Arnoldo Rosas
A Giovanni. Vaffanculo, vai.
Quizá porque teníamos el mismo apellido y éramos fans de las novelas de Sven Hassel, nos
hicimos panas en la residencia a la que llegamos para estudiar en Caracas.
Una residencia de estudiantes universitarios donde nos fueron encasquetando sobrenombres como si de una guarida de delincuentes se tratara; aunque, siendo todos varones y adolescentes, algo de eso habría.
A mí, por ser de Margarita y pasármela hablando del terruño, entre bromas y chistes de doble sentido, me bautizaron Margarito, y aún, tantos años después, alguno de esa época me sigue llamando así, con cierto dejo de nostalgia y anacrónica picardía.
A él, con precisión de láser, lo nombraron: Il Duce.
No íbamos a la misma universidad. Como la mayoría de los residentes, yo estaba en una pública, mientras que él, y unos pocos otros, estudiaba en una de las privadas, por lo que realmente casi no compartíamos; sólo cuando estábamos libres, en los espacios de la residencia o, si salíamos, en algún lugar cercano, por las noches. Ni siquiera los fines de semana.
Como cualquiera de los que vivían en Maracay o Valencia, el viernes por la tarde se marchaba a su casa y no regresaba hasta el domingo, ya fuera porque se juntara con otros y se iba en autobús o porque alguno de los mayores se lo llevara en su carro para no viajar solo. Aun así, el escaso tiempo en el que coincidíamos, disfrutábamos un montón riéndonos de todo y de todos.
Para el segundo semestre, cuando ya había cumplido los 18 años, sus papás le regalaron un carro para que fuera a la universidad y los fines de semana hiciera el viaje de ida y vuelta Caracas-Maracay, sin estar corriendo riesgos en el transporte público, «Tan malo e inseguro», ni estuviera dependiendo de la generosidad de otros, que, además, «Nadie sabe cómo manejan esos muchachos tan locos, como esos que hay por allí».
Un Malibú o un Nova, me falla la memoria.
Seguro no era un Maverick porque de esos tenían varios en la residencia y eran muy estrechos e incómodos, mientras que el de Il Duce era espacioso y confortable, la verdad.
Amaba ese carro. Lo mantenía impoluto, brillante, encerado, sin una mota de polvo en el interior. Lo aspiraba por dentro, asientos, alfombras y tapizados, cada dos días, y lo lavaba por fuera cada tres, siempre encerándolo y abrillantando las llantas con silicona en espray. Daba gusto verlo en faena, silbando, y después contemplando su obra:
—Es la proyección de mi imagen. Un soldado debe transmitir limpieza, elegancia y dignidad.
Y, en realidad, él siempre estaba de punta en blanco: el pelo corto y cuidado, correa de cuero a la cintura, camisas a cuadros bien planchadas, zapatos también de cuero, limpios y brillantes. Muy diferente a como yo andaba: con el pelo perfilando un afro que vencía la Ley de la Gravedad, crecido hasta lo indecible para ahorrarme el costo del barbero, con los bluyines que lavaba cada quince días y unos zapatos de goma que nadie podía descubrir de qué color habían sido, muchas veces calzados sin medias, que seguro las que tenía estaban sucias y aún no las había lavado.
El Malibú o Nova, sigo sin precisar, era su medio de transporte, pero también algún provecho le sacaba.
A dos compañeros de la residencia, que estaban en su universidad y cursaban su misma carrera y semestre, los llevaba a diario, ida y vuelta, cobrándoles la gasolina y los estacionamientos, algo insólito en aquella época cuando a nadie se le ocurría eso de compartir gastos y casi todos los que llevaban a otros lo hacían por compañerismo y solidaridad.
Él decía que «Solidaridad un cazzo», que ellos se ahorraban el transporte y el tiempo de estar viajando en autobús, y él se ahorraba la gasolina, el estacionamiento, y «Todos salimos ganando».
Una vez a la semana, a la hora de cobrarles, les decía:
—¡Esclavos, súbditos, venid! Es hora de honrar los tributos a vuestro rey —y soltaba una risita taimada, como de tahúr.
A mí no me cobraba.
Los días iniciales del semestre, cuando aún no había parciales ni trabajos por presentar, tocaba a la puerta de mi cuarto:
—Margarito, vámonos a explorar.
