Juan Carlos Méndez Guédez
LA MUJER Y EL TIGRE
Cuando cumplió quince años los padres de Karibay la encerraron en su casa; esa casa amarilla que se ve después de Villanueva, como quien va a Sicarigua y se desvía; mucho antes de La Vigía y Sanarito, justo en medio de los dos araguaneyes y el curarí.
«No vayás al río, no salgás cuando aparezca el sol, no salgás cuando sea de noche», le dijeron con fuertes voces.
«Afuera el mundo es malo; no hay nada interesante para mirar. Te quedarás con nosotros y así te prepararás para cuidarnos cuando estemos viejos».
Karibay quedó silenciosa. Por las ventanas miró las lomas con los cafetales florecidos y pensó que una mirada no bastaba para despedirse. Extendió sus brazos, extendió sus dedos como quien quiere tocar la textura de las piedras, pero su padre la golpeó con una vara de bambú y le dijo que preparase las arepas, que sirviese el suero, que ordenase la ropa en los armarios, que colocase las trampas para espantar los osos, que prendiese las candelas del fogón en…
Pasó el tiempo. Karibay no salió jamás de su casa. En la época de sequía pasaba horas quitando las garrapatas de la piel de sus padres; en la época de lluvia limpiaba con esmero sus ropas llenas de fango.
Y así.
Año tras año.
En los amaneceres, su papá buscaba agua en el río y llenaba la pipa hasta el borde.
Karibay se miraba en el agua.
«Ná guará, soy bella» descubrió un día al asomarse a la pipa. Tocó el líquido para refrescarse el rostro y recordó que cuando todavía podía salir al camino muchas personas le hablaron de María Lionza, la diosa de la montaña, una mujer poderosa, de pechos grandes y músculos firmes que vivía en lo más alto de Sorte, nadando entre cascadas y pozos.
Karibay miró el agua de la pipa y le habló con palabras muy lentas: «Decile a María Lionza que le mando un beso, decile que estoy encerrada, decile que quiero irme de aquí». Y esa misma tarde, Karibay puso la pipa de agua en el punto exacto donde entraba un rayo de luz. El sol pegó muy fuerte ese día, el agua se evaporó y se fue al cielo y cuando llegó y se volvió nube viajó hasta Sorte, y al llegar a la parte más alta de la montaña llovió sobre el pozo más alto de los pozos más altos y al empapar a María Lionza le llevó las palabras de Karibay.
María Lionza oyó la historia. Luego llamó al Negro Felipe y a Guaicaipuro, sus dos hermanos, los dos espíritus más próximos a su reinado y les ordenó que bajasen a casa de la muchacha y averiguasen qué sucedía.
Una mañana, mientras los padres de Karibay habían salido, Guaicaipuro y el Negro Felipe se asomaron a la casa amarilla. No pudieron entrar; la puerta estaba cerrada con candados, las ventanas no podían abrirse porque el papá las había fijado con clavos y en la entrada, el hombre había pintado con sangre de chivo una cruz al revés que traía malas fuerzas a todo espíritu luminoso que intentase acercarse.
Por un pequeño agujero en la pared el Negro Felipe y Guaicaipuro le dijeron a la muchacha que al día siguiente harían algo para alejar a sus padres y le explicaron lo que ella debía decirles en ese instante.
Ya era de mañana; la muchacha preparaba las arepas del desayuno cuando el negro Felipe se asomó por la ventana de la izquierda y su piel era tan oscura tan oscura que por ese lado de la casa parecía noche, y por la otra ventana se asomó Guaicaipuro y en su piel llevaba pintadas tantas figuras de arcilla azul que pareció que por ese lado de la casa estaba amaneciendo.
-Va sié cará. ¿Qué está pasando? -dijo la mamá de Karibay-. Por la izquierda parece que es de noche, por la derecha parece que es de día.
El papá miró las dos ventanas y se puso pálido.
Sin dejar de tostar las arepas en el budare, Karibay habló.
