literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos de Reinaldo Cardoza

Jul 26, 2024

Pensando flores

En diciembre de ese año regresé a Cumaná a pasar las navidades con mi familia. No había otra opción: las navidades en casa eran sagradas, intocables; tenía que estar para recibir el año y para las fiestas. Era así desde que recordaba y no conocía otro modo de celebrarlas. Al volver en enero escuchaba las historias de los que no volvían a sus casas en navidad: viajes en bus a Colombia y regalos del Niño Jesús. Me mataba la curiosidad por saber lo que era una cena navideña en el comedor principal, el de planta baja. Los que se quedaban decían que aquello no parecía el colegio, y que hasta los sacerdotes se permitían ―también a los demás― la libertad de una cerveza el 24 y el 31. Los muchachos debían escribir una carta al Niño Jesús pidiendo los regalos; un capricho y una necesidad. Y la hermana superiora se los concedía la noche del 24 de diciembre. Nunca viví aquella experiencia; no me estaba permitido. Los que se quedaban contaban estas cosas, y a nosotros nos parecía que había algo de falso en sus relatos, algo de invención que no terminaba de convencer ni siquiera al más crédulo. Quizá era un modo de reproche porque íbamos a nuestras casas y ellos no; jamás lo supe.

El tránsito de mi viaje fue, como siempre, un desastre. Mi cuerpo de trece años apenas soportaba las veinte horas en bus que me llevaban de un extremo a otro del país. Yo intentaba consolarme con lo bueno que me esperaba al llegar. Diciembre era la mejor época del año en la casa, y ya iba para tres meses sin ver a la familia. Además, mamá había estado enferma. La última noche, tres meses atrás, antes de irme a Mérida, mamá puso a correr a mis hermanos por un desmayo y parecía que la enfermedad había ocupado a todos en mi ausencia. Yo no entendía muy bien de qué se trataba. Las explicaciones evasivas de mis hermanos no ayudaban mucho. En algún momento supuse que era grave. Un mes después de mi partida trajeron a la tía Sonia a la casa y la pusieron al teléfono para que me explicara. Seguí sin entender, quizá porque ella no lo hizo tan bien como esperaban mis hermanos.

Una lucha con la incertidumbre, una batalla constante con aquellas cosas que imaginaba le podían haber pasado y que yo no sabía. Me costaba cada vez más pensar en las clases y en las tareas. Algunas veces me sorprendía despistado ante las preguntas de los profesores; otras, me tendía sobre la cama y miraba por horas las formas irregulares de la litera de encima, sin dormir, entre miedo y pensamientos. Durante esos tres meses mamá no habló conmigo ni contestó mis cartas. Siempre me decían que estaba dormida cuando yo llamaba o me llamaban. No hay nada más desalentador que la idea de alguien que escribe y no recibe respuesta a sus cartas. Como la imagen de un hombre que bebe a solas en un bar. Por eso me interesaba el viaje de aquel año, a pesar de las veinte horas recorriendo el país a bordo de un bus que andaba más por milagro que por sus condiciones mecánicas.

Noemí: He decidido escribirte nuevamente. Sé que no es nada novedoso para ti; siempre he sido yo quien escribe, como en los años del internado. Tú preferías hacer caso a tu sentido práctico, al impulso momentáneo de una llamada telefónica. Yo sin embargo escogía perpetuar aquello que quería decir a través de la tinta, del papel, en la distancia, en el tiempo que tardaba la oficina de correos en hacerte llegar mis cartas. Como entonces, no creo que tenga alguna razón válida para hacerlo: es posible que haya muchas en las que no quiero detenerme en este momento. Decidí escribirte otra vez, aunque hayan pasado los años y ya no esté en el internado, aunque no puedas responderme con una llamada, aunque sé que cuando decida cerrar el sobre no tendré una dirección que poner para que los del correo hagan su trabajo. Así de necios llegamos a ser a veces los remitentes.

Cumaná era, aún lo es, un pueblito olvidado al que es muy difícil llegar por aire o tierra, por eso las líneas de buses no tenían rutas directas, de modo que me tocaba hacer parada obligatoria en Puerto La Cruz, en un terminal tan feo como el de mi destino, sólo que más grande. A pesar de la tortuosa y serpenteante vía que une a las dos ciudades, es un espectáculo la vista del mar en pleno amanecer, con la luz naciente que da otro color al paisaje y a las islas de Mochima. Paradójico, pero cada regreso a Cumaná es como la primera vez. En muchos años, incluso cuando me hice un hombre, me tocó viajar a infinidad de lugares, pero sigo experimentando aquella sensación del retorno con la misma expectativa de los años del internado. Aunque los destinos sean muchos, el regreso siempre es el mismo, pienso ahora que escribo esto. Aquellos dos viajes al año eran una isla. No importaba a dónde iba, un respiro era lo que necesitaba de las cosas que se vivían en el colegio, independientemente de que fuese un buen año, porque también los había. Cumaná era, siempre lo ha sido, la posibilidad de regresar, algo así como el último destino que no se me puede negar.

