Nuestra señora de los golpes
Es que todo lo que tiene que ver con perros y con pelambre es tan difícil. ¿Usted tiene un cachorro? Seguro que lo baña con jabón Las Llaves, o shampoo de bebé. Pues ¿quiere saber una cosa? ¡No lo haga más! Le está haciendo un daño irreparable al perrito. No hay que usar jabón sino agua fresca y mucho cepillo. Los animales tienen su aceite natural y el jabón se los quita y se ponen pestíferos. Más jabón y más hediondo el perro, más hediondo el perro y más jabón le dan. Luego lo llaman: «Venga mi perrito con su mamita». Y apenas lo acarician detrás de las orejas, se huelen la mano y gritan: «¡Este perro huele a perro!». Y, justamente, a perro es a lo que ya no huele. Olerá a cartón mojado, a leche pasada, pero jamás a perro. Y los perritos se dan cuenta; como toda criatura, tienen su pudor y, ¿a quién le gusta oler mal? Uno les nota el desconcierto por andar con una hediondez que ellos mismos no entienden.
Así me llegan algunas mujeres por aquí, como cachorras tristes, resecas y perdidas entre tanto remedio que enferma, desfiguradas por tanto curarse con lo que más daño les hace. Y si es difícil cuidar el pelo de un perro, imagínese cómo será el de una mujer.
Todo ha cambiado. Cuando yo empecé en este negocio se usaba el secador de casco y las mujeres parecían unos cardenales en su cónclave metidas en unas mitras de latón y de plástico donde embutían unos peinados acrobáticos. Ahí se quedaban, inmóviles, como en un suplicio. Aquí eso se acabó. Con el secador de mano las mujeres ya no se cocinan a fuego lento. Los secadores ahora tienen ese olor a turbina y ese aire tibio rozando las orejas, que tiene algo de avión, de viaje, de aventura, y las mujeres se sienten más livianas, más audaces.
Sí, antes era pura química, ahora todo es más natural; aunque el verdadero aroma del cabello ya se perdió hace siglos. Uno va quitando tintes raros, frituras de restaurante, lacas con resinas, humo de cigarro, humo de tráfico y tanto sudor nervioso, pero no se termina nunca. Es que en el cabello y en las uñas hay tantas verdades difíciles de aceptar. Son partes del cuerpo que sólo crecen bien si se cortan bien: por eso es tan importante la naturalidad.
Y nada tan natural como que una mujer se relaje cuando se siente en buenas manos. Mientras corto les voy contando historias ajenas, chismes que la ayudan a sentirse más allá del bien y del mal, como si fueran las confesoras de la humanidad. Pero lo típico es que ellas también me cuentan cosas a mí; les encanta como escucho. Unas se adormecen, se aboban, pero otras se les alebresta la imaginación, y a veces sueltan secretos que hasta me avergüenza escuchar.
Casi siempre tengo que oír las mismas historias. Le tengo horror al fastidio, pero me sale mi dosis diaria de aburrimiento, es parte de este oficio. Apenas una vez al mes se cuela algo que me conmueva o me divierta, una locura que pueda recordar y contarla a mi manera; como lo de esa señora que me dijo ayer:
—Mi hija ha tenido pésima suerte en la vida… el marido, le salió cornudo.
A esa señora la llaman doña Ocio, porque y que es «la madre de todos los vicios». No sólo el yerno tenía cuernos, sino que dos de hijos se los montaron a un banco que ellos mismos inventaron. Pero yo nunca doy nombres, y cuento sólo lo que todos saben, lo que es natural de contar, lo que es imposible callarse.
Esa ha sido mi filosofía para organizar este caos: ante todo naturalidad, siempre lo natural. La vida es muy sabia, no hay que inventar tanto, no me entrometo, dejo que las cosas fluyan por donde hay menos resistencia. Así es como peino y corto, y así tendrá que ser con mi Ángela y la señora esa que ahora anda repartiendo golpes adiestra y siniestra por toda Caracas. Algo terrorífico. Pero no puedo ni debo meterme, ni tengo por qué dejar de contar lo que todo el mundo ya sabe.
Pero peor es contar las cosas que no son. Esa es la verdadera infamia, dejar afuera los detalles para que la gente imagine cosas que no son. O no se cuenta nada, o se cuenta todo como es. Yo hubiera preferido el silencio, es lo mejor… es lo más conveniente para este negocio… pero ya es tarde.
