María Elena Delgado D
Introducción
Salvador Garmendia (Barquisimeto, 1928) es el autor de una extensa obra narrativa donde explora las capacidades expresivas del lenguaje en correspondencia con la indagación de aquellos temas que lo preocupan, lo atormentan y lo seducen.
Escritor realista, informalista y monotemático—como lo ha definido la crítica— Garmendia ha construido una estructura narrativa que lo singulariza y que, sin negar la influencia de toda una tradición literaria, ha sido producto de un tesonero trabajo de artesano del lenguaje y de su identificación y relación amorosa con la realidad que escoge para escribir.
Todo escritor, pensamos, es realista, pues parte de una realidad con la cual mantiene relaciones de identidad y diferencia para construir esa otra realidad que es la obra literaria. Así, la primera indagación del escritor se centra en su realidad profunda que es el lenguaje, para a partir de ella plantearse la exploración de la realidad total en sus múltiples manifestaciones.
En este sentido Garmendia es un escritor moderno y realista en la significación más amplia de la palabra, pues su realismo no es mimético sino exploratorio y cuestionador. Su realismo, como él mismo lo ha observado «No es un realismo ingenuo. Es una exploración de la realidad que tiende a encontrar o descubrir capas no visibles de esa realidad”.[1]
Atendiendo a la realidad explorada por Garmendia en su obra, podemos dividir su producción en dos ciclos narrativos: uno que va desde su primera novela Los Pequeños Seres (1959) hasta Los Pies de Barro (1973) y otro que se abre con Memorias de Altagracia (1974) y parece continuarse en su obra posterior.
En el primer período la preocupación fundamental del autor está centrada en la indagación de la realidad cotidiana de esos pequeños seres, habitantes alienados de una ciudad en constante transformación, que parecieran estar destinados a vivir una mala vida sin ninguna esperanza de salvación.
Esta exploración es realizada apelando, fundamentalmente, como lo ha señalado Ángel Rama, «…a una aproximación detallada de la realidad… y a un régimen de comparaciones —transmutaciones— que permite las formas triviales a perspectivas alucinantes…»[2], a través de un lenguaje realista y descriptivo que a veces colinda con lo grotesco.
En el segundo período, el narrador se propone transitar ese universo siempre perseguido por él, ya anunciado en Los Pies de Barro, que es el mundo mítico de la infancia, mediante la utilización de un lenguaje mucho más refinado, fantasioso y poético.
Este cambio de temática, se corresponde con un cambio de la concepción de la existencia del hombre en el mundo, presentado en los primeros textos como un ser totalmente desdichado que en algunos momentos intenta escapar de su situación a través del recuerdo de la infancia, pero que finalmente termina vencido por el pesimismo dejándose morir definitivamente.
En Memorias de Altagracía, esa ventana que en las obras anteriores sólo nos mostraba un leve destello de claridad se abre de par en par y penetramos alborozados a ese mundo poético y fantástico de la infancia que se constituye en una tabla de salvación para el ser inmerso en la rutina de un trabajo burocrático.
En el presente trabajo intentaremos un acercamiento al tratamiento de la infancia, fundamentándonos teóricamente en los planteamientos de Gastón Bachelard sobre el tema. Luego haremos un breve recorrido por esos «otros» mundos puestos en escena en el texto y la forma de producción de lo fantástico en algunos relatos seleccionados.
El recuerdo de la infancia como posibilidad de un porvenir esperanzador
Para un ser sensible cuya existencia está marcada por la normativa de un mundo mecanizado y hostil, el recuerdo viene a constituir la posibilidad de crear otro mundo paralelo dominado por la imaginación que le permita revivir el espíritu y sobrellevar la monotonía de cada día.
A través del recuerdo penetramos a la memoria y de ese imaginario que durante algún tiempo ha sido protegido por el olvido, entendiendo que el olvido como señala Blanchot es «… la vigilancia misma de la memoria, la potencia tutelar mediante la cual se preserva lo oculto de las cosas.. .»[3], rescatamos aquellas imágenes solidarias con nuestro estado de ánimo.
En este recorrido por la memoria, las imágenes que con más frecuencia nos salen al paso son aquellas referidas a la infancia, a ese paraíso perdido donde podíamos soñar libremente, desde donde dominábamos el universo y accedíamos a esa libertad espiritual tan añorada en el presente.