Yo agarraba mi chaqueta de bluyín, que seguro afuera hacía frío, que así era Caracas en aquel entonces, fría y con neblina; mi cajetilla de cigarrillos y mi encendedor desechable, aunque Il Duce ni de bromas me dejaba fumar en su carro que «Después apesta y se llena todo de cenizas», y me montaba de copiloto para irnos a recorrer mundo, conversando de cuanto se nos ocurría por aquellas calles y autopistas.
Íbamos a El Hatillo, a Gavilán, a San Diego, a Los Teques, a San Antonio, a Guarenas, a Guatire, a Charallave… Parándonos de vez en cuando a disfrutar del paisaje, de la arquitectura, instruyéndome él sobre cosas de lo más variadas, que, como hubiera dicho mi mamá, Il Duce sabía más que pescado frito. De muchas cosas más que yo, sin duda, en particular del aporte que habían hecho los italianos a nuestra cultura y economía.
En cada parada yo aprovechaba para dispararme mi cigarrito y él me soltaba su monserga de «Deberías dejar ese vicio, Margarito. Es como suicidarse, una cosa de degenerados. Pero, bueno, tú eres venezolano, y ya lo decía el Führer: Los venezolanos son una legión de negros e indígenas sifilíticos».
Yo igual fumaba y le decía que «De sifilítico aún no, pero de negro e indígena sí tenía, y por los cuatro costados».
Él se reía.
En alguna de las paradas podía caerle hojas al carro o algún pájaro al vuelo dejarle impresa su gracia, o quizá durante el trayecto batallones de insectos se habrían estrellados contra el parabrisas; entonces Il Duce se tomaba el tiempo de retirar la hoja, limpiar el parabrisas, comprar un agua para limpiar el excremento de pájaro.
—No hay que dar chance al desorden y al descuido. Después todo se corrompe y degenera.
De esa manera fuimos conociendo los sembradíos de hortalizas que desarrollaron los portugueses por las colinas de los altos mirandinos; la fábrica de Arte Murano donde vimos cómo se soplaba el vidrio y se hacían objetos maravillosos con la misma técnica que los italianos trajeron de la laguna de Venecia; la fábrica de jamón serrano que un empresario español fundó por la carretera Panamericana, y varios restaurancitos italianos donde me enseñó a comer la auténtica pizza, a reconocer sus diversos sabores y correctos ingredientes, como por ejemplo los de la “Margarita” y la “Cuatro Estaciones”.
Por cierto, en esos locales no faltaba el mendigo que venía a pedirnos dinero. Yo nunca tenía suficiente y evadía el compromiso, pero Il Duce, si bien no le daba, siempre le decía al mesonero que le sirviera algo de comida, una pasta boloñesa o así, y que nos lo cargara a la cuenta. Una generosidad que me desconcertaba pensando en cómo le cobraba la gasolina y los estacionamientos a sus compañeros de universidad, pero él decía que esto era otra cosa y que una manera de agradecer a Dios el estar como se estaba era compartir lo poco o mucho que se tenía con quien realmente necesitara.
Varios meses estuvimos así.
Cuando ya teníamos más o menos bien recorrido los suburbios, decidió que debíamos ir a conocer los clubes “étnicos” de la ciudad.
De ninguno éramos socios, excepto él que lo era del Ítalo-venezolano de Maracay, lo que le daba derecho a ir al de Caracas, pero ese lo conocía e ir allí no le generaba interés, «¡La idea es que sea una aventura!», por lo que quedó proscrito de nuestra ruta. Como a mí me daba igual ir a cualquiera, con tal de salir y pasear, me dejaba llevar por los antojos de mi compañero.
Al Club Líbano, al Centro Asturiano, a la Hermandad Gallega, al Hogar Canario, al Centro Portugués y al Centro Vasco entramos sin problemas. Día de semana, poco aflujo de gente, al decirle a los porteros que íbamos al restaurante, nos dieron puerta franca en todos ellos. Para disimular, tal como decíamos, íbamos directo al restaurante, entrabamos y pedíamos una Pepsi-Cola con hielo, que Il Duce no tomaba alcohol ni fumaba ni bebía café, y yo, para no desentonar y no gastar una plata que no tenía, tampoco. Luego paseábamos por el resto de las instalaciones riéndonos de lo fácil que todo había sido.
