literatura venezolana

de hoy y de siempre

Los felicitadores

Dic 6, 2024

Pío Gil

I

Se puede perfectamente cultivar en un país una cualidad dada, para hacer de ella el distintivo típico del carácter nacional. Los griegos cultivaron el sentimiento de lo bello, y fueron artistas; los romanos el sentimiento del dominio, y fueron conquistadores; los cartagineses el sentimiento del lucro, y fueron mercaderes; los yanquis tienen el culto de la voluntad y son hombres de acción. Los venezolanos tenemos el culto de la servilitud y somos felicitadores.

El servilismo y el despotismo se han colocado frente a frente, influenciándose recíprocamente en una acción de causa y efecto; el servilismo produce el despotismo, y éste, a su vez, genera aquél, en una reproducción que se prolonga espantosamente al infinito, como los espejos paralelos reproducen al infinito la misma imagen. Si no hubiera déspota no habría serviles; si no hubiera serviles, no habría déspotas. De manera que los áulicos son co-autores con el déspota de la ruina de un país. Esta sencillísima lección de sentido común debería advertirnos que el castigo que se impone a un tirano, debe alcanzar también a las camarillas co-rresponsables con el tirano del desastre nacional; y que nada, absolutamente nada habremos ganado con salir de un autócrata, si sus cortesanos rodean al nuevo gobernante, para sugerirle las anteriores prácticas cesáreas.

En prueba de lo dicho ahí está el general Gómez, que no tiene vocación, ni talento, ni carácter para ser un dictador, pero que al fin lo será a su pesar por obra y gracia de los palaciegos que pondrán en sus manos una dictadora que ellos se encargarán de ejercer como tutores de Gómez.

Todo se ha conspirado en Venezuela para producir el apocamiento del carácter. El periodismo en manos de los ganapanes y la política en manos de los explotadores, han establecido este régimen de aplauso incondicional que a los explotadores han tributado siempre los ganapanes. La vileza se premia tanto como se castiga la altivez. La lealtad a los magistrados consiste en ocultarles los peligros, no en descubrírselos. Se busca para los puestos públicos, no a los hombres honrados, que serían unos censores, sino a los pilletes, que son unos instrumentos. A los tribunales van, no los hombres incorruptibles, que protegen a la sociedad, sino los Delgados Garcías y Panchos Niños que absuelven a los criminales. Se
proscribe a los hombres inflexibles, y se utiliza a los hombres dúctiles. Se enseña que en matemáticas la línea recta podrá ser el camino más corto entre dos puntos, pero que en política, el camino más corto es la línea tortuosa. Se tiene a la austeridad como una gran tontería, y a la desvergüenza, como una gran viveza.

Constantemente se ofrece a la vista ejemplos como el de Atilano Vizcarrondo, que después de saquear la Tesorería de los Andes, es premiado por Crespo con la Jefatura del Estado Mayor del Ejército, y Samuel Niño, que después de saquear la Tesorería de Carabobo, es premiado por Gómez con el usufructo de la Imprenta Nacional. No es ya la falta de castigo del delito lo que reina, lo que reina es una iniquidad todavía mayor: el galardón de los delincuentes. Los asesinos que tienen las agravantes de la premeditación y la alevosía, como Eleuterio García, son absueltos y premiados con todo género de atenciones, y Arévalo González, única voz que censura la cínica absolución, va a la cárcel.

En un país donde se respira esta atmósfera moral, los aduladores tienen a su disposición muchas imprentas, todas las imprentas que se les quita a los caracteres independientes. En todos los estados hay una tipografía que sólo sirve para publicar los acertados decretos del progresista gobierno del benemérito general X o del ilustrado doctor Z., sino también para editar uno de esos periódicos ocasionales y efímeros, aplaudidores sistemáticos de todos los actos gubernamentales, redactados por el Ángel Carnevali de la localidad, y en las columnas de los cuales se organiza el coro felicitador que muchas veces hace sonrojar a la misma vileza, y que extiende por donde quiera la gangrena de la impunidad y de la falsificación.

