La suerte echada
A Manuel Fermín y Luis Aliare Salazar
Cuando descendía del automóvil, en la avenida norte del nuevo cementerio, oí que desde la terraza contigua, cubierta de grama, una voz urgida me llamaba.
Era Ángela, apenas separada del grupo que ofrecía la despedida final a su esposo y compañero, mi camarada de siempre Enrique Astudillo. El quebranto que emanaba de su palidez profunda era acentuado por el sobrio conjunto negro. Tenía un pequeño cuaderno en las manos.
—Sergio —me dijo—, lee por favor algunos de sus versos antes de descenderlo.
El fin de la mañana era arrastrado por tenue brisa. La luminosidad sin mancha que cincelaba los rostros caía sosegada sobre los verdores circundantes.
Abrí en las primeras páginas y reconocí de improviso, sin recuperarme aún de la inesperada exigencia, varios de los poemas —tres o cuatro— que en varias ocasiones habíamos celebrado y compartido. Estaban escritos a lápiz, de su puño y letra, en ese volumen amable en el que cada pieza constituía la primera versión.
Enrique siempre había sido así, del mismo modo como le gustaba conservar las creaciones de su imaginación, a las cuales por lo demás sólo concedía la importancia que para su fuero interno pudieran tener… Era la primera versión de la autenticidad. Sincero y consecuente consigo mismo, comedido, tolerante, firme y claro en su actitud frente al mundo, o con el mundo, para mejor decir. Eso era lo que le permitía —y jamás se ocupó de advertirlo— ser una persona de múltiples amistades, algunas muy sólidas, como la del grupo en el que prácticamente nos formamos. Detuve mi vista en las estrofas inconfundibles que él dedicara a nuestro maestro común don Neptalí Bencomo y que por todo lo alto bautizáramos en la vieja taberna “Santa Ana”, donde solíamos reunirnos.
Un torbellino de imágenes en flash redobló la carga emocional que me estaba sacudiendo… Porque aquellos no eran unos versos solamente sino el himno de nuestra generación; el documento que recogía la circunstancia de nuestras propias vidas. La de él, la mía y las de los demás compañeros que una mañana de noviembre partimos del pueblo —ilusionados, anhelantes— a buscarnos un puesto de lucha, que solo en la gran ciudad podíamos obtener, para formarnos y llenar nuestros sueños adolescentes… Reconstruí automáticamente la hilera de muchachos, sentados sobre sillas plegables, en la Inspectoría de Educación. Éramos los que habíamos logrado aprobar el examen de selección para optar a diecisiete becas públicas… “Usted, usted, usted… —hasta completar los siete primeros— van para Caracas. Usted, usted… —hasta seis— para Rubio. Usted, usted… —hasta cuatro— para El Mácaro”… Enrique Astudillo, Leopoldo Briceño, Homero Cárdenas, José de Jesús Araujo, Heriberto Linares, Eutimio González y yo estábamos acomodados del primero al séptimo puesto… Nuestros destinos echados a la suerte… Sin pérdida de tiempo, sellamos alborozados en aquel mismo momento la más grande camaradería, con un apretón de manos que ya nunca nada podría deshacer.
Sentí que se me bloqueaba la garganta y observé, sin poderlo evitar, que los versos ondulaban, como si estuvieran flotando en un oleaje. Levanté la mirada hacia el silencio expectante. Y allí, a muy contados pasos, fui a dar de lleno con la expresión conmovida de Leopoldo Briceño, y de Homero Cárdenas, un poco más distante, que se apoyaba en el hombro de su hermana Clarisa. En la segunda o la tercera fila se hallaba cabizbajo Chuy Araujo… De un costado emergió de repente Heriberto Linares —tal vez al descubrir mi inhibición—, se colocó al borde de la fosa abierta y empezó a decir unas palabras que recogían casi en un todo mis pensamientos y recuerdos.
Heriberto hablaba pausadamente, con soltura y suavidad. No se ocultaban, ni aunque él se lo hubiera propuesto, sus dotes de fácil orador, cultivadas desde mucho antes de graduarse de abogado, incluso desde el propio internado donde estudiamos cuatro años y nos recibimos de maestros… Yo detallaba sus gestos, atildados, serenos, y casi podía oír rediviva la sentencia de Enrique: “Este va a llegar a ser presidente o por lo menos ministro. Tiene todo el empaque”.
