmente memoria y nación. Un siglo después de aquel intento de refundación finisecular, Chávez se ha arrogado la mesiánica misión de completar –una vez más– el inacabado proyecto nacional y continental de Bolívar, de hablar en nombre de ‘su’ muerto al punto de convertirlo en una suerte de mentor –obviando por supuesto ambigüedades, contradicciones y desencantos del ‘padre de la patria’–; mención acompañada por el recuerdo frecuente de otros ‘héroes alternativos’ de la historia venezolana o latinoamericana: Simón Rodríguez, Ezequiel Zamora, José Martí, el Ché Guevara.

[3]  Es el reclamo que hace Achúgar a la crítica poscolonialista (1998) y que, en tono de reivindicación del latinoamericanismo, hacen por ejemplo Rojo/Salomone/Zapata (2003). Por lo demás, el cuestionamiento de la globalización tiene también una cierta tradición entre la intelectualidad crítica ‘metropolitana’; es el caso, entre otros de la defensa que hiciera años atrás Pierre Bourdieu de una renovación y ‘mundialización’ de las instituciones y políticas del Estado-nación para frenar la maquinaria perversa del neoliberalismo de la globalización: “Si todavía hay motivo de abrigar alguna esperanza, es que todas las fuerzas que actualmente existen, tanto en las instituciones del Estado como en las orientaciones de los actores sociales […] sean capaces de resistir el desafío solo trabajando para inventar y construir un nuevo orden social. Uno que no tenga como única ley la búsqueda de intereses egoístas y la pasión individual por la ganancia y que cree espacios para los colectivos orientados hacia la búsqueda racional de fines colectivamente logrados y colectivamente ratificados.” (Bourdieu 1998).

[4] Así, por ejemplo, García Canclini, en sus Culturas híbridas, cuestionaba la engañosa y mixtificadora gratuidad de los ‘monumentos’ construidos por la memoria colectiva: “Ese conjunto de bienes y prácticas tradicionales que nos identifican como nación o como pueblo es apreciado como un don, algo que recibimos del pasado con tal prestigio simbólico que no cabe discutirlo. Las únicas operaciones posibles –preservarlo, restaurarlo, difundirlo– son la base más secreta de la simulación social que nos mantiene juntos. Ante la magnificencia de una pirámide maya o inca, de palacios coloniales, […] o la obra de un pintor nacional reconocido internacionalmente, a casi nadie se le ocurre pensar en las contradicciones sociales que expresan. La perennidad de esos bienes hace imaginar que su valor es incuestionable y los vuelve fuente del consenso colectivo, más allá de las divisiones entre clases, etnias y grupos que fracturan a la sociedad y diferencian los modos de apropiarse del patrimonio.” (García Canclini 1990: 150). Ver también Achúgar (2003).

[5] Ya una década atrás intentaba marcar el carácter vertical, e incluso racista, de Bolívar en los textos mencionados (1995). En “Nueva lectura de la Carta de Jamaica” (1997), de Elías Pino Iturrieta, el lector puede encontrar un desarrollo lúcido de este aspecto. Allí Pino Iturrieta señala que “el hombre que escribe en Jamaica no escribe por todos los hispanoamericanos, sino por unos pocos. Quiere que el destinatario comprenda a un puñado de hombres, pero no a todos” (Pino Iturrieta 1997: 22). La Carta y un artículo escrito por Bolívar, con el seudónimo de “El Americano”, dirigido al editor de la Gaceta Real de Jamaica, “Sólo reflejan la voz del blanco criollo” (27). Y añade más adelante: “Bolívar se aferra a la tradición del derecho de unos pocos, de los blancos descendientes del tronco peninsular, para defender su posición frente al imperio español y frente a la opinión de sus destinatarios extranjeros” 30).