Existen los aduladores de profesión y vocación, los aduladores pur sang, anatómicamente organizados por la naturaleza para el oficio, con glúteos anestesiados al punta pie, con mejillas insensibles al bofetón, con rostros ignorantes del pudor, con consciencias refractarias al remordimiento, con espinazos capaces de describir, sin romperse, arcos de 180 grados, y rodillas capaces de recorrer, sin ulcerarse, todas las antesalas que ha habido desde la casa de Guzmán Blanco hasta el palacio de Miraflores, pasando antes por el palacio de Santa Inés y el palacio de Villa Soila; turba infinitamente miserable, desastrosamente corruptora, pero triunfante siempre, que en la chismografía palatina empieza con González Guinan, en los water closet de los ministerios con Lino Duarte Level, en el rufianismo con Panchito Alcántara, en el periodismo con Andrés J. Vigas, en la poesía con Andrés Mata, en la literatura con Juan Liscano; turba siempre victoriosa en virtud de la ley que hace flotar el corcho, y siempre impune, porque su infinita miseria queda más allá del límite a donde alcanzan los castigos humanos, y no se puede mandar a azotar por no encanallar el látigo.

Para poder medio vivir en Venezuela, a los hombres honrados no les basta vivir honestamente de su trabajo, metidos en el fondo de sus hogares, devorando todas las iras que les causa la corrupción circulante. Se necesita una cosa más difícil todavía, imposible casi para ciertos caracteres: se necesita estar bien con el gobierno, y para estar bien con el gobierno, hay que adular a los gobernantes, hay que cumplir con el rito de la adulación a todo trance, impuesto por los felicitadores de profesión: hay que decir que son unos Apolos esos motilones, que son unas capacidades esos cretinos, que son hipogrifos esos hipopótamos, que son honrados esos ladrones, que son liberales esos Torquemadas, que son bondadosos esos asesinos; y esto no basta: los favoritos y los subalternos son también vanidosos y exigen su parte de alabanza: hay que decir que Gurmensindo Rivas es un rebelde, que Gil Fortoult es un
diplomático hábil, que Alejandro Ibarra es un experto Almirante, que Mariano García es un leal teniente, y que Juan Pablo Peñaloza es un Palafox.

Se ha establecido como verdad inconclusa que el que no adula a los Magistrados y sus favoritos, no es amigo del Gobierno; y se ha establecido como práctica policial que el que no es amigo del Gobierno va a la cárcel. Y un día cualquiera del mes, onomástico de un cerdo cualquiera que está en la Presidencia de cualquier Estado, o en cualquier Ministerio, o en la Gobernación de Distrito Federal, sale un polizonte a recoger firmas para felicitar al Presidente, o al Ministro, o al Gobernador, y anotar en una lista aparte a los
que se niegan a suscribir la asiática zalema. Habrá quien prefiera no firmarlas antes que figurar en la lista de los que al día siguiente estarán en la cárcel, bajo la inculpación de enemigos del gobierno. ¿Para qué ese sacrificio inútil, que no encontrará imitadores sino detractores? ¡Y las felicitaciones vuelan, para ocultar con una adhesión embustera el odio a los gobernantes, con mentidos bombos al progreso nuestro atraso, y con una alegría ficticia nuestras inmensas desdichas! Las felicitaciones vuelan alrededor del cuadrúpedo que ocupa algún escalón en la jerarquía administrativa, para producir desvanecimientos a estos infelices de cerebro débil, que sienten el vértigo de las pequeñas alturas, y se creen unos Alejandros
cuando han trepado algunos peldaños en la escala del éxito.

Carta 1:
Telégrafo Nacional – De Cumaná, el 23 de mayo de 1905 – Las 11 hs. 30 ms. a. m.
Señor Ministro de Relaciones Interiores. En este día glorioso en los anales de la Restauración Liberal,
presento a usted mis patrióticas y más calurosas felicitaciones. Entre gratas manifestaciones de regocijos públicos, bajo la iniciativa entusiasta de este Gobierno, celebran todos los pueblos del Estado esta fecha en que culminó la gloria y el prestigio del General Castro, y quedó establecido el fundamento de la regeneración nacional.
Dios y Federación

