La toalla
Éramos diez: Mi madre, mi abuela, tres tías y cinco hijas; viudas y huérfanas de una luz masculina; padre, tío, hermano o pretendiente, que interrumpiera nuestra tristeza cotidiana. Éramos diez, que de tan pobres, compartíamos una sola toalla para secarnos el cuerpo después de bañarnos.
Luego de la ducha, -un eufemismo para referirnos al agua vertida en el cuerpo con una taza-, cada una tomaba el paño colgado en el tendedero del patio y repetía el ceremonial diario sin pensar, entonces, en las inconveniencias higiénicas de aquel acto.
Muchas veces vi a mi madre secarse los pies, sonarse la nariz, o toser y estornudar sobre el tejido; y a mi abuela, frotarse las axilas y secarse las arrugas de la cara.
Con naturalidad mis tías se frotaban las piernas y las nalgas, y mis hermanas y yo, tallábamos nuestros cuerpos hasta empapar la toalla con la turgencia de nuestras pieles.
De tanto usarla, el trozo de trapo había perdido la intensidad del color azul que trajo cuando nueva, así como la perfección del rectángulo de cuyos bordes se desprendían las hebras por el desgaste. Se había vuelto tan delgada, que, tendida al sol, podía dejar ver el otro lado del mundo.
A nadie se le ocurrió pensar que la práctica de enjugarse, enseguida del baño, requería del lavado frecuente del paño; por el contrario, la familia, sin detenerse a olerla siquiera, colgaba y descolgaba la tela, dando por sentado que la higiene familiar no era un hecho individual, sino la emanación colectiva de un olor común.
Mi abuela, por ejemplo, le estampaba el indicio de los trastos guardados en un rincón de la casa; mi madre, la marcaba con los humores alterados de sus cambios hormonales; mis tías, la impregnaban con la fragancia de sus cuerpos vírgenes, y mis hermanas y yo, -en edad de merecer-, la untábamos, según fuera, con el perfume o el hedor de los objetos que tocábamos.
La toalla se había convertido en un mecanismo de exfoliación que absorbía millones de células desprendidas de la piel reblandecida por el agua.
Un día pregunté a la abuela, sin pudor ni prudencia, qué era ese olor que expelía la toalla después que ella se bañaba, -diferente al de mi madre o al de mis tías o al de mis hermanas-.
-“¿Qué olor?”, -me replicó ella, fingiendo extrañeza-. “Ese olor, ácido y amargo, de jabón azul y medicinas”, – le contesté. Ella, sin molestarse siquiera, me respondió con naturalidad que era el “olor de los cuerpos que se desgastan”.
La mañana que enigmáticamente la toalla desapareció del tendedero, ningún miembro de la familia pudo moverse de casa.
En las primeras horas, mi madre no hizo otra cosa que vociferar contrariada por no poder bañarse. Corría de un lado a otro, acicateando a sus hermanas para que buscaran la toalla.
Mi abuela, sentada en un rincón, me achacaba con su mirada el extravío, como si sospechara de las máculas en mi vestido. Y mis hermanas, mirándose unas a otras, parecían aguardar con temor, la bofetada de un reproche o la mortificación de un castigo.
Nadie advirtió que en el fondo del patio, enterrada en un hueco húmedo, palpitaban los restos de una masa circular, oscura, sanguinolenta y traslúcida, que la toalla envolvía. Ya no entraba aire en sus pulmones, y la sangre impregnaba el misterio de un diminuto cuerpo con un perfume adormecedor.
AHORA CUELGA EN EL TENDEDERO UNA TOALLA NUEVA, una sarga de algodón de trama resistente, y urdimbre suave y sensible. La hemos comprado de un verde sólido, permeable al aire y también al agua; espesa y tenaz al contacto, y testaruda a las temperaturas. La hemos escogido afanosa, vehemente, para que ondee nuevamente como una bandera ambiciosa de nuevos amoríos e infidelidades.
***
Prueba de esfuerzo
Luego del robo, el muchacho echó a correr con furia. Con todo el ímpetu del que fue capaz, y llevándose por delante al colector de la unidad y a un pasajero, cuando bajó del transporte público de un salto hacia a la calle, corrió con desesperación, cargando consigo el botín.
Al iniciar la huida, no reparó en la mujer del grito, ni en el hombre tumbado por la fuerza de su envite cuando tomó rumbo al callejón. En su carrera desesperada, no advirtió al policía en la esquina que iniciaba la persecución, y que tras el primer impulso se llevó con su cuerpo los tarantines del mercado.
No se percató de los comederos ni de los bebederos llenos de gente; ni de la coreografía de malabaristas y saltimbanquis alrededor de los semáforos; no vio el gesto de santiguación de los paseantes a su paso frente al templo; ni los cuerpos frotándose ansiosos en las salidas del Metro.
No sintió los olores ni los vapores que salían como buches de los talleres mecánicos, pues en su loca carrera, luego de la ratería, en lo único en que pensaba era en la promesa del trofeo que contenía la cartera del hombre al que había robado.
Corría, y el cuerpo le palpitaba como un tambor furioso. Daba grandes zancadas como si fuese perseguido por la ola de un mar escapado de su playa.
Comenzó a sentir temblores, a faltarle el aliento; pero saberse cazado, ahora, por un contingente de policías, no le permitía darse por vencido.
En un esfuerzo por superar los latidos de su corazón que retumbaban hasta sus oídos, saltó por encima de una pared que cercaba un predio vacío; lo cruzó, raudo, entre malezas y escombros; saltó otra, que lo depositó en unas calles acorraladas de ranchos, hasta desembocar en las riberas de un río, bajo cuyo puente, las aguas fluían extenuadas.
Aunque la caída al cauce fue dura, y se doblegó el tobillo izquierdo, el caudal aminoró el impacto. Después de sobreponerse, se levantó. Miró hacia atrás, oyó el ulular de sirenas, y se pensó víctima de una cacería humana. Miró hacia adelante, y vio el río embaulado como un túnel, pero sin luz al final; y como el atleta que aguarda en la línea de salida, después de escuchar los disparos, volvió a correr.
A correr, saltando obstáculos. Tropezando muebles, colchones y neveras, que flotaban en el hilo pringoso del río. La hedentina a perro muerto humillaba, aún más, la respiración de la huida.
Dejó de oír. Un zumbido pobló sus tímpanos. Perdió la visión periférica, y era como llevar unas gríngolas sordas que lo obligaban a mirar sólo hacia adelante.
De pronto se sintió fuera de la realidad. En los márgenes de la cuenca comenzó a ver a gente que le aplaudía o lo aupaba. Sonaba el griterío, y desde las depresiones de aquellas orillas, resonaban los ecos de los cánticos ceremoniales del antiguo juego de carreras, bajo el flamear de las banderas, el estruendo de los cohetes y el tronar de los tambores. Unos gritaban: ¡Atrapen al ladrón!, y otros: ¡Maten al hijo de puta!
Corría, corría, corría, e invocaba a la Virgen de los Choros con sus plegarias. Se acordaba de su madre y de su hermana, y mientras tragaba gruesa la saliva del temblor, un dolor seco se le acomodó en el pecho.
Sobre el carril de agua cayeron las sombras vacías de la tarde. En las gradas de cemento del río embaulado, ardieron aquí y allá algunas hogueras para mantener el cuerpo iluminado. Un infarto agudo al miocardio, le llegó como una jabalina al centro del pecho. No pudo llegar a la meta. Su cuerpo de muchacho ladrón cayó triste en el ataúd del río.