En general estos clubes se parecían mucho entre sí. Un amplio vestíbulo a la entrada, con alguna área administrativa y muebles para sentarse en grupo a conversar o esperar a ser atendidos: sofás, butacas, mesas; luego, cafetines, restaurantes, canchas deportivas, piscinas, jardines bien mantenidos y algún anfiteatro. Se diferenciaban en la arquitectura, en el tamaño, en el tiempo de construcción, en la oferta de comida de los restaurantes y en detalles muy particulares, como la cancha de Jai Alai que había en el Club Vasco.
Nosotros no hacíamos gran cosa, más allá de tomarnos la Pepsi-Cola y recorrer las instalaciones paseando por las caminerías. Sin embargo, las argucias para lograr la entrada, y la sensación de estar haciendo algo prohibido, nos elevaba la adrenalina y nos entusiasmaba mucho el salir victoriosos.
—Veni, vidi, vici —clamaba exultante Il Duce.
Entrar al Centro Catalán sí tuvo sus dificultades.
El portero decía que no; que las instalaciones eran para los socios activos y al día con sus pagos; que él no podía permitirnos el paso porque lo podían botar y él tenía familia que mantener; que entendiéramos, que por él no había problema, pero eran las reglas y no.
Il Duce insistía que sólo era para comer, que el club estaba vacío, que seguro el concesionario del restaurante se lo agradecería y hasta le daba alguna propina, que qué le costaba, que comíamos y nos íbamos con las mismas.
De tanto insistir, y porque uno de los socios, que resultó ser dueño del restaurante, escuchó la discusión y le dijo al portero que nos diera entrada, que un cliente es un cliente y ellos no le iban a decir que no al dinero, «¡Cómo si estuviéramos para desperdiciar una peseta!», a regañadientes, nos dejaron pasar:
—Bueno, pero ya saben, no hagan ningún problema. Cuando terminen el consumo en el restaurante, se van de inmediato. Los vamos a estar vigilando —y nos indicó el camino.
Igual nos tomamos la Coca-Cola, que no tenían Pepsi, y haciendo tiempo, y como tonteando para ir al baño, nos paseamos todas las instalaciones del club.
—Estos catalanes, tan roñosos, ¡no dejan escapar ni una peseta! —rio por lo bajo Il Duce, recordando las palabras del socio, y remató: —Por cosas como estas es que los italianos en la Guerra Civil Española dejamos más hijos que muertos —y soltó una carcajada.
Donde sí nos dimos con una piedra en la cabeza fue en el club de los judíos, el Hebraica.
El Hebraica estaba en una parte alta y oscura al este de la ciudad. Ocupaba por lo menos una manzana, si no dos, en un área con las calles agrietadas por la irregularidad de la topografía, el impacto de las lluvias y las leñosas raíces expuestas a flor de asfalto de viejos, grandes y frondosos árboles que se ubicaban por doquier. Sin aceras ni caminos empedrados para el peatón, solo una banda discontinua de arriates de tierra negra suelta que bordeaba la altísima tapia perimetral coronada con un cerco eléctrico que protegía las instalaciones del club, perpendicularmente a la cual se estacionaban los carros que debían ser de los visitantes, según declaraba un gran letrero desteñido adosado al muro: “VISITANTES: ESTACIONAR AFUERA”.
Primero dimos un par de vueltas alrededor de las instalaciones como para estudiar el terreno, y concluimos que debíamos ingresar a pie por un gran portón de metal pintado de verde que, aunque decía: “ACCESO. SOLO SOCIOS”, era la única entrada visible.
Estacionamos y fuimos caminando de puntillas o de tacón para no embarrarnos mucho los zapatos por aquellos arriates de tierra negra habilitados como estacionamiento de visitantes, debiendo salir cada tanto a la pista para evadir los carros estacionados y los postes del tendido eléctrico que interrumpían el paso, hasta el portón de entrada.
Había una cámara, como las que entonces solo tenían para seguridad las entidades bancarias y financieras, justo arriba del dintel, y un aviso en letras negras: “FAVOR TOCAR EL TIMBRE”, con una flecha señalando a un intercomunicador.
Apretamos la única tecla posible y, de inmediato, a través de la bocina, nos preguntaron muy amablemente nuestro número de socios. Les aclaramos que no éramos socios y, como en los anteriores clubes, les dijimos que íbamos al restaurante.
— Solo para socios —fue la seca respuesta.
No hubo más que hablar, discutir con un aparato es tarea inviable.
Miramos a la cámara, hicimos un gesto de súplica, y volvimos a tocar el intercomunicador.
Dos veces.
El persistente silencio era una orden directa para que nos marcháramos.
