Henrique Soublette
Tendrás que dejar tu carro de estudio y salir de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, recogiendo los síntomas de la muerte…
El pae Próspero, que es como le decían en el pueblo, se paseaba por el altozano esperando el amanecer del día. De rato en rato, al llegar a alguno de los extremos, se paraba, se quedaba un momento absorto, moviendo su gran cabeza gris cubierta con un casquete de lana, y suspirando, acababa por hacer u gesto de angustia que casi llegaba a la ira.
El pueblo dormía aún, a la luz cariñosa de la luna, una límpida menguante de enero, que reinaba única en un cielo completamente nocturno, a pesar de la proximidad de la madrugada.
Desde uno y otro extremo de altozano, el pae próspero alcanzaba a divisar los dos aspectos principales del panorama alumbrado por el fulgor del cielo lunar; desde el de la izquierda, veía las faldas de la sierra, las sabanetas empinándose hasta las filas en sinuosas dentelladas en que sobresalían como una dentadura negra las cresterías, todas cubiertas de gamelotales, en cuyo gris plateado destacaban las siluetas oscuras de los duraznales; desde el de la derecha veía, cuesta abajo, la hondonada: primero, las casuchas aisladas y en desorden, como en los nacimientos pascuales, encaramadas en peñones, rodeadas de arbolitos y conucos; más abajo, veía la línea recta del puente por encima de la quebrada profunda y estrepitosa, la carretera ondulada y pendiente, demasiado pendiente para el tráfico de los carros; más allá, siempre cuesta abajo, los cafetales oscuros e intrincados como selvas, y laderas descendentes, y lomas y barrancos, hasta donde la vista alcanzaba, que era muy lejos, muy lejos.
Al frente del altozano se veía la plazuela, con cuatro olivos raquíticos y una pila seca, alrededor de la cual blanqueaban las casas, mucho más casas que las demás, de lo mejor de allí, de la flor del pueblo. En cuanto a la iglesia, su aspecto más que de tal, era de fábrica, y de fábrica muy vieja, aunque no abandonada; la fachada principal apenas se comprendía detrás del complicado esqueleto de los andamiajes: para llegar a la puerta era menester pasar por entre un verdadero laberinto de barriles, de puntales y de pilotes; solo sobresalía, por encima de los parapetos y los tramos, la cruz de hierro, negra y simple, como la cruz de una tumba. A un lado, precisamente hacia el del barranco, estaba el campanario, otro andamio menos alto y más estable, del cual colgaban pobremente las tres campanas.
Aquello era todo lo que podía ver el pae Próspero desde el altozano de su iglesia; pero en realidad él no veía nada, nada hacia fuera. Él no veía sino hacia adentro, hacia su mente llena de preocupaciones y de ansiedad.
Parecía mentira, pero era la primera vez, en los treinta años que tenía de cura en la Soledad de Arriba, que una preocupación mortal ocupaba su pensamiento, hecho ya y tan solo a los simplísimos problemas de la pobreza, del dolor y del trabajo. A los veinticinco años, recién ordenado, había tomado posesión del curato de la parroquia, de la que ya no había vuelto a separarse, sino para algún viaje forzoso, muy de tarde en tarde, viajes que él se empeñaba en hacer en el menor tiempo posible. Y era de naturaleza de sí rutinera y campesina, solamente se hallaba bien en la vida monótona y sencilla de su parroquia.
Ninguna de las condiciones necesarias para hacerse a aquel vivir le faltaba; sus funciones las llenaba de una manera mecánica, espontánea, sin el menor esfuerzo (era campechano y festivo). Le entretenía el cultivo de sus viñas, de las que sacaba un vino mejor para ensaladas que para otra cosa y cuidaba unas cuantas colmenas, menos por la miel que por las abejas. Era campechano y festivo. Le gustaban las peleas de gallos y el juego de bolas; aunque, por escrúpulo, nunca se interesa en aquéllas ni tomaba parte activa en este. Además, mascaba tabaco y se pega palos de aguardiente, que él llamaba trancazos, con los más humildes del humildísimo pueblo.
