literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Lidia Rebrij

Jul 22, 2024

El dorado vino de tu piel

A la dulcísima mirada de Elizabeth Gross

I

Hacía ya tantos años que los Hucher vivían en el pueblo, que si no fuera por las dificultades que aún tenían con el idioma se podría creer que eran uno de los nuestros. Como a tantos otros, la guerra los había alejado de su país natal, y por un azar de la fortuna Helmer Hucher y su esposa Greta habían recalado en nuestra aldea.

El mayor Hucher era voluminoso, con un rostro tan blanco que desde lejos le resaltaba la nariz rojiza y abultada. Sabíamos retazos de su historia: que antes de la invasión había sido el dueño de grandes fábricas textiles que malvendió durante la guerra, y que ahora, convertido en poderoso señor rural, vivía de secretas rentas que le permitían dedicarse tranquilamente a la única pasión de su vida: la cacería.

Nosotros todavía éramos adolescentes, pero a pesar del tiempo transcurrido recuerdo con precisión sus gestos imperiosos y su corpulenta figura que tenía algo que inspiraba más aversión que respeto. Se levantaba de madrugada, y cuando nosotros íbamos a apacentar las ovejas él ya llevaba horas de marcha en pos de su presa. Volvía de noche, precedido de sus perros, y tras de sí se bamboleaban las ensangrentadas pértigas que portaban sus ayudantes, arqueadas por el peso de la macabra carga.Los viejos aldeanos lo recibían en la taberna y, si la caza había sido buena, él los invitaba a una ronda de la cerveza caliente y amarga que yo empecé a degustar muchos años después,cuando de los Hucher ya nadie se acordaba.Pero hoy todavía soy un adolescente, tengo dieciséis o diecisiete años cuando mucho, y junto con los muchachos de mi edad miro en silencio al sombrío cazador atravesar con sus botas embarradas las calles llenas de polvo que lo llevaban de regreso a su casa, mientras lo perseguía el rastro sanguinolento de aves y piezas mayores.

II

El nuestro era un pueblo tranquilo, sin acontecimientos de importancia, que se mantenía desde hacía siglos igual a sí mismo. A nadie se le hubiera ocurrido que tenía que prosperar en ningún sentido. Nosotros nos limitábamos a cuidar de las ovejas, a las que llevábamos a pastar no muy lejos de nuestras casas, y mientras ellas iban y venían balando ininteligibles canciones, nosotros nos dedicábamos a conversar. Discutíamos horas enteras acostados en el prado, con una delgada cañita en la boca, y en nuestras conversaciones, que siempre versaban sobre el mismo tema, las muchachas más bonitas, que eran celosamente vigiladas por sus padres, danzaban semidesnudas ante nuestros ojos codiciosos. Algunos de nosotros –yo entre ellos– habíamos probado ya las primicias del sexo. Ciertas incursiones secretas a otros pueblos lejanos habían dado como resultado la iniciación sexual de la flor y nata de nuestro villorrio, y la jactancia –la edad lo justifica– era una de las maneras con que manteníamos el liderazgo entre los pastores noveles.

Cuando llegábamos de regreso, al caer el día, los viejos nos miraban pasar desde los altos de la calle. Algunos se sonreían con malicia, pero, si por casualidad Greta Hucher acertaba a pasar en este momento, todo se volvía silencio desconfiado y rechazo.

Greta Hucher era algo más que bella: era una mujer interesante. Parecía una amazona, de esas que mi padre –que era el maestro del pueblo y que tenía reputación de hombre sabio– me contó que una vez existieron. Era muy alta, muy delgada, y en el rostro blanquísimo se engarzaban sus ojos azules como dos zafiros acuáticos. Tenía el cabello lacio, de un color amarillo ceniza, recogido en un sencillo lazo, y su rostro era el más triste del mundo.