La infancia ha sido tema constante en la literatura de todos los tiempos, ella expresa un sentimiento universal, permanente a lo largo de nuestra existencia. Así lo señala Bachelard:
Por algunos de sus rasgos, la infancia dura toda la vida. Vuelve a animar largos sectores de la vida adulta. En primer lugar, la infancia no abandona nunca sus moradas nocturnas. A veces un niño viene a velar en nuestro sueño, pero en la vida de la vigilia, cuando la ensoñación trabaja sobre nuestra historia, la infancia que conservamos nos proporciona sus beneficios. Es necesario vivir y a veces es bueno vivir con el niño que hemos sido.[4]
Cada escritor tiene su manera de vivir y hacernos vivir la infancia. Basta la imagen de un poema para revivir mundos fabulosos dormidos en las profundidades de nuestro ser. Cuando vamos al pasado y evocamos nuestra infancia, memoria e imaginación se entremezclan produciendo lo que Bachelard llama un «estado de ensoñación» que nos comunica con nuestros orígenes y nos coloca más allá de la realidad concreta, fuera de las limitaciones del tiempo cronológico y del espacio cerrado de las ocupaciones cotidianas.
Para que se produzca este fenómeno de ensoñación es necesario encontrarse en estado de soledad, estado de soledad creadora. Es en estos momentos cuando todas las imágenes de los recuerdos más queridos confluyen para proporcionarnos la alegría de vivir, la paz espiritual siempre buscada y nunca encontrada dentro de los límites de la sociedad. Por esto el escritor siempre será un ser solitario, incomprendido; pues el trabajo de escritura es un trabajo de ensoñación solitaria.
En los recuerdos que surgen en estos momentos de soledad, la infancia se manifiesta como centro del pensamiento; pero es que cuando niños también hemos sido seres solitarios e incomprendidos por los adultos quienes siempre están imponiendo normas. El niño también se encierra en su soledad y busca un escape a través de la imaginación. En sus ensoñaciones solitarias el niño construye su propio mundo de libertad y desde el centro mismo de su hallazgo domina todo el universo. De allí que el poeta siempre será un niño, un pequeño dios. El tiene la capacidad de crear su propio universo, de revivir ese pasado maravilloso como una forma de habitar un presente que no le pertenece.
En esta soledad vivida cuando niños
... encontramos el núcleo de infancia que permanece en el centro de la psiquis humana. Allí es donde más cerradamente se anudan la imaginación y la memoria. Es allí donde el ser de la infancia anuda lo real y lo imaginario, viviendo con toda su imaginación las imágenes de la realidad[5].
En una sociedad mecanizada donde el hombre ha perdido la perspectiva de su existencia convirtiéndose en un ser enajenado, una posibilidad es revivir los valores del pasado y para ello es necesario soñar, recurrir a ese baúl de recuerdos que es la memoria para regresar al origen, a ese estado primigenio donde reposa la esencia del ser.
El escritor venezolano Salvador Garmendia ha intentado esa vuelta al origen, pensamos, por medio de dos vías: por una vuelta al estado primigenio de la materia a través de la exploración minuciosa de la realidad cotidiana, lo cual se observa en sus primeras obras desde Los Pequeños Seres hasta Los Pies de Barro y, por un regreso a la infancia a través del recuerdo, ésta parece ser su preocupación central a partir de Memorias de Altagracia.
Si es cierto que sentimos una profunda necesidad de imaginar nuestra infancia, también es cierto que en el contexto de la sociedad moderna donde el trabajo productivo es prioritario, dedicarse a la actividad «no productiva» del recuerdo nos coloca en una posición de inadecuación al sistema. Entonces alejarse de las ocupaciones cotidianas parece constituir para el escritor la única posibilidad de realización.
Pero este alejarse es también un acercarse. La lejanía tanto temporal como espacial de lo que más amamos posibilita la escritura. La nostalgia por lo lejano ilumina la memoria.
