Miguel Ángel Alonso
I.- Rápida crítica de la crítica [Los otros, la obra y el hombre]
En 1939 Arturo Uslar-Pietri —para entonces ya un escritor hecho, sobre todo si tomamos en cuenta que unos años antes había publicado Las lanzas coloradas (1931), con toda probabilidad su mejor novela— escribe un prólogo para la segunda edición de Áspero. No era demasiado extenso, pero supuso la puesta en marcha de una interpretación apenas revisada por las siguientes generaciones de exegetas. Digamos que a partir de entonces se fijó la imagen de una obra que, a decir verdad, ni es tan importante ni merece tanta beata devoción aspaventosa.
Curiosamente el texto de Uslar-Pietri comienza con lo que podríamos considerar —si lo aislamos del resto— un magnífico aforismo digno de Chamfort:
Hay un rito profundo —evocación, teatro, resurrección— en las conmemoraciones. Se pone la palabra donde estuvo la acción, las fórmulas donde estuvieron las formas, y la liturgia donde estuvieron los gestos.[1]
¿Acaso la crítica de Áspero ha dejado de ser conmemoración y liturgia, comenzando por el propio autor de Letras y hombres de Venezuela? Ahora bien, dejando de lado este detalle —a mi modo de ver fundamental—, un repaso por los autores más importantes puede perfectamente situar al estudioso en la órbita más esclarecedora de Antonio Arráiz; muy especialmente el trabajo en conjunto de Orlando Araujo y Óscar Sambrano Urdaneta, además del estupendo prólogo —por lúcido y revisor— que Rafael Arráiz Lucca escribe para la Obra Poética editada por Monte Ávila.
Pero regresemos a Uslar-Pietri. “Áspero —nos dice— vino a ser el primer ensayo afortunado de unificación de nuestra poesía y nuestra realidad.”[2] He aquí la primera piedra, lo demás ha sido, muchas veces, mecánica reiteración y estiramiento de una verdad consagrada. ¿Unificar la realidad y la poesía? ¿Para qué?[3] Por lo pronto la dictadura de Juan Vicente Gómez ya se había encargado de unificar la realidad, en tanto que el hombre Arráiz —el hombre puro más que el puro hombre— fue uno de los que, por entonces, más empeños pusieron en desbaratar esa unidimensionalidad de lo real. En cuanto a la poesía, dejémoslo. Áspero no fue argamasa sino chorro de agua fría en el rostro más acomodaticio y adormilado de la literatura venezolana por aquellos años. Otro tanto hizo Ramos Sucre, pero con mejor literatura.
Por eso no podemos más que sonreír ante las siguientes exageraciones y desmesuras:
“Sin saberlo, se había hecho vidente a la manera de Rimbaud; revelador de un mundo a la manera de Dante; creador de una conciencia a la manera de Whitman.”[4]
Un poco más de entusiasmo y habría terminado por compararlo con Dios, en la medida que hubiera visto en él al creador absoluto de una obra igualmente completa, tal y como la soñaba Mallarmé.
Será mejor fijar la atención en aquello que verdaderamente lo merece: Uslar-Pietri utiliza Áspero para dibujar en el cielo de la conciencia una constelación americana; superpone sobre los primerizos poemas de Arráiz sus propias obsesiones y delirios propios: América salvaje, ruda y pletórica. El mito de Arráiz debía correr parejo, para los venezolanos, con el mito de América.
Para el incipiente intelectual de entonces la ecuación era sencilla y saltaba a la vista —o asaltaba la vista—: Áspero = América. Por eso le perdona su “desaliño indumentario”, para decirlo con la bella fórmula de Antonio Machado; y también por eso “tenía que ser áspero —asegura con entusiasmo—, informe, violento y libre como el mundo del que era imagen, e imagen cabal.”[5]
Otro crítico que interesa revisar es Guillermo Sucre[6]: en un principio parece desmarcarse de la visión americanista para rozar muy de cerca lo que tal vez sea la clave del libro, a saber:
Arráiz escribe no como un ser primitivo, sino como el ser, como el hombre primitivo. Por ello, su lirismo es de un orden muy distinto al tradicional. Arbitrario y un tanto feroz, pero eficaz. Es el lirismo del despertar de todo una conciencia colectiva y antigua, de la aparición del hombre mítico, dominado por sus solas apetencias, sus instintos, sus hambres materiales.[7]
Es verdad, la búsqueda central en Áspero sigue un camino próximo a los alumbramientos más cenagosos y vívidos del ser, pero sólo como propósito. Incluso para el lector de hoy sigue siendo difícil separar la obra del hombre[8], las intenciones de los resultados. Pero nos guste o no, la literatura es, primerísimamente, forma; se hace con palabras y con música, y de esa capacidad depende la diferencia entre Shakespeare, pongamos por caso y Echagaray.