Greta llevaba toda una vida casada con aquel hombre rústico y tosco, con el cazador para el cual la muerte era un deporte, con quien arrastraba un matrimonio sin hijos y sin ilusiones. Con frecuencia salía a caminar por los acantilados, y yo me preguntaba, al verla tan melancólica, si era que extrañaba a los bosques, a las montañas de su tierra natal. También me daba cuenta que la misma tristeza del paisaje le ponía un reflejo sombrío en las pupilas y entonces sus ojos se tornaban más azules que nunca. Pero en el pueblo no la querían, tal vez porque era tan distante, tan ausente.

Yo creo que sabía tanto de ella para aquel entonces, porque me había enamorado con un amor tumultuoso y lejano, sin asidero, inútil y absolutamente lleno de dolor, que apenas si fui capaz de confesármelo a mí mismo.

La seguía en sus caminatas muy a lo lejos, para cuidarla, pero también para sentir que compartíamos el mismo camino, para tratar de imaginar que nuestros sentimientos eran los mismos ante las mismas cosas, me detenía donde ella se había detenido, y a veces rozaba con mis dedos el suelo donde ella se había acostado, y de todo aquello vuelve a mí, atravesando los años, el mismo dolor confuso de un animal herido.

IV

Greta Hucher llenaba sus días con ocupaciones pequeñas, sin mayor proyección en el tiempo, sin planificar nada más allá de la llegada de la noche. Sólo sus paseos eran su único norte, su única constante. Yo había dejado de llevar a pastorear a las ovejas, y mi padre pagó en mi lugar a otro pastor.

Aduje cualquier excusa que ya no recuerdo, y entonces pude seguir a Greta a todas partes siempre de lejos, siempre cuidando que no me viera.

Ella no hacía nada. Apenas si podía decirse que transcurría. Pero yo la vi muchas veces aquel otoño, recostada contra un árbol, aferradas sus manos a las rodillas, llorar hasta quedarse exhausta mirando la lejanía del mar.

Yo de lejos también lloraba.

V

Raramente veíamos llegar a un extraño, y el arribo de uno que otro viajero constituía una novedad que alborotaba a los lugareños.

Por eso el día en que llegó aquel vendedor ambulante, tan joven y tan risueño, tan quemado por el sol, fue todo un acontecimiento.

Se bajó del polvoriento carromato, y con una sonrisa que abarcó a todos los curiosos se encaminó entre saludos y presentaciones a la única taberna del pueblo.

Dijo que se llamaba Th omas –no recuerdo ahora el apellido–, dijo que vendía sedas y rasos, camisas y botones, que traía periódicos viejos y uno que otro libro, y todo esto lo decía acompañado de grandes gestos dirigidos a los presentes, mientras corría la primera ronda de cerveza que prometió pagar de su bolsillo.

Y cuando estaba la taberna enardecida con el baile de dos pastores chispeados por el alcohol, yo que estaba dentro, junto a la escalera que llevaba al sótano, vi pasar a Greta Hucher, contemplando como siempre el infinito, y vi también cuando miró a Thomas, y cómo los dos se sobresaltaron al reconocerse, porque yo fui el único que siempre supo que ellos dos se conocían de antes, de mucho tiempo antes, y fui capaz, tal vez porque estaba tan enamorado, de intuir que él era alguien que podía entender su lejanía

VI

Thomas era un hombre extraño. El tiempo que estuvo con nosotros, que hoy comprendo claramente que no fue mucho, a mí me pareció un siglo. Y en ese tiempo nunca lo vi borracho, como se emborrachaban todos los hombres que yo conocía, ni tuvo vicio alguno, ni siquiera un lío de faldas que le fuera atribuido, porque lo que pasó entre Greta y él nunca se supo a ciencia cierta, y eran todas suposiciones. Al principio se encontraban casualmente, por lo regular en lugares públicos: en la plaza, alguna vez en la puerta de la iglesia o en la tienda de víveres.

Casi nunca hablaban, se miraban furtivamente, y quizás en algún momento él la acompañó siempre en silencio, en largos paseos por los acantilados.