Con cierta frustración, alicaídos, volvimos por donde habíamos llegado hasta el carro.
Antes de montarnos, para no ensuciar las alfombras, sacudimos los zapatos en el asfalto para liberarlos de la tierra negra que se había infiltrado en las suelas y, antes de terminar de entrar, nos sentamos con las piernas afuera, quitándonos los zapatos y golpeándolos uno con otro como se hace en la playa para sacudir la arena. Igual las alfombras se ensuciaron con minúsculos terrones negros de tierra.
Luego enfilamos a la residencia.
—Putos judíos —dijo Il Duce a mitad de camino, aferrado con ambas manos al volante—. Ya van a ver cómo en la próxima entramos —y se rio.
Dos semanas más tarde volvimos.
No había estado planificado. O al menos así lo creí y aún lo creo. Habíamos salido a pasear sin rumbo determinado, a dar una vuelta por Caracas y despejar la mente, como habíamos hecho en muchas oportunidades. Tonteando por aquí y por allá, terminamos en la Cota Mil, bordeando las montañas, rumbo al este de la ciudad.
—Ya que estamos por aquí… —dijo Il Duce.
Yo sonreí de medio lado y me encogí de hombros:
—Vamos.
Dijimos por el intercomunicador que nos estaban esperando unos socios. Unos nombres inventados, no sé: Chocrón, Siher, Rosemberg, Stein.
Con un sonido de chicharra, se abrió el portón y nos permitieron entrar. Sonreímos.
Accedimos a un largo y ancho corredor cercado por altos muros de concreto, techado, con espacio suficiente como para que pudieran circular al menos dos vehículos, según las flechas dibujadas en blanco sobre el piso de asfalto, uno de ida y otro de vuelta, que concluía en dos barreras levadizas y una casilla en el medio, más allá de lo cual se imponía la más sólida oscuridad.
Nos dirigimos a la casilla y, a través de una ventanilla de vidrio polarizado con una mínima abertura en la base, nos pidieron la cédula. Transcurrieron unos pocos minutos, pero nuestras ansias y la sensación de triunfo próximo nos lo hicieron largos.
Por la hendidura en la ventana nos pareció ver que revisaban en un listín mecanografiado en una carpeta manila, o quizá no vimos nada y lo inventamos después, o lo estoy imaginando ahora, para complementar lo que nos dijeron cuando nos devolvieron las cédulas:
—Lo lamento. No pueden pasar. Solo socios o personas con invitación. Ustedes no están en ninguna de las listas de invitados.
Quisimos insistir diciéndoles que buscaran bien, que Chocrón o Siher o Rosemberg o Stein o cualquiera que hubiese sido el nombre que habíamos inventado nos estaba esperando y que tenía que ser un error, que si podía verificar de nuevo, pero el tono del «Por favor, retírense o tendré que llamar a seguridad» que nos soltaron a través de la ventanilla de vidrio polarizado nos disuadió.
Igual que la vez anterior, regresamos de vuelta a sacudirnos los zapatos antes de montarnos en el carro sin haber entrado ni visto nada.
Un mes más tarde volvimos a intentarlo, y a la tercera tampoco fue la vencida.
Supimos que había un campeonato donde la universidad de Il Duce enfrentaría al club Hebraica y, para el partido de visitante, habían autorizado el ingreso del equipo y sus hinchas.
—Esta es la nuestra —me dijo Il Duce—. Va un gentío —y nos fuimos para allá.
Todos entraron menos nosotros.
—Ustedes no están en la lista que nos dio la universidad.
Nuevamente sacudirnos los zapatos antes de montarnos en el carro como símbolo y ritual de nuestra derrota.