Recuerdo aquellas largas hojas que llenaba para ti en los años agrios y solitarios en el internado. Mi caligrafía torpe intentaba convencerte de que era feliz, que todo iba bien y pronto estaría de vuelta, y podría abrazarte como sólo un desdichado es capaz de hacerlo porque sabe que la felicidad se le escapa en un segundo.

El cuadro de la Virgen del Valle de la sala tenía un velón encendido, como cada vez que yo viajaba de Mérida a Cumaná y de Cumaná a Mérida. Ella decía que aquel cuadro se lo regalaron cuando apenas era una adolescente, y debía ser cierto por lo amarillento de la imagen que protegía el vidrio. Nosotros aún lo conservamos como una de sus reliquias más preciadas. Ese gesto de la vela encendida me llevó el corazón a la boca, y los latidos se me hicieron ensordecedores.

Cuando me vio, mamá pareció no reconocerme de inmediato. Estaba acostada en el primer cuarto y no en el suyo como era de esperarse. El sol entraba casi horizontal por la ventana e iluminaba todo el espacio. Según dijo mi hermana, que ahora dormía junto a ella, se había levantado a las cinco de la mañana, como si le hubiesen anunciado la noche anterior mi llegada, como si de alguna manera supiese que yo venía. En la habitación había una cama matrimonial en la que dormían ella y mi hermana, y una mesa de noche repleta de medicamentos ―cajas de comprimidos, blísteres, frascos, cremas y pomadas, ampollas, inyectadoras, alcohol―. Aunque todo estaba más o menos igual que tres meses atrás —los mismos muebles colocados donde siempre—, salvo por el decorado navideño, supe que algo había cambiado. Ella no era la misma. Me lo confirmaron sus ojos de duda ante mi presencia; esos ojos eran todo interrogante ante aquel que llegaba con la mañana e irrumpía en su cuarto.

Descubrí de inmediato las huellas de la parálisis parcial apenas se incorporó para verme mejor. Vi que estaba flaca y que llevaba el cabello más largo de lo usual. Hablaba poco y yo no le entendía media palabra. Mis hermanos servían de intérpretes entre ella y yo. Sabía que venía de lejos, interpretaron mis hermanos, que llegaba de viaje, pero no fue capaz de recordar mi nombre. Sabía, dijeron mis hermanos, que nos unía un lazo de algún tipo, pero no recordaba con exactitud quién era yo. Le preguntaron de mil maneras, tratando de darle pistas, pero fue en vano. Ellos siguieron interpretando y traduciendo para mí lo que yo apenas alcanzaba a oír; simples balbuceos, palabras sin significado. Comencé a sospechar entonces de algún tipo de habilidad en ellos, desconocida para mí hasta ahora, que les permitió descubrir un lenguaje más allá de las palabras y las convenciones. Se comunicaban a perfección mientras yo trataba de adivinar si había algún tipo de clave, alguna marca, un código al que no tenía acceso. Tardé años en entender que simplemente era un espacio vacío, un borrón en la memoria; por eso no tenía posibilidades. Era eso, que de la noche a la mañana había dejado de existir, que ella me había olvidado y que en mi historia faltaba un pedazo, que me faltaba un brazo o el rostro. Estaba allí, pero era como no haber nacido. Peor aún: el tipo bebiendo solo en el bar era yo.

Sintiendo que aquella carencia de rostro o de una extremidad era casi orgánica, comencé a sacar regalos y dulces de una caja que había traído conmigo. Ella no era la misma y yo lo sentía en su manera de mirarme con extrañeza, como se ve a un desconocido. Un recuerdo que ha sido borrado. Por eso fue que tuve que comenzar de cero, como si fuese la primera vez en vernos y ella también era alguien nuevo en mi vida.