-Eso pasa cuando el mundo se quiere acabar. Mañana lloverá candela y no quedará nadie vivo ni de aquí a Guaitó, ni de aquí a Siquisique.
La mamá empezó a llorar. Karibay sirvió las arepas en la mesa y derramó el suero sobre los platos de peltre.
-Pero hay una manera de evitarlo. Salgan de la casa, borren la cruz que está en la puerta y busquen una ceiba, coman siete hojitas y pidan perdón por el mal que han hecho estos años. Así no lloverá fuego sobre nosotros.
Temblorosos, los padres la obedecieron. Con una esponja limpiaron la cruz invertida que habían pintado y a toda prisa marcharon hacia la ceiba inmensa que se encontraba en una encrucijada. Comieron las siete hojas, de rodillas pidieron perdón, y poco a poco se fueron quedando dormidos.
El Negro Felipe y Guaicaipuro aprovecharon para atravesar las paredes de la casa y presentarse a Karibay, que alborozada los recibió y como pudo les contó la historia de su encierro.
Conversaron un rato hasta que el Negro Felipe advirtió que el efecto de las hojas de la ceiba estaría finalizando y pronto volverían los padres de Karibay. Se despidieron; al marcharse la casa quedó impregnada de un olor a tabaco y guasinca que la muchacha intentó alejar con manotazos.
-A lo mejor nunca vuelvo a saber de ellos -pensó.
María Lionza quedó un rato debajo de la cascada. El agua hacía brillar su piel como si fuese cristal. Pensaba en cómo ayudar a Karibay. No era sencillo. Solo las personas sumergidas en el miedo y la esperanza piensan que el poder de los dioses es ilimitado. Supo que Guaicaipuro y el Negro Felipe no podían entrar otra vez a la casa porque el padre había pintado de nuevo la cruz invertida que alejaba a los buenos espíritus. Debía solucionarlo de otro modo.
Oyó a lo lejos el rugido del tigre. Un rugido lento, ronco, que parecía brillar como tizones en la oscuridad.
Esa misma noche envió en forma de vapor un sueño que viajó hasta Karibay y viajó hasta el tigre. Karibay soñó con el tigre. El tigre soñó con Karibay.
Karibay imaginó el calor rudo del tigre entrando a su cama.
El tigre imaginó la tersura de la piel de Karibay frotándose contra su pelambre.
Desde esa noche, Karibay descubrió que cada mañana se erizaba, como si una electricidad llegase desde los tupidos árboles que se contemplaban por la ventana. Un día se desnudó y entró entera en la pipa de agua. Estuvo mucho rato sumergida en ella. La colocó en el lugar donde el sol hacía caer sus rayos y pudo ver cómo el agua se iba evaporando y se marchaba hasta el cielo para volverse nube. Después la nube llovió sobre la montaña y empapó al tigre. El tigre se colocó sobre una piedra para sentir esa agua que lo embriagaba. Era una lluvia distinta a todas las lluvias que había conocido.
Esa misma noche empezó a seguir el rastro del olor. Atravesó quebradas, caminos, aldeas silenciosas, sembradíos de caña. Al fin llegó a la casa. La vio: pequeña, cerrada. Supo que allí estaba la mujer con la que no dejaba de soñar.
El Negro Felipe y Guaicaipuro se colocaron a su lado. Desde la casa, brotaba el olor a maíz de las arepas y el olor de la mujer.
-Cuando el hombre venga en la mañana a buscar agua; te hacés parte del agua -le dijeron los dos espíritus al tigre.
Así lo hizo. Al ver al hombre que caminaba con la inmensa pipa vacía, el tigre se hundió en el río; cuando el padre de Karibay llenó de agua aquel envase, el animal se escondió en el fondo, acurrucado, encogido en sí mismo.
El padre de Karibay llegó exhausto a su casa.
-El agua viene hoy más pesada que nunca -le dijo a su mujer, y los dos se marcharon para trabajar en los cafetales.