Garmendia está consciente de esto, por eso al referirse a la escritura de Memorias de Altagracia señala:
Tenía todo el material, pero la «pasta», la materia moldeable no se me daba. Bastó que yo me sintiera lejos, muy lejos de todo eso, en el otro continente, para que se me iluminara todo y conseguí perfectamente la forma de hacerlo. No tuve ningún inconveniente y lo escribí de corrido.[6]
En Memorias de Altagracia Garmendia penetra a las profundidades del mundo infantil. Ese mundo que ya había sido insinuado en sus novelas anteriores se concretiza en esta obra. Con un lenguaje novedoso y poético, el escritor nos hace revivir nuestra infancia, que es también la suya, no por una identificación personal sino por el sentimiento infantil universal que prevalece en todos los seres humanos.
El mismo título de la obra nos ubica dentro del marco de evocación poética predominante. Son las memorias o recuerdos de un adolescente que vivió su época de más «alta gracia» en un barrio de Barquisimeto que lleva este nombre.
El texto está conformado por 18 relatos independientes que conforman una totalidad, de tal forma que podemos realizar la lectura por el comienzo o por el final del mismo. El tiempo de la obra es circular, es el tiempo del recuerdo que pasa del presente al pasado y del pasado al presente.
Si nos ubicamos en el último relato nos encontramos con un adolescente, personaje narrador, que desde el presente intenta escapar del mundo uniforme y rutinario de un trabajo burocrático. Para ello recurre a la memoria y explora en ella los recuerdos de su pasado que van desde los sucesos más recientes que lo colocaron en el sitio donde ahora se encuentra hasta las imágenes más lejanas de su infancia, presentadas en los relatos anteriores.
Si comenzamos la lectura por el primer relato nos encontramos con un niño, personaje narrador, que nos cuenta las historias vividas, presenciadas o escuchadas por él durante su infancia. Estos relatos, aunque algunos son narrados desde el presente, constituyen el pasado con respecto al último donde el narrador ya no es un niño sino un adolescente que siente la necesidad de regresar a esos espacios deslumbrantes de sus imágenes primeras.
Los recuerdos de infancia del personaje narrador están enmarcados dentro de períodos de tiempo que proporcionan amplitud a la imaginación: «En esos días de julio», «Al mediodía», «Llegaban los días claros de abril», «El tiempo de aguas se aparecía de golpe». No hay en ellos referencia a fechas concretas, pues como señala Bachelard:
El recuerdo puro carece de fecha. Tiene una estación. La estación es la marca fundamental de los recuerdos ¿Qué sol o qué viento hacia en ese día memorable? Esa es la pregunta que da la tensión justa de reminiscencia. Entonces los recuerdos se convierten en grandes imágenes, agrandadas, agrandadoras.[7]
Los primeros recuerdos, y quizás los más lejanos, que nos presenta el narrador están referidos a sus vivencias durante las vacaciones escolares. Este es el tiempo propicio para la actividad «no productiva» del recuerdo, el juego, la ensoñación, pues la escuela, ese organismo institucionalizado que impone normas, está «misteriosamente cerrada».
También nos ubicamos en un lugar específico: la casa de la infancia; pero esta no es una casa común y corriente, es un «cuerpo grande y lastimado» que vive angustiosamente, es la casa de la memoria que al penetrarla se va expandiendo e invadiendo todo el relato. Esta casa, por ser de la memoria, puede ser transportada por el niño personaje narrador en un continuo viaje que va del presente indeseado al pasado siempre añorado:
También se puede llevar por la calle toda la casa con sus ruidos, las caras distraídas que parecen ir de viaje a lugares de mucha gente donde hay gritos y música, el patio encandilado lleno de ponzoñas y hojas velludas, el susto en una ventana entre abierta y llevarla así, del diestro, como un caballo grande y huesudo.[8]
Los párrafos iniciales del primer relato nos ubican dentro de la variedad narrativa que va a predominar a lo largo de la obra. Todos los relatos, como ya señalamos, son distintos e independientes, pues en la memoria no hay un sólo recuerdo sino una variedad de imágenes y con frecuencia evocamos aquellas vividas con mayor intensidad en nuestra infancia, en un estado de ensoñación sin límites de tiempo y espacio.
Si uno hunde allí las manos y las retira un momento después, las hallará manchadas de un polvo negruzco como sangre enmohecida, como si acabara de sacarlas de adentro mismo de unos cuerpos ya muertos aunque todavía húmedos por dentro, tal vez de recuerdos y cosas queridas; entonces un círculo que se desprende comenzará a moverse y uno es arrastrado hasta el fondo, donde podría permanecer no sabe cuánto tiempo (p. 16).
En este viaje por la memoria el personaje narrador de Memorias de Altagracia revive recuerdos de su infancia pueblerina y solitaria extendiéndose hasta el límite de lo irreal.
Posición del narrador frente a los hechos
Atendiendo a la posición del narrador frente a los hechos, podemos clasificar los relatos de Memorias de Altagracia en tres grupos:
- – Relatos de hechos vividos por el niño personaje narrador. Son los referidos a: la relación especial del niño con el tío Gilbert, quien lo hace participar en actos fantásticos como atravesar las paredes y poner a girar a las personas a grandes velocidades; el descubrimiento del mar desde los techos de Altagracia ayudado por Marinferínfero el castrador de chivos, los hechos fantásticos suscitados por la imagen de Abelito el fotógrafo y las ilustraciones de un libro de ferrocarriles, la visión fantástica de la aparición y desaparición de las mujeres largas de la lluvia, la aventura imaginaria vivida junto a Fritz el alemán del bombardino, la «ola de asesinatos» ocurrida durante la siesta, las aventuras vividas ante las pantallas del cine Arenas y los juegos imaginativos con el primo Alí basados en la lectura de un libro de aventuras.
- Relatos de hechos presenciados y/o escuchados por el personaje narrador. Son los referidos a: el vuelo realizado por Mr. Boland en su avioneta ante el asombro del pueblo y el posterior vuelo fantástico de Absalón Olavarrieta, las historias sobre andarines llegados al pueblo, la historia de un supuesto mago llamado Eddie El Garantizado, La historia de Segunda La Chamusquina, una bruja del pueblo y la misteriosa historia de la «epidemia de locura» ocurrida en El Tocuyo.
- Relatos de historias escuchadas, contadas desde afuera por el personaje narrador. Son los que se refieren a: la historia sobre el Padre Azuela enterrando los muertos de la guerra ayudado por las prostitutas, el extenso relato referido al Coronel Belisario Terán y la crónica sobre los sucesos históricos del 4 de julio de 1890 y, por último, la historia de Canela y su «peligro amarillo».
Estos textos, algunos de los cuales podríamos definir como ensoñaciones de ensoñaciones infantiles, conforman el pasado del personaje narrador, recuperado a través del recuerdo y que al ser ensoñado se nos presenta con grandes potencialidades imaginativas.
Luego de este período de ensoñación, el personaje narrador, ahora adolescente, toma conciencia de su presente (último relato) y se encuentra con que el mundo se ha endurecido a su alrededor «de una manera repentina e inexplicable». Y es que por no querer estudiar, los adultos lo han castigado colocándolo de escribiente en la Oficina de Registro y Sorteo Militar. No podía haber peor castigo para un niño soñador a quien de repente se le cierran todas las salidas en ese mundo «plano y uniforme» donde ha sido colocado sin su consentimiento.
Sin embargo, en un intento desesperado por no perderse, igual que su primo Alí, en esas «calles rectas de Barquisimeto», el adolescente se aferra a ese ruido todavía imperfecto que aún resuena en su memoria y que seguramente lo llevará de nuevo a su infancia. Esta será su esperanza en el porvenir y a ella se aferra:
Sé muy bien que aquel ruido imperfecto que resuena en el fondo debe esperarme en algún sitio, lejos de todo esto, bien lejos de seguro de aquel túnel podrido donde fui colocado no sé cómo, y entonces el murmullo crecerá de algún modo: serán calles, lugares, gente, tal vez una ciudad ruidosa, días febriles, resplandecientes y activos, multitud de deseos y encuentros que formarán madejas intrincadas, mientras el tiempo se estremece, se dilata, revienta descubriendo formas impensadas, espacios deslumbrantes sin una huella que hubiera antecedido a las nuestras (p. 220).
Este relato tiene un final abierto («Debo marcharme entonces, debo irme de aquí, debo marcharme ahora, lejos») que nos deja la posibilidad de que, en efecto, el personaje haya emprendido la marcha hacia los recuerdos más lejanos de su pasado y que en su carrera haya ido a parar a la botica del tío Gilberto, lo cual daría un carácter circular a la obra.