Aquiles Iturbe

II

Una felicitación oportuna no sólo tiene el valor negativo de evitar un carcelazo; tiene también un valor positivo: sirve para conseguir buenos empleos. Nuestros imbéciles magistrados no sólo han establecido que únicamente son amigos de ellos los que les adulan, sino que también han estatuido que sólo los que les adulan tienen talento. Y las carreras todas han quedado abiertas a todas las inepcias. Los hipódromos han sido asaltados por los caracoles. El mérito no vale nada: consumir toda la vida para poseer a fondo una ciencia; quemarse las pestañas para saber derecho, para saber medicinas o para saber matemáticas, tienen menos eficacia que saber adular. Los que conociendo su propio valer, son suficientemente altivos para no prosternarse, encuentran todos los caminos que conducen al triunfo obstruidos por los incapacitados, que van senda arriba, con las andaderas de la protección oficial. Y los incapacitados llegados a la cumbre, establecen el reinado de la ineptitud sobre la pericia, el predominio de la viveza sobre la probidad, y sueltan al aire su ruidoso concierto de graznidos que ellos creen una armoniosa orquesta de pájaros. Es el triunfo humillante de la mediocridad. Y por eso los buenos arquitectos resultan vencidos por Chataing, los buenos marinos quedan derrotados por Delgado Chalbaud, el comercio gime bajo la férula de Corao, la Academia de Bellas Artes carece de artistas, pocos historiadores tiene la de la
historia, pocos filólogos la de la lengua, nuestros doctores no saben ortografía, y nuestros generales no saben estrategia. Como el estímulo que corona al mérito y a los esfuerzos nobles ha desaparecido, nadie se toma el trabajo de hacer nobles esfuerzos ni de crearse méritos. Como la vileza se premia, todos se hacen viles. Más fácil es hacerle una biografía a una vida vacía, que emprender la difícil tarea de hacer estudios profundos. El favor oficial, lejos de proteger la valía digna, la aplasta: y Eduardo Calcaño Sánchez, profundo matemático, vive metido en su casa: y Pedro Tomás Lander Loutousky, gran jurista, se aísla en su barraca: y Rafael Rangel, gran microbiologista, tiene que suicidarse: y Romero García, denunciador de inmoralidades, emigra y Simón Soublette, periodista de combate, tiene que callarse; y viene como consecuencia de todo esto, la carencia que las camarillas imperantes sienten de hombres competentes en todos los ramos, hasta el punto de que han tenido que exhumar ciertas momias de la necrópolis del guzmancismo, y de que al frente de la academia militar han tenido que poner al coronel Mac Gil. Los hombres sabios disminuyen en Venezuela, en la misma medida en que se multiplican los doctores y condecorados con el Busto. Para proveer un empleo o habilitar para una profesión no se averigua si los candidatos sirven o no sirven, sino si son o no partidarios con un partidarismo demostrado con una felicitación. Con tal que sean partidarios, aunque sean unos asnos. Y porque son partidarios, nada más porque son partidarios, se sienten en las altas curules de los Congresos, de los Ministerios y de los
Tribunales de justicia.

Las felicitaciones de los aduladores de Venezuela no tienen absolutamente ningún valor moral. Por más que aplaudan los actos del gobierno, la Nación toda sabe que la mayor parte de los actos del gobierno son completamente desacertados. Por más que las protestas de adhesión vuelen hoy en torno del presidente, toda la Nación sabe que los que traicionaron al Restaurador traicionarán también al Rehabilitador. Los que han felicitado llenos de alborozo a Gómez por el fracaso del atentado del invicto, estarían felicitando al invicto si el atentado le hubiera salido bien. Los que hoy adulan a Gómez, mañana denigrarán de él. Quien lea tantos juramentos de lealtad, se asombrará de saber que Venezuela es actual-
mente un hervidero de traiciones, y quien lea los himnos a nuestro bienestar, se indignará de saber que tras la holganza de los regocijados se oculta la indigencia de las turbas. Ese asombro y esa indignación contra tanta falsedad los sentimos todos en Venezuela.

