literatura venezolana

de hoy y de siempre

La gata, el espejo y yo

Nelson Himiob

Debía regresar a Caracas a establecerme en unión de mi esposa y de mis hijos, y resolví venirme yo primero para tomar la casa en que habríamos de residir. En vista de que tuve dificultades para conseguirla sin muebles, alquilé una amueblada, mediante contrato a corto plazo. Posteriormente ya estudiaríamos, mi esposa y yo, el modo de adquirir la que habría de ser, definitivamente, nuestro hogar.

La casa que alquilé era vieja, pero espaciosa y cercana al centro comercial de la ciudad. Además, hallábase recién pintada, y sus principales servicios habían sido rematados. Los muebles tampoco eran nuevos, pero si cómodos y suficientes en número y variedad.

Escribía a mi mujer manifestándole que ya podía venir, y me mudé a la casa, solo. Al instalarme en ella, ninguna objeción fundamental tenía que hacerle. Fue en la noche, poco después de haberme acostado y apagado la luz, cuando se presentó la objeción. Y se presentó en forma de ruidos, poco intensos y discontinuas, pero que me impedían conciliar el sueño. Fácil me fue adivinar que eran ratones los causantes de los ruidos. Ratones que pasaban a la carrera cerca de la cama o por debajo de ella, y ratones que roían y golpeaban el zócalo de madera de la pared del dormitorio. Encendía la luz y se producía el silencio, la apagaba, y minutos después volvían los ruidos, leves y distantes al principio, fuertes y frecuentes luego. A la madrugada, al fin, pude dormirme, cansado de dar vueltas y revueltas en la cama; fastidiado de encender la luz una y otra va; y harto de echar pestes al dueño de la casa y a todas las especies de roedores.

Al día siguiente, no bien estuve en la calle, me encaminé sin pérdida de tiempo a una farmacia en busca de un veneno para ratones, el más fulminante que pudieran venderme. Adquirí uno que me recomendó un dependiente del establecimiento, y con él en la mano regresé a la casa. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones del prospecto que lo acompañaba, lo distribuí estratégicamente por los dormitorios, el comedor y la cocina. En la noche me acosté dispuesto a sufrir resignadamente los molestos ruidos, pero esperando que sería esa noche la última que los sufriría. Resignación que no fue tan completa como debió ser, porque, aun cuando me abstuve de encender la luz, mascullé rabioso toda clase de maldiciones. Y esperanza vana, porque a la noche siguiente persistieron implacablemente las carreritas y los golpecitos. Indagué, al amanecer, los motivos de esta persistencia, y me di cuenta, apesadumbrado, de que los pícaros ratones no se habían comido ni una pizca de las pequeñas porciones de alimento cargado de veneno que para ellos distribuyera por la casa.

Pensé entonces resolver el problema mediante un gato. Y luego de muy laboriosas gestiones, que me tomaron toda la mañana, conseguí uno, jovencito, de color negro, salvo la boca y las menudas pezuñas, que eran blancas, como si el animalito acabase de estar parado, bebiendo, en un poco de leche derramada. En la noche hubo silencio, pero a la siguiente se reanudaron los golpeteos y las carreras, tímidamente al comienzo, francamente después.

Al otro día comprendí lo que ocurría: mi hermoso gatico le tenía, de modo inexplicable, miedo a los ratones. Posiblemente éstos, en un principio, al advertir la presencia de aquél en la casa, se recluyeron, atemorizados, mudos, en sus madrigueras. Luego, observando que el natural enemigo no los buscaba quisieron probarlo, y dieron algunas demostraciones de que existían. Finalmente cayeron en la cuenta de que la temida fiera les huía. En consecuencia, reanudaron sus actividades habituales.