Lo había dicho en el lejano internado, del que tanto recibimos; donde debimos esforzarnos, pero a cambio del ambiente más estupendo y los más felices días de nuestras vidas… Fue en realidad la primera casa ordenada que tuvimos. En ella, Heriberto, con el porte de Gaitán, al que sabía sacar partido, se hizo líder de fuste. Enrique era el poeta, con el bigote y la calva que tanto lo asemejaban a Martí. Leopoldo —catire, ojos verdosos— cobró fama como el mejor auxiliar de enfermería, no se sabe si por su verdadera vocación, que fue la medicina, o por los hoyuelitos en las mejillas y la cadencia en el andar de Esperanza la enfermera. Homero se convirtió en el comunicador por excelencia; un periodista nato que estuvo metido siempre en cuantas publicaciones fueron hechas y hasta en las transmisiones diarias que se efectuaban a través de los equipos de sonido. Chuy no podía ver un balón, un guante o un plinto de saltar y eso lo llevó directamente a ser uno de nuestros mejores atletas, con participación incluso en competencias nacionales. A Eutimio lo llamaban “ratón de biblioteca”, porque se la pasaba en la sala de lectura revisando y acomodando libros, que ha debido servirle de mucho porque llegó a ser un buen profesional de la bibliotecología. Yo, siempre tuve debilidad por la música y todo el mundo sabe que también por la escritura. Pertenecía, sin mengua de tiempo libre alguno, al orfeón y al conjunto musical.
Cargaba conmigo tan frescos nuestros días de estudiantes y nuestras tardes y noches de tertulias, que hasta podía —como efectivamente lo iba haciendo— llevar aparejadas las escenas en mudo de los contrapunteos, del intercambio de vivencias, de los torneos de anécdotas con la oración, sencilla y hermosa, del querido compañero jurista… Cuando hizo referencia a los hijos y a la devoción de Enrique por los suyos, tuve delante de mí todas las incidencias del recital que un día sábado armáramos inopinadamente, con los poemas que cada quien pudo recordar, ajenos casi todos y propios algunos, dedicados a los niños del mundo. La idea había partido en propiedad de Leopoldo Briceño, que andaba orondo entonces, porque su mujer Elizabeth había alumbrado un varoncito. Él no era exactamente hombre de letras, pero le gustaban mucho los versos y su memoria privilegiada le permitía almacenar un nutrido repertorio de las más diversas épocas y escuelas. Aquella vez lo probó con maestría y desenvoltura, al recitar seis o siete composiciones de óptima calidad, “aunque únicamente —lo decía a cada instante— por razones de afición”… Elizabeth sí había estudiado literatura y daba clases. Esta actividad profesional, que les era común, los hacía entrelazar más a fondo sus mundos. Leopoldo enseñaba en la Escuela Nacional de Enfermeras, hasta el momento del absurdo y doloroso accidente que sufriera. Tan similar al del propio Enrique, salvo en que ocurrió pasados once meses.
Esa desgracia de Leopoldo quedó registrada en todos los periódicos. Aún en estos días aparecieron comentarios referentes al proceso de los dos asesinos. Los que aquella tarde lo abalearon en la carretera Lara-Zulia, para despojarlo de su cartera y algunas otras pertenencias, cuando descendió del vehículo a reparar un neumático roto. Las tres heridas que recibió fueron mortales. Todo delante de Elizabeth y sus dos niños.
El no hizo ninguna resistencia. Por el contrario, les imploró a sus victimarios que no le fueran a causar daño físico, ni a él ni a su familia. Una reacción pasiva que había sido siempre aconsejada por el mismo Enrique… Muy distinta de la que tuvo Chuy un par de años después, cuando fue atracado frente a su residencia, a las diez de la noche aproximadamente. Chuy repelió la agresión con prontitud y, aun con dos balas en el pecho que le quitaban la vida, alcanzó a disparar al tanque de gasolina de la moto y ésta aspiró fuerte y expresó: “En estos versos está nuestra palabra; nuestra humildad y nuestra gloria. Eso quiere decir que Enrique Astudillo seguirá viviendo por siempre y que el pensamiento y los valores del arte jamás podrán ser asesinados”… Leyó un poema y dijo de memoria otros dos. Rodeó a Ángela con el brazo izquierdo y se llevó los textos a la altura del pecho… Después Homero, desde el sitio donde se hallaba, recitó unas estrofas de Vallejo y otras más del propio Enrique.
Algunos iniciaron entre llantos el coro del himno nacional y el murmullo se fue extendiendo como una onda de líquenes de edad primaveral, hasta copar toda la anchurosa planicie y anclar en las estribaciones donde el sol también hallaba su sosiego.
Ya a la salida, Homero informó que Eutimio no había podido estar presente por encontrarse fuera de Caracas. Tampoco asistió al funeral del cuarto aniversario. Y fue su última ausencia temporal, porque ahora es definitiva también.