Una de las ventanas se volvió noche cerrada, la otra, refulgía como el amanecer. Karibay comprendió que los espíritus habían regresado, que le enviaban una señal y comenzó a buscar por toda la casa hasta que miró al fondo de la pipa y vio al tigre, que ya estaba casi muerto de tanto aguantar la respiración.
Lo sacó de golpe. Parecía un pequeño gato apaleado. Lo puso junto al fogón donde cocinaba; se quitó el vestido y secó al animal con gestos enérgicos. El tigre poco a poco fue recuperando las fuerzas. Abrió los ojos, vio a la mujer desnuda.
Cuando ella lo llevó a su cuarto estuvo a punto de rugir dos veces pero ella le indicó silencio.
El Negro Felipe y Guaicaipuro los vieron retozar la mañana entera. El tigre, por instantes tenía la piel canela de una mujer desnuda; Karibay por instantes era la fiereza de rayas negras en un fondo de oro.
Ambos espíritus pensaron con melancolía que era hermosa la batalla que la mujer y el tigre estaban viviendo en esa cama. Y así, mientras aquellos dos seres se revolcaban, cayó sobre la tierra un aguacero, una lluvia feroz con relámpagos y truenos, porque cuando suceden jadeos felices, se desata sobre el mundo una lluvia interminable que es la tristeza de los espíritus que ya no tienen un cuerpo para gozar y ser gozados.
El tigre se quedó a vivir debajo de la cama de Karibay.
Cada mañana, cuando los padres se marchaban, el tigre asomaba sus patas y ella lo halaba y se montaba sobre él.
Karibay quedó embarazada. Una, dos, tres veces. Paría a sus hijos en la noche y los ocultaba dentro de su vestido. El padre, que algunos amaneceres la azotaba con una caña si las arepas estaban crudas, le repetía con voz recia:
-No parás de engordar, comés demasiado.
Y ella asentía y miraba por la ventana mientras con las manos intentaba que sus hijos no se moviesen dentro de su ropa.
En las mañanas miraba al tigre; miraba como sus rayas oscuras iban perdiendo brillo y parecían pólvora quemada.
Un día después de que su padre la golpeara con la caña en la cabeza le dijo al tigre.
-Nos vamos. No quiero seguir aquí.
El tigre bostezó; parecía cómodo debajo de la cama de Karibay, pero ella le clavó las uñas en el lomo y lo alzó sobre sus cuatro patas.
-Oye lo que te digo. Papá tiene una escopeta. No podemos dudar. En cuanto te diga que escapemos, tenemos que salir a toda prisa.
Karibay esperó el segundo más oscuro de la madrugada. Apretó a sus hijos dentro de su ropa y de nuevo clavó sus uñas en la piel del tigre. Le advirtió en la oreja que era el instante exacto y se montó sobre su lomo.
El tigre tensó sus músculos. Tomó impulso, saltó hasta la puerta y logró derribarla. El papá de Karibay se despertó. Había percibido un resplandor dorado y negro que pasaba cerca de él y sintió un inmenso frío y después un inmenso calor.
Karibay había soñado tantos años con esa huida que supo indicar al tigre por dónde avanzar. Primero a la derecha, después cruzar el puente de Las lloronas, subir seis piedras con formas de dedo, y atravesar la quebrada de Las Limas para llegar hasta Guarico y allí escapar para siempre de la casa de sus padres.
Pero a los pocos metros comenzó a sentir la escopeta de su papá. El hombre los perseguía y no dejaba de disparar. Sus fogonazos parecían rayos. La primera vez que disparó, el papá de Karibay mató un zorro; la segunda un puerco espín; la tercera una ardilla, la cuarta una lapa, la quinta un cachicamo, la sexta un mono, la octava un gavilán, la novena una gallineta y la décima una guacharaca.
El camino iba quedando lleno de los animales que mataba el papá de Karibay.