Razoné de esta manera después de ver, en el comedor, que mi gatico dio un tremendo salto y emprendió una loca carrera hacia el corral al oírse movimientos y chillidos de ratón detrás del aparador. Resolví, por consiguiente, devolverlo y conseguirme otro, pero adulto, por pensar que el miedo del animalito podía ser debido al hecho de hallarse aún en la infancia. Esa misma tarde hice las diligencias respectivas, y al anochecer se lo llevaron y me dejaron en la casa a una gata flaca, de un triste pelambre color blanco sucio y unos verdes ojos feamente amarillosos: lenta, pesada en sus movimientos y desconfiada, arisca. Salí a comer y después me fui al teatro. De regreso a la casa, pasadas las doce, advertí, al entrar, que algo anormal habla ocurrido, pues en el corredor veíanse dos sillas derribadas, y en el piso de la antesala los fragmentos de un jarrón que estuviera sobre una mesita acodada a un ángulo de la pared.

Tuve la impresión de que allí acababa de realizarse una lucha, y, alarmado, corrí a mi dormitorio en busca de la pistola que guardaba en la mesita de noche. Quería revisar toda la casa, pero hallándome armado, por lo que pudiera encontrar. Al encender la luz, me di cuenta de lo sucedido, pues vi, en un rincón, a la gata desgarrando el cuerpecito de un ratón, y cerca de ella los cadáveres, casi descuartizados, de varios de estos animalitos. En cuanto advirtió mi presencia, la gata suspendió su cruenta labor y se me quedó mirando. En el hocico, de pelambre blanco sucio como el resto de su cuerpo, veíansele manchas de sangre; sus verdes ojos feamente amarillosos chispeaban de complacencia, y tenía la boca semiabierta, retraída en las comisuras, mostrando el filo de los agudos dientes, como si se estuviera riendo.

Experimenté una sensación totalmente desagradable, que al principio me pareció de miedo, pero que después comprendí lo era de repugnancia, de escalofriante repugnancia. No pude contenerme y me arrojé sobre el feroz y asqueante animal para echarlo a puntapiés. Pero no me dio tiempo de llegar hasta él, porque, luego de apresar entre los dientes el ratón a medio desgarrar, huyó a saltos grandes y rápidos, mostrando una agilidad que no se avenía con su habitual andar lento y pesado.

Después de recoger y botar los menudos cadáveres que había en el dormitorio, busqué otros en el corredor y en la antesala, escenarios también de la sañuda persecución, pero ninguno más encontré. Seguramente la gata había matado a los animalitos en los lugares donde pudo apresarlos, y luego se los había llevado a mi habitación para desgarrarlos allí.

Aquella noche no perturbaron mi sueño los golpeteos y las carreritas. Lo perturbaron el recuerdo de los cuerpecitos destrozados, y la imagen de la gata asesina, con el hocico manchado de sangre y los verdes ojos feamente amarillosos chispeantes de complacencia, y con la boca semi-abierta, retraída en las comisuras, mostrando el filo de sus agudos dientes, como si se estuviera riendo.

II

Al otro día fui a una tienda de objetos usados en busca de un jarrón Igual o semejante al que había roto la gata en su feroz cacería. Conseguí uno aproximadamente del mismo tamaño y de parecida calidad. Aboné su importe y pedí que me lo enviaran a casa. Me retiraba ya cuando, a mi paso, vi de pronto, reflejada en un espejo, la imagen de mi rostro. Pero reflejada de una manera que juzgué demasiado clara para la poca luz que había en el local. Lo que me llamó la atención y por eso me detuve

El espejo era de forma circular, biselado, sin marco, y con un diámetro de unos setenta centímetros, poco más o menos. Manteníase sujeto en posición vertical entre dos delgadas columnas de madera color caoba, cuyos capiteles servían de apoyo a sendas bolas también de madera y del mismo tinte y grosor. Se hallaba colocado sobre una cómoda, a corta distancia, casi de frente hacia mí, ligeramente hacia la izquierda del estrecho corredor por donde pasaba.

Al mirarlo con detenimiento me pareció advenir que había en todo él una expresión de súplica para que lo sacaran de allí, de conmovedora súplica, y dirigida a mí, precisamente a mí. Pensé entonces —de manera absurda, pero lo pensé— que el haber reflejado mi imagen en forma tan nítida había sido el medio de que se valiera para llamarme la atención.

—¡Bah! ¡Tonterías! —me dije.

Y ya iba a volverle la cara para continuar hacia la puerta, cuando tuve la Impresión de que en él se acentuaba la expresión de súplica hasta un punto que colindaba con el llanto. Sentí una profunda lástima, y resolví llevarme el espejo a casa.

—No debe ser muy costoso —pensé— porque su armadura es ordinaria y de un pésimo gusto. Lo que gaste adquiriéndolo estará compensado con la tranquilidad que me proporcionará el sacarlo de aquí, el atender a su ruego. Claro está que es un ruego que yo me he imaginado, porque no puede ser de otra manera, pero que siento como si fuera real.

Como lo había pensado, era bajo el costo del espejo. Lo compré y pedí que me lo enviaran junto con el jarrón. Antes de abandonar la tienda, me volví hacia él. Y me sentí complacido, pues que su expresión había cambiado por completo. Casi diría que estaba rebosante de júbilo y que me miraba con cariño y agradecimiento.

Coloqué el jarrón en la antesala, en el mismo sitio que ocupara el destrozado por la gata. Puse el espejo en el dormitorio. sobre la cómoda, mueble éste que se hallaba a un lado de la cama y frente a la butaca en la cual, casi todas las noches, me sentaba a leer.

Desde que llegó el espejo a mi casa, me sentí acompañado, porque indudablemente no se trataba de un mueble cualquiera, sin vida, indiferente, sino de algo que tenía estados de ánimo; que los tenía y que los expresaba, aunque no siempre en forma comprensible. Esto podía ser, desde luego, pura imaginación mía, pero lo cierto es que yo veía la expresión de esos estados de ánimo. Podría afirmar, por ejemplo, que era alegría, gozosa alegría la que tuvo cuando lo llevaron a casa y me vio; y que era complacencia. total complacencia la que mostró cuando se vio situado en mi dormitorio. También podría afirmar que tuvo una grata sorpresa al darse cuenta de que se hallaba colocado frente a mi butaca predilecta.

Había, desde luego, muchas cosas que no le comprendía. En otras. en cambio, rápidamente penetraba en su sentido. Así, por ejemplo, un día en que estaba frente a él poniéndome la corbata, le noté algo raro, como si quisiera hacer girar hacia mí la parte superior del disco de su cuerpo, inclinarse un poco hacia mi para que se reflejara aquélla en toda su extensión. Al principio consideré que nada podía hacer yo para satisfacer su deseo, puesto que el disco de su cuerpo manteníase sujeto firmemente entre las dos columnas. Luego pensé que si había expresado ese deseo era porque habla alguna posibilidad de realizarlo. Y me puse a examinar cuidadosamente los contornos de la armadura. No tardé en encontrar, en efecto, en el lado exterior de las columnas, sendos tomillos, al aflojar los cuales giraba el disco. Pude. pues, complacerlo en lo que quería.

Inclinada así, un poco hacia adelante, la parte superior del espejo, en él se reflejaba la butaca, situada al frente, y yo mismo cuando en ella me sentaba. Como esto lo hacía a menudo, mi contacto con el espejo se hizo más frecuente y de mayor duración. Por eso, transcurrido algún tiempo, llegué a tomarle verdadero cariño y, en consecuencia, empecé a considerarlo como algo más que una simple compañía; empecé a considerarlo como a un amigo, y como un amigo de toda mi intimidad. ¿Qué tiene de extraño, pues, que algunas veces le hablara a fin de comunicarle lo que para entonces sentía o pensaba? ¿Y acaso de este comunicarle mis sentimientos y pensamientos no obtuve beneficios? Porque sus expresiones de conformidad o desacuerdo con lo que yo le manifestaba me marcaron en varias ocasiones el rumbo a seguir en diferentes asuntos; rumbo que en casi todos los casos, según comprendí luego, fue el acertado. ¿No era natural, por consiguiente, que yo le consultara mis cosas a mi amigo el espejo?

III

En contraste con el cariño que le había llegado a tener al espejo, estaba el odio que había llegado a sentir por la gata asesina. Odio que tuvo su culminación al día siguiente de haber llevado yo a la casa un canario, cuando encontré en el patio el cadáver desgarrado del pajarito. Había colgado la jaula en lo más alto de una de las paredes del corredor, y lo habla hecho así para poner al canario fuera del alcance del sanguinario felino. Aún no me explico, pues, cómo pudo éste saltar hasta la jaula y apoderarse de aquél.