Y entonces, ¿para qué permitir que se digan mentiras en las cuales nadie cree?, ¿por qué no suprimir ya esa bizantina práctica tan inútil y tan ridícula, con la cual gobernantes y gobernados pretenden engañarse? Esa manía de sumisiones nos ha llevado al triste descenso moral en que nos hallamos hoy; la manía sigue extendiéndose, y se notan en ella los progresos de un descaro cada vez más audaz. ¿A dónde llegaremos si no tratamos de detener el descenso? Para levantar el espíritu nacional, los gobernantes deben dar primas, en vez de imponer castigos, a los caracteres independientes. El General Gómez haría mucho en este sentido si ordenara al Secretario General la publicación de este aviso: El Presidente de la República no recibe felicitaciones. Con este sencillo aviso de sólo dos líneas, ganaría la dignidad nacional mucho más que con aquellas largas circulares del Ministro del Interior dando patrióticos consejos a los Presidentes de Estados, porque para dar esa clase de consejos no tiene ninguna autoridad moral el Ministro del Interior. El Ministro del Interior hablando de honradez política, se parece a Mesalina hablando de castidad. Aquel aviso cuánto tiempo dejaría en las oficinas de telégrafos, mayor empleado en las necesidades del comercio y de la industria que no en telegramas de felicitación! ¡Cuánto espacio en los periódicos para tratar de problemas de importancia, que hoy se gasta en la inserción de aquellos telegramas inútiles! Cuanta energía cerebral, que hoy se desperdicia en buscar frases bonitas de sumisión, utilizada en pensar algo útil. Se iniciaría el período de la convalecencia nacional, de la transformación de una satrapía de lacayos en una nación de ciudadanos. Como los felicitadores no elevan su himno por cariño al magistrado, sino por la paga, bastaría que la paga se suprimiera, para que las felicitaciones cesaran. Cuando el servilismo no se premie con generosas prodigalidades, el servilismo será abandonado como un filón consumido. Desaparecerá una vergonzosa industria nacional: La adulación. Los viles de Venezuela tendrán que dejar el oficio. Sobrevendría en torno del Poder un silencio revelador, que le permitiría oír ciertos rumores muy velados, ciertas voces muy lejanas, ciertos lamentos muy ocultos, todos esos rumores que los cortesanos apagan siempre con el ruido de las orquestas y el estrépito de los aplausos, porque son otras tantas acusaciones contra ellos!. Y en medio de ese silencio, parecido al silencio de las ranas, cuando al fin, después de una noche que parecía interminable, luce la aurora, las alondras matinales desgranarán desde los aires las cascadas de sus notas; las mariposas alegres alzarán su vuelo como flores animadas; los lirios y las rosas embalsamarán el ambiente con las esencias de sus pebeteros; las aves, despiertas en sus nidos, soltarán mil gorjeos; las auras, despiertas en las frondas, susurrarán mil suspiros; y entre una infinita sinfonía de trinos, de rumores, de aleteos y de gritos, una floresta que parecía maldita, después del letargo silencioso de una noche de medio siglo, se llenará con un himno de esperanza, un inmenso himno de felicidad y resurrección. Y en medio de este alegre despertar de la vida, cuando las ranas deslumbradas ante la luz pálida del alba, se hayan ocultado avergonzadas en sus cuevas, se oirá la voz de alguna virtud, que con las dolorosas lecciones de la experiencia elaborará el programa del porvenir; una voz que recordará los horrores de las prisiones pasadas y la crueldad inhumana de los carceleros que asesinaban a los presos, para hacer resaltar las bellezas de la libertad y de la confraternidad de los Venezolanos. Y esta voz hará salir de su marasmo otras virtudes, y al presente croar de las ranas que entonan su himno insustancial y monótono a la maldad y a la mentira, sucederá en la selva que parecía abandonada de los dioses un coro inmenso a la Verdad y a la Justicia.

¡Cuánto bien de la Patria merecería el general Gómez, si hiciera publicar este anuncio tan corto, y de tan incalculable trascendencia moral: “El presidente de la República no recibe felicitaciones”. Pero no, no lo hará publicar, porque entonces algunos periódicos tendrían que declararse en quiebra.