Esto para mí constituía un verdadero martirio, tan grande que aún recuerdo esos días como si los viera a través de un vidrio astillado. Fue seguramente para entonces cuando él le recordaría su historia, una historia vulgar de la cual yo me enteré por casualidad muchos pero muchos años después.

Nunca había cumplido nada, ni con él mismo ni con nadie, ningún plan, ningún proyecto, no tenía ni siquiera un sueño o una idea por cumplir. Vivía solo, sin ataduras, como un gitano uncido únicamente a su carromato. Iba de pueblo en pueblo, y a veces se quedaba más en un sitio que en otro, según el capricho de su voluntad.

Algo le diría también de su pasado, de su padre ferozmente encadenado a la tierra, y de ese destino de labriego –que nunca llegó a cumplir– que lo esperaba desde toda la vida. Muchas veces, desde la puerta de la taberna, los veíamos pasar. Yo entendí que algo malo se estaba gestando cuando vi al viejo Yezael menear la cabeza con desaprobación.

Esa fue la primera señal, pero no le hice caso.

VII

Lentamente comenzó en Greta un extraño proceso de metamorfosis. Era un cambio que no se notaba por fuera, era por dentro, todo por dentro, pero yo me di cuenta.

A lo mejor era que caminaba con mayor viveza, o eran sus ojos, más y más azules, o quizás era simplemente que ya no usaba el lazo que le sujetaba el cabello, ¡quién puede decirlo!, hasta pudo haber sido que ya no parecía teñida de color sepia de la cabeza a los pies.

Parecía sufrir menos, como si ya no extrañara tanto a la nieve o a las calles empedradas de su ciudad natal. Y un día se me reveló ante mis ojos como si la piel se le hubiera tornado dorada, dorada como el mosto liviano que mi madre preparaba con las uvas tempranas.

Se mostraba como si se hubiera recobrado a sí misma, como si después de haberse arrancado tantas cosas hubiera finalmente renunciado a todas, y se había quedado así, en carne viva.

Yo sabía que a todas, a todas menos a Thomas.

VIII

Ese año la caza estuvo mejor que nunca, y el mayor Helmer no dejó un solo día de cobrar presas mayores.

No sé si era verdad porque en el fondo yo le tenía miedo, o quizás porque nunca pude dejar de odiarlo, pero deseaba profundamente que muriera, que se borrara de la tierra la huella sanguinolenta de su paso, y sobre todo que dejara en paz a Greta, porque corrían rumores –atizados por la mujer que trabajaba en su casa de camarera– que a su esposa ni la miraba, que ella era otra víctima suya a la que gustaba someter por la fuerza a oscuras en la noche, en encuentros donde Greta se enfrentaba a todo el horror de su vida.

Para ella, el mundo se había acabado. Ya nada existía, hasta el mismo día en que apareció Thomas.

Ahora la gente murmuraba cuando ellos pasaban sin ver a nadie, enfrascados en conversaciones cada vez más largas, que ampliaban día a día el radio de sus paseos.

A lo mejor fue entonces cuando empezaron los amigos del mayor a abrirle los ojos, ¡quién sabe!, después de todo ellos no se ocultaban, todo el mundo podía verlos, y ver a Greta, notar su cambio. Yo lo había barruntado desde el primer día: ahora que se había sacudido esa tristeza, parecía un felino, siempre tensa, escuchando y abriendo más los ojos para oír mejor, y él hablando, contándole de sus viajes, imaginando caravanas del desierto, beduinos, mercaderes y cuenteros que caminaban con él.

Después recuerdo pocas cosas, algunos detalles, aunque todo se precipitó tan velozmente que sólo pude preocuparme del destino de Greta, que en el fondo era lo único que me importaba.

Supongo que Thomas le contagió sus ganas de vivir (¿acaso hay algo que se propague con mayor rapidez?) y Greta quiso abrir sus alas y batirlas contra el viento.

Lo cierto es que todo el pueblo los señalaba, y no había ninguna duda de que el mayor Helmer Hucher ya estaba al tanto de lo que sucedía frente a sus propios ojos.

IX

Una mañana que recuerdo como si me la hubieran marcado en los ojos con un hierro candente, Thomas desapareció junto con su carromato y nunca más se supo de él. A nadie pareció importarle.

Pero yo vi a Greta ese mismo día, caminando y hablando sola, la cara llena de verdugones, con un ojo cerrado por los golpes, y sufrí la inmensa tortura de oírla llorar durante horas.

Nunca tuve valor para acercarme y consolarla, yo era demasiado joven aún como para ser fuerte. Y me quedé allí, acompañándola distante, hasta que en la noche no pude más y regrese a mi casa.

El mayor Hucher nunca volvió a mencionar el nombre de su esposa y mucho menos el de Thomas. Pero un aire de respetuoso orgullo recorría a los viejos cuando llegaba al caer la tarde, con la ropa ensangrentada a beber cerveza y a comer el jamón, que colgando desde la vigas del techo, goteaba y resbalaba sobre las mesas desnudas de la oscura taberna.

***

Él fue su único novio

I

Para Gladys Ochoa el amor era eso: la casa limpia, pulcra, decente, los hijos esmeradamente alimentados por ella, con ansiedad de madre, con cariño de madre, con dedicación de madre, el esposo pulido como la casa, con exigencias de hombre cada tanto (por suerte cada vez menos), el apartamento, el televisor, las facturas por pagar y que se pagan justo a tiempo, una a una, regularmente, alguna amiga, y uno que otro familiar cercano.

Hasta allí llegaba la generosidad de su amor.

Se levantaba temprano: «el desayuno todavía no está preparado, y me parece que hoy no hay leche», camina con un vestido lleno de botones por delante: en fila india, blanco este botón, y partido a un costado este otro.

El cabello se le desliza de cualquier manera sobre la cara: «¿para quién me voy a arreglar, si él no está, nunca está, o mejor dicho, está y no está?». Va poniendo las tostadas sobre una bandeja, «¿dónde habré puesto la mantequilla?…»

Saca y pone, levanta, arrima, ubica, traslada, ensucia y limpia, mientras trata de no pensar, de no abarcar ese espacio nupcial suyo de esposa abandonada, descuidada, olvidada, relegada y llena —sonrió con amargura— de polvo de olvido. «Sí, eso —me dice—, usted que está escribiendo esta historia, ponga que estoy llena de olvido».

Le sonrío y escribo su soledad que le deshilacha el ruedo de la bata, que le resalta la pintura descascarada de las uñas —»como la pintura del techo del baño, que él no mira, que él no ve, porque entra y sale y no ve nada, no siente nada. Antes sentía —murmura Gladys detrás de una tostada oscura y una mantequilla rancia y amarilla— ¿qué cuándo fue?, fue hace mucho, mucho tiempo, claro. Fue cuando yo tenía un cuerpo que sentía, ¿que qué sentía? a él, a mi esposo lo sentía. Ahora ya no, pero hubo un tiempo en que su cuerpo era todo mi mundo».

II
Anoto su posición vencida, sus ojos amarronados, ese aire de ya no gustarse ni a sí misma, de derrota entre la ropa, aunque esté recién comprada, de derrota en la almohada, y en la mirada de los hijos.

Sus hijos, «sí, mis hijos, anote eso también. A los dos. Los quiero, me quieren, pero no puedo dejar de pensar que soy mamádameplata, mamácómpramesto, mamállévame, alcánzame—hazme, mamápollo, mamábistec, mamáhuevofrito, mamáplánchamelávamesécamemamámamá, mamá, ma…Y yo todavía me acuerdo cuando eran niños». Y ella se acuerda. Se sienta, la mirada perdida, la mano bajo el mentón, mamá recuerda.

«Ahora es diferente». Se levanta y se sacude los cabellos. Algunos le cubren la frente. «Ahora es diferente, mire, sólo me buscan por necesidad. Aunque…» perdida, se diluye en explicaciones que se reducen siempre al deshilachado ruedo del vestido.