[6] Para un seguimiento histórico del culto a Bolívar puede consultarse, entre otros, los trabajos de Carrera Damas (2003 [1969]), Castro Leiva (1987), Salas (1987), Pino Iturrieta (2003) y Conway (2003). Por lo demás, esta imagen de identidad fundadora, que contiene presupuestos los componentes de la oposición civilización/barbarie, estructurante de la imagen dual de nación, encontrará diverso eco a lo largo del siglo XIX. Podrá leerse, con distintas inflexiones pero con igual ‘crudeza’, en artículos de costumbres de los años treinta y cuarenta, como “Contratiempos de un viajero”, de Juan Manuel Cagigal o “Los escritores y el vulgo” de Rafael María Baralt, o en curiosos intentos por establecer y ‘recortar’ el perfil del pueblo –ciudadano (virtuoso y laborioso), respecto del ‘pueblo’ de la barbarie criminal o corrupta (delincuentes, especuladores, políticos), como el artículo “Lo que debe entenderse por pueblo” (1847) de Cecilio Acosta– al que recurro con frecuencia por su ‘ejemplaridad’. Allí dice Acosta: “¡Ilustre pueblo de Venezuela! ¡Pueblo de la independencia y de la gloria! ¡Pueblo del patriotismo y las virtudes civiles! Mira cómo se te insulta y desapropia. Otro quiere tomar tu nombre para engalanarse con él, para embaucar con él, para imponer respeto y autoridad con la magia de él; quiere ponerse tus vestidos para emparejarse contigo, y tratarte de igual a igual para rebajarte a su bajeza, para confundirte en su polvo, para abismarte en su miseria. Tú no eres él, ese que ha querido suplantarte y contrahacerte; tú eres la reunión de los ciudadanos honrados, de los virtuosos padres de familia, de los pacíficos labradores, de los mercaderes industriosos, de los leales militares, de los industriales y jornaleros contraídos; tú eres el clero que predica la moral, los propietarios que contribuyen a afianzarla, los que se ocupan en menesteres útiles, que dan ejemplo de ella, los que no buscan la guerra para medrar, ni el trastorno del orden establecido para alcanzar empleos de holganza y lucro; tú eres, en fin, la reunión de todos los buenos; y esta reunión es lo que se llama pueblo; lo demás no es pueblo, son asesinos que afilan el puñal, ladrones famosos que acechan por la noche, bandidos que infestan caminos y encrucijadas, especuladores de desorden, ambiciosos que aspiran, envidiosos que denigran y demagogos que trastornan” (Acosta 1992: 336-7).

[7] Es así como Manuel Caballero afirma sobre las ideas de Vallenilla Lanz que “desde hace cincuenta años, […] la actitud general es declararlas enemigas. Ponerse al lado de Vallenilla […] es de una forma u otra, justificar el gomecismo”. Comenta además con ironía: “[…] corrió además Vallenilla con la suerte de que quienes primero insurgieron contra sus ideas fueran marxistas; que de una u otra forma el pensamiento de éstos haya estado en el centro de las discusiones durante el medio siglo posterior; y que su polémica permanente contra el positivismo al final terminó por mostrar lo que trataba de ocultar o de negar: en qué medida le era tributario” (Caballero 1990: 7).

[8] Entre otras de no poca importancia: “la contradicción entre su idea de la imposición determinante del medio por encima «de la flaca voluntad humana» y el hecho de que el héroe, el dictador, pueda amasar a su antojo la psicología de un pueblo formado bajo la presión de aquellas determinaciones” (Vallenilla Lanz 1990: 11); una concepción de la sociedad venezolana “desarrollada en círculo cerrado: en el binomio caos oclocrático-tiranía unipersonal se resolvería la historia humana y la venezolana” (11); o su racismo: “ese desprecio suyo por el pueblo, esa desconfianza en sus capacidades creadoras, en la posibilidad de su elevación intelectual y moral. ¿Es acaso eso otra cosa que el viejo reflejo de casta, el incontenido orgullo de aquella aristocracia que durante sus buenos siglos ejerció la «tiranía doméstica»?” (11).

[9] Vallenilla Lanz expresa de modo manifiesto su voluntad de transgredir las lecturas de la historia: “la razón política ha venido influyendo de tal manera en la tradición y en la historia que, es casi general la creencia de que en aquella lucha, se destacaron […] dos bandos perfectamente definidos: de un lado «los americanos que luchaban por independizarse de un poder extraño, de una nación extranjera, usurpadora de sus más sagrados derechos» y del otro, «los españoles, los extranjeros representantes de aquella horrible tiranía, que luchaban por mantener el ominoso yugo». Y se ha creído siempre un deber patriótico ocultar los verdaderos caracteres de la revolución que fue […] la primera de esa larga serie de contiendas civiles que han llenado el primer siglo de vida independiente en todas estas naciones […]. La necesidad de desacreditar a España imponía que fueran a todo trances españoles y canarios los autores de aquellos espantosos atentados…” (Vallenilla Lanz 1990: 57-8).