Los aduladores de vocación han hecho de la vileza una virtud que se premia con toda clase de favores y de la austeridad un crimen que se persigue con toda clase de castigos. Así es como se explica el elogio monótono a los gobernantes, que ha producido una especie de hipnosis en la conciencia nacional. Y todas estas felicitaciones arrancadas por la paga, por la conveniencia o por el miedo, son infinitamente falsas. La adulación tiene un reverso sombrío: la traición. Judas besó a su Maestro antes de entregarlo. Detrás de todo adulador, fatalmente se esconde un traidor. El que fuera a juzgar del prestigio y de las cualidades de nuestros magistrados por el ruido de aquellas laudatorias, creería que esos magistrados fueron realmente amados por el pueblo y realmente superiores. ¡Y todos ellos fueron pequeños y odiados! Guzmán fue impuesto a la Historia por sus aduladores, en la inmortalidad del bronce estatuario; esa inmortalidad y esas estatuas no duraron diez años, y la caída del Ilustre tuvo lugar pocos meses después de la Aclamación que le prepararon a los áulicos. Andueza Palacio fue adulado; en sus giras
presidenciales los pueblos del tránsito echaban la casa por la ventana, y ante sus ojos atónitos, los cortesanos hicieron desfilar veinte mil liberales amarillos, para animarlo a consumar el atentado del
continuismo; pero los cortesanos, los veinte mil liberales amarillos y los que echaban la casa por la ventana le volvieron la espalda cuando la desgracia puso los primeros nubarrones en el horizonte de Andueza. Andrade también tuvo muchos felicitadores, todos los que figuraron más tarde como traidores suyos en la guerra con Castro. El restaurador fue adulado como nadie; y de entre esa caterva de felicitadores que se llamaban humildemente sus subalternos, tenientes y servidores, ni un brazo ni una voz se elevó en su defensa, cuando llegó la hora inevitable de la caída. De estas inconsecuencias no tienen derecho de quejarse los déspotas; cada quien cosecha lo que siembra; y ellos, que han puesto en los sangrientos surcos semillas de envilecimiento, tienen que recoger frutos de felonías. De esas veleidades no es responsable el pueblo, porque el pueblo, en el sentido político de la palabra, no tiene Venezuela. Hay un rebaño inconsciente que no sabe defender ni su libertad, ni su propiedad, ni su vida, y
por eso lo reclutan, lo roban y lo asesinan. Las camarillas le ordenan gritar ¡Viva Andrade! después, ¡Viva Castro! Luego ¡Viva Gómez! Y él grita lo que le ordenan. Y es que, ante los grandes desastres nacionales, ningún pueblo puede suicidarse ni emigrar en masa. Para liberarse del pestífero ambiente moral de Venezuela pueden quitarse la vida desesperados, uno o muchos individuos, pueden emigrar enloquecidos, una o muchas familias; pero ninguna de esas dos cosas puede hacerla la colectividad del pueblo, que tiene que amoldarse a las condiciones de vida que le ofrecen las camarillas victoriosas. En los lagos subterráneos la falta de luz ha acabado por atrofiar en los peces el órgano de la visión, pero los peces viven, porque la vida brutalmente triunfa y se adapta a todos los medios.

En los países tiranizados la falta de libertad ha acabado por extinguir en los pueblos el sentimiento de la dignidad, pero los pueblos sin dignidad viven, porque ellos se someten también a todo, primero que morir. La vida es una ley fatal e irrenunciable, lo mismo para los pueblos que para las especies. Falta luz, y sobreviven los peces ciegos de las cavernas. Falta la libertad, y sobreviven los pueblos envilecidos de los despotismos. Pero de ese envilecimiento no es responsable el pueblo, como no es responsable la arcilla de la innoble caricatura escultórica que hace con ella cualquier alfarero rústico: con igual arcilla Rodin modelará una obra maestra. Con la misma masa viviente, con la cual nuestros próceres hicieron una
epopeya asombrosamente heroica, la camarilla amarilla, ha hecho una Bizancio lastimosamente servil. Pero de esa transformación no es responsable la arcilla, sino los artífices. El pueblo estará envilecido, pero no es vil: los viles son los criminales y los ineptos que están a la cabeza de él.

¿Y quiénes son los adulados?, Aerostatos que ayer estaban arrumbados en un rincón, y que hoy surcan los aires, guiñapos a los cuales las tremolinas han encaramado en cualquier alero. Los aerostatos creen que han subido por su propia virtud, porque no tienen conocimiento de la ley física que hace subir el humo; los guiñapos olvidados de que los elevó la tremolina, adoptan esa altisonancia tan inexplicable y natural en todos los que han subido desde muy abajo. Los aerostatos llenos de humo, los guiñapos sucios de lodo, llegan descansadamente a la altura, aupados, sonrientes, sin haber sufrido en la ascensión esos fracasos dolorosos que dan a las inteligencias cierto amable escepticismo, y a los caracteres cierta
ironía humilde. Los aerostatos y los guiñapos llegan ilesos a la cumbre, sin el cansancio de la lucha, ¡el cansancio que es la coronación melancólica del triunfo! Llegan arriba asidos a veces del túnico de alguna mujer, o empujados como larvas de fermento, por el hervor profundo de las intrigas tenebrosas. No son como los hombres superiores, que trepan las escarpaduras paso a paso, y coronan la meta de su ambición, con los pies destrozados por las aristas cortantes de los riscos y las manos entumecidas por la contradicción dolora del esfuerzo. Los adulados puede decirse que suben tranquilamente en ascensor, sin que en sus frentes se haya condensado una gota de sudor, sin que se les haya siquiera descompuesto el
nudo de la corbata; y ya en la altura, oyendo los himnos que desde abajo les envían los aduladores prosternados, candorosamente se creen grandes, y no vuelven en sí de su asombro, de ver que la gloria era una cosa tan fácil de conseguir!

Vosotros también habéis subido desde muy abajo, vosotros los pontífices que empezasteis por monaguillos, los mariscales que empezasteis por soldados, los millonarios que empezasteis por
limpiabotas. Pero vosotros habéis conquistado uno a uno todos los grados del merecimiento, habéis vencido todos los obstáculos, habéis arrollado todas las emulaciones. Conocéis la calle de amargura que se encuentra antes del Monte Thabor. Habéis llegado a la cima, a poder de sacrificios constantes, de trágicas desesperaciones, de mortales desfallecimientos. Conocéis el infinito dolor del triunfo: por eso no sois insolente.

En relación con la altura a que llegásteis, vosotros también habéis subido desde muy abajo, vos, Sócrates, Filósofo; vos Colón, navegante; vos Galileo, sabio; pero al llegar a la cima, en ella encontrásteis una copa de cicuta, un montón de cadenas y la mengua de una retractación. Vosotros conocéis el infinito dolor de la gloria: ¡por eso no sois insolente! Y porque tenéis talento, ¡Oh vosotros los triunfadores y los gloriosos! Es por lo que desde la altura de él, miráis con supremo desdén, con un desdén desprovisto de toda vanidad y de todo orgullo, vuestro triunfo y vuestra gloria, y se los daríais a un niño para que jugara con ellos!

Los que son suficientemente grandes para conocer la insondable inanidad que hay en toda grandeza; aquellos cuyos ensueños vuelan a tanta altura de la realidad, que hallarán siempre una diferencia atormentadora entre lo realizado y lo soñado, esos seres selectos no pueden ser felices, ni menos pueden ejercitar la forma agresiva de la felicidad: la insolencia.

Los imbéciles son los venturosos del mundo; los venturosos del mundo son los Sanchos que consiguen una ínsula. La serenidad olímpica de las almas superiores, de los estoicos y de los santos, no es felicidad, sino resignación, en el sentido filosófico de la palabra, resignación tan altiva como mansa. Aquella serenidad no es la negación, sino el vencimiento del dolor. Tras de esa serenidad digna de los dioses, sollozan todos los pesares de los hombres: ¡y por eso ni los santos ni los estoicos han sido insolentes!

Cuanto más elevada sea la inteligencia, más apta es para la duda, que es sufrimiento; cuanto más noble sea el corazón, más propenso será a la indignación, que es sufrimiento; cuanto más poderosa sea la voluntad, más inclinada será a la lucha, que es sufrimiento. Los seres más selectos, son los seres más desgraciados. Los hombres superiores, siempre han tenido el talento de no ser felices. Pudiera decirse que el dolor constituye una aristocracia. En la cumbre más alta está el Nazareno, que lloró siempre y no rio nunca; y descendiendo por las faldas de la montaña, donde se escalonan todas las vidas humanas, al fin encuentra uno en los grados más íntimos, la sonrisa eternamente feliz de los idiotas, o la pose cómicamente altanera de los consagrados de Venezuela.

Bruselas: 22 de junio de 1906
Señor General Cipriano Castro, Presidente de la República
Respetado Jefe y amigo:
Los periódicos de Venezuela me traen el eco glorioso del plebiscito que obliga a usted a reencargarse del poder supremo de Venezuela. Tan memorable acontecimiento llena de júbilo patriótico mi alma de esforzado y entusiasta propagandista de nuestros patrios ideales. Así los próximos números de La Revue Americaine continuarán diciéndole a usted, a nuestros compatriotas y al público de Europa y América, todo lo que mandan los méritos y el prestigio de un pro-hombre como usted.
Sus respetuoso, su adicto, su invariable amigo y admirador

Pietri-Daudet

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