Casi puedo verme sentado en una mesa de las amplias galerías, haciéndome la idea de que me leías con la emoción en la garganta, con lágrimas en los ojos. Intentaba mentirte, pero sabías en el fondo que en el internado todo era soledad y tristeza. Entonces no me conformaba con las palabras. Buscaba alguna cosa que me ayudase a tapar las mentiras. Usualmente era alguna flor: una orquídea diminuta; el pétalo de alguna rosa injerta que yo mismo había cortado de los rosales de la tumba del padre fundador del internado; un ramo de anís de los que crecían entre la grama; una hoja extraña que me resultaba atractiva… Y no faltaba una nota brevísima, en general un párrafo, acompañando aquel obsequio que guardabas en una gaveta de la mesa de noche: «Esta es una orquídea de una especie bien rara; ya te habrás dado cuenta por su tamaño. Se da en los jardines del colegio, y no crece en los árboles como las otras orquídeas. Es de color amarillo». La flor machacada, como si el peso de los años la hubiese aplastado. Permanece intacta, salvo por el color. Hasta yo mismo había olvidado el color. Debe ser por eso que lo puse en la nota. Y así te fui construyendo jardines de plantas nuevas y flores extrañas que te hicieran olvidar mi ausencia y la distancia que nos separaba…

Sé que puede sonar a tonterías, pero nuestras vidas cambiaron con su enfermedad. No es como cuando te da una gripe o algo por el estilo; son cambios que se producen en lo más profundo de nuestro ser que apenas se los percibe, van surtiendo efecto sin que uno tenga conciencia de que van operando de manera lenta y progresiva. Mis hermanos, que apenas sabían conducirse en la casa dirigidos por mamá, ahora se encargaban habilidosamente de todo. Cocinaban y la atendían a ella con cuidados de todo tipo, como si tuviesen largo tiempo haciéndolo. Ellos no se daban cuenta, pero yo, el extraño, el recién llegado, me fijaba en todas estas cosas. Preparaban la dieta, lavaban, administraban tratamientos, medían la presión arterial, cambiaban pañales, bañaban, se distribuían horarios… No, ninguno de nosotros fue igual desde entonces.

Nuestra casa permanecía igual, pero con cada llegada yo la veía más pequeña. Luego, con los días, se iba haciendo más y más grande hasta recuperar su tamaño natural. Era un problema con los espacios, me decía; en Mérida estaba acostumbrado a los lugares abiertos y más amplios. En Cumaná todo me parecía pequeño, también las calles y las plazas. Cuando tuve una semana en la casa caí en cuenta de que haber venido fue un error. No había pasado nada, pero aquella sensación de extrañeza que experimenté en mi propia casa desde el primer día de mi retorno permanecía intacta. Deseé no haber venido. Quizá esta era la oportunidad para averiguar si de verdad la superiora concedía los dos regalos en la noche del 24: el capricho y la necesidad (a mí me hubiese bastado uno solo). Un extraño en la propia casa. Natural sentirse así en todas partes, pero en tu casa llega a ser asfixiante. Por eso salía en las tardes a caminar hacia la playa. A las cinco de la tarde, cuando el sol no era ya un torturador inclemente, me ponía ropas ligeras y me daba un receso en las actividades que yo mismo me descubrí haciendo para atender a mamá.

En esos días vi una plantación de flores en uno de los jardines de la universidad ―que estaba en la ruta de mi caminata. Era de una especie extraña, de nombre desconocido para mí. La había visto en las ventas del centro de la ciudad, a orillas del río, pero no sabía que se pudiesen cultivar en aquel clima. Eran flores anaranjadas, casi rojas, al parecer de la misma familia de las aves del paraíso. Dos días después llevé conmigo un cuchillo en los bolsillos y robé de los jardines un tubérculo para sembrarlo en el porchecito de nuestra casa. Mamá, que estaba sentada junto a la puerta, me miraba con atención mientras yo abría un hueco para depositar allí el hijo de la planta. Yo seguía sin dominar aquel lenguaje que hacía posible que mis hermanos la entendiesen. Sin dejar de mirarme dijo con claridad: «Eso es riqui-riqui». Lo dijo con una convicción propia de ella, señalándome con el índice. Nadie más la oyó. Para mí fue como recuperar aquel pedazo de mi historia que sabía perdido.

Ahora soy yo el que escribe para mitigar la soledad, para decirme a mí mismo que aunque te fuiste sigues de algún modo, en el recuerdo y en tu cuarto vacío, en las fotografías de ese álbum que atesoramos como lo único que dejaste, en esa sonrisa malcriada… Ahora que he vuelto tú te has ido con la pausa de los que quieren quedarse. Lástima que sé que no llamarás, que no recibiré ninguna respuesta tuya. Lástima que ya no cuente con un jardín de especies poco típicas como las de la infancia. Solamente espero que los recuerdos no causen daño, los dejo reposar para que el tiempo los curta de otro sabor menos doloroso.