Pero, eso sí, el pae Próspero era muy generoso, muy bueno con los pobres, de los cuales él era quizás el más pobre. Lo que a unos ganaba por entierros, bautismo o matrimonios, pronto iba a manos de otros. Siempre estaba al lado de los enfermos y de los muertos; aunque sin dejar nunca su sonrisa socarrona, sus palabras gordas y sus chanzonetas. Hacía la caridad de un modo natural, sin alarde, sin solemnidad, no dándole importancia alguna a lo que hacía, disimulando sus bondades con chanzas, que a veces resultaban hasta subidas de color.
Cuando algún pulpero del pueblo se negaba a recibir el precio del “trancazo”, el pae Próspero le decía, dándole una bofetada muy regular:
—No seas virote, hombre; coge esos centavos que te hacen falta pa sostené a la trulla de hijos naturales que has hecho.
O si era una beata que le iba con algún chisme sobre fulanito o zutanita, le decía:
—Mujer, peor eres tú, que no haces porque no hallas con quién – y la despedía con un pellizco retorcido, que la chanza no lograba hacer menos doloroso. Él era el pueblo mismo y el pueblo se miraba en él lo que quería sinceramente.
Tampoco le faltaba al cura de la Soledad de Arriba el carácter necesario para reducir al bien vivir al más obcecado, y alguna vez que lo hubo menester, supo sellas con una trompada en la boca de algún rebelde y llevarlo después a rastras, agarrado por el pescuezo, hasta el confesionario.
El pae Próspero había nacido, sin duda, para cura de aquel pueblo. Él era el pueblo mismo, y el pueblo que se miraba en él lo quería como a sí mismo pudiera quererse.
Pues nunca se había encontrado el pae Próspero en trance tan difícil como aquella vez… Sus pasos, habitualmente iguales y acompasados, se precipitaban o retardaban con nerviosos impulsos, y alguna vez hasta se detenían, para dar lugar a una nerviosa patada sobre el enladrillado del altozano.
Y es que no era para menos la causa de su angustia. El de la Soledad de Arriba era un pueblo paupérrimo, olvidado de casi todo el mundo allá en su rinconcito de serranía apenas recordado una vez por año, al tiempo de cosechas, por los tres o cuatro amos de las otras tantas haciendas de café de los contornos. Entre aquella gente podía decirse que no había diferencia alguna de clases.
No hay uno más miserable que otro, decía el pae Próspero refiriéndose a sus feligreses; tos tienen sus tierritas y sus animalitos… en las uñas y en la cabeza, concluía riéndose estrepitosamente.
Por aquel lugar no pasaba nunca un viajero, para qué, si por allí no se iba a ninguna parte, ni a él había podido llegar nunca una carreta. Apenas si los arreos de burros cargados lograban escalar el repecho que, los vecinos a falta de otra cosa mejor a que darle ese nombre, llamaban carretera.
Sin embargo, en aquel pueblo miserable reinaba una especia di calma, de igualdad en el padecimiento, de resignación, en fin, algo que, si no era propiamente la felicidad se le parecía como un hermano. Esta sensación oscura de abandono y reposo alcanzaba como tantas otras cosas del pueblo, a su párroco, el cual, en treinta años, apenas recordaba un sinsabor que no fuera de los que la daban los muchachos que le iban a robar las uvas; no por el hecho mismo del robo, sino porque le estropeaban el viñedo; los que se emborrachaban los domingos por la mañana, porque le escupían todo el piso de la iglesia, y los que vivían mal, porque según él decía “era una gran sinvergüenzura no querer pagarle a Dios una miseria, para tener derecho, derecho verdadero, a su jembra”.
Pero lo que llegó a acontecerle un día sí era grave, muy grave. La situación era apuradísima; el pueblo y su párroco se veían amenazados por un golpe que había de herirlos en una de las cosas que uno y otro más apreciaban en “la fajina”. ¡Miren que el pobre cura había bregado en la noche por defender su fajina de la voracidad del Jefe Civil! Pero nada; aquel era voluntarioso y terco hasta volverlo a decir contra sus decretos no había razones, ni ruego, ni nada.
A principios de la noche que estaba terminando, cuando el pae Prósporo estaba acabando de vaciar su taza de café, se le presentó, como de costumbre sin tocar ni pedir permiso, el coronel Alceste Vidalis, Jefe Civil desde hacía un trimestre de la Soledad de Arriba. El coronel saludó al cura como de costumbre, con una chanza pesada; pero luego, sentándose al otro lado de la mesa, se puso serio de repente y empezó:
—¿Sabe, pae Próspero, que le traigo una buena noticia?