III

Gladys cierra la puerta, pregunta la hora, acomoda el periódico y quita maquinalmente una hoja seca de una enredadera.

No sabe. «No sé, me dice, por qué a veces tengo esta tristeza, esta sensación de angustia. Si por lo menos él…»

Él que un día tuvo un cuerpo que era todo el mundo de ella, se acerca a la puerta, distraído, desganado, preocupado, ¿otra vez? la interroga mudamente con los ojos, y se desprende de sus manos una sensación de resiganado cansancio… sí, y el «otra vez»: se le devuelve hecho noticias en las páginas de economía, de sucesos, de farándula del periódico.

Ella lo atisba por encima de los ojos resignados, de sábanas limpias, de su cuerpo limpio como su mamá le había enseñado, limpio cada pedazo, cada trozo, que no quede nada, nada sin lavar, sin lavar la vagina, los labios de afuera, los de adentro, el pequeño trozo de carne que resguarda el clítoris, limpio el vello del pubis, el tajo de las nalgas, limpios los senos, los pezones, las axilas, limpias las orejas, los lóbulos, y los agujeros de los lóbulos limpios con una aguja que los limpia de la suciedad de los zarcillos, limpia, así, con olor a limpia, nada que recuerde a un animal, limpia y casta, castísima, disimulando hasta el momento de la rendición final, de la caída, cualquier deseo malsano, cualquier llamado del cuerpo, cualquier latido de los sentidos, cualquier cosa que haga pensar en una fiera que acecha al menor movimiento del hombre, así, disimula, disimula y recuerda que «eso» se hace siempre de la misma manera, nada de cosa raras, ni de besos raros, acuérdate del Pecado, del pEcado, del peCado, del………..

IV

Gladys se acuerda del pecado y de su madre, y por eso le pone velas, «pobrecita, ya tiene cuatro años de muerta, agradecida es que estoy, sí, claro que ella me enseñó eso, que el pecado y el amor no van juntos, por eso y por todo le estoy tan agradecida».

«Mire, ponga por favor que mamá murío de cáncer de útero, después de haber sufrido tanto, después de haberla cuidado yo tanto, después de haberle rogado a José Gregorio, pero qué se le va a hacer, se murió».

La madre de Gladys se dirige frente al espejo, y le habla a Gladys—niña, «el calor de los hombres le quita la juventud a la mujer. Por eso no quiero que bailes con ellos, no te les acerques mucho».

Gladys, que por aquel entonces tenía los ojos «así de grandes, no como ahora, que se me cayeron los párpados y me llené de patas de gallo», asentía en silencio, la escuchaba en silencio, la adoraba en silencio, como amó en silencio al señor Ochoa, Eugenio Omar Ochoa desde el día en que lo vio. Lo vio y lo miró en silencio. A su lado, la mamá severa, la miraba. Ese fue otro día más que la acercó a la muerte que después le sobrevendría, cruenta y dolorosa: «en el útero, sí, usted sabe, fue todo tan terrible…»

Pero la mamá de Gladys de todos modos se murió, y ahora le pone velas todas las noches, porque se acuerda de sus consejos, y le agradece «desde el fondo de mi corazón todo lo que por mí hizo. Eso sí, nunca me dejaba salir. Me cuidaba. No tampoco fui a la escuela, sexto grado sí, pero el resto fue aprender a lavar, a planchar, a cocinar, a zurcir», a esperar todas las tardes al señor Eugenio Omar Ochoa, que por aquel entonces, cuando Gladys tenía doce, trece, catorce, quince años, ya tenía los veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, y tenía un empleo, y ganas de conseguirse una mujer, alguien que lo ayudara con la tienda que pensaba montar, cuando lagrara reunir, cuando pudiera juntar, cuando alcanzara…

V

Montó, logró reunir, juntó y alcanzó no sólo para la tienda, sino también para este bienestar que los rodea de videos, de carros nuevos cada dos o tres años, de buen apartamento (propio, claro), de buena ropa, de buen colegio para los hijos.