La alteridad y lo fantástico en Memorias de Altagracia
Todo sistema está organizado en función de un orden que es necesario mantener para conservar el equilibrio, pero existen elementos opuestos a ese orden que amenazan continuamente con destruirlo. Estos elementos constituyen lo que se ha llamado alteridad.
La literatura es una expresión de la alteridad en que se mueve el mundo. Ella encarna la construcción de otro mundo, de otra realidad con leyes propias y distintas a las de la realidad concreta.
En la estructura de la obra literaria la puesta en escena de la alteridad se manifiesta en primer lugar en el nivel del discurso: el lenguaje literario constituye otro lenguaje distinto al comunicacional y, en segundo lugar en el relato: el mundo de la ficción es distinto al mundo real aunque este haya sido su referente.
El hecho literario se construye, entonces, en función de su identidad y su diferencia con lo real. Como identidad intenta acercarse a los referentes del mundo, como diferencia se presenta como otro universo con sus propias leyes de construcción.
La conciencia de que la obra literaria constituye otro universo que mantiene relaciones complejas de identidad y diferencia con la realidad y que por lo tanto posee autonomía relativa es lo que se ha denominado modernidad.
Así, la literatura moderna, esa que se inicia, como lo ha señalado Víctor Bravo, en el Renacimiento, configura su estática a partir del romanticismo y se continúa hasta la actualidad, «…nace cuando el hecho literario toma conciencia del dualismo que se pone en escena como una de las complejidades y de las razones de su producción».[9]
Una de las vías de expresión de la alteridad en el relato es la producción de lo fantástico. Lo fantástico en la obra literaria se produce cuando en el relato hay la puesta en escena de dos ámbitos distintos separados por un límite y «… uno de los ámbitos, transgrediendo el límite, invade al otro para perturbarlo, negarlo, tacharlo o aniquilarlo».[10]
A continuación indagaremos la puesta en escena de la alteridad en Memorias do Altagracia y la posterior producción de lo fantástico en algunos relatos seleccionados de la obra.
Memorias de Altagracia se mueve en un mundo de alteridades expresadas por la presencia de dos tiempos y dos espacios distintos que son: el pasado, que es el tiempo de la infancia, de la imaginación, del juego, de la felicidad del personaje narrador, es el tiempo vivido en el espacio de la casa, del pueblo, de la naturaleza (este es el contexto de los diecisiete primeros relatos); y el tiempo presente, que es el tiempo de la adolescencia, de la necesidad material de trabajar, de la angustia, es el tiempo vivido en el espacio de la oficina, del trabajo burocrático, de las calles rectas de Barquisimeto (este es el contexto del último relato).
Entre estos dos espacios está la memoria como elemento mediador. La memoria acerca el pasado al presente a través de la ensoñación del recuerdo y constituye para el personaje narrador la tabla de salvación para no convertirse en un ser alienado y desdichado totalmente; el recuerdo le permite recuperar ese paraíso perdido de la infancia y le da la posibilidad de escapar de ese mundo mecanizado y «podrido» que es el presente donde se encuentra.
En cada uno de los relatos, la alteridad se manifiesta a través de la puesta en escena de distintos espacios (lo objetivo/lo subjetivo, lo individual/lo colectivo, la vigilia/el sueño, la realidad/la imaginación) que mantienen un constante juego de transgresión y restitución del límite que los separa dando lugar, en la mayoría de los relatos, a la producción de hechos fantásticos.
La producción de lo fantástico en Memorias de Altagracia ha sido estudiada por Víctor Bravo, quien ha señalado que lo fantástico en esta obra tiene tres formas de producción: la visión infantil (el hecho fantástico se produce en la subjetividad del niño narrador), la visión colectiva (el hecho fantástico es producto de la ingenuidad del pueblo) y lo fantástico ilusorio (lo fantástico es un espectáculo montado por un ilusionista).
Siguiendo esta perspectiva, exploraremos la forma de producción de lo fantástico en los siguientes relatos seleccionados: el relato sobre el tío Gilberto, el de las mujeres largas de la lluvia, el del vuelo de Mr. Boland v el de Eddie El Garantizado.