—No venga con eso, hombre —le respondió el cura, ya algo inquieto.
—Vamos a ver qué albricias me da.
—Déjese de albricias y venga la bicha antes de que se enfríe.
—Pues bueno, allá va: la noticia es que yo me hago cargo, oficialmente, por supuesto, de la fábrica de la iglesia.
Casi un salto fue el movimiento que hizo el cura de la Soledad al incorporarse en la silla. Primero creyó no haber oído bien; después creyó que la cosa no pasaba de una broma; y por fin, cuando la seriedad del Coronel lo convenció de lo contrario, empezó a luchar: puso los cinco sentidos en disuadir de sus intentos a la primera autoridad del lugar, replicó, contrarreplicó, apeló a toda forma de insinuaciones, pero nequánquam, no había forma.
—Mire, coronel —le había dicho —, esto tiene sus cábulas, y yo se las voy a explicar. Naturalmente que yo comprendo que usté lo que quiere es hacernos un gran favor, Dios le pague su buena voluntá; pero mire: esta gente de aquí es muy animal, coronel, pero muy animal; usté dirá si lo sabré yo, que tengo treinta años pastoreándola, o arriándola que es la palabra… Ellos le tienen un apego grande a sus rutinas… y usté verá; no le van a agradecer el favor.
—Ni yo lo hago por el agradecimiento, caray…
—Bueno, pero… usté verá… Nosotros… esta gente… bueno… esta gente está fabricando su iglesia desde el ochenta y uno… El pueblo tenía su iglesia, muy buena, por cierto, pero el terremoto del setenta y ocho se la tumbó. Fue lo único que se cayó en el pueblo con el terremoto, como todo lo demás era, y es, será siempre de bajareque, pues… Ah, cuando yo llegué aquí de cura, hallé la iglesia en ruinas… Lo primero que me propuse, al llegar, fue reedificar la iglesia… usté verá, coronel, al fin y al cabo, tener una iglesia es la única manera de tener una casa grande para estos desastrados… Pues, bueno… fui a pedirle al Gobierno. El Gobierno primero me estuvo entreteniendo con ofrecimientos… pero por fin se jartó de mí, y me dijo que no podía ayudarme con na, que la situación estaba mala, y que hiciera lo que yo pudiera… pues, bueno… yo… ¿qué hice? Cogí mi camino y me vine pa ca, y po el camino hice la resolución de de fabricá la iglesia de cualquier modo que fuera… Eso fue el año del setenta y… no, no, el año de ochenta… por el mes de los muertos… Pues, bueno, desde que hallé en el pueblo, lo primero que hice fue ponerme a hablar y a hablar, de todas maneras: en pláticas, en conversaciones… de todas maneras… Por lo pronto, no había más que un recurso pa ir comenzando, y era la fajina… Yo sabía demasiado que de esta no podía esperar ni un centavo partido por la mitad… Pues, bueno, busqué entre los amos de hacienda y con suscripciones y firmas, allá en Caracas, los fondos imprescindibles y a los de aquí les pedí lo único que ellos podían dar: el trabajo…
Aquí existía, desde hace muchísimo tiempo, la costumbre de hacer todas las obras de alguna consideración, como ellos dicen, por fajinas… Esa es una costumbre de todos los pueblos pobres… van a fabricar un rancho o a desmontar un cerro, o a sembrar unos conucos, y hacen una fajina… Si el trabajo es de uno solo, como cuando es un rancho, el amo convida a todos los del pueblo para un domingo y todos van, hasta las mujeres y los muchachos llevan gusto en ir… Se pegan a trabajá todos, y trabajan con más entusiasmo que si fueran ganando una fortuna, riéndose y chercheándose y cantando… bueno, cuando se acaba la tarea, el amo del trabajo ofrece una ternera o un sancocho, con aguardiente y todo… y comen todos juntos y después bailan y se emparrandan, y la cosa resulta una fiesta… ¿ya me comprende?
Pues, yo resolví que la iglesia se fabricara por fajinas. Cada dos domingos, venían todos los del pueblo a trabajar, ca uno a su manera: el herrero en las cosas de herrería, el alfarero en los ladrillos y en las tejas, y así… y los que no podían ayudá con su oficio, como al barbero, y el boticario, ayudaban de cualquier manera, aunque fuera llevando y trayendo latas de arena y de cal… Además de esto, ca uno traía lo que podía pa la comilona: unos traían las papas, otros los plátanos, otros el aguardiente, otros la gallina, o la becerra, o el chivo o lo que juera… bueno; yo ponía lo que faltara… ah: y otros traían la arpa y la guitarra y las maracas… y se armaba la fiesta… Pues bueno, la cosa cayó muy bien, como estos desatraos tienen tan pocas ocasiones de divertirse se agarraron al pretexto e la fajina, y todos iban ganando, y hasta Dios mismo ganaba… ellos porque se divertían trabajando juntos y con la mira en la parranda y Dios porque la iglesia se iba levantando poco a poco, poco a poco, hasta llegá ande usté la mira hoy, que poco le falta… Veintiocho o más años tenemos en esto y si la iglesia no está ya levantá tres veces es por la escasez de recursos. Bueno; en to este tiempo, el pueblo se ha encariñao con la fajina e la iglesia… muchos de los que van a ella están yendo desde chiquiticos… usté sabe lo que es el entusiasmo porque usté lo ha visto, Coronel… Es que, mire, yo estoy por decí que esta gente no quisiera que se acabara nunca… la fábrica.
—Ah, pero es necesario que se acabe — había dicho el coronel—. El Gobierno necesita que se acabe de fabricar la iglesia, pae Próspero.
—¡Qué ha de necesitar el Gobierno, coronel!
—Ah; sí, señor; de eso puede usted estar seguro… Además ya le digo; si es un bien el que yo voy a hacerle al pueblo… el Gobierno se hace cargo de los gastos.
Y, como va dicho, no hubo forma de convencer al Jefe Civil. Por supuesto que ninguno en el pueblo hubiera sido capaz de comprender por dónde venía el daño, ni que tenía de amenazante la oficiosidad del coronel; pero él, el cura, que, aunque no era propiamente un lince, tenía el ojo bastante fino, sí lo veía y lo comprendía todo.
Aquel Jefe Civil, no era sino un aventurero intruso, que, desde que llegó al pueblo, no hizo otra cosa sino buscar todos los modos de explotar su miseria. Y aquél era uno de los mejores que había hallado. Oh, el fondo de un vaso de agua clara. El bribón del coronel quería hacerse cargo de la fábrica de la iglesia, para tener donde abrir sus productivas imaginarias, y cosechar él solo, con toda comodidad. Construida la iglesia, si llegaba a construirse, quién evitaría que el Jefe Civil se hiciera amo y señor de ella, como se había hecho ya en dos meses de casi todo el pueblo. El pae Próspero, no entendía ni una jota de política y por consiguiente no sabía lo que era poder municipal ni poder ejecutivo, ni absorción de aquél por éste, pero en los hechos presentía el gran peligro que se venía encima a su pobre parroquia. No sabía lo que era poder municipal ni poder ejecutivo, ni absorción de aquél por éste, pero en los hechos presentía el gran peligro que se venía encima a su pobre parroquia. Él lo presentía, sí; pero, ¿cómo evitarlo?
El coronel se había ido de su casa resuelto a salirse con la suya, de cualquier modo que fuera; un hecho, ¿cómo resistirlo? Aquél era un militar, un hombre acostumbrado a los medios violentos: desde su llegada al pueblo de lo primero que se había ocupado era de armar una cuerda de bandidos para tenerlos a la orden, so pretexto de policía; el pueblo estaba compuesto todo de gente pacífica, no acostumbrada a violencias, valiente cuando más para algún lance accidental… ¿Qué hacer?
Una claridad cenicienta apareció sobre las cresterías lejanas y empezó a extenderse subiendo hacia el centro del cielo como una marea silenciosa. El pae Próspero se paró en medio del altozano y viendo el día que llegaba, se santiguó y quitándose el gorro fue hacia el andamiaje que hacía de campanario. Allí agarró uno de los mecates que colgaban amarrados a los varales y desatándolo tiró de él, con todas sus fuerzas. Sobre su cabeza, en el aire ceniciento, el bronce despertó, despertando con su grito vibrante el vasto paisaje.