Aquí les tengo prohibido a las ayudantes que me hablen con las clientes; a nadie le gusta hablar con quien te está agarrando los pies. Ángela es discreta y ayuda mucho, pero tiene en la mirada algo que inquieta, algo como de marciana. Cuando agarra su alicatico y empieza a hacer bolitas de algodón, se le siente en la cara que puede pasar cualquier cosa, que con nada podría ponerse violenta. Hay gente así. Es que en este país hay mucho resentimiento Hay señoras que no la quieren ni ver, pero a esta sí les gusta como hace los pies: y quien se gana a Ángela sabe lo que es cero cutícula y fidelidad eterna.
Ángela me llegó atontada, con la mirada por el suelo, como una perrita callejera, y lo que se dice con hambre. Seguro que le pegaban de niña… y de joven. Ha llevado mucho palo. Yo la guié con cariño y oficio. Antes barría, ahora hace los pies. Con el tiempo le salió hasta una sonrisa. Tiene bellos dientes. Me ayuda de verdad mi Ángela. Es horrenda de cara pero tiene buen cuerpo. Ella misma decía:»Allá en el barrio me dicen que tengo la cara maluca, pero el cuerpo bien bueno». Ángela sabe que ella asusta un poco al principio, pero es muy aseada y responsable. Pero que no se ponga furiosa, porque le sale ese olor como a cobre.
Aquí se gastaba medio sueldo poniéndose bonita. Pero pasó lo que tenía que pasar. Ahora sufre mucho; creo que hasta se pasó de linda. Pero si algo no se le pude negar a una mujer es su derecho a sufrir de amor. Es que Ángela tiene un novio que es un animal, un verdadero animal, un bicho enorme. Yo la dejo que me cuente todo porque en esta ciudad tan violenta hay que tener contactos en todo el mundo, hay que saber lo que está pasando, y uno nunca sabe cuando necesita ayuda de un malandro. El hombre es una cosa gigantesca; es medio policía, y yo pensaba que podía servirnos el día menos pensado.
Estos asuntos de los seres humanos son bien difíciles. Aquí se le ha dado demasiada confianza a las clientes y, con tanto pelo y tanto cuento acumulado, algún día tenía que reventarme un drama en plena peluquería. Dicen que donde hay pelo hay alegría, pero también puede haber tragedia. La señora del lío con Ángela es cliente fija. Es una señora bellísima, sobre todo la boca y los ojos. Está un poquito mayor, y se le ve la lucha.
Yo digo que no hay que luchar tanto con los años. Cansa ver tanto esfuerzo por no ponerse vieja. Hay unas que tienen como un pujo en la mirada, siempre pestañeando, como si te preguntaran cada cinco minutos: «¿Se me nota algo? ¿No estoy regia?»Y se miran en el espejo con los ojos pelados. ¡Claro que se nota! Es que la vida no se detiene para nadie. Yo entiendo que se operen y se jurunguen, pero hay que saber donde parar el cuchillo.
Ángela conoce bien su oficio. Ella agarra los pies y por allí presiente lo que está pasando. Mientras trabaja no dice nada, pero luego en privado me comenta: «Usted se fijó en tal cosa…» Y siempre es verdad, tarde o temprano ocurre lo que Ángela presiente. Así fue como mi pedicurista conoció a Nuestra Señora de los Golpes. Ese es el nombre que le dimos por aquí.
Esa señora viene a esta peluquería desde hace tiempo, desde cuando estábamos en la calle Orinoco; y siempre hablaba de sus cosas, de sus viajes, de sus problemas con el servicio; pero se notaba que había algo más, algo atravesado, algo bien doloroso y bien clavado. Después de años peinando se aprende que en cada mujer hay una sola historia que se repite. Cambiarán el corte y el color de cabello, los ojos, la nariz, la boca y los senos, pero dentro de la cabeza, en medio de los sesos, son siempre las mismas mujeres, eso nunca cambia.
Ángela quería muchísimo a esa señora. No se cansaba de escucharle sus cuentos. Hay que decir de Nuestra señora de los Golpes que al menos no era histérica ni pichirre, dos cualidades que por aquí sobran.
A esta misma silla me han llegado hasta calvas, con terror a ese brillo que saca la luz en la piel del cráneo. Hay hipertiroideas o con meses de quimioterapia; uno tiene que saber su buen poco de medicina y de psicología. Hay unas que hasta se jalan el pelo ellas mismas. Esta señora era todo contrario, tranquila, elegante, pausada. Es una de esas mujeres que sabe fastidiarse con dignidad. Cuando hablaba, Ángela la escuchaba como si fuera la televisión. Le fascinaban esos mundos reposados, sin prisa, donde hay tiempo para todo, donde las mujeres se aburren y no saben lo que van a hacer en la tarde. A Ángela, en cambio, le cuesta tanto salir de su casa y llegar hasta aquí. Sólo ir y venir es ya una proeza. Se ponía tan feliz cuando la venía buscar el novio ese en el carro con los amigotes. Aunque eso de carro con una mujer y muchos hombres es pésima señal.