Deliraba de rabia:
—Putos judíos. ¡Cuánta seguridad! ¿Qué ocultan? Algo malo, sin dudas. ¿A qué temen? Sólo temen los culpables. Por eso son los perseguidos de la historia, y los han matado y han hecho jabón y forrado libros con ellos. Unos malditos. Todas las culpas que tienen acumuladas a lo largo de siglos. Son gente mala y lo saben, por eso tienen que cuidarse de la manera que se cuidan. Son peligrosos y en extremo vengativos, no olvidan, no quieren olvidar, todo lo de ellos es venganza. Fíjate tú. Al pobre viejito Eichmann, un exoficial del Tercer Reich, que estaba de lo más tranquilo haciendo patria en Argentina, veintitantos años después que había pasado la guerra y todo estaba en calma, llegaron esos malditos del Mosad y lo secuestraron, apartándolo de su familia, y se lo llevaron en un avión de hélice, un montón de horas de vuelo, hasta Israel, y le hicieron una pantomima de juicio, acusándolo de una barbaridad inverosímil de crímenes y lo mataron. En la horca lo mataron. Muy malos y vengativos, estos judíos. Ya lo decía Streicher: el judío es una lacra social insertada en el pueblo y debe ser extirpada como un tumor cancerígeno. Pero de que vamos a entrar a ese club, vamos a entrar, Margarito. Y si tengo oportunidad, me voy a orinar en su piscina, en las piscinas, si son varias, y en cada fuente, si las hay. Eso sí, debemos aprender de las derrotas, reconocer nuestros errores y el potencial de fuego del rival. Inventarnos un plan, con objetivos, estrategia y tácticas. Preciso. Y ejecutarlo con precisión. Y, otra, para la próxima tienes que venir mejor vestido, Margarito. Con esa facha de negro marginal que tienes nunca nos van a dejar pasar, digamos lo que digamos. Hay que ser y parecer.
Y se rio.
Casualmente, por esas fechas, en algún rato de ocio en la universidad, me encontré en la biblioteca con una enciclopedia heráldica y descubrí que nuestro apellido era de origen sefardí, judío-español, y, cuando a los sefardíes los botaron de España, se dispersaron, transmigrando por Europa y el norte de África y por el mundo entero, buscando cobijo, y se establecieron entre otras partes en Nápoles, donde estuvieron ligados al negocio de la banca.
Le saqué una fotocopia y no sin cierta malicia se la llevé a Il Duce.
Arrugó la boca.
—Judío un cazzo. A lo mejor tú eres negro, indio y judío, pero yo no.
Después me habló de las Leyes de Núremberg y la pureza de sangre. Me aclaró que para ser ario se pedía que en la familia ninguno de los cuatro abuelos fuera judío. Que en la de él no había ninguno por no sé cuántas generaciones, lo cual lo tenía certificado por demás; y si, en el falso supuesto, hubiese habido en su árbol genealógico algún sefardí nómada, que no lo había, insistió, era claro que a él esto no lo afectaba. Que cumplía la regla de la pureza de sangre en grado sumo y que era ario a toda prueba.
Parecía serio, hasta que con alegría se rio:
—¡¿Judío?! Vaffanculo, Margarito, vai.
Debí haberle comentado por teléfono a papá algo de esto porque recuerdo muy claro que en algún momento me dijo:
—Ten mucho cuidado. A ese amigo tuyo le falta un tornillo.
Pero ¿qué adolescente le hace caso a su papá?
Estuvo días, quizá semanas, maquinando su plan. Descubrió que su profesor de estadística, claramente judío por el apellido y rasgos fisonómicos, era también rabino y miembro destacado del Club Hebraica. Según supo, todas las tardes el profesor se instalaba allí, en el club, a tomar té con leche y galletas en una cafetería que estaba próxima a la piscina.
—Seguro el viejo depravado se deleita viendo el cuerpo en traje de baño de las jovencitas —decía, riéndose con malicia—. Vamos a ir llevando un sobre a su nombre. El vigilante no puede negar que exista o que no esté allí, intentará que le entreguemos a él el sobre, pero diremos que es imperativo que el rabí lo reciba en sus propias manos y nos firme el recibo delante de nosotros. Dirá que lo llamará o enviará a alguien a buscarlo para que venga a la puerta y le diremos que cómo va a molestar a una persona tan mayor e importante como el rabino. Le diré que no tenemos que entrar los dos, que yo puedo ir si me indica dónde entregar el sobre y vendré de vuelta en menos de cinco minutos. Si duda, le diré que me acompañe. Él no aceptará, por flojera u obligación, alegando que no puede dejar su puesto. Le insistiré: si el rabino no recibe de inmediato el sobre, se va a molestar, y cuando se entere de que fue él quien se interpuso, reclamará y a lo mejor lo amonestan, lo castigan o hasta lo despidan. Al final cederá. Entre el miedo y la flojera me dejará entrar solo. Tú te quedas allí, calmándolo si se impacienta. Si te hace salir, te vas hasta el carro a esperarme, y te revientas un pulmón, cigarrillo tras cigarrillo, si quieres. Yo voy a ir directo a la piscina, y si veo la oportunidad, me orino en ella, delante de todos, y saldré a la carrera. Si no, bueno, inventaré algo rápido. Escandaloso, eso sí. Será mi guerra relámpago.