En el relato referido al tío Gilberto, lo fantástico se produce en la subjetividad del niño personaje, narrador (visión infantil). Los ámbitos puestos en escena son el de la realidad y el de la imaginación. Aquí lo fantástico tiene lugar cuando el niño, ante la imaginación del tío Gilberto (con quien mantiene una relación signada por un lenguaje fragmentado, el juego y la complicidad), se coloca en un estado de ensoñación convirtiendo el espacio de lo real (la casa y sus habitantes) en un espacio imaginario donde el tío Gilberto realiza hechos insólitos como alargar el brazo extraordinariamente hasta tocar las vigas del techo, atravesar las paredes sin dejar huellas en la superficie y poner a girar a las personas a grandes velocidades.
De este modo, el niño narrador permanecerá en el ámbito de la imaginación hasta que algún elemento externo lo coloque de nuevo en el espacio de lo real: «Después, no sé cuándo, alguien me llamaba desde lejos y yo salía ensordecido de algún agujero, con la piel dormida. Tío Gilberto se había ido hacía rato» (p. 22).
En este texto, lo fantástico es posible gracias a la complicidad y el juego del tío Gilberto (» — Cachún capú de monelín — me decía en nuestro idioma y yo me ponía delante a observarlo. El me guiñaba un ojo o sonreía para darme confianza», p. 19), es secundado desde cierta lejanía por la tía Augusta («También ella mostraba en ciertas ocasiones un modo picaro y nervioso de mirarme», p. 20) y es reducido por el tío Luis, quien restituye el orden y anuncia la muerte de lo fantástico («Tío Luis regresó de la calle con los ojos en ascuas, diciendo que el hermano se le había muerto de repente en el mismo mostrador de la botica y que era necesario enterrarlo» p. 22).
Otro de los relatos donde lo fantástico es producto de una visión individual (infantil) es el referido a las mujeres largas de la lluvia.
En este texto, el clima para la producción de lo fantástico está dado por la llegada intempestiva de las lluvias («el tiempo de aguas aparecía de golpe») que rompe con la monotonía del verano. Este hecho novedoso y repentino despierta la euforia y la imaginación en aquellos seres que no se resignan a vivir en un mundo plano; ellos son el niño narrador y Adelmo, el tonto que «tenía el cerebro suelto» y a quien «…la aparición de la l l u v i a le transmitía aquel entusiasmo disparejo, cuando ésta se producía, como era habitual, de una manera repentina..” p. 46.
Pasado el primer sobresalto de la lluvia, el tiempo recobra su monotonía ahora acentuada por el encierro que implica tales condiciones climáticas; «En tales condiciones era necesario vivir continuamente dentro de la casa, pues el espacio de los árboles o de las calles y los laberintos de la sabana, quedaba temporalmente vedado», p. 47.
Se hace necesario, entonces, para el niño soñador construir otro mundo que rompa con la rutina de ese tiempo uniforme. Es así como la casa va a ser invadida poco a poco como en un sueño por las fantásticas mujeres largas de la lluvia:
No debía pasar mucho tiempo sin que aparecieran las mujeres largas de la lluvia. Eran unas criaturas livianas, más altas que el común de la gente, con las caras ajiladas y pálidas y los cabellos tersos recogidos detrás. Estaban en toda la casa. Alguna salía por una puerta, otras se cruzaban en un corredor, volvían de la cocina con sus pasos menudos y rápidos o pasaban de un dormitorio a otro en el mayor silencio (p. 18.)
Estos seres alados tienen como único objetivo romper con la rutina del encierro causado por las lluvias a través de sus juegos excitantes y sus apariciones y desapariciones repentinas:
Sus apariciones eran breves y no se obtenía ningún provecho seguirle los pasos, pues habitualmente desaparecían del todo al perderlas de vista en un cruce. Sin embargo, se prestaban a un juego que tenía sus notas excitantes (p. 48).
Terminan las lluvias y con ellas el encierro y aparece el viento trayendo el verano y l levándose en su fantástico remolino a las mujeres largas de la lluvia, quienes no volverán a aparecer sino «hasta el próximo año”.
Podríamos decir que en este texto lo fantástico dura una estación (el invierno) y el paso de un ámbito a otro (realidad/ficción) se corresponde con el paso de una estación a otra (verano/invierno). El límite entre ambos espacios es marcado por ese período de tiempo intermedio en que el viento expulsa la ficción de la realidad restituyendo el orden.