Todo empezó sin darnos cuenta. Hay que saber lo que está pasando antes de que realmente pase, ¿quién puede peinar bien cuando hay algo que esta mortificando a la cliente? Lo que yo no lograba ver en el cabello, Ángela lo agarraba en los dedos. Es que el pelo y las uñas están conectados, ¿qué otras partes del cuerpo se pueden cortar sin dolor? ¿Qué otra cosa crece y no engorda? Yo adoro este trabajo, especialmente cuando tengo en las manos una cabellera abundante, generosa. Esta señora es bella de verdad, tiene algo suave que te envuelve. Es el extremo opuesto de Ángela. Ahora que lo digo es cuando me doy cuenta del abismo. Son dos mujeres que jamás han debido conocerse, pero llego el día en que se les cruzaron las vidas e hicieron su pacto.
Esa mañana la señora llego furiosa con lo que ella llamaba su «descubrimiento». El marido tenía una mujercita y «algo me están tramando». Eso lo repitió diez veces, y luego gritaba: «¡Si viviera mi padre!», y se le iban los gallos. Estaba descompuesta, irreconocible.
Ella es la que tiene la fortuna; heredo una fábrica de aceite o de margarina, o de las dos cosas, que le manejaba el marido. Decía que ella no sabía nada de negocios, que se había pasado media vida firmando documentos, y que ahora le iban a quitar todo, entre su marido y «la mujercita esa».
Ángela se afectó mucho con eso de que uno puede tenerlo todo y de repente perderlo, y se dijo: «En este lío me embarco yo»; y, por primera vez desde que llegó a este negocio, le habló a una clienta:
—Eso se lo arreglamos facilito, mi señora —se lo dijo con esa sonrisa rara que no me gusta.
Andaban en sus mundos apartes y por fin se vieron a los ojos. En ese instante supe que era un asunto entre ellas dos. Ángela siguió hablando como si yo no existiera:
—Por allá en mi barrio una lo que hace es mandarle a dar sus buenos golpes.
Al principio sonaba sencillo. Hasta a mi me sonó bien fácil. Pero en esta vida nada es fácil; aquí vienen a que lo difícil parezca fácil. Ángela le dijo que ella sabia quien podía enseñarle a esa mujercita, «a esa metiche», a respetar lo ajeno. Hablaba sin dejar de trabajar en las uñas de aquellos pies perfectos.
—Con el primer golpe no entienden por donde viene la cosa, pero luego le dan y le dan hasta que agarran el mensaje.
El problema no fue de dinero: el hombre de Ángela hizo un precio especial y a esa señora le sobran los reales. Además se emocionó ella no sabía que esas cosas pasaban de verdad en Caracas. Y ni siquiera tuvo que involucrarse, solo dio un nombre, una dirección, y pagó unos dólares. Los efectos le llegaron por retruque, por rumores.
A las dos semanas el marido llego a su casa pálido, como paranoico. Parece que a su mujercita le habían puesto la nariz como una ostra, en el estacionamiento del edificio donde le tenía montado un apartamento. Nuestra Señora de los Golpes le preguntó al marido cuando lo vio tan asustado:
— ¿Pero qué te pasa mi amor, que te noto como raro?
— Nada, mi amor, unos problemitas en la oficina.
— ¿Y tú crees que ya se resolvieron?
— Estamos en eso.
— Lo importante es identificar la causa y corregirla, antes de que todo se continúe deformando.
Nunca había gozado tanto. Ella misma no sabía lo que era capaz de hacer, la cantidad de furia y maldad que tenía por dentro.
Ahí no quedaron las cosas. Como al mes reapareció Nuestra Señora de los Golpes preguntando por Ángela y quejándose de otra mujer. Yo pregunté, aunque no he debido meterme:
— ¿Cómo? ¿Y su marido consiguió otra amante tan pronto?
Y Nuestra Señora de los Golpes me contestó:
— Es que esta no es la siguiente… es la anterior.
Era una que le había amargado la vida antes y ella nunca se había podido vengar. Yo entonces me asusté porque las cosas se estaban saliendo de lo natural. Eso de venganzas con retruque no me gustó, me pareció vicio, puro vicio y puro ocio. No quise saber más nada y ellas dejaron de hablar frente a mí. Se iban a tomar café y a comer cachitos juntas a la panadería, ¡qué locura!
Yo eso de prohibirles el trato con las clientes lo hago sin imponerme; es como una costumbre que todas aquí me respetan, pero si una cliente se pone a invitar a una empleada a comer cachitