El desahuciador
Lo hacía lentamente con la intención de recordar sus puertas. Subir por las escaleras de aquel viejo edificio reconociendo de vez en cuando en sus pasamanos de madera otros cubiertos por el roce de tactos invisibles y dedos infinitos junto a aquel olor a fresco y a rancio casi al mismo tiempo, proveniente de los tempraneros preparativos del almuerzo a esa hora de la mañana, me trajo, mientras escalaba cada peldaño o flotaba sobre ellos, no estoy seguro, alguna sobrevenida fotografía de mi niñez abandonada en la memoria. Una sensación de estar en casa sin estarlo, de seguridad y familiaridad con sus paredes y con sus gentes, de estar viendo a mi madre en la cocina con su mandil amarillo de cuadros, de ser transportado por unos segundos a otro mundo interior y más reservado que apenas recordaba, que se confundía con este de ahora tan similar no sé si a la realidad o a la apariencia.
Los de la planta baja no estaban. Me lo advirtió la conserje mientras barría, al verme tocar la puerta del único apartamento que parecía ocuparla (el de la conserjería, más pequeño, se movía a la vista bajo la sombra de las escaleras). No entendí bien lo que me murmulló sobre que habían salido a no sé dónde o a atender una emergencia a mi casa o a la de un pariente cercano o algo así. Tuve la impresión como si fuese el espectador de una película muda de que no era lo que me decía o la expresión de su cara lo que me aturdía, sino el movimiento de sus labios al hablarme. Era una señora de mediana edad que, al principio, cuando la vi, me pareció conocida o por lo menos eso hubiera jurado ante un notario, de no ser porque esa otra persona había muerto hace años.
Los del 1A tardaron un poco en abrirme, a diferencia de los del 1B que lo hicieron antes de que llegara y me encontrara dentro de aquel piso vacio y la niña que lloraba, pienso que por mí, en medio de una habitación bañada por la claridad de una ventana abierta, antes de desaparecer o de creerla conmigo recogiendo moras en la aldea de mi abuela, porque era a ella, no podía equivocarme, a quien había confundido con alguien que vi antes de entrar o tal vez al bajar contactando a los inquilinos. Una mujer más bien joven se paró frente a mi como si fuera otra puerta cerrada, solo que está vez me dio toda la información sin resistencia. Estaba conforme con la indemnización que le ofrecía la compañía por echarla de allí.
Yo seguí dejando notificaciones pegadas a las puertas o debajo de ellas. Un señor del tercero que no la tenía abierta ni cerrada, sin ojos que me vieran, al que no pude identificar, bastante mayor como para ser mi padre, pero sin ser un anciano, y que tenía tiempo esperando por alguien que había sido su hijo, según me confesó, o que se parecía a uno que tuvo, me dijo hola por error. Entretanto, yo le daba explicaciones sin lograr interesarlo y sin que me pusiera atención. Solo deseaba contarme su historia y hablar de sí mismo. No tenía con quien desde que cerró el bar de la esquina y se murió Segundo, el relojero que llevaba el tiempo, tres casas más arriba. Al final de la conversación me preguntó cuando vendría de nuevo a visitarlo; fue cuando me di cuenta de que no había puertas en su interior como tampoco al entrar, cuando creí que estaba llamando a la suya y me equivoqué porque era a la de enfrente donde lo había hecho por error. Me asombró que me llamara por mi nombre, antes de conocerme, aunque no me extrañó. Todo era muy confuso y, a la vez, tan real.
En el 2B pude ver a mi tía de refilón, cuando una jovencita que se perecía a mi prima Eugenia me atendió desde la entrada sin dejarme pasar, justo donde una alfombra de esas pequeñas para limpiarse las suelas de los zapatos o dejar el polvo del camino ofrecía su recibimiento con un “Bienvenidos” justo a mis pies y se podían sentir aún las pisadas de otros. Como no me reconoció decidí que no era ella, y que tampoco le entregaría la nota de desahucio. Cuando estuviera sola le diría a mi tía que se fuera de allí sin que la vieran. Me hice el desentendido y le respondí a la que no era la hija de mi tía, a su impostora, que yo era el cartero, pero que en esta ocasión no traía noticias de ninguno de sus dos novios. Decidí alejarme antes de que me descubriera.