En el relato del vuelo de Mr. Boland se escenifica, en forma magistral, la visión colectiva y la visión infantil del hecho fantástico. En este texto hay en realidad dos relatos distintos: el referido al vuelo de Mr. Boland y el referido al vuelo de Absalón Olavarrieta.
En el primero lo fantástico es producto de la ingenuidad del pueblo frente a un hecho real como lo es el vuelo de una avioneta, y ocurre cuando un ser de otro mundo (el inglés Mr. Boland) invade el pueblo de Altagracia trayendo consigo un avión desarmado que rehízo «…a la vista de una m u l t i t u d que lo observaba desde doscientos metros de distancia…» (p. 52) y con el cual realizó el espectáculo más asombroso y extraordinario:
…apenas La armazón de alambre estuvo terminada, subió de un salto ágil al asiento, manipuló algunas palancas y el cerebro mecánico se puso en movimiento. Segundos más tarde, la hélice quedaba convertida en el halo de una zaranda. Luego, las grandes ruedas del triciclo giraron en un despegue lento, que detuvo los pulsos y expandió alrededor el aura del milagro, como podría ocurrir con los primeros intentos de un tullido que va a recuperar el movimiento a La vista de todos (p. 52).
Pasada la primera impresión de lo fantástico, Mr. Boland, ese personaje de otro mundo, es reducido a los términos de lo real cuando, en su intento por seguir asombrando al público, incurre en actos vulgares y comunes disminuyendo ante los ojos del colectivo su carácter de ser extraordinario y el ámbito de la realidad, que hasta los momentos había conservado los límites, penetra al espacio de lo «otro» y lo fantástico se evapora ante la expectativa y el asombro de todos:
¿Qué iba a ocurrir si aquella mano golpeaba de veras la figura electrizada, magnética y llena de sangre de aquel ser de otro mundo, detrás del cual rugían las máquinas más ensordecedoras, los astros del hierro y del fuego? Alguien vislumbró un gran estallido de chispas seguido de un estruendo en el que todo desapareció en un instante. Sin embargo, la mano golpeó la mejilla de Boland; éste permaneció rígido, en el momento exacto en que el piso habría de hundirse bajo los pies de los presentes, y después de unas breves vacilaciones, se derrumbó de espaldas y comenzó a roncar ruidosamente (p. 55).
Podríamos decir que este relato constituye el preámbulo para la producción de lo verdaderamente fantástico ocurrido en la segunda parte del texto: el vuelo realizado por Absalón Olavarrieta en su «avioneta».
La referencia, en la primera parte, a la sabana de la Ruesga como un campo de pruebas y a la hazaña realizada por Mr. Boland, proporciona el clima propicio para la posterior producción de lo fantástico. Esto sirve de motivo al niño narrador para recorrer en su imaginación el camino que lo lleva a la casa de su amigo Absalón, personaje peculiar poseedor de una urna a la que llamaba «la avioneta», pues tenía la certeza de que en cualquier momento podía irse volando en ella:
¿Sabe por qué la llamo la avioneta? Porque así es como me voy a ir en ella, volando, y no va a haber nadie que me pare, carajo, volando, ¡volando voy, carajo, p’arriba, ay Dios mío! ¡Ya van a ver si no! (p. 59).
Este hecho anunciado por Absalón, imposible para el colectivo, es posible para el niño soñador, quien en la realidad de su imaginación asiste a la producción del referido hecho fantástico:
Un domingo en que volvía de misa con mi tía Augusta, oí una algarabía confusa que se iba aproximando sobre los tejados. Protegiéndome con una mano, miré al cielo y de pronto vi que por encima del naranjillo de la plaza salía la avioneta de Absalón a unos pocos metros de la copa del árbol (p. 60).
También aquí lo fantástico es reducido por un personaje de la realidad que restituye los límites: «Mi tía volvió después y se sentó, cansada, como siempre… las cosas alrededor volvían a estar en sus lugares, duras, padeciendo cien años de vigilancia, como siempre» (p. 61).
En el relato de Eddie El Garantizado, lo fantástico es una comedia montada por un supuesto mago quien se había anunciado con anticipación creando la expectativa en el pueblo.