«¡Ah!, los hijos, ponga, ponga que yo los quiero y que me quieren». Sí, señor Ochoa. Eugenio Omar Ochoa quiere y es querido por sus hijos, «pero sabe usted, a veces siento que no están muy cerca de mí, claro, es otra época. A su edad, yo estaba muy pegado a mi padre, adoraba a mi madre y visitaba a mis abuelos. Pero la juventud…»

La juventud del señor Ochoa se fue hace rato, junto con los últimos mechones negros de su cabello. Ahora, un canoso matizado con risos oscuros sobrelleva una cabeza repleta de números, de compro y tengo, doy y retengo, resta tanto, existe tanto, tanto, tanto que se le olvida a veces que una vez quiso, cuando era niño, hacerse unas alas de cera para volar por el corral. Se rompió las dos piernas, por eso le quedó la cojera, ¿no?, pero ¿ah!, fue todo tan mágico. La madre del seño Eugenio Omar Ochoa murió después del accidente. Pero ahora se le acerca despacio y apoya, preocupada, una mano leve sobre la frente febril del hijo. Eugenio—niño se queja débilmente, el padre entre furioso y alterado va y viene por el cuarto.

Su esposa, la madre de Eugenio Omar, lo quiso siempre, lo amó siempre, y se murió mirando a su marido.

Ahora, el señor Eugenio Omar quiere un amor así, etéreo, casi inconsistente, como aquella mano ligera que le acariciaba la frente. Su esposa debía ser eso, porque para «lo otro» estaba las otras mujeres.

Como Maragarita, como Esmeralda, como las chicas que había conocido hace un tiempo, y ellas, bueno, ellas tenían unas grupas grandes, una piel dorada que le provocaban una sensación oscura que lo sacudía cuando las volteaba sobre los lechos con sábanas siempre olorosas a jabón barato, con el perfume a palitos de incienso que él respiraba a grandes bocanadas, «después, después», después de todas las veces que todavía podía, que todavía llegaba a sentir, a convertirse en ese animal jadeante, abrazándose a tanta carne indefensa.

«Pero con Gladys no. Por favor. ¡Si usted supiera! Gladys es una santa, qué se le va a hacer, la mamá, mi suegra, que Dios la tenga en la gloria, la crió así, que los hombres le quitaban la juventud a las mujeres y no sé cuántas tonterías más sobre el pecado y otros cuentos.

Lo cierto es que Gladys se lo creyó, y bueno, ahora yo también creo que es mejor así, después de todo, Gladys es una señora, sí, mi señora, mi esposa, mi mujer, nos casamos por la Iglesia, mire esta es la foto del matrimonio, el niñito de aquí, el que está al lado de Gladys se murió de una meningitis fulminante al día siguiente de la boda. Nosotros nos volvimos de la luna de miel, era mi primo, ¡el pobrecito!».

VI

Gladys se acerca al espejo, se suelta las peinetas que le retienen el cabello a los costados, se desabotona despacio el vestido, un botón después de otro, este blanco, este roto en un costado, uno a uno, se lo quita y lo deja caer al suelo, se quita el corpiño, mira los pechos albos, limpios, relucientes como peras frotadas con un paño, se quita el último reducto de su pudor siempre renovado. Se queda desnuda, desnuda frente al espejo, y se mira, todavía se está mirando cuando entró al cuarto la hija, la menor de los dos.

Mamá. Ella voltea el rostro cuajado de lágrimas, y se ve en su hija, cuando tenía doce, trece, catorce, quince años, y se ve mirando a su madre frente al espejo, y entonces gravemente, le dice: «hija mía, ¿sabes?, cuando yo tenía tu edad, mi madre, tu abuela, me enseñó………………………» y yo, con toda diligencia, escribo.

*César Prieto, Paisaje (detalle)

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