Angelus Domini nuntiavit Mariae, musitaron los labios del cura, mientras sus ojos iban al encuentro de la claridad creciente y su alma se suspendía entre el cielo y la tierra como el son del bronce. El concepit de Spiritu Sancto. Ave María…
Una y otra vez tiró el cura del mecate, y otras tantas se elevó de lo alto del andamio el son inmenso. Acabado el Angelus, dio primero para la misa y después entró en la iglesia. Mientras el cura, alumbrándose con una vela, ponía en orden los objetos del presbiterio y sacaba los ornamentos, afuera el día doraba todo el cielo, encendía los picos de la serranía y, chorreándose por las laderas, iba bañando todo el panorama. Después del segundo toque, que no dio ya el cura sino el soñoliento monaguillo, que acababa de presentarse desperezándose y tiritando, empezaron a llegar los feligreses; primero las mujeres, detrás de ella los hombres, con los ojos hinchados y sus herramientas al hombro, como si fueran al trabajo. Cuando tocaron el último, cada uno puso en un rincón su artefacto, y pasando por entre los andamios, uno a uno entraron todos en la nave, en la que aún reinaba la noche, salpicada de lucecitas temblorosas.
Después de la misa, todos los hombres se reunieron en la plaza y se pusieron a comentar la nueva noticia sensacional.
—Conque er señol Jefe Civir quiere acabá con la iglesia por su propia cuenta — dijo don Pancho López, el pesador de carne.
—Yo digo que er lo hará no más que con la mira de hacé la iglesia propiedad suya —añadió don Roseliano Pantoja, el más rico de todos aquellos pobres.
—Ni máj ni menoj que como hizo con los gamelotajes de las sabanetas —terció Nicomedes, el hijo del de la posada.
—Ni máj ni menoj.
—Bendito sia Dios.
—Es lo que les decía a ustés el otro día; el despotismo de la autoridad, producto ducto de la tolerancia der pueblo y la depravación de las costumbres.
Esto lo dijo Perecito, el boticario, que había leído muchas novelas históricas.
—Lo que yo digo ej una cosa —dijo a su vez un viejito barrigón y arrugado — nosotroj… nosotroj… el pueblo… vamos, digo que… nosotros…
Y el viejecito acabó por no decir nada, lo cual hizo reír a todos
—Pues, yo digo que aquí lo que hay es lo que hay es que ejperá lo que diga el pea Próspero.
—Y yo digo otro tanto.
—Puej vamoj a esperarlo…
—¿Y qué me dice de la vaca lebruna, don Pancho…?
—Lo que le dije ayel, don Roseliano; vente pesos le doy por ella,
Y los hombres estuvieron hablando de sus cosas hasta que llegó el Cura. Lo que éste les dijo fue muy claro y muy sencillo, ni uno se quedó sin comprender.
—Aquí lo que hay es procedé, mis amigos; vamos a peganos a trabajá como siempre, y lo que venga, qué carajo.
—Por ahí debe de vení Ramoncito con unos mapueyes pal sancocho…
—Pues yo soy partidario de la revolución…
—Eso es porque usté no tiene que perdé, mi amigo.
—No me diga eso, don Roseliano; y la botica…
—Aquí no hay revolución que valga, mi amigo —interrumpió el cura—, vámonos a trabajá. ¿Onde están los adobes que me dijiste antier, Sebastián?
—En casa los tengo.
—Pues a buscarlos. ¿Ya tienes pegá la carreta, Hermógenes?
—Ya.
—Pues; vamonós, vamonós, andando,
—Vamonós, vamonós, corearon todos.
—¡Viva la fajina! —gritó el boticario.
Pero todos se callaron de repente y empezaron a mirarse unos a otros, al ver al coronel que avanzaba por medio de la plaza, con la cobija sobre los hombros, el sombrero tirado atrás y el garrote en la mano. El cura frunció las cejas y apretó los dientes, sus labios temblaron dando paso a palabras que no se oyeron. ¿Eran de una plegaria? ¿Eran de una maldición?
—Salud, señores —dijo el Jefe Civil, llegando al medio del grupo,
— ¿Cómo me lo tratan, pae Prosperito?
—Como usté ve, coronel, como a cura e pueblo —dijo el aludido enseñando su barriga.