No era miedo. Digamos que era prudencia, sensatez. La cosa estaba tomando un cariz que no me gustaba y las consecuencias eran imprevisibles. ¿Qué pasaba si el tal rabino salía a ver quiénes éramos esos que le traíamos un sobre que no estaba esperando, lo abría y no encontraba nada, o nada importante al menos? Nos meteríamos en un problema de lo más grande, con él, con la universidad, con la residencia, con las autoridades, y no te digo con nuestras familias. Y si de verdad Il Duce se orinaba en la piscina, no habría modo de salir ilesos de allí. Los de seguridad nos atraparían antes de dar dos pasos en la huida. Me inquietaba y me costaba dormir.
Tan pronto pude abordé a Il Duce:
—Vamos a dejar esto hasta aquí, mi pana. Van a tener nuestras cédulas en la caseta, nos van a tener identificados, nos podemos meter en un problema mayúsculo. No vale la pena, panita. ¿Que ellos no nos quieren dejar pasar? ¡Gran cosota! Es su derecho, es su propiedad, dejan pasar a los que les da la gana. Y ya. ¿Qué de bueno o importante puede haber en ese sitio? Nada distinto a lo que ya hemos visto en los otros clubes. Démoslos por visto o por perdido. Hay que saber perder. Olvidémonos de eso.
—No seas cobarde, Margarito. ¿Qué nos puede pasar? Además, no podemos dejarnos vencer por los judíos. Una raza inferior.
—¿Inferior? ¿Inferior a quién? Por lo visto, a nosotros no. Yo prefiero no ir, mi pana, para qué. Y eso de meterte a orinar la piscina, ya eso sí es verdad que no tiene sentido. Qué va, mi pana.
—No me puedes dejar solo, Margarito. Vamos a hacer una cosa. Llevamos el sobre, entramos y damos una vuelta y ya, como siempre hemos hecho. Solo la caminata, sin Pepsi-Cola. Olvidado lo de la orinada en la piscina. En eso tienes razón. Somos personas decentes, no podemos caer en vulgaridades. Incluso, si prefieres, entro yo y tú te quedas fumando y cuidando el carro. Yo te cuento luego.
Acepté sus condiciones. No pude dejarlo solo.
Preparamos el sobre con una etiqueta de lo más profesional, con un texto que decía entregar en propia mano y un sello de “¡URGENTE!”, que no sé dónde lo conseguimos. Finalmente le adjuntamos una carta para que el rabino la firmara a modo de recibo.
La tarde que escogimos para ir me bañé, me puse un pantalón de gabardina azul marino, zapatos y correa de cuero, una camisa manga larga, el blazer cuatro botones con el que me gradué de bachiller; es decir, lo que tenía para las ocasiones especiales. Me peiné con brillantina y doblegué cuanto pude mi afro y hasta me perfumé. Si fracasábamos de nuevo, Il Duce no podría argumentar que mi apariencia deprimente había sido la causa.
Estacionamos a unos cincuenta metros de la puerta del club en la franja de tierra que servía de estacionamiento de visitantes, esta vez húmeda, embarrada, con charcos dispersos por recientes lluvias, y caminamos con cierta parsimonia, elegantes como mormones en servicio, con el sobre para el rabino en la mano.
—Recuerda, Margarito, si solo dejan que pase uno, entro yo; tú te quedas destruyéndote los pulmones y cuidando el carro. Voy a dejar mi huella en este antro.
La última frase no me gustó, pero tragué saliva y sonreí. Creo que iba rezando para que todo saliera bien y sin consecuencias.
Por el intercomunicador, Il Duce dijo que traía un sobre para el rabino y que tenía que entregarlo en propia mano. Que lo estaba esperando en el área de la piscina.
La puerta verde de metal se abrió y nos acercamos a la caseta. A través de la rendija del vidrio polarizado de la ventanilla, Il Duce repitió lo del sobre para el rabino y lo mostró sin entregarlo.
—¿Para el rabino? —corroboró el portero con amabilidad, sin pedirnos la cédula esta vez. —Muy bien. Esperen un momento.
Me pareció que anotó algo en su listín y llamó por el teléfono interno. Dijo algo que no escuchamos y colgó:
—Ya vienen por ustedes.