[10] Entre los principales y más perniciosos efectos de la introducción de ideas revolucionarias por parte de la élite criolla fue desatar la hasta entonces latente ‘naturaleza’ de las masas populares: “Cuando el alma popular se siente sacudida por una conmoción repentina y violenta, lanza a lo lejos su grito o su sollozo, como el tañido de una campana que repercute en el espacio; pero como la liga del metal que vibra, el sentimiento popular es siempre impuro. El vaso donde se condensan los sentimientos de las multitudes tiene en el fondo un sedimento que toda sacudida puede hacer subir a la superficie cubriendo de una espuma de vergüenza el licor brillante y generoso. Eso es lo que sucede en todos los grandes trastornos de la naturaleza: en los ciclones, en los terremotos, en las revoluciones. Todos los pueblos han sufrido esa dolorosa experiencia: los hombres que permanecen en la sombra en tanto que el orden impera, se rebelan, desde que el freno social desaparece, con sus instintos de asesinato, de destrucción y de rapiña.

En nuestra guerra de Independencia la faz más trascendental, la más digna de estudio es aquella en que la anarquía de todas las clases sociales dio empuje al movimiento igualitario que ha llenado la historia de todo este siglo de vida independiente” (Vallenilla Lanz 1990: 48-9; cursivas añadidas).

[11] A propósito de la cruel irracionalidad de la Guerra, Vallenilla dirá que las “pasiones […] no eran sino la explosión de resentimientos acumulados durante largos años, en una sociedad como la colonial, compuesta de elementos heterogéneos y socavada por hostilidades latentes o declaradas” (Vallenilla Lanz 1990: 56-7); “basta pensar en todas las circunstancias apuntadas [racismo, intereses de clase…] para comprender las profundas repercusiones que necesariamente debía tener la revolución en aquellas sociedad «afectada por una anarquía latente» y cuya historia íntima en los centros urbanos, no es otra cosa que la lucha constante, el choque diario, la pugna secular de las castas; la repulsión por una parte y el odio profundo e implacable por la otra, que estalló con toda  su violencia cuando el movimiento revolucionario vino a romper el equilibro, a destruir el inmovilismo y el misioneísmo que sustentaban la jerarquización social” (Vallenilla Lanz 1990: 111).

[12] Por cierto que muchas de las ideas del libro de Vallenilla Lanz constituyen el pre-texto de la célebre novela de Arturo Úslar Pietri, Las lanzas coloradas (1931).

[13] “Toda la generación que proclamó la Independencia había sido educada en aquellas prácticas [según Lanz llenas de: “máximas de orgullo y vanidad que más tarde le inclinan a abusar de las prerrogativas de nacimiento o la fortuna, cuyo objeto y fin ignora” (Vallenilla Lanz 1990: 87)] «propias solo para formar hombres falsos e hipócritas», capaces de darle a aquel movimiento en los primeros días todos los caracteres de la política italiana en los tiempos del Cuatrocento y del Siglo XVI; política de astucias, de disimulo, de sordas intrigas, de procederes ambiguos, que tenía por únicas miras la absoluta dominación del país, el ejercicio, en virtud de un legítimo derecho, de la «tiranía doméstica activa y dominante» que dijo más tarde el Libertador” (Vallenilla Lanz 1990: 87).

“Cuando la sociedad se conmueva, cuando las trabas sociales y políticas que contenían hasta cierto punto aquellos odios desaparezcan, entonces se verá cómo surgen los instintos despiadados y la guerra estallará entre aquellas clases como entre hordas salvajes.

Ante estos detalles que constituyen la vida íntima de la colonia, desconocidos o desdeñados por casi todos nuestros historiadores, cabe preguntar: ¿quiénes eran en Venezuela […] los verdaderos opresores de las clases populares?” (Vallenilla Lanz 1990: 84).

[14] No pretendo negar la parte de razón que hay en este simplificado diagnóstico. También es cierto que, como lo ha mostrado Luis Duno Gottberg, el imaginario de esas ‘oligarquías’ respecto de lo popular como componentes bárbaros y desestabilizadores se ha reactivado brutalmente en estos últimos años. Dice al inicio de su trabajo: “Los fragmentos que evoco no constituyen casos aislados, responden al diseño de un imaginario ampliamente difundido en la televisión y prensa venezolanas; un imaginario que señala un ‘nosotros’ legítimo el cual restituye los intereses de la nación frente a una otredad bárbara que los mina. Cabe decir, además, que todo ello podría inscribirse en una serie de representaciones históricas que van desde los registros coloniales sobre el cimarronaje hasta los saqueos del Caracazo, en el año 1989” (De manuscrito en español facilitado por el autor. [Publicado en inglés, 2004]. Y por cierto que Duno también insiste en establecer de algún modo una continuidad entre Colonia y presente.

[15] La mayor parte de lo referido a Picón Salas está tomado, con algún ajuste, de un texto ya publicado: “Picón Salas: pensamiento crítico y democracia social” (Lasarte 2005: 131-144).

[16] La frase completa es “No somos la inundación de la barbarie, somos el diluvio de la justicia”, y se halla en “El intelectual y el obrero” (González Prada 1985: 234).

[17] Unos años más tarde, en “Sueño de una política exterior” (1942), refiriéndose a su inmediato presente, Picón Salas perfilará aún mayor precisión el cuadro de los conflictos sociales latinoamericanos y de sus causas, alejándose del sabor psicologicista que aún animaba el texto citado anteriormente: “En el escenario social hispanoamericano luchan sin comprenderse ni integrarse las formas más antagónicas; hay el latifundio de producción extensiva, trabajado por mano casi servil que prolonga en pleno siglo XX la estructura del viejo dominio feudal; hay el capitalismo parasitario que prefiere la seguridad de la renta fácil a los azares de la creación económica; hay los millones de seres que prácticamente no consumen (1977: 96). El diagnóstico reaparecerá, un par de años después, en una de las obras capitales de la historiografía cultural latinoamericana, De la conquista a la independencia (1944), donde Picón Salas insiste en la centralidad de este factor de desencuentro social –en sus palabras: el “vertical contraste”– para la comprensión de la particularidad de las realidades culturales y políticas latinoamericanas, presentándolo como problema que recorre y determina toda la historia del continente a partir de la conquista: “ya se plantea, desde el momento en que los pobladores europeos arraigan en el nuevo mundo, el que será permanente conflicto de la vida cultural criolla: la presencia de elaboradas formas extranjeras, de una cultura foránea que sirve a las minorías privilegiadas, pero un tanto indiferentes a la realidad de la tierra, y el cúmulo de irresueltos problemas que brotan de las masas indias o mestizas (Picón Salas 1982: 18-9).

[18] Al menos así lo entendieron otros narradores de la vanguardia histórica que no temieron reconocer su condición de discípulos y que intentaron ampliar su acercamiento –jerarquizado– a lo popular: el Meneses de los primeros textos o Ramón Díaz Sánchez, el autor de la principal novela negrista en Venezuela, Cumboto (1950).

[19] Quizás sea momento de advertir que, a propósito, hablaré indistintamente de chavismo y de Chávez, pues la uniformidad en los discursos del líder y sus prosélitos ha sido notoria.