En el cuarto piso, el último, vivía una sola persona en los dos apartamentos y por eso había una sola puerta en lugar de dos. Así, todo se hacía más fácil. Entré sin tocar, no sé cómo. Delante de mí se abría un espacio amplio, un salón quizá, con algunas colillas y rastros de gente lejana. Al parecer no había nadie. Escuché cerca de mí, viniendo del pasillo exterior, una voz que me buscaba. Era la conserje, avisándome que fuera al bajo de prisa porque el dueño acababa de llegar y debía marcharse de nuevo.
Cuando llegué, bajando las escaleras a toda velocidad, atravesé la entrada y no vi a nadie esperándome. Dentro del cuarto al que me dirigí sin equivocarme como si fuera el mío o lo conociera de siempre, había un lecho y sobre él pude observar el cuerpo de un hombre que estaba muerto o aparentaba estarlo mientras descansaba. A su lado, podía percibirse la huella con la forma que dejaron el peso y las arrugas, todavía calientes sobre la sábana, de otro que ya no estaba. El hombre se irguió de repente mirando hacia la pared y dándome la espalda. No pude verle el rostro. Se parecía sin embargo a mí, allí, sentado en esa cama, palpando con su mano el lado vacío como si buscara otra mano o a alguien. Yo intentaba decirle que no era su culpa, pero no me oía. No me salía la voz, tampoco la lengua o las palabras. Era presa de un ataque de angustia y de remordimientos que me asfixiaba, me impedía coger aire y me hacía sentir dentro de un oscuro pozo con agua en el que me ahogaba. Fue cuando se dio la vuelta y me escrutó con aquellos ojos en los cuales reconocí los míos llenos de miedo y de presagios; porque era yo quien estaba sentado sobre ella, acariciando con la mano la sábana del otro lado de la cama cuando escuché aquella voz que me decía: ¡Despiértate! El único desahucio que queda por hacer es el tuyo.
***
La cortina
Desde que empezó a usar de nuevo aquel viejo cuarto de baño situado en la planta alta de la casa y al que ya nadie iba, forzada por la circunstancia de que el principal construido como un anexo de su habitación lo estaban reparando y solamente se podía utilizar la ducha, una extraña sensación de angustia e incertidumbre ante lo desconocido, que había ido creciendo hasta convertirse en un temor inexplicable con el paso de las horas y los días, se había venido apoderando de ella.
Lo más raro es que solo le sucedía cuando estaba en su interior y nunca antes de entrar y de mirar hacia donde estaba aquella cortina siempre cerrada, de pared a pared, con su color violeta y tonalidades blancas y grisáceas comprada de oportunidad, meses atrás, en un almacén del ramo. Tan pronto salía de allí aquella sensación de intimidación y de frio inexplicable se iba borrando poco a poco hasta desaparecer. Durante el resto del día mientras andaba por la casa entretenida en alguna labor lo olvidaba por completo; era como si hubiera perdido la memoria. Solo cuando las ganas de ir al baño la empujaban hasta el sitio casi siempre hacia el final de la tarde o antes de acostarse reaparecía para apoderarse de ella poco a poco. Dicha circunstancia, que trataba de evitar hasta que ya no podía aguantar más, se estaba haciendo habitual y convirtiéndose en un problema. Lo que no podía entender era que el cuerpo, su cuerpo, no encendiese antes de entrar en aquel baño una luz roja, una especie de alarma en su cabeza que la previniera, que al menos la advirtiera para estar preparada, de que se dirigía a un rincón de la casa donde un miedo absurdo, tonto y sin fundamento racional la esperaba para intimidarla. ¿Por qué su cerebro no se lo recordaba cuando necesitaba hacer pis o, bien, mientras caminaba hacia el lugar desde su habitación, desde la cocina o desde cualquier otra parte de la casa donde se encontrara? ¿Por qué no se lo advertía como sí lo hacía con aquella puerta del patio del vecino de su abuela que acostumbraba estar entreabierta cada vez que la visitaban en el pueblo los fines de semana? Acababa de cumplir ocho años cuando le ocurrió y aún lo llevaba consigo como si estuviese grabado en su memoria, además de en un brazo, donde aquel perro enorme de pelaje oscuro le había dejado una pequeña marca que al día de hoy se había vuelto casi invisible e indetectable para otros ojos que no fueran los suyos, pero que ella mostraba con más orgullo que vergüenza cuando alguien le preguntaba por la causa de ese terror cerval que la invadía tan pronto escuchaba un ladrido. Un pavor que la hacía ser cautelosa al caminar por alguna calle del vecindario y la inmovilizaba cuando veía un perro, aunque fuera de lejos. En realidad, no estaba segura de sí era al animal al que le tenía aversión o era más bien a las puertas a medio abrir o a medio cerrar, ¿quién es capaz de notar la diferencia?, por las cuales podía aparecer súbitamente.