Un extraño hilo invisible, que en estos últimos años mucho me ha hecho pensar en aquella mañana de nuestros destinos echados a la suerte, va urdiendo de un modo imperturbable nuestras ausencias y desdichas. Eutimio y Homero eran socios en una librería. De tanto persistir y afanarse de sol a sol, lograron asentar un negocio, modesto pero envías de progreso, que hasta una pequeña sucursal tenía en el interior. Pero era como tejer para que ineluctablemente una tercera mano —la misma que destejió también las otras vidas— llegara en su momento a desbaratar la red construida. Así volvió a pasar. A la hora de cerrar, un lunes por la noche, se presentaron tres portaestandartes del terror citadino. Homero, con rapidez que no le era conocida, los enfrentó y dio cuenta de dos de los farsantes. Pero uno huyó y Eutimio quedó fulminado en el suelo, “con su doble dolor de abandonado”.
De esto hace apenas cuatro meses… Homero está en la cárcel, esperando la sentencia y yo esperando aquí una orden de secuestro, porque un mugriento leguleyo obtuvo con éxito rotundo el embargo de mis bienes, que son todo esto y nada más… Sólo queda Heriberto. Ojalá que si él no puede salvar mi condición —la humana condición que celebraba Enrique—, pueda siquiera librarse de la suerte echada.
***
El canario de Ilim
Subió al vagón del metro una estación más adelante. Su vaporoso terno de algodón se abrió paso hasta la inmediatez de mis cavilaciones… Un ligero ademán sirvió de sugerencia y le cedí mi puesto. En el trayecto, hasta el lugar de su destino, apenas si cruzamos dos miradas o dos o tres esbozos de sonrisa.
Lo que me quedó de ese primer encuentro fue el almendra rutilante de sus ojos y un sabor de nostalgia, de revelaciones confusas que convirtieron su ausencia en el rastro de un enigma.
Ese ovillar de sensaciones empalmó, como un acto reflejo, a la red memoriosa en que solía sumirme —desde mi contacto inicial con la novedad de este tren subterráneo— cada vez que ingresaba a una de sus cabinas… La limpidez, la armonía de sus colores y, sobre todo, el fresco aroma de su ambiente, me trasladaban a la presencia sin mancha de El Canario, casi veinte años atrás, en la atmósfera penumbrosa de mi pueblo.
El Viejo lo trae, al final de una mañana, y con voz de contenido orgullo dice para los de la casa: “Ya está aquí. Vengan y vean cómo les parece”… Y aunque yo no conocía entonces la palabra “radiante”, con el tiempo he comprendido que eso fue lo que me pareció… Me acerco a él, turbado, orondo. Detallo a todo lo largo de su firme postura la tonalidad de azufre, perfectamente pulida. Deletreo los secretos del color con la inocencia de mis dedos. Arrimo una mejilla a la pureza de la lámina. El corazón me retumba mucho más fuertemente porque no hay permiso para poder gritar… Subo la vista al capacete, de matiz marrón claro, y allí mismo en la parte delantera está inscrito el nombre que según dicen los mayores llevará para siempre… Dentro, un tono gris inmaculado en la carrocería y uno plomizo en los asientos. Me animo a entrar, con el dolor de poner un pie en el estribo impoluto. Asciendo. Busco hacia las cubiertas de madera que guardan las llantas, en la parte de atrás. Las texturas y pinturas de reciente data se juntan con el aire montañés para fijar en mí su puridad.
Volví a buscarla al día siguiente, en la misma estación donde la conocí. Y a una hora similar, pude reconocerla entre los pasajeros que aguardaban su turno. Me coloqué a corta distancia, avancé al interior muy cerca de ella y busqué asiento a su lado nuevamente. Al mirarnos, yo reparé otra vez en el rútilo almendra y ella —inequívocamente, desde el fondo de su propia ternura— en mi huidiza tristeza y en mi incomprensible cercanía… Fue cuando supe que su nombre era Adriana. Y cuando tuve la alegría de que mi identidad se fuese enredada en sus cabellos castaños y en su cuerpo de tibia pomarrosa. Ya al despedirse me dijo sonreída: “Buenas tardes Oswaldo. Hasta otro día”. Con el relumbre de su voz seguí hasta el final de la línea. Pero a trechos decía: “No deja de ser ocurrente que con tanta frecuencia me la pase asociando, así, por puras sinrazones, cosas tan distintas y lejanas”.