[20] Interesa resaltar aquí alguna idea de Ernesto Laclau, en Emancipación y diferencia (1996), que me resulta particularmente sugerente y útil, en especial una de sus postulaciones de partida: “El «otro» sólo puede ser el resultado de una diferenciación interna de lo idéntico y, como tal, está enteramente subordinado a este último” (Laclau 1996: 15). Llevado al campo de los conflictos sociales tal afirmación supone que “la operación social de dos lógicas incompatibles no resulta en la anulación […] de sus efectos respectivos sino en un conjunto específico de deformaciones mutuas. Esto es precisamente lo que entendemos por subversión. Es como si cada una de estas dos lógicas incompatibles presupusiera una plena operación que la otra está negando, y que esta negación condujera a una serie ordenada de efectos subversivos sobre la estructura interna de ambas. Está claro que al analizar estos efectos subversivos no estamos asistiendo a la emergencia de algo totalmente nuevo que deja a ambas lógicas atrás, sino a un movimiento ordenado de deriva respecto a lo que hubiera sido, en ausencia de esos efectos, una operación sin trabas” (22-23). Más adelante señala al respecto: “Es un hecho histórico bien conocido que una fuerza opositora cuya identidad se construye dentro de un cierto sistema de poder es ambigua respecto a este sistema, ya que este último es lo que impide la constitución de la identidad y es, al mismo tiempo, su condición de existencia. Y toda victoria contra el sistema desestabiliza también la identidad de la fuerza victoriosa” (55). Las proposiciones de Laclau estarán rondando las páginas que siguen, pues resultan particularmente pertinentes tanto para la revisión de algunos autores-textos de la tradición, como para comprender algunos aspectos claves del chavismo.

[21] De hecho, algunos poemas de Áspero (1924), por ejemplo, el “Canto a mi América virgen / sin españoles y sin cristianismos”, con que se abre el libro de Antonio Arráiz podrían ser leídos en este sentido, pero no llegan a alcanzar la plenitud ‘trasculturante’ de la novela de Núñez.

[22] Por cierto, que la distancia que busca marcar intencionalmente mi texto respecto de construcciones discursivas, no quita que, en muchos casos haya sido y sea efectivamente así.

[23] Así diría: “NO HAY PUEBLO” (Rodríguez 1990: 247); o: “La IGNORANCIA, casi general, en que vive la clase inferior del pueblo… los caprichos de la clase media… y las pretensiones de la superior, […] todo es IGNORANCIA” (Rodríguez 1990: 191), en Luces y virtudes sociales (1834). Algunas de las ideas que siguen parten y encuentran desarrollo en un texto anterior: “El lado oscuro de Simón Rodríguez” (Lasarte 2005, 13-44).

[24] “Si la Instrucción se proporciona a TODOS… ¿¡cuántos de los que despreciamos, por Ignorantes, no serían nuestros Consejeros, nuestros Bienhechores o nuestros Amigos?!… ¿¡Cuántos de los que nos obligan a echar cerrojos a nuestras puertas, no serían Depositarios de las llaves?! ¿¡Cuántos de los que tememos en los caminos no serían nuestros compañeros de viaje?! No echamos de ver que los más de los Malvados, son hombres de talento… ignorantes –que muchos de los que nos mueven a risa, con sus despropósitos, serían mejores Maestros que muchos, de los que ocupan las Cátedras– que las más de las mujeres que excluimos de nuestras reuniones, por su mala conducta, las honrarían con su asistencia; en fin, que, entre los que vemos con desdén, hay muchísimos que serían mejor que nosotros, si hubieran tenido Escuela” (Rodríguez 1990: 73).

[25] La obsesión por el ‘gran hombre’ como supermodelo de ciudadanía, entre ilustrada y romántica, fue común entre muchos de los principales pensadores de la primera mitad del siglo XIX. Así por ejemplo, Esteban Echeverría en las “Palabras simbólicas” de su Dogma socialista (1837), dedicaba un pasaje relativamente extenso casi a cantar su ‘ideal’:

Grande hombre es aquel que, conociendo las necesidades de su tiempo, de su siglo, de su país, y confiando en su fortaleza, se adelanta a satisfacerlas; y a fuerza de tesón y sacrificios, se labra con la espada o la pluma, el pensamiento o la acción, un trono en el corazón de sus conciudadanos o de la humanidad.

Grande hombre, es aquel cuya vida es una serie de hechos y triunfos, de ilusiones y desengaños, de agonías y deleites inefables, por alcanzar el alto bien prometido a sus esperanzas.

Grande hombre, es aquel cuya personalidad, es tan vasta, tan intensa y activa, que abraza en su esfera todas las personalidades humanas, y encierra en sí mismo –en su corazón y cabeza– todos los gérmenes inteligentes y afectivos de la humanidad.

Grande hombre, es aquel que el dedo de Dios señala entre la muchedumbre para levantarse y descollar sobre todos por la omnipotencia de su genio.