Se supondrá, quizás, que yo, entonces, arrojé a la gato a la calle. Y se supondrá con razón porque era lo indicado. Sin embargo, no lo hice. Y no lo hice porque gracias a ella habla en mi casa un completo silencio por los noches, el silencio que necesitaba un hombre nervioso como yo para poder conciliar el sueño. Porque estaba seguro de que si echaba a la gata, los ratones volverían a impedirme dormir, con sus golpeteos y carreritas, ya que los tenaces roedores no hablan sido exterminados ni mucho menos, como lo evidenciaba el hecho de aparecer, de vez en cuando en un rincón cualquiera de la casa, el cuerpecito destrozado de alguno de ellos.

Mi amigo el espejo también odiaba a la gata, o, al menos, sentía por ella una radical antipatía. Claramente se observaba su aversión por el animal cuando éste le pasaba por delante. En efecto, entonces su expresión tomaba una adustez semejante a la que, en momentos de cólera, aparece en el rostro de los hombres reconcentrados. La detestable fierezuela había tomado la costumbre de echarse en mi butaca predilecta, lo cual, como es de suponer, me desagradaba profundamente. Al principio, en cuanto la veía, la espantaba de allí. Luego, ante la persistencia de su costumbre, y harto ya de gritarle y amenazarla, lentamente me fui resignando, y concluí por dejarla tranquila. Quien, al parecer, no se resignaba, era mi amigo el espejo. Porque a mi amigo también le producía un profundo disgusto la irrespetuosa costumbre de la gata. Casi llegaría a decir que le disgustaba más que a mí. Y ello por la sencilla razón de que, como la butaca se reflejaba en él, la gata, al echarse en la butaca, también en él se reflejaba. Y no sólo era que mi amigo no se resignaba, sino que, todos los días, su rechazo por la costumbre del animal daba la impresión de ser más fuerte. Hasta que una vez…

Serían las tres de la tarde, y yo, después de una ligera siestecita, hallábame aún en el dormitorio, arreglándome para salir a la calle. En el momento en que tomaba el paquete de cigarrillos y el encendedor, que antes de acostarme pusiera sobre la mesita de noche, oí, muy cerca, el inconfundible gruñido de los gatos cuando de pronto se ven frente a un perro. Volví la cabeza y vi a la gata parada en la butaca, de frente al espejo, con el cuerpo arqueado, el rabo enhiesto, erizado el pelambre, desnudos y temblando los filudos dientes, fulgurantes los ojos. Desvié entonces la mirada hacia mi amigo el espejo, y vi que en él se reflejaba el odioso animal en toda su furiosa y desafiante actitud. Pero vi también en mi amigo una expresión de ira de que nunca le creí capaz. El disco de su cuerpo parecía vibrar de cólera, y diríase que las partes no ocupadas por la imagen de la gata despedían reflejos azulados y rojizos.

De repente sucedió lo inaudito. ¡El disco empezó a expulsar a la iracunda imagen! La expulsaba lentamente, mientras sus vibraciones aumentaban, y eran más rápidos, cual un menudo bombardeo, sus destellos azulados y rojizos. La imagen salió del disco como impresa en una lámina de aire. Avanzaba, centímetro a centímetro, en linea recta, hacia el centro del dormitorio. Y a medida que avanzaba se iba desvaneciendo.

Yo, totalmente asombrado, la seguía con la vista, y cuando instantes después se hubo desvanecido por completo, volví los ojos al espejo, pensando que, al expulsar la imagen que reflejaba, se había quedado vacío. Y, ¿cómo sería un espejo vacío, un espejo que nada reflejase? Pero me había equivocado. Otra imagen estaba allí, substituyendo a la expulsada. Era también de la gata, pero no en la actitud en que ahora se hallaba, sino echada, soñolienta, en la butaca. Esta imagen, al igual que la anterior, también fue expulsada del disco, en la misma forma y de la misma manera, pero más rápidamente. Otra la substituyó, también de la gata, en posición distinta a las anteriores, y también fue expulsada. y más rápidamente aún. Y fue luego una sucesión de imágenes expulsadas, cada vez con mayor velocidad, todas del abominable felino.

Era evidente que mi amigo el espejo, llegado al máximo su aborrecimiento por el animal, y no queriendo saber nada de él, tener nada de él, estaba devolviendo sus imágenes. Súbitamente cesó la devolución de éstas, y en el espejo quedó fija una, asqueante y horrenda, casi idéntica a otra que yo conocía en la realidad. Era la gata desgarrando el cuerpecillo de un ratón; de la gata asesina ensimismada en su cruenta tarea, con el hocico manchado de sangre y los verdes ojos feamente amarillosos chispeantes de complacencia, y con la boca semiabierta, retraída en las comisuras, mostrando el filo de los agudos dientes, como si se estuviera riendo.

La diferencia de tal escena con la que yo había presenciado anteriormente se hallaba en que en ésta aparecía la gata realizando su repugnante acción sobre la butaca. ¡Sobre mi butaca! ¡Maldito animal! Advertíase claramente que mi amigo, al mostrarle la horrenda imagen a la gata, estaba echándole en cara su crueldad, repudiando abiertamente su conducta criminal.

La irritada fierezuela, que presenciaba cuanto sucedía sin variar de posición ni de actitud, o sea parada en la butaca, arqueado el cuerpo, erizado el pelambre y gruñendo, soltó de pronto un furioso bufido, seguramente medio enloquecida de rabia por el acto que se le echaba en cara, y con un salto gigantesco se lanzó contra el espejo. Rompióse el disco y sus pedazos cayeron al suelo. La gata, entre tanto, quedaba en pie sobre la cómoda.

Al ver destrozado el cuerpo de mi amigo, monté en cólera y me abalancé contra el furioso animal, dispuesto a agarrarlo y estrangularlo. Pero no pude llegar hasta él, porque en cuanto me le acerqué, brincó al suelo y se alejó en carrera vertiginosa. Preso de la ira, corrí tras él. Lo perseguí por el patio, por el comedor, por la cocina y, finalmente, siguiéndole los pasos llegué al corral. Al fondo de éste, junto a una enredadera que crecía arrimada a la pared, se había detenido. Y desde allí me miraba, lucientes y alertas los feos ojos.

Lentamente me le fui acercando, observándolo, espiando el menor de sus movimientos, a fin de adivinar hacia dónde saltaría, para cortarle el salto y apresarlo. Ya me hallaba a sólo unos cinco pasos de él. Y estaba claro que por la posición del cuerpo, saltaría hacia la derecha. ¡Y allí estaría yo para cortarle el salto! ¡No se me escaparía el felino aborrecible! Ahora sólo me hallaba a cuatro pasos. ¡A tres! Ya casi sentía su inmundo pescuezo entre mis manos, y mis dedos apretándolo, apretándolo, fuertemente, despiadadamente.

Y, de pronto, el animal saltó, ¡pero saltó hacia arriba, hacia la enredadera! Prendióse de ella, trepó velozmente, brincó hacia el techo y se fue, para no regresar jamás. Lleno de amargura por no haber podido matar a la odiosa bestia, regresé al dormitorio y me detuve frente a los restos de mi amigo el espejo. De aquel maravilloso disco que con tanta vivacidad mostraba sus estados de ánimo, quedaban sólo unos cuantos fragmentos inexpresivos. Amorosamente los recogí, y poco después les di sepultura en el corral, cerca de la enredadera.

A pesar de que ningún descalabro habían sufrido con el golpe, enterré, en unión de los restos del disco, las delgadas columnas que le sirvieron de soporte. En vida estuvieron juntos; en muerte también debían de estarlo. Con la desaparición de mi amigo el espejo, nuevamente quedé solo en la casa. Por fortuna, mi esposa y mis hijos llegarían dentro de pocos días. Ellos me proporcionarían la mejor de las compañías. y ellos se ocuparían en resolver el problema de los ratones, el cual, faltando la gata, no tardaría en presentarse otra vez.

Desde luego que nada les contaría de lo sucedido. Las cosas que en su soledad ve un hombre, no se cuentan.

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