Me temblaron las piernas, crucé miradas con Il Duce.
¿Y ahora?
Transcurrieron menos de cinco minutos y unos señores muy educados vinieron a buscarnos:
—Acompáñennos, por favor.
Sentí algo en el estómago y no era de felicidad. Íbamos a entrar, sí; pero ¿qué le diríamos al rabino cuando abriera el sobre y encontrara que estaba vacío? «Nosotros somos unos simples mensajeros. No sabemos nada, sólo que…» ¿Qué harían los de seguridad? ¿Nos tomarían por las pecheras y nos botarían del club con una patada en el trasero?
aminamos escoltados hacia la oscuridad interior. Il Duce impasible con la frente en alto. Yo con unas ganas inmensas de fumar. En la pared de concreto del gran pasillo de entrada había semioculta una cancela rojiza. La abrieron y pasamos. Atravesamos jardines sembrados de cayenas e ixoras, luego por unas construcciones bajas de concreto con techos de Acerolit color magenta, y, finalmente, nos condujeron a una pequeña cabaña de ladrillos de cemento en crudo. No se oía nada en el entorno. Ninguno de los ruidos tradicionales de un club. Ni música, ni risas. Ni conversaciones lejanas. Abrieron la puerta de metal y entramos a una oficina iluminada con tubos de luz fluorescente, con sillas plegables de metal y un escritorio también de metal, todo en gris, con un ventilador de pie en una esquina. Lucía como las oficinas de gobierno. Nos hicieron sentar frente al escritorio y se quedaron de pie a nuestras espaldas, al lado de la puerta.
Dos señores pequeños, de no más de un metro sesenta, quizá menos, ambos con lentes de pasta, con camisa blanca manga corta y corbata delgada negra, con acento de vendedor de telas, llegaron con unas carpetas manila tamaño oficio que depositaron sobre la superficie del escritorio.
—Buenas noches, jóvenes. ¿Nos permiten sus cédulas, por favor?
acamos las billeteras, extrajimos las cédulas y las entregamos, manteniendo la cartera en la mano a la espera de que nos devolvieran las identificaciones para guardarlas de nuevo.
Ni las vieron. Solo las recibieron y dejaron sobre el escritorio.
—Las retendremos mientras conversamos —dijo uno de ellos.
Asentimos con la cabeza y guardamos las billeteras.
Il Duce balbuceó algo acerca del sobre y el rabino. Nadie le prestó atención.
—Estimados —dijo el más bajito de los hombres de corbata —tenemos acá algunos reportes sobre ustedes.
Abrió la carpeta manila y simuló leer un papel mecanografiado. Digo: “simuló leer” porque no veía las hojas, solo de vez en cuando, como quien da un discurso bien aprendido. Era obvio: conocía profundamente lo que allí estaba escrito:
—El día tal, del mes cual, a las tantas horas, vinieron y quisieron entrar argumentando que irían al restaurante, por no ser socios se les negó la entrada. El día equis regresaron, dijeron que tenían una invitación de uno de los socios, el cual no existe, y no aparecían en lista alguna de invitados. Unas semanas después, el día este a tal hora, volvieron tratando de infiltrarse entre los hinchas de la universidad que enfrentaba a nuestro equipo. Fueron detectados y nuevamente se les impidió el acceso. Y en esta ocasión se presentan con un pretendido sobre para el rabino.
Yo me hundí de hombros queriendo desaparecer, Il Duce se revolvió en la silla y fue a abrir la boca.
—No intenten negarlo —atajó el que había estado callado, con cortesía condescendiente—. Permítannos mostrarles algunas gráficas que ilustran lo que afirmamos.
De la carpeta manila fue extrayendo fotos impresas en tamaño carta, todas con hora y fecha, en secuencia desde que dimos las primeras vueltas en el carro para reconocer el terreno, cuando estacionamos, bajamos y caminamos de puntillas y tacón por los arriates de tierra hasta el portón de entrada, de nuestros rostros hablando por el intercomunicador, diciendo que íbamos al restaurante; los gestos mudos de súplica que hicimos para que nos permitieran entrar; de nosotros sacudiéndonos los zapatos en el asfalto para no ensuciar la alfombra del carro; de cuando volvimos la segunda vez, juntos y separados, plano detalle de nuestros ojos, boca, orejas frente al intercomunicador, plano general de los dos cruzando el portón hacia el pasillo, plano americano al aproximarnos a la caseta, plano medio cuando estamos frente a la ventanilla de vidrios polarizados, la vuelta al carro y planos medios cortos al sacudir los zapatos; fotos en grupo de cuando fuimos con el equipo de la universidad para el partido de visitante, primeros y primerísimos primeros planos de cuando quedamos solos tras la entrada de todos los demás. Incluso nos mostraron las fotos de ese mismo día, cuando llegábamos con el sobre. ¡Cuán rápido habían logrado el revelado!