Desde el primer momento lo fantástico se presenta como un hecho ilusorio, pues contrario a lo que se esperaba («…Eddie debía hacer su entrada de un momento a otro. Arrastrando una caravana de vagones repletos de objetos complicados» (p. 75), el ilusionista se presenta con un simple catálogo donde aparecen fotografiados los objetos que habían sido anunciados y que por lo demás eran bastante corrientes.
Así, los hechos que desde alguna perspectiva pudieran considerarse como fantásticos, se reducen a ciertas habilidades del ilusionista para ejecutar números aprendidos y asombrar al público; y su reducción total al espacio de la realidad se produce cuando el personaje incurre en actos propios del común de la gente, retomando su nombre verdadero: «Eddie se llamaba Manuel Vicente Perdigón y aquel nombre le había caído encima como un monto de piedras» (p. 82).
Además de los relatos comentados, pertenecen a la visión infantil los siguientes textos: el de Marinferínfero, el de Fritz y el de la siesta del pueblo; y a la visión colectiva: el del andarín y el de Segunda La Chamusquina.
Luego de este breve recorrido por algunos relatos de Memorias de Altagracia, podemos hacer una caracterización general de la visión infantil y la visión colectiva como formas de producción de lo fantástico en esta obra.
Visión infantil:
- Los hechos fantásticos ¿se producen en la imaginación del niño personaje narrador; por este motivo, tanto él como los demás personajes participantes no son entes concretos sino imágenes ensoñadas.
- Los personajes participan pero no viven el hecho fantástico, pues éste ocurre en un mundo no visible para ellos: el cerebro del niño.
- En esta visión h a y plena conciencia de los límites: el niño puede penetrar al ámbito de la imaginación y salir de él cuando lo desee.
- Lo fantástico no tiene espectadores. A excepción del niño, nadie más puede dar u n a explicación del hecho fantástico.
Visión colectiva:
- Lo fantástico es producto de la ingenuidad y la superstición de un colectivo.
- Lo fantástico es un espectáculo, los personajes no toman participación directa en su producción.
- Los personajes v i v e n hechos reales como fantásticos. ¡No tienen conciencia de los límites.
- Los hechos considerados como fantásticos pueden ser explicados y reducidos a términos de la realidad desde la perspectiva del niño narrador o del lector.
Bibliografía
BACHELARD, Gastón. La Poética de la Ensoñación, México, Fondo de Cultura Económica, 1982.
BLANCHOT, Maurice. El Diálogo Inconcluso, Caracas, Monte Ávila Editores, S.A., 1970.
BRAVO, Víctor. Los Poderes de la Ficción, Caracas, Monte Ávila Editores, S.A., 1987.
GARMENDIA, Salvador. Memorias de Altagracia, Caracas, Monte Ávila Editores, S.A., 1991.
LLEBOT, Amaya, Salvador Garmendia. Conversación formal con un escritor informal, Caracas, Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación de la U.C.V., 1978.
RAMA, Ángel. Salvador Garmendia y la Narrativa Informalista, Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la U.C.V., 1985.
NOTAS
[1] LLEBOT, Amaya. Salvador Garmendia. Conversación formal con un escritor informal, Caracas, Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación de la U.C.V.,1978. P.31
[2] RAMA, Ángel. Salvador Garmendia y la Narrativa informalista, Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la U.C.V.1975, p 24.
[3] BLANCHOT, Maurice. El Diálogo Inconcluso, Caracas, Monte Ávila Editores S.A., 1970, p. 490.
[4] BACHELARD, Gastón. La Poética de la Ensoñación, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 39.
[5] Ibid.,p. 164.
[6] LLEBOT, Amaya. Salvador Garmendia. Conversación formal con un escritor informal, Caracas, Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación, U.C.V., 1978, p. 21.
[7] BACHELARD, Gastón, ob. cit. p. 177.
[8]GARMENDIA, Salvador, Memorias de Altagracia, Caracas, Monte Ávila Editores C.A., 1991, p. 10. (Todas las citas sobre la obra correspondiente a esta edición).
[9] BRAVO, Víctor. Los Poderes de la Ficción, Caracas, Monte Ávila Editores S.A., 1985, p. 36.
[10] Íbid, p. 40.