—Tempranito fue la misa, ¿eh? Por más que madrugué no pude alcanzarla.
—Las sábanas pesan mucho en enero, coronel.
—Ya ustedes saben que hoy no hay fajina, ¿eh? —dijo el coronel volviéndose hacia el grupo cabizbajo.
—No lo saben todavía, coronel —dijo el cura, por sus feligreses.
—Pues ya lo saben; ya esto de fajinas se acabó; ahora vamos a trabajar por cuenta del gobierno.
Perecito, el boticario, dio un paso adelante, y aclarándose el pecho comenzó:
—Señor Jefe Civil… señor Jefe Civil… nosotros… el pueblo… el pueblo… quiero bueno; quisiera… digo, si a usté no le parece mal, el pueblo quisiera seguir la fábrica como hasta ahora…
—Ah sí, ¿de veras? ¿Conque el pueblo quiere?… Pues bueno; yo no quiero, ¿eh?
—¡Coronel…!
—¡Qué hay! —la voz del Jefe Civil se hizo amenazante.
—No, nada; nada —dijo el boticario achicado.
—Pues lo que hay es que yo quiero que ustedes sepan que aquí hay autoridad, ¿eh? Y que el que manda, manda.
—Demasiado lo sabremos ya —dijo una voz en el grupo.
—¿Eh? ¿Quién habló ahí?
— Pepe el de Rufa…
—¿Anjá? Un paso al frente. ¿Qué es lo que dice el amigo?
—Que demasiado lo sabemos ya —dijo Pepe el de Rufa; mirando al Coronel con ojos de oscura fiereza.
—Al calabozo va usted ya para que no se le olvide. ¡Camarón! Haga preso al señor por desacato a la autoridad.
Un silencio mortal acogió la presencia del policía.
—¿Aquí no hay un hombre? —gritó de repente el muchacho a quien apodaban el Arrancao por su fama de valeroso.
—Sí hay —gritó el coronel acercándosele amenazante.
—Puesj, aquí hay otro —gritó el Arrancao, cuadrándose.
Pero una bofetada del coronel lo echó patas arriba antes de que pudiera prevenirse.
El Cura, el pobre pae Próspero, había estado oyendo la disputa, con los brazos cruzados y las cejas encapotadas, sin abrir, la boca; pero ver caer al Arrancao, se encogió y dio un salto con agilidad incomprensible a sus años e insospechable en su cuerpecito rechoncho:
—¡Eso no; carajo!, ¡eso no! ¡Así no se trata a un hombre… A ver, a ver… Un palo, venga un palo, carajo!
—Allá va —gritó el coronel remoliendo se garrote, asestó un tremendo golpe en la cabeza del cura, el cual se enderezó, se llevó las manos a la herida y cayó de lado al suelo.
—¡Ahí lo tienen! —gritó el vencedor—. Hay o no autoridad… Aquí tiene que saber todo el mundo que el que manda, manda. ¿No hay otro que quiera probarlo? ¿No? Pues a disolverme el grupo y cada uno para su casa, calladito.
Dicho esto, el Jefe Civil se envolvió en su cobija, se tiró el sombrero sobre las cejas, y, contoneándose, remolineando el garrote, se fue paso a paso por la plazuela desierta.
El pae Próspero se incorporó, con la cara bañada en sangre, y mirando a sus feligreses que se iban y lo dejaban allí, sobre el enladrillado, se dijo amargamente:
—No hay un hombre, no hay un hombre entre todos esos pobres, para ese bárbaro, él es el amo, maldito sea.
Se levantó penosamente y limpiándose la sangre con las mangas, fue a agarrarse a uno de los varales del andamiaje.
—Bendito sia Dios, carajo; no hay un hombre pa ese bárbaro… Se acabó esto, se acabó la iglesia, se acabó to, te acabaste pueblo… ¡Bendito sia Dios! Un pueblo entero tratao así por un solo hombre… ¡maldito sea él, carajo!
Y en el espasmo de su desesperación sacudía el varal y todo el andamiaje se estremecía de arriba a abajo crujiendo.
—Así se acaba un pueblo, ¡Dios mío de mi alma! Así se acaba un pueblo…
En efecto, Pedro Kropotkine lo había dicho ya, así se acaban los pueblos.