Ellos mostraban las fotos, pero yo veía una película. Estaba en un tribunal, en el banquillo de los acusados, y mi papá, mi mamá, mis tíos, los dueños y compañeros de la residencia, los profesores y autoridades de la universidad eran jueces con peluca y toga, y con un martillo de madera golpeaban y me gritaban: «¡Culpable, culpable, culpable! Eres culpable de mayúscula estupidez. Necio, más que necio.»
A Il Duce creo que le pasaba algo similar; su rostro denotaba ausencia, vergüenza, temor.
—¿Quiénes son ustedes y qué es lo que realmente buscan? ¿Por qué la insistencia? Ese ritual de sacudir los zapatos antes de irse, ¿es una ofensa? ¿Una forma de desprecio, de decir: «De estos no queremos ni la tierrita»?
Muchas otras preguntas que ya no retengo, pero resonaban persistentes en el escueto espacio de la oficina. ¿Era posible explicar la verdad? Sin ponernos de acuerdo concluimos que no.
Callamos.
Insistieron amablemente, luego simularon furia, más tarde asomaron alguna amenaza, hablaron de jóvenes que perdían el futuro por asociarse con gente equivocada y que estábamos a tiempo de rectificar, que, si colaborábamos, serían piadosos…
Mantuvimos el silencio.
Por lo menos un par de horas estuvimos así.
Supongo que como no tenían realmente nada para imputarnos legalmente, terminaron por devolvernos las cédulas y dejarnos ir, subrayando claramente que no debíamos volver nunca más.
Los que habían esperado custodiando la puerta nos acompañaron de salida hasta el carro. A punto ya de abrir y montarnos, cuando creímos que todo había terminado, de la oscuridad del estacionamiento surgieron un par de guardias con sendos perros pastor alemán que los jalaban de las cadenas, gruñían y babeaban a mares. Se abalanzaron sobre nosotros, olfateándonos, empujándonos con el hocico, bañándonos de una saliva viscosa el rostro y los hombros, posándonos, en el pecho y las espaldas, las patas pringadas con el barro de los arriates.
Hasta entonces yo desconocía de la utilidad de los perros en los procesos de detección, sólo lo que había visto en la tele, cuando salían a buscar y perseguir esclavos que subieron en los asientos y lamieron el volante, la palanca de cambio, la cónsola y el tablero; metieron los hocicos en la guantera, cenicero… En fin, no dejaron nada sin recorrer.
Media hora después pudimos marcharnos.
—Ni se les ocurra volver, ya saben.
Nosotros estábamos inmundos, pero el carro era una pocilga. Había pelos de perro en todos los asientos y alfombras del carro, suficientes como para armar una jauría completa. Se veían los lametones y tacos de baba de perro en las tapicerías y el vinil de la consola, y había huellas de patas con charco por doquier. Y una hediondez implacable.
Yo lo único que quería era fumar.
Il Duce, con los ojos inyectados y la quijada tensa, pareció leerme el pensamiento:
—Fúmate tu vaina, Margarito; el carro ya no puede estar peor —pero me contuve para no amargarlo más.
Después, mudos y como mirando hacia cualquier parte, nos fuimos a toda velocidad hacia la residencia.
Llegamos ya tarde en la noche, casi madrugada. Tensos, cansados, aún con miedo, para qué negarlo.
Entramos a la residencia y nos despedimos sin palabras, palmeándonos la espalda.
—Putos judíos —le escuché mascullar por el pasillo, cuando ya cada uno había tomado rumbo a su habitación—. Mañana voy a tener que lavar el carro.
Luego soltó una ráfaga de sus más alegres y sonoras carcajadas.
Solo entonces, riendo también a mi vez, me atreví a encender el cigarrillo.
Ahora Il Duce anda por Miami, sesentón y bien conservado, impecable en el vestir, como siempre, portando guayabera y panamá, recorriendo las grandes ferreterías que hay por allí, seguro preguntando a los dependientes a ver si tienen el tornillo que perdió.