Las vacaciones de diciembre terminaron pronto, y nuevamente volví al internado. Mientras estuve en la casa, regaba todos los días el pequeño hijo, aún en contra de las recomendaciones de todos, que aseguraban que tanta agua terminaría pudriéndolo. Yo no les hacía caso, y lo regaba confiando en que crecería y florecería. Cuando me fui ya la planta había crecido por lo menos veinte centímetros más, de manera que tendría cerca de medio metro, y partí convencido de que ya no moriría. Mis hermanos me contaron que la mata dio su primera flor a los cuatro meses. Mamá pidió, así dijeron mis hermanos, tal vez interpretando ese lenguaje que yo mismo comencé a dominar con el tiempo, que la cortasen y la pusiesen a la foto de la Virgen del Valle de la sala. Se dedicaba al cuidado de la planta (que ya eran varias), dijeron mis hermanos, estaba pendiente del riego diario, de que le echaran un poco de agua a la flor del muchachito. El muchachito, así me llamaba ahora.

Mis hermanos y yo estamos bien. Hacemos esfuerzos enormes por parecer normales, por continuar con nuestras vidas a pesar de tu cuarto vacío. Algún día espero poder escribirte una última carta sin dirección en el sobre, en la que por fin me convenza de que te has ido para no volver, y acepte que para darte flores debo ir hasta el cementerio.

***

Destierro

―¡Coño, pero tú sí eres cobarde…! ―me dijo, y soltó una carcajada, como si hubiese contado un chiste muy gracioso. Me tuteaba, a pesar de la costumbre de los andinos de dirigirse a todos como usted. Recordé que cuando estudiábamos yo mismo le pedía que se refiriese a mí como , porque me incomodaba aquel tratamiento tan frío y distante. Al principio me molestó su risa, creí que se burlaba de mí con el mayor descaro; confieso que esperaba un poco de compasión por mi situación. Cuando calló y los dos quedamos en silencio comprendí que no había cabida en él para la burla o el descaro, tampoco para la compasión. El colegio, o lo que quedaba de él, está sobre un cerro, en una planicie que termina justo donde comienza la pendiente del cerro. Los dos estábamos sentados en esa zona limítrofe entre la pendiente y la planicie, y podíamos ver cómo atardecía en la Sierra Nevada. A pesar de la hora, la neblina no tapaba las montañas, que en ese momento se dejaban ver en un tono azul grisáceo y verdusco. Los días sin neblina eran, quizá, los más fríos. Desde donde estábamos hasta el pico Bolívar no había límites.

―Ya verás que, después de todo, el asunto no es tan grave, que te estás ahogando en un vaso de agua. Recuerda que las cosas siempre pueden estar peor, y ese no es tu caso. Y no creas que lo digo para hacerte sentir bien; es en serio. ―Hablaba con una serenidad que me pareció inhumana, despojada de todo sentimiento, como si lo mío fuese un dolor de muelas o un raspón en la rodilla. Tal vez no había nada en la tierra capaz de conmoverlo. Yo no sabía qué responder, me dejaba contra la pared, arrinconado.

―A ver, dime ¿por qué viniste acá? Y no me refiero al viaje, sino al colegio ¿por qué has venido todos estos días?

Lo había visto estacionar el carro frente a la que ahora era mi residencia. Yo estaba sentado en el porche de la quinta leyendo la prensa. Bajó y tomó hacia el final de la calle. Supuse era alguno de los que llegaban a bañarse en la quebrada y se iban al rato. Creí también que su cara me era conocida. Tengo una memoria fotográfica inservible; puedo recordar con precisión que conozco a alguien, pero imposible que haga coincidir nombres con caras y lugares. Suelo pasar situaciones muy incómodas por esta limitación mía. Se parecía a un viejo amigo de la adolescencia, por eso fui tras él. El Arado, como se llama la calle, desemboca en una quebrada donde solía bañarme cuando me escapaba los fines de semana del colegio. Me pareció raro que veinticinco años después el agua permaneciese limpia y tan caudalosa como en mis tiempos de estudiante. Cuando llegué hasta allí, el hombre no estaba. No tenía intención de seguirlo, pero ya era la hora de mi paseo diario.

Vi que iba adelante, nos separaban unos cien metros. A pesar de mis cuidados no tardó en darse cuenta de que iba detrás de él. Al saberme descubierto me sentí nervioso como un niño al que van a regañar porque le pegó a su hermano menor o rayó las paredes recién pintadas de su casa. Redujo la velocidad de sus pasos para esperarme, sin dejar de caminar. Me miró con ojos dubitativos, sospechando conocerme. Yo lo comprobé cuando pronunció mi nombre y apellido. Lo dijo con tal naturalidad que habría podido jurar que me estaba esperando. Nos abrazamos y en ese abrazo sentí que recuperaba su amistad adolescente, que los dos volvíamos a ser los muchachos que contaban historias y hacían planes para un futuro que entonces parecía incierto. Después caminó junto a mí, como adivinando que llevábamos la misma dirección.