Por otro lado Arráiz no era un salvaje, bien es verdad que su aspecto correspondía al de “un mozo atlético, rojo y feo.” Y por si fuera poco, “carecía de los hábitos inherentes al poeta.”[9] Ello no nos autoriza a canonizarlo o a ofrecerle salvoconductos para las alcabalas del rigor: en definitiva, se trataba de un poeta que asumió la máscara de lo primitivo, y al hacerlo incorporó a su ajuar todos los tópicos que había a su alcance, incluso muchos más de los que aconseja la prudencia y el buen oficio.
Hacia el final de su valoración, el poeta de Mientras suceden los días no puede evitar caer en la telaraña de Uslar, pegajosa y tentacular en sus embaucadoras tentaciones de identidad mayúscula:
Es la fortaleza bárbara y elemental de un mundo lo que le interesa. El desencadenamiento de las pasiones del hombre, su “vida olorosa y cruenta.” Porque todo ello sigue siendo el espejo del alma instintiva del venezolano y del americano.[10]
En 1975 la Universidad Central del Venezuela publica un volumen escrito al alimón por los críticos Orlando Araujo y Óscar Sambrano Urdaneta. Uno de sus aciertos consiste en haber echado por tierra el mito americanista que parecía indisociable de Áspero y Parsimonia. De este modo leemos con verdadero alivio:
Áspero no tiene nada que ver con el “americanismo literario” o con el “nuestramericanismo” del que habla Alfonso Reyes para ridiculizar el asunto. El tema de América —palabra que apenas se vuelve a escribir en los textos que siguen [se refiere al poema-prólogo que abre Áspero]—, el tema de la raza y el del indio, no constituyen de ninguna manera el núcleo temático esencial del libro: están allí, y raza e indio se reiteran como fuente vital y como medio expresivo del tema fundamental, el de la búsqueda telúrica y humana del ser. [11]
A decir verdad hay un precedente, que yo sepa, en el prólogo que escribe Juan Liscano para la Suma Poética, libro que publicó la Biblioteca Popular Venezonala en 1966. Ello no tanto porque diera un manotazo al pretendido y tan sobado americanismo como por el hecho —simple y certero a un tiempo— de que desvió la atención, o dicho de otra manera, la fuerza exegética, hacia un terreno que había permanecido prácticamente invisible a fuerza de evidencia, esto es, la antropología.
Leído con detenimiento, una vez espantados los tristes tópicos, vislumbramos en Áspero una necesidad a flor de respiración por expresar el ámbito instintivo —cuya realidad, suponemos, estaba cargada de mitos y arduas exigencia físicas— del hombre paleolítico; es decir, el hombre anterior a las ciudades y el alfabeto, nómada y cazador, más primate que primoroso:
Arráiz —dice Liscano con puntería delicada— vivió siempre acorde con una mitología personal que situaba en primer lugar a la Naturaleza, como una divinidad ancestral, como la gran Dadora de Vida, Muerte y Belleza. [12]
Tal vez Antonio Arráiz habría aprobado con entusiasmo la siguiente afirmación del biólogo e intelectual Desmond Morris:
Por muy grandiosas que sean nuestras ideas y por muy orgullos que nos sintamos de ellas, seguimos siendo humildes animales, sometidos a todas las leyes básicas del comportamiento animal [13]
El juicio de Rafael A. Lucca, al escribir el prólogo a la Obra Poética de Arráiz (Monte Ávila Editores, 1987), es uno de los más asépticos; mantiene las distancias necesarias y no toma partidos, incluso puede afirmarse que su naturaleza es esencialmente deíctica. Ofrece al lector interesado una saludable visión panorámica, aplomada y en ningún caso plomiza:
Sin pretender dudar de la validez de los juicios sobre Áspero, convendría anotar el tono emocionado que el poeta suscita en sus estudiosos. Sin duda, la poesía de Arráiz presenta un lenguaje nuevo en relación con el lenguaje poético usual en el momento de su aparición; además, la posición desde la que el poeta mira y escribe es singular en comparación con la mayoría de los poemas escritos alrededor de 1924. Sin embargo, ¿por qué insistir en que Áspero irrumpe en Venezuela como una isla en el océano? ¿No es romántica y hasta ingenua esta afirmación?[14]
Ciertamente hubo otros poetas venezolanos que pretendían zafarse del abrazo estrangulador —para ese momento— del modernismo; Arráiz Lucca menciona a Luis Enrique Mármol y a los menos conocidos Ismael Urdaneta y Salustro Gonzáles Rincones. Estemos de acuerdo o no, conviene apreciar el intento por abrir las ventanas y airear el entumecido ambiente —a veces francamente claustrofóbico— de la crítica.