El tigre se iba cansando. Los años oculto debajo de una cama lo habían engordado; habían entumecido sus músculos. «Y los próximos dos disparos serán para nosotros. Y nos dará justo en mitad del corazón», pensó Karibay y asustada por lo que le pudiese pasar a sus hijos, los sacó de su vestido y los lanzó con todas sus fuerzas hacia las nubes para que se salvasen, y así los hijos del tigre y de Karibay se convirtieron en esas luces amarillas o rojas que aparecen en el cielo cuando va a amanecer o cuando la tarde se va a convertir en noche.
Al fin llegaron a la quebrada. Había llovido; la quebrada era casi tan grande como el río Tocuyo. Era inmensa, apenas podía verse la otra orilla. El tigre se detuvo en seco. Supo que la corriente los arrastraría, que morirían ahogados. Hundió sus pezuñas en la tierra.
Karibay tembló. Miró a los lados; a la derecha estaba el Negro Felipe escondido en un pino, hacia la izquierda estaba Guaicaipuro escondido en un cedro. Los dos elevaron sus brazos hacia el cielo y le indicaron a Karibay que rezara.
Así lo hizo. Alzó sus dos brazos. Con voz fuerte, poderosa, le pidió a María Lionza que la ayudase. Era una oración, un ruego que parecía salir de la mujer como el canto desesperado de una chicharra. La voz de Karibay saltó el aire como una centella que fue rebotando hasta llegar hasta Carora; pasó volando sobre Urucure, saltó sobre Cabudare y llegó a Sorte donde al fin María Lionza pudo escucharla.
Las aguas parecieron calmarse, segundos después burbujearon y en medio de la furiosa quebrada se abrió un camino, un camino estrecho donde cabían Karibay y el tigre.
El animal seguía con miedo; no se atrevía a atravesar ese sendero inesperado; pero Karibay le clavó las uñas y le ordenó que cruzase. «Nos van a matar. Corre. Corre», gritó en la oreja del tigre que al final dio unas rápidas zancadas.
Atravesaron el camino mientras soplaba un viento recio.
La quebrada siguió haciendo un ruido de barro, plumas, troncos, espuma, raíces.
Cuando llegaron al otro lado, descubrieron que el papá de Karibay continuaba persiguiéndolos. De hecho, lo vieron alzar la escopeta y apuntarlos mientras atravesaba la quebrada. Pero en ese instante el camino se cerró abruptamente; las aguas volvieron a su cauce y envolvieron al hombre. Solo se escuchó el primero de sus gritos.
Pesado como piedra, el papá de Karibay quedó en el fondo y la fuerza de la corriente lo ahogó y lo llevó muy lejos, hasta Tocuyo de la costa, donde envuelto en manglares y conchas de coco fue a dar a la mar.
Karibay y el tigre quedaron exhaustos mirando la fuerza de esa corriente que arrastraba piedras pulidas y redondas como huevos.
Esperaron que el sol se elevase.
El tigre se lamió las patas.
Karibay miró al cielo y escuchó las voces felices de sus hijos saltando entre las nubes.
La mujer respiró hondo. Comenzó a caminar.
El tigre la siguió con pasos lentos; pasos tan lentos que cada vez se fue quedando más y más rezagado.
Karibay no se detuvo. Siguió caminando y caminando. Hacia un barranco le pareció distinguir al Negro Felipe y a Guaicaipuro saltando entre los cafetales. Los saludó con la mano.
Cuando se detuvo a descansar en una piedra, el tigre ya era una mancha entre los árboles. Karibay se acarició los pies y bebió el agua de la lluvia que abrillantaba las hojas de los robles. Volvió a emprender su camino. Al llegar la noche, Karibay se detuvo a dormir en unas cuevas cerca de Barquisimeto. Del tigre ya no quedaba ni rastro. La mujer se acostó sobre la tierra, estiró sus brazos, estiró sus piernas.
Cerró los ojos. Despertaría temprano para mirar las luces coloridas de sus hijos sobre las nubes y así seguir caminando sin descanso.