Comenzamos a conversar de nuestras vidas. Hasta parecía que reanudábamos una plática interrumpida unos segundos antes por el saludo de un tercero. Se mostró especialmente interesado por saber qué había hecho en los veinticinco años sin vernos.

Le dije entonces que logré estudiar y titularme en arquitectura, le conté de los esfuerzos y sacrificios de mi familia para pagar mis estudios, de lo que tuve que trabajar yo mismo porque a veces lo que me mandaban no alcanzaba para cubrir mis gastos. Después de la graduación vino el matrimonio con una muchacha que conocí en la universidad mientras ella todavía estudiaba diseño de interiores. Un noviazgo más bien corto y un matrimonio que ya pasaba las dos décadas. Teníamos dos hijos, dos jóvenes que habían dado todo lo que se podía esperar de ellos y más todavía. Le hablé de mi trabajo como profesor en la universidad, del restaurant que comenzó siendo un pasatiempo y después llegó a ser uno de los mejores en la ciudad, de la agencia de decoración de Amanda, mi esposa. Le dije que nos iba bien, los negocios familiares generaban suficientes ingresos para que viviésemos con comodidad. Ahora que lo pensaba mejor, éramos una familia feliz y yo estaba contento con todo aquello, me sentía satisfecho de lo que había hecho y construido. Era algo que estaba más allá de las comodidades y el dinero. Mi antiguo amigo me escuchaba con atención, hasta se diría que estaba interesado en realidad en lo que escuchaba y que no lo hacía por simple cortesía. Avanzábamos por la margen derecha de la carretera, o lo que quedaba de ella. Un silencio ceremonioso nos rodeaba, y sólo se oía el sonido de nuestras pisadas en el asfalto. Los árboles apenas se movían por una brisa suave que también nos refrescaba. Como pasó conmigo, a mi amigo no pareció sorprenderlo el ambiente ruinoso del que se consideró uno de los mejores colegios del país. Seguramente había venido recientemente y lo que veía no representaba sorpresa alguna. Pude ver en su rostro que mi historia no lo convencía del todo, que esperaba por más. De un momento a otro se había convertido en mi confesor, sin que él me lo pidiese y yo sin proponérmelo. Tal vez actuábamos movidos por la necesidad de hablar, de tener a otro con quien conversar.

Tuve que contarle entonces las razones del viaje que me había llevado otra vez a Mérida. Habíamos llegado al pie del cerro sobre el que estaba el colegio. Preferimos rodearlo y caminar por el patio, por las calles empedradas, hasta sentarnos al borde del pavimento, y quedamos de espaldas a las imágenes del santo patrono y la Virgen sentada con el Niño.

Le conté que tres meses atrás me habían hecho el diagnóstico. Fui al médico temiendo lo peor, sabiendo que esta vez era mi turno. La enfermedad era hereditaria y mi madre y algunas tías habían muerto del mismo padecimiento. Los síntomas típicos aparecieron, pero yo no les hacía caso, queriendo creer que se trataba de malestares aislados producto del estrés por el trabajo en la universidad y las exigencias cada vez mayores del restaurant. Sabía, además, que si se trataba de la enfermedad familiar poco se podía hacer. Primero fueron los malestares y los mareos, una debilidad en el cuerpo a toda hora. Una palidez que se apoderaba a ratos de mi rostro que me hacía pensar de inmediato en la muerte. Mucho sueño durante el día y desvelo por las noches. También orinaba más veces que las acostumbradas. Cuando mis piernas y mis pies comenzaron a hincharse, Amanda me obligó a ir a consulta con un especialista. La medicina no contaba con una cura, sólo con mecanismos que retrasarían mi muerte. Se trataba de una enfermedad crónica terminal. Con lo mío, le dije, pasaba como en aquel cuadro que tenía el viejo Forero a la entrada de su casa. La pintura era, según el propio Forero, una alegoría de la medicina. Mi amigo creyó recordarla vagamente. En el medio de la escena estaba el cirujano con su traje azul, con la mascarilla tapándole medio rostro; al lado derecho del hombre y frente a él, una mujer desnuda medio desmayada; el médico impedía que la mujer cayese al suelo; del lado izquierdo, detrás del doctor, y envuelto en un manto negro, estaba un esqueleto de huesos blancos; el esqueleto extendía los huesos desnudos de un brazo, tratando de alcanzar a la mujer; el médico no lo dejaba. Aquel esqueleto plásticamente tan bien logrado era la muerte. La túnica negra y el movimiento de los huesos, el brazo que se extendía sin desesperos, la calavera sin expresión que provocaba mil expresiones, la muerte paciente que espera y sabe cuándo arrebatar. El doctor era el único que miraba al espectador, y lo hacía buscando respuestas; siempre me pareció que de los tres era quien menos entendía en medio de qué se encontraba. Había un no sé qué de extrañeza en sus ojos que provocaba tensión en el espectador.