A mí me sigue pareciendo infinitamente más atractivo —por innovador y por espeso, verdaderamente espeso, en su cromatismo óntico y estético —el cumanés José Antonio Ramos Sucre. Pero está claro que no cubre la casilla indispensable del despojamiento. Es como si creyéramos que el cuerpo desnudo es el mejor de los trajes posibles en virtud de su oposición a las complicadas prendas de Oriente. Podemos admirar la fuerza moral de ese no-traje y hasta imitarla, a condición de que no intentemos pasearlo —como un hecho formal— por las calles populosas para que todos puedan o deban aplaudir la magnífica y salvaje trabazón de sus hilos invisibles.
Por último me gustaría comentar, muy por encima, el reciente trabajo de María de los Ángeles Pérez López, titulado: “Dinámicas internas y aperturas en la poesía venezolana del siglo XX.” [15]
Aún no siendo un escrito especializado debido a su naturaleza diacrónica, habría sido preferible que la autora aprovechara la ocasión para examinar con más cuidado la presencia de Arráiz en la lírica venezolana de los años veinte, o al menos intentar situarla en una posición más justa. Lejos de eso, reitera, sin hacerse ningún tipo de preguntas, el juicio ya canónico —y por lo visto crónico— de la vieja crítica. Aún más, en determinado memento de su examen llega a decir que Áspero “constituyó un hito (…) por lo que supuso de reacción contra la dictadura de Gómez.” Admitamos que una afirmación de esa naturaleza se arrellana cómodamente en la improbabilidad y acaso en el dislate. A menos que asumir la máscara de un ambiguo primitivismo valga como actitud combativa y valiente frente a la represión política. Ni siquiera hurgando con la mejor voluntad entre los símbolos de Áspero podríamos dar con nada semejante.
Un poco más adelante incluso llega a decir: “En cuento a los elementos vanguardistas del libro puede[n] apuntarse (…) el empleo de imágenes violentas”; ¡Caramba! Esto ya es llevar demasiado lejos la buena voluntad, el despiste o la pereza mental.
Apenas si es necesario insistir en la tosquedad recalcitrante de Áspero o del propio Arráiz. No he leído nada más atinado al respecto que el veredicto de Guillermo Sucre —poeta él mismo exigente y cuidadoso en el hacer— que a continuación paso a citar:
Un extraño y desconcertante poeta, es verdad. Demasiado hosco a las virtudes formales del lenguaje. Demasiado rudo y escueto también. Sin grandes destellos imaginíficos. Sin “sabiduría” expresiva, es decir, sin sentido del matiz, del juego verbal, sin riqueza en sus elementos: Un tanto enfático, a veces, banal y aun simplista. Aparentemente, la negación misma de la poesía.[16]
Aventuro, para concluir, una tesis provisional: en el autor de Áspero no se da el hallazgo de un lenguaje propio —o de una lengua dentro de la lengua, tal y como definía Proust a la literatura—, es decir, no hay un esfuerzo apreciable por transmutar la realidad en “palabras andantes”, a menos que entendamos la ausencia de las mismas como un acierto y un logro. En cualquier caso, Áspero es apreciable por su, digámoslo así, temperatura espiritual, a todas luces fresca y agresiva. En sus versos advertimos ecos prehistóricos, un sentido finísimo del ritmo, eso es innegable, y una literatura que apenas logra vivir, entretenida como está en negarse a sí misma cualquier atisbo de afeminada orfebrería.