El grande hombre puede ser guerrero, estadista, legislador, filósofo, poeta, hombre científico.

Sólo el genio es supremo después de Dios. La supremacía del genio constituye su gloria, y el apoteosis de la razón. El genio es la razón por excelencia.

(Echeverría 1991: 233).

Por su parte, en Sarmiento, probablemente su fascinación por el ‘gran hombre’ lo hará presa de algunas representaciones ambiguas respecto del caudillo representante de la barbarie de la campaña –entre otras ambigüedades la invocación a la mítica sombra, Facundo Quiroga, pues es “el hombre grande, el hombre de genio, a su pesar, sin saberlo él, el César, el Tamerlán, el Mahoma. Ha nacido así, y no es culpa suya; descenderá en las escalas sociales para mandar, para dominar, para combatir el poder de la ciudad […]. Es el hombre de la Naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus pasiones, que las muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad […] Facundo es el tipo de la barbarie primitiva” (Sarmiento 1977 [1845]: 86-7, cursivas añadidas). Es el “hombre superior” (88), pero a la vez “el gaucho malo de los Llanos” (157). Hombre grande llevado por el medio, que encuentra su verdadero modelo en la “Introducción” que en 1851 escribe Sarmiento a su Facundo: Bolívar, capaz de convocar en su persona lo mejor de la civilización y la barbarie, de Europa y América; por eso “nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este caudillo hubiese sido dotado por la naturaleza y la educación” (17), así como tuvo aquello de lo que careció San Martín, que “no fue un caudillo popular; era realmente un general” (18).

Por lo demás, la pervivencia de la figura del ‘gran hombre’ como supermodelo alcanza hasta el fin de siglo y algo más allá. Basta leer semblanzas de Bolívar como las que hacen Eugenio María Hostos en “Ayacucho” (1870) o Martí en “Simón Bolívar” (1977: 188-194). Por no hablar de las que mucho tiempo después hará de éste y otros grandes hombres Arturo Úslar Pietri en sus Valores humanos (1991).

[26] Y, en cierta forma, podía ser “representante legítimo” porque, a diferencia de Boves, como él heroico, inteligente (Vallenilla Lanz 1990: 122), antiesclavista y generoso con sus huestes al punto de que Vallenilla recuerda las palabras del conservador Juan Vicente González al declararlo “el Primer Jefe de la Democracia venezolana” (123), Páez tuvo desde sus inicios, “instintivamente”, inclinación por el mundo ‘civilizado’: “Instintivamente inclinado a la vida civilizada, había comenzado su educación imitando a los ingleses que llegaron a Apure el año 18 y en roce constante desde entonces con los hombres más notables de la época, había adquirido ya todas las ideas y todos los hábitos del hombre de gobierno, demostrando la enorme capacidad de adaptación que ha caracterizado a los grandes caudillos venezolanos” (157).

[27] Para algunos “recios” sería sólo un eufemismo por ‘autoritarismo’ y/o ‘machismo’, según el caso.

[28] En un sentido que próximo al que apunta Baczko, pero más ajustado al caso venezolano y el culto al ‘padre’ de la patria, Carrera Damas señalaba cómo dicho culto se ha convertido: “en factor de unidad, como reivindicación del principio de orden; en factor de gobierno, como manadero de inspiración política; y en factor de superación nacional, como religión de la perfección moral y cívica del pueblo” (Carrera Damas 2003: 44). Y quizás haya que decir que nunca a lo largo del siglo XX su culto ha sido tan eficaz, entre otras cosas, porque nunca como hoy se ha logrado trabar una identificación tan intensa y fervorosa entre sectores populares y la dupla Chavez-Bolívar.

[29] Más recientemente, el ‘enemigo’ ha cambiado sensible y productivamente: las ‘oligarquías corruptas’ han sido desplazadas en su protagonismo por la amenaza –a qué dudar, cierta– de la nueva y brutal oleada imperialista encabezada por el gobierno de George W. Bush.

Sobre el autor

*Publicado en: Memorias de la nación en América Latina. Transformaciones, recodificaciones y usos actuales. Hans Joachim König, Andrea Pagni y Stefan Rinke (eds.). CIESAS-Publicaciones de la Casa Chata, México, 2008).

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