Como en aquella alegoría, los médicos no podían darme una respuesta ni una cura. Esa fue la razón por la que tomé una decisión. De inmediato supe que debía irme lejos, dejando atrás a la familia y todo lo que tenía. Me impuse este destierro hasta la llegada de mi muerte, en la soledad de este frío valle. No soportaría, le dije, que también los míos sufriesen mi padecimiento. Comencé a planificar mi viaje con total hermetismo y guardé para mí lo de la enfermedad. Me fue fácil fingir que no sucedía nada, a Amanda le inventé cualquier excusa sobre los síntomas que ya había notado. Preparaba cada detalle de mi partida con el mayor de los cuidados, seguramente ninguno de los que me rodeaba notó algo extraño. Hice las gestiones necesarias con un abogado para resolver la sucesión de mis propiedades, que en realidad no eran muchas.

Pensé detalle a detalle todo lo que sería mi vida en adelante. Y me creé una serie de normas y pasos a seguir para que todo saliese según lo planeado, como viajar en bus porque en avión era fácil que descubriesen mi destino, no gastar dinero de ninguna de mis tarjetas porque me localizarían de inmediato, y así tantas cosas que en otras circunstancias hubiesen parecido propias de un neurótico. Pero era eso o que me descubriesen. Ahora que me detengo a pensar esto me sorprendo de lo meticuloso, lo detallista, lo calculado de todo. La última mañana que estuve en mi casa, salí como que fuese a la universidad, sin más equipaje que un morral. Antes de marcharme, dejé una carta donde explicaba todo; quería evitar que se armase un escándalo, que se creyese que permanecía secuestrado o desaparecido y muerto con una bala en el cráneo.

―¿Entonces tomaste por costumbre marcharte sin despedirte?, ¿no fuiste capaz siquiera de decirles adiós? ―nuevamente me preguntaba por algo que me parecía fuera de lugar, como si diese importancia a cosas irrelevantes. Tampoco esta vez supe qué contestarle.― ¿Recuerdas que tampoco te despediste de mí, de ninguno de nosotros…? Ni siquiera por la amistad y de todo lo que compartimos juntos.― Sus silencios eran de una profundidad sepulcral; su mirada seguía perdida más allá de las montañas.― Un escritor de tu tierra (no recuerdo en este momento su nombre) dice que «los que se van sin despedida quedan como almas en pena»; y en otro texto suyo repite la misma idea: «se sabe que quienes se van así sin más, sin decir una palabra, han de volver algún día». Como que lo hubiese escrito pensando en ti. Ahora que lo pienso es probable que esa sea la razón de que hayas vuelto, de que te haya encontrado. Es posible que por eso yo también esté aquí. Y para nada esto es un reproche, ya sabes que me alegra mucho que estemos conversando.― Una nueva pausa.― No te culpo porque te sientas así, porque decidieras marcharte; cualquiera se acobarda ante la llegada de la muerte. Claro, tampoco creo que eso sea malo. El miedo siempre está allí, sólo que con el tiempo lo vamos tratando de distintas maneras.

―A ver, y las despedidas… ¿por qué te interesan? ―pregunté yo. Él se tomó su tiempo para volver a hablar.