Entendió Arráiz que la mejor manera de expresar el universo de lo viril —sea lo que fuere ese escurridizo concepto— era sometiendo el poema a todo tipo de privaciones espartanas. Si sobrevivía a ello entonces tal vez mereciera la sangre sencilla que corre por sus venas, como un veterano combatiente que existe a pesar y, sobre todo, gracias a sus cicatrices gloriosas y rotundas.
Antonio Arráiz: raíz antónima [El hombre]
La vida de Antonio Arráiz (Barquisimeto, 1903-Wesport, 1962) estuvo cruzada por ráfagas violentas y fiebres tutelares; por nomadismos complejos que hicieron de él muchos hombres y de su corazón una sola hoguera de mil lenguas espejeantes. Para encontrarlo cara a cara basta con que nos fijemos en el siguiente dato: pasa siete años —se dice pronto y se asimila tan despacio que casi no llegamos a comprenderlo— en La Rotunda, por haber desafiado con su oposición resuelta la dentada inmovilidad de un régimen —es decir, de un dictador— que tenía al país completamente sometido a la postración, el miedo y la ignorancia, en proporciones idénticas y devastadoras. Tanto es así, que un historiador nada amigo de las exageraciones como Guillermo Morón no tiene ningún reparo en estirar la piel del siglo XIX hasta la muerte de Juan Vicente Gómez, ocurrida en 1935[17]. Por consiguiente, no es una desmesura hablar de aquellos años como de una etapa ferrosa y soporífera que, paradójicamente, puso en marcha los elementos más impetuosos de un puñado de conciencias en combustión permanente. Tampoco es un exceso celebrar la valentía, admitamos que hay en su materia un poco de milagro.
Habría que matizar, por otra parte, que la actitud de Antonio Arráiz es la de su época. No olvidemos que los primeros treinta años del siglo, más o menos, estuvieron jalonados por intensas convulsiones en el orden político y en el estético. Las vanguardias ocupaban un lugar privilegiado y se revolvían hacia todas las direcciones como una rosa de los vientos cadenciosa y fosforescente que al mismo tiempo era una hidra. La Unión Soviética mostraba sus cicatrices: signos capaces de encarnar al hombre nuevo. Hoy sabemos que estaban huecos o al menos formaban un palimpsesto ocultando el hedor de la sangre, el filo acerado de las consignas, la expansión ciega de las vísceras obedeciendo la (de)cadencia de la razón (Octavio Paz lo llama, con precisión de poeta, “inicuas simetrías”).
Los surrealistas, con André Breton a la cabeza, desataron todos los huesos de la poesía para que fueran la urdimbre natural de lo diario; sus manifiestos y sus fiestas estaban —querían estar— al servicio de la vida y en última instancia del arte, puesto que ambas entidades debían terminar siendo una y la misma cosa. Al respecto dice Octavio Paz:
El surrealismo no parte de una teoría de la realidad; tampoco es una doctrina de la libertad. Se trata más bien del ejercicio concreto de la libertad, esto es, de poner en acción la libre disposición del hombre en su cuerpo a cuerpo con lo real. Desde el principio la concepción surrealista no distingue entre el conocimiento poético de la realidad y su transformación: conocer es un acto que transforma aquello que se conoce.[18]
El mismo Breton deja las cosas claras desde su primer manifiesto: será la voluntad del hombre la que construya con sus propias manos el paraíso recuperado, en cuyo centro hay un árbol abierto para todos. Casi es ocioso decir que sus frutos son los que engendra la poesía. Así pues, escribe con determinación:
El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temibles. Y esto se lo enseña la poesía.[19]
En muchos aspectos Arráiz tuvo una vida signada por la oposición y la vigilancia, es más, pocos de sus contemporáneos fueron tan lejos como él en la necesidad de “mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos”. Por eso no es una sorpresa que los escritores vanguardistas lo sintieran como a un igual; hermano no de formas, como es evidente, pero sí de respiración sediciosa e instintos púgiles. Quizá exagera Juan Liscano cuando asegura que “la vanguardia lo adoptó como el poeta más representativo suyo”;[20] en cualquier caso es indudable que Áspero fue —por sus intenciones, insisto— un ejemplo de independencia y aún de malas maneras, como convenía al homme revolté de aquellos años. Ello aparejado al macizo muchacho de veintidós años que saltaba por arriba de las convenciones con desenvoltura de atleta griego.[21]
¿Y después de Áspero y la Semana del Estudiante? Le pasó lo que a todos, tuvo que seguir viviendo, administrando sabia o amargamente —según de quien se trate, Arráiz fue un hombre poco dado a la elegía de sí mismo— los esplendentes fragmentos de un tiempo mejor. Fue periodista, ocupó cargos públicos, estuvo entre los miembros fundadores de El Nacional; casi ningún género le fue ajeno —incluso llegó a componer innumerables obras didácticas en lo que podríamos considerar la última etapa literaria de su vida— y los días, en suma, fueron resbalando con naturalidad no exenta de asombro y gratitud.