***
LAS FRUTAS DEL ÁRBOL
El sol se comprimió unos segundos, pareció convertirse en la punta de un tizón encendido. Luego estalló en mil pedazos. Aknán quedó paralizado; sobre su rostro llovieron granos de maíz. Sintió el sabor dulce en sus labios, en su frente, en sus párpados. Sonrió, pero su piel comenzó a arder.
Dio un grito y corrió hacia el río pero al llegar a su orilla el agua se elevó como una nube de tierra que rugió tres veces antes de desaparecer.
Despertó. Ebbay lo miraba con ojos asombrados, fulgurantes.
¿Otro sueño?
Sí. Otro sueño.
Cuéntamelo todo.
Ahora no.
El brazo de la mujer reposaba en su pecho. El roce de aquella piel lo acaloraba, le quitaba la respiración. Pensó en pedirle que se apartara un poco: la noche entraba en la cueva como un aire vaporoso. No dijo una palabra. Quería dormirse de nuevo. Dio vueltas, intentó buscar una postura en la que su cuerpo se hiciese leve. El brazo de Ebbay continuó apoyado sobre su espalda.
A lo lejos, escuchó el rumor del río y el movimiento sigiloso de la serpiente que a esas horas bebía de sus aguas.
Supo que la mujer contemplaba su nuca, que miraba sus cabellos, sus orejas, sus hombros. Sintió cómo utilizaba las uñas para quitarle una costra de lodo adherida a su espalda.
¿No puedes dormir?
¿Ah?
No puedes dormir.
Tengo sueño, estoy exhausto.
Siempre estás cansado, Aknán.
Siempre estoy cansado, repitió él y apretó los ojos deseando que el sueño lo derrumbase como si fuese un árbol golpeado por una centella.
Miró las verduras barnizadas por una miel ácida. Las mordió con hastío y tragó aquella masa pulposa. Se puso de pie; caminó alrededor de árboles que parecían arder bajo el sol de la tarde. Miró a Ebbay. Sintió un pinchazo en la ingle al contemplar el resplandor de esa piel que recordaba la arena del río. Se acercó a ella. Luego se detuvo.
¿A ti no te molesta? susurró.
La mujer le pidió que hablase más alto. Aknán se acercó a su oreja y volvió a susurrarle.
¿A ti no hay tardes en que te parece horrible?
¿De qué hablas?
Aknán tomó una bocanada de aire. Rascó sus piernas y tosió.
¿No te parece un espanto que Él siempre esté allí, que siempre pueda vernos?
Las chispas saltaban de la fogata. Aknán pensó en luciérnagas: algunas madrugadas las veía moverse por el cielo como si estuviesen trazando un tembloroso camino de luz. Le gustaba contemplarlas a solas, en cuclillas, oculto entre los árboles.
Un golpe de viento movió las llamas del fuego.
A veces me parece que la brisa trae palabras, murmuró, y Ebbay lo observó con detenimiento.
¿Cuáles?
Palabras. Palabras que no comprendo: Guarico; Quíbor; Duaca; Barquisimeto; Sorte.
Suenan bien, dijo la mujer; apartó el cabello de sus ojos y miró hacia esa línea donde el sol volvía tembloroso el paisaje.
Quizás al otro lado del río hay lugares como este, murmuró Aknán.
Un sonido silbante se deslizó entre los matorrales. La mujer miró unos segundos hacia el lugar desde donde brotaba ese rumor agudo, casi cortante y luego le pasó a Aknán un cuenco lleno de maíz. Los granos parecieron crecer al contacto con la luz. Aknán tomó una piedra, comenzó a triturarlos, los colocó unos instantes en el fuego y luego los derramó sobre unas hojas de palma.
Comieron en silencio.
¿Qué piensas? dijo Ebbay.
Nada, respondió Aknán.
Y volvió a pensar: «la única felicidad viaja en las palabras que vienen de lejos».