―Yo también vengo de vez en cuando hasta acá, como hoy. Dejo el carro estacionado en El Arado y me pongo a caminar por todo esto. Recorro el patio y los jardines, me siento en la fuente y después me voy. No sé si más aliviado, pero con la idea de que he recuperado algo del pasado, los recuerdos que aún conservan estas paredes y las piedras. Esto que te digo tal vez suene enfermizo, y probablemente lo sea, pero es lo único que me queda. ¿Recuerdas a Iraida, aquella novia que tuve en el cuarto año? ―no esperó que respondiera― Claro que debes acordarte, si ella fue la razón de nuestra primera borrachera acá mismo con una botella de aguardiente Los Andes… Yo no soportaba la idea de que ella estuviese con aquel indiecito mala sangre y que no volteara a mirarme. Su indiferencia me hacía pedazos y después de unos cuantos tragos de aguardiente me puse a llorar como un auténtico desgraciado. Al final creo que tú también te pusiste a llorar conmigo; no sé si por lástima o solidaridad. ¿La recuerdas, verdad? Volvimos a vernos. Casi la había olvidado cuando nos reencontramos, aunque eso sólo es un modo de decirlo. Retomamos nuestro noviazgo. Fue como conocernos de nuevo, como empezar desde cero. Esta vez no había ningún indiecito rodeándola, de modo que tenía el camino libre. Volvimos a ser los novios de antes. Seguro te habrías enamorado también. Era imposible no enamorarse de aquella mujer. Sí, ya era una mujer, y yo no era el niño que conociste cuando nos graduamos. Descubrí que sería un terrible error dejarla pasar, permitir que se fuera. Nada más acertado eso de que aprendemos a querer en la ausencia. No nos casamos, ya sabes que no soy muy dado a las formalidades. Para nosotros nunca fue necesario aquel trámite. Aunque ella me confesó, mucho después, que siempre había soñado con salir vestida de novia de una iglesia conmigo, tomándome del brazo, pero estuvo dispuesta a renunciar a aquella ilusión de adolescente por mí.

Tuvimos tres niñas. Un encanto las carajitas. Cuando tenga oportunidad te muestro una foto para que compruebes que no te miento. Dos de ellas eran gemelas. Tardamos en tenerlas, es posible que por egoísmo; siempre hay algo de egoísmo en el amor. Estaba acostumbrado a una vida de entrega en la que solo existíamos el uno para el otro. Por un tiempo no podía aceptar que hubiese un tercero entre nosotros. Me oigo y no deja de parecerme cursi todo esto que te digo, pero no me importa. Vivíamos acá mismo, en El Valle. Las chamas llegaron y las cosas no fueron distintas, al menos no en la manera en que creí. Hasta parece que mejoraron. Cuando vine a caer en la cuenta yo también había sido seducido por ellas y sus travesuras, por sus peleas y berrinches diarios. Creo que no hace falta que te diga que adoraba a aquellas cuatro mujercitas, que me alegraban la vida por la sola razón de existir.

Todavía las niñas no estaban en la escuela. El año siguiente inscribiríamos en preescolar a las mayores, a las gemelas. Iraida viajaba todos los años a Margarita a pasar las navidades con su familia. Yo debía trabajar hasta el último día, así que las alcanzaba después para pasar las fiestas juntos; su familia es muy tradicional con estas celebraciones. Con las niñas era imposible que viajara en bus, desde que nacieron las mayorcitas decidimos que era mejor hacer el trayecto en avión. La noche anterior a la salida surgió un inconveniente de última hora en la oficina de la que era empleado y estuve hasta muy tarde en la madrugada resolviendo unas transferencias, ultimando detalles que no podía postergar. Una comisión de la compañía viajaba a la mañana siguiente hacia Caracas para gestionar alianzas con otras empresas del ramo. Ese día tuve quedarme con los miembros de la comisión, hasta que uno a uno se fueron marchando. Cuando el último se despidió eran cerca de la una de la mañana. El cansancio de la jornada me venció y en un descuido caí rendido en mi escritorio. Afortunadamente ya había terminado lo que estaba pendiente.

Al abrir los ojos ya habían llegado los primeros empleados. Me despertaron el recuerdo de que el vuelo de Iraida y las niñas salía a las siete y un intenso olor a café recién colado. Sentí un fuerte dolor de espalda y de piernas que creí me tumbaría al piso apenas traté de ponerme de pie. Con los ojos aún arenosos busqué mi reloj de pulsera. Ya no tendría oportunidad siquiera de acercarme al aeropuerto para decirles adiós. No le di importancia al asunto porque sabía que cuando Iraida llegase a casa de sus padres llamaría para decirme que todo estaba bien y que me extrañaba.

Me fui sin hablar con nadie de la oficina. Manejé hasta la casa temiendo quedarme dormido nuevamente y terminar con el carro sobre una acera o contra un poste de electricidad. Llegué y ya no había nadie. Me dejó un taco pegado en la nevera. Conservábamos la costumbre de escribirnos notas desde que estábamos acá en el colegio, como si se tratara de un juego. La nota prometía una llamada al llegar a destino. Se disculpaba por no haberse comunicado antes, porque suponía que estaba cansado y en el trabajo.