Después de levantarse del inodoro y de subirse la braga, dirigió su mirada mientras se lavaba las manos hacia su derecha, donde se encontraba la cortina desplegada como un telón de fondo que ocultaba el área de la bañera del resto del espacio conformado por un bidé, un lavabo de mesa con jofaina, hecha un material parecido al mármol del que solo era un remedo barato, y por el excusado de porcelana donde acababa de estar sentada. Este último tan pegado a la cortina que podía cuando estaba sobre él rozarla con su rodilla o palparla con sus manos si lo deseara. Pero no lo deseaba y no la tocó, como tampoco lo intentó esta mañana más temprano. ¿Por qué no lo hacía? ¿Por qué no se atrevía? La cortina estaba allí, fue ella quien la había escogido en la tienda y la había colgado, y con ganas o sin ellas, al igual que se muerde una manzana sin tener hambre, le bastaba con mover una extremidad para sentir la aspereza o suavidad de la mezcla de tela y de plástico con la que estaba confeccionada, o bien para correrla y descubrir que no había nada intimidante detrás de ella; pero ni siquiera lo intentaba, era como si una fuerza incontrolable la inmovilizara.
Desde donde se hallaba ahora de pie, frente al espejo, a menos de dos metros de distancia de aquella estática cortina que parecía estarla observando y retándola, reparó en que debió haberlo hecho desde el primer momento en que entró a ese baño que estaba en desuso desde hacía tiempo y un susurro interior la instó a plantearse, a preguntarse más bien, no sin algo de desconcierto al principio, ante aquella mampara extendida de un lado al otro que le impedía ver más allá de ella ¿qué pasaría si se le ocurriese abrirla?, ¿habría alguien aguardándola?, ¿se encontraría con algo tenebroso detrás, en lugar de una simple bañera vacía?, ¿o en verdad creía que podía haber del otro lado algo distinto a lo que conocía y que no era un simple temor irracional e infantil el que no la dejaba mirar? Ignoraba cuál era la causa que la conducía a pensar, aunque fuera de forma pasajera e impertinente y a sabiendas de que era una suposición sin sentido, que algo desconocido o inesperado podía estarse ocultando del otro lado, acechándola, esperándola, con el único propósito de amenazarla y de aterrorizarla sin razón alguna. Pero no lo hizo esa primera vez que entró ni tampoco la segunda, la tercera o las siguientes, cuando la misma interrogante, aquella duda insidiosa, la confrontó de nuevo estando allí, sin saber que el miedo a descorrer la cortina aún no se había convertido en pánico. Ahora, ya era muy tarde y tenía tanto acumulado que no se atrevía, ni siquiera con la punta de los dedos, a rozarla. Un presentimiento clandestino, un impulso instintivo de cobardía enfermiza la detenía.
Salió de allí, empujada por esa prisa que produce el susto repentino cuando recorre el cuerpo en forma de escalofrío, revestida con la intención como lo hacía siempre de no darle más importancia a aquello de la que realmente cabía y conformándose con la idea de que se trataba de una tontería que se le pasaría, tal vez en un rato, mañana, o la semana entrante cuando su otro cuarto de baño estuviese por fin arreglado y funcionando por completo. Había dado apenas unos pasos por el corredor luego de echar la puerta hacia atrás con un ligero codazo sin atreverse a verla cuando, a diferencia de ocasiones anteriores en las que se deshacía de su fobia hundiéndola en el olvido más profundo que permitía el instante, se dio la vuelta con determinación y miró hacia la puerta que creyó haber cerrado y que ahora se mostraba entornada.
Entonces, caminó hacia ella y volvió a traspasarla decidida a enfrentarse a aquella cortina que la perturbaba, que la estaba aguardando desde hacía tiempo, y a aquellos ladridos que sonaban a lo lejos, que desde niña la paralizaban, y que ahora podía escuchar tan próximos y cercanos.