El hombre de carne y hueso Antonio Arráiz —como habría dicho Unamuno— seduce por la vastedad turgente de sus apetitos vitales y ya no tanto por su poesía. La crítica ha sido incapaz de disociar ambas actividades, incluso el lector más estricto se ve en verdaderos apuros a la hora de transitar entre ambos planos. Tal vez sea mejor así.
Ningún otro escritor de Venezuela merece tanto la definición que hizo Rubén Darío —pero ahora sin ironía— de Roosvelt: Antonio Arráiz era, positivamente, un “profesor de energía” e incluso de gimnasia espiritual. No es raro entonces que la muerte lo sorprendiera de pie; en trance de hacer, a medio camino entre lo fáctico y la fascinación.
NOTAS
[1] “Prólogo a la 2ª edición de Áspero”, en: Antonio Arráiz, Obra Poética, Caracas, Monte Ávila, (Altazor, Serie Mayor, nº 3), 1987, p.241.
[2] Íbidem..
[3] Admitamos que esa conjunción nos obliga a postular la existencia de una sola poesía y — lo que es todavía peor— una realidad sola.
[4] Ídem, p. 242.
[5] Ídem, p. 243.
[6] “La poesía de Antonio Arráiz” en: Antonio Arráiz, op. cit., pp. 244-246.
[7] Ídem., p. 245.
[8] Creo que en Antonio Arráiz se cumplió, mejor que en ningún otro, aquel consejo que daba un tempranísimo Nicolás Guillén: “deja que se vea junto al poeta el hombre.” Y es, justamente, el hombre quien relumbra con peso adamantino en todas las paredes de nuestro corazón. Admiramos sin reservas su coraje, incluso su candidez de fruta que se reserva para las manos del sol y la verdad.
[9] A. Uslar-Pietri, op. cit., p.242.
[10] Ídem, pp. 245-246.
[11] Orlando Araujo y Óscar Sambrano Urdaneta, Antonio Arráiz, Caracas, Universidad Central de Venezuela, (Colección Los Creadores, nº 8), 1975, p. 17.
[12] “Fragmento del prólogo a la Suma Poética” en: Antonio Arráiz, op. cit., p. 247.
[13] El Mono Desnudo, Barcelona, Plaza Janés Editores, 2000, p. 264.
[14] “Prólogo” en: Antonio Arráiz, op. cit. , p. VIII.
[15] En: Historia de la Literatura Hispanoamericana, Trinidad Barrera (coord.), Madrid, Cátedra, 2008 (tomo III, siglo XX), pp. 646-647.
[16] “La poesía de Antonio Arráiz” en: Antonio Arráiz, op. cit., p. 244.
[17] En realidad la idea no se le ocurrió a él, ya había sido expuesta por el ensayista merideño Mariano Picón Salas, en un libro, ¿quién lo duda?, imprescindible: Comprensión de Venezuela (1949).
[18] Las peras del olmo, Barcelona, Seix Barral, 1984, pp. 138-139.
[19] Manifiestos del surrealismo, Barcelona, Editorial Labor, 1995, p. 35.
[20] Panorama de la Literatura Venezolana Actual, Caracas-Barcelona, Alfadil Ediciones, (Colección Trópicos), 1984, p.183.
[21] Conviene advertir que la literatura en la Venezuela de ese momento requería con urgencia ser apedreada en sus zonas más vicarias; es allí donde cobra verdadero relieve la figura desaliñada y combativa del casi adolescente Arráiz, que con tan pocos años se atrevió a escupir sobre tanta porcelana huera, arrojando su puñado de poemas —a pesar de la escasa calidad literaria o, tal vez, por eso mismo— bárbaros y muy poco barbados en su decir mancebo, franco, dentelloso.