Mientras preparaba algo ligero para el desayuno encendí el televisor de la cocina. Una estación local daba la noticia. Un avión con destino a Caracas se estrella en el páramo a sólo diez minutos de haber despegado del aeropuerto de Mérida. Aún no localizaban los restos, pero daban por supuesto que no había sobrevivientes. Cuerpos de rescate se dirigían a la zona. Aún no había imágenes del suceso. El nombre de la aerolínea y la hora del vuelo me confirmaron lo que temía. Mi sueño se fue como si hubiese consumido alguna droga. Estuve alrededor de una hora paralizado frente al televisor que aún no mostraba imágenes pero repetía una y otra vez lo que había oído desde el principio. Entrevistaban a gente y más gente que no sabía nada y no se cansaba de especular sobre los hechos. Cuando dijeron el lugar aproximado del accidente tomé el carro y me fui hasta allí… Lo demás te lo puedes imaginar.

De lo único que me arrepiento es no haberme despedido de ellas, de darles un beso y estar consciente de que se han ido. Es una tontería decirlo, pero espero que vuelvan. Es como si nunca se hubiesen marchado, confío en que regresarán una mañana o mientras cae la noche. Hicimos un entierro simbólico porque no se pudieron identificar los restos, pero yo sé que aquellas cajas venían vacías, que ellas no estaban allí. Por eso, mi viejo amigo, me interesan las despedidas. A veces siento que yo mismo soy un fantasma, un alma en pena que quedó en el limbo porque no encuentra paz, porque no se ha podido despedir de los suyos. De cierto modo también estoy muerto; esto, en definitiva, es una forma del infierno. Vengo al colegio porque aquí la conocí a ella. Imagino que los dos caminamos por la plaza tomados de las manos, escondiéndonos de las monjas y los curas para poder darnos un beso, creo que conversa conmigo mientras recorremos el patio o contemplamos el paisaje. La brisa fría refresca mis recuerdos, el rumor del bosque consuela mi soledad. Como ya te dije, eso es lo único que me queda. Esta soledad es lo más parecido a la paz que he conocido.

Por eso te digo que te ahogas en un vaso de agua. Si los médicos han dicho que con lo tuyo no hay vuelta atrás, no veo por qué debas condenarte a una segunda muerte, la del olvido; una muerte más escalofriante y dolorosa. Y peor aún, condenar a los tuyos a esto. No quiero convencerte de nada, de que vuelvas o cambies de parecer; debo respetar tus decisiones. Aunque te confieso también que si estás dispuesto a regresar yo mismo te acompaño hasta tu casa, tengo bastante tiempo que no me baño en la playa… ―y volvió a reír con ganas, yo lo acompañé en su risa que también me alegraba la tarde.

Decidimos irnos porque comenzaba a anochecer. En la entrada a mi residencia nos despedimos. Me dejó un número telefónico suyo para que nos tomásemos un café, o le avisara si decidía alguna cosa sobre mi estadía en la ciudad. Dos días después lo llamé, pero del otro lado de la bocina una voz de mujer me dijo que él se había mudado y no sabía de su paradero actual, de eso hacía unos cinco años, que el hombre le había vendido la casa para comprarse otra más pequeña. No quise hacerme conjeturas de aquel incidente, yo simplemente llamaba para despedirme y agradecerle nuestra charla de aquella tarde, tal vez preguntarle si su propuesta de volver conmigo seguía en pie. Pero nada de esto fue posible.

A la mañana siguiente, cuando por fin abandonaba la casa donde estaba hospedado, encontré junto a la puerta un sobre amarillo con mi nombre. Enseguida me abordó la dueña de la casa, quien me despedía con gestos y palabras amables, como si me conociese de una larga temporada. Lamentaba mi partida, según me dijo. Una vez instalado en el asiento de mi avión pude abrir el sobre y vi que adentro estaba un álbum fotográfico familiar de mi amigo. Era un grueso tomo con muchas fotografías, incluso con algunas de los tiempos cuando estudiábamos juntos. En una sucesión de imágenes pude ver el transcurrir del tiempo, los cambios que los años van dejando y las apariciones de las niñas. En verdad eran un encanto las carajitas, pensé yo como si su voz se repitiese en mi cabeza. Al final estaba una en la que aparecíamos los tres: Irada, él y yo, quizá tomada en el cuarto año. Llevábamos el uniforme marrón y en el fondo estaba el paisaje de un pico Bolívar imponente. Estábamos parados en el mismo sitio donde habíamos conversado mi amigo y yo tres días antes. Una foto que yo no recordaba. En ese momento apreté el tomo contra mi pecho, con la sensación de que, de algún modo, mi amigo regresaba conmigo.

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