El tercer viaje transcurrió entre largos silencios, que a veces interrumpía la voz del operador cuando anunciaba la próxima parada. Sólo frases entrecortadas, gestos simples rematados en sonrisas, interrogantes no suficientemente percibidas, rubores disimulados por el ruido de los rieles… Pero ya al cuarto día, a pocos minutos de iniciar el recorrido, ella se ladeó un poco hacia mí y sin volver el rostro inquirió con suavidad: “¿En qué piensa?… ¿En la novia?”… “¡No, qué va! —le respondí— Son cosas raras que uno lleva por dentro… Pensar por ejemplo que este metro pueda parecerse a un camión de colores brillantes que mi padre tenía cuando yo era muy niño… Pero lo que si le digo, Adriana, es que hay algunos he vivido igualmente en aquel tiempo y ahora”… “¡Qué hermoso! ¡Que interesante!” —comentó con un dejo de cariño—. A mí ha debido encerezárseme la cara, porque sentí una riada de volcanes que ascendió violentamente y me hizo enmudecer…
El subterráneo se detuvo. “Chao, Oswaldo. Espero que en la próxima me cuente de esa historia mucho más”. Cuando empezamos la nueva travesía, ella se confió más de mí. Me expresó que la habían conmovido mis palabras. Tal vez porque daba clases de música y estaba muy cerca de los sentimientos de las gentes. Que ayudaba en horas libres en una institución de niños huérfanos. Y que ella había adivinado en mi tristeza y en mis cavilaciones algunas de las cosas que le había confesado… Hasta cuando llegamos al sitio de su descenso. “¿Podría acompañarme esta vez?” —me pidió. Muy juntos recorrimos entonces el andén. Ella y yo sabíamos que un tul de dicha nos estaba envolviendo.
Buscamos una mesa apartada de un café. “A ver, Oswaldo —requirió sin demora—. ¿Qué otros recuerdos guarda de ese bello metro de su infancia?”… Había dos tazas humeantes de por medio. El ambiente era tranquilo y grato. Aunque estaba turbado por su interés sincero, empecé a explicarle todos los elementos de este extraño desvarío. Desde cuando El Canario fue llevado por primera vez a la calle del frente de mi casa, y la impresión de grandeza que me causó y los días felices y de orgullo que pasé en él o junto a su presencia, que tanto cuidábamos… “No me trates más de usted —interrumpió sin yo esperarlo—. Dime Adriana simplemente”… Así fue y ha podido ser por mucho tiempo.
Adriana aprovechó para contarme que era hija única, huérfana de padre, a quien no conoció. “Mamá es muy buena y tierna. Vivimos solas, desde mis primeros meses, según ella me confiesa. Lo que más me ha dolido es no conservar ni siquiera una foto donde yo aparezca con mi padre, ni un tonto objeto que a él perteneciera… No sé qué puede haber pasado. En cambio tú guardas todo tan claro desde niño”. Tenía un racimo de lagunas de ensueño en sus dos faros reinosos.
—La única diferencia—dije, después de una de las pausas que ya estaban empezando a ser también de nuestras vidas— es que en aquel tiempo pude compartir con alguien la emoción y la felicidad de recorrer los espacios interiores de El Canario; de fantasear en sus asientos o rincones.
—¿Quién era?
—Una amiguita, menor que yo como tres años. Era mi mejor compañera. Tanto que no he podido olvidarla… En El Canario realizábamos viajes de fábula, tan maravillosos como las travesías de nuestro metro.
—¿Y qué fue de ella?
—Recuerdo que se llamaba Ilim… Tenía una tía, su único familiar. Un día, cuando menos esperábamos, se regó la noticia de que ellas se irían para la capital. Nadie supo por qué, mucho menos Ilim… Cuando ya se marchaban, ella vino a El Canario y sobre la cubierta de las llantas traseras me dijo, anegada en lágrimas menudas: “Me voy, Oswaldo; recuérdame por esto”, y me entregó un papel doblado en dos. Después hizo un gesto sobre mi cara y bajó en tropel hacia la calle, hasta que se perdió.
—¿Y nunca más la viste?
—No… Todo fue después muy doloroso. Un sábado en la tarde llegaron a decir que había habido una horrible explosión y que entre la gran cantidad de personas muertas o desaparecidas estaban Ilim y su tía… Todos lloramos, pero yo más que nadie.
Adriana tenía ya un papel entre sus manos… Con un marcador de tinta azul dibujó ante mis ojos una casita de dos aguas, una puerta en el centro y dos ventanas, un árbol a la derecha que tenía la copa como un hongo, una cerca de postecitos que la rodeaba y arriba un sol grandote con una ancha sonrisa. Me lo entregó. Dio una vuelta por el lado izquierdo de la mesa, para ponerse frente a mí. Entonces levantó sus dos manos al nivel de mi cara y con las yemas de sus pulgares cerró mis ojos, que estaban para ese momento humedecidos.