Caminó un buen rato entre el huerto y después se dirigió hacia el río. Le gustó la oscuridad de la tierra bajo sus pies: mullida, esponjosa. Ascendió por las piedras grises que rodeaban el pozo.
«Alguna vez Él dormirá; alguna vez estará descansando y no podrá mirarnos», pensó al sentir que se movía con inusual ligereza y que las nubes flotaban con indolencia. Respiró hondo. Agitó los brazos. Se colocó junto al pozo de aguas plateadas y se distrajo lanzando guijarros sobre la superficie.
Se detuvo cuando contempló un remolino que se formaba en el centro de las aguas. Retrocedió asustado. Desde allí surgió un ser pequeño; una silueta que recordaba el colmillo de un elefante y que después de mirar a ambos lados, caminó sobre las aguas dando breves saltos.
Al llegar a una roca, aquel pequeño ser dibujó con la punta de sus dedos la imagen de una mujer que se cubría el rostro con las manos.
Estuvo largo rato dibujando hasta que sin aviso previo desapareció entre las aguas.
El dibujo de la mujer podía parecerse a Ebbay, pero tenía el cabello oscuro, su piel era más pálida, los ojos refulgían como esmeraldas, y sus pechos y su cintura poseían una deliciosa violencia, una manera de curvearse que Aknán desconocía.
Al principio quiso correr pero las piernas no le respondieron. Luego se detuvo. Hechizado.
El día se deslizó sobre el inmenso jardín. Llegaron las primeras sombras azuladas de la noche.
El dibujo de la mujer pareció moverse de sitio, expandirse hasta llenar la mirada de Aknán y luego caminar sobre la tierra húmeda.
Aknán nunca supo cómo regresó a la cueva. No pudo ver los caminos, los arbustos de hojas crujientes, el gran árbol central que dominaba el jardín, la línea temblorosa del río. El lugar se comprimió hasta desaparecer. En las pupilas de Aknán solo sucedía cada poro, cada invisible vena, cada pequeña marca del cuerpo rotundo de la mujer.
¿Nunca piensas en el árbol?
¿Ah?
El árbol, Aknán, el árbol con los frutos que Él nos dijo jamás debíamos probar.
No. Nunca pienso en él, mintió Aknán y para calentarse la piel acercó sus manos a las llamas de la fogata.
Apretó los párpados. Le pareció que mariposas y pájaros de tonalidades gaseosas volaban dentro de él. Después vio el árbol. El Drago más alto del inmenso jardín. Una línea de madera fragante que sobrepasaba el cielo y que se hundía hasta el centro de la tierra.
Tiempo atrás, durante una de las noches más calurosas, Aknán se acercó a su tronco y con violencia arrancó dos o tres de sus frutos. Los devoró con desesperación, realizando un feroz ruido con sus dientes, con su garganta. Tragó insaciable, escupió trozos de pulpa sobre los hierbajos que circundaban esa parte del jardín.
Supo que Él lo miraba. Sintió esa respiración suya: lenta, tibia, cargada de un olor añejo. Aknán regresó a la cueva. Le temblaban las piernas, las manos, la mandíbula. Abrazó a Ebbay; casi la despertó para advertirle lo que había sucedido y así esperar juntos el momento cuando Él apareciese frente a ellos.
El cielo se llenó de relámpagos violetas. Hubo dos o tres truenos. Aknán esperó la llegada de terribles ángeles con espadas; la tormenta de fuego de un volcán; la invasión de cocodrilos con cuernos de azufre; el crujido de la tierra abriéndose bajo sus cuerpos. Nada sucedió. Nada. Un minuto. Otro. Otro. La noche. Como siempre. La noche y luego la mañana en la que Ebbay encendió el fuego y le dijo que el río había crecido durante la madrugada.
«Él también está cansado. También está harto de mirarnos», pensó y con el filo de una piedra se abrió un pequeño agujero en la mano solo para ver manar la sangre, solo para escuchar los gritos de Ebbay.
Volvió al pozo.
Una. Dos. Tres veces.
Nunca más vio aparecer el dibujo de la mujer.
Subió a la parte alta de la montaña para intentar descubrir algún rastro. Vio jirafas y garzas hacia la izquierda; adormilados tigres, venados, dantas, conejos y águilas hacia la derecha. Cerca de la cueva contempló a la serpiente durmiendo enrollada en el tronco de un arbusto.
El sol parecía aplanar el paisaje; convertirlo en uno de esos dibujos de arcilla con los que Ebbay se distraía cuando las horas se hacían largas y Él los observaba con especial agudeza.
Aknán miró el río. Desolado. Hueco.
El agua le pareció una línea de humo.
Una noche, Aknán despertó con otro de sus sueños. El sol se quebraba como una vasija de barro y se hundía en la parte más honda y lejana del río.
Esperó en silencio. Al ver que la mujer no realizaba ninguna pregunta extendió el brazo y solo consiguió el agujero que su cuerpo había ido abriendo en la tierra. Salió sigiloso. Pensó en tomar un tizón y encender una rama para avanzar, pero luego prefirió adivinar el camino a través de sus manos.
Cerca del árbol vio a Ebbay acostada sobre unas rocas, iluminada por el resplandor de las hojas del árbol. Jadeaba tapándose la boca con su mano. Alrededor de ella, la serpiente la envolvía y se deslizaba sigilosa, ágil, incansable. Aknán regresó a la cueva. Supo que aquellas dos figuras retozarían toda la noche, hasta que sintieran la amenaza del sol como una advertencia.
Se cubrió el rostro con las manos.
Quizá ella tenga razón, pensó Aknán, el cuerpo es la verdad que poseemos.
Luego pensó en el árbol.
Pensó en el pozo.
Pensó en Él.
Pensó en las palabras que traía el viento.
Se durmió con las manos colocadas sobre su cara, como una de esas máscaras de arcilla que Ebbay inventó para divertirse en las tardes de lluvia.
¿No has vuelto a tener sueños? preguntó Ebbay una mañana en la que el jardín amaneció envuelto en una niebla cálida.
No, respondió Aknán. Luego recordó que la noche anterior había soñado que los árboles dejaban de dar frutos, y que el huerto entero se secaba, calcinado por un sol rojo. Después Aknán corría desesperado hacia el río y al llegar a sus orillas se mordía su mano y se la tragaba con feroces dentelladas.
No sabe mal, susurraba. Tiene sabor a maíz. A maíz un poco crudo.
Avanzó en la noche: silencioso, impasible. Supo que Ebbay estaría demasiado ocupada para echarlo en falta. Se acercó al río, buscó la parte más delgada de su cauce. Calculó cuántos pasos debería dar para atravesarlo. Imaginó que podía imitar a los peces y deslizarse por el fondo y salir a la otra orilla. Miró la luna. Le pareció un ojo blanco, un ojo que fingía mirar el jardín con atenta nitidez pero que solo podía contemplar un mundo de nieblas.
Hundió sus manos y sus pies en el agua. Sintió escalofríos. Se imaginó siguiendo hasta el final de esos brazos en los que el río se disgregaba. Se imaginó corriendo lejos, sin voltear el rostro ni detenerse. Avanzó otro poco. Las rodillas le crujieron al contacto con la espuma que se formaba cerca de las piedras. «Tanta noche en la noche», pensó, y aterrado regresó a la orilla.
Al despertar, le pareció que la cueva guardaba un olor ácido. Se lo comentó a Ebbay. Ella le respondió con un murmullo. Continuaron acostados.
Uno de estos días incendiaré el árbol, susurró, pero Ebbay dormía de nuevo y no respondió. Uno de estos días incendiaré el árbol y el fuego subirá hasta el cielo y se hundirá hasta el centro de la tierra, murmuró.
Ebbay le colocó el brazo sobre el pecho.
Aknán se quedó callado, mucho tiempo, hasta que supo que él también se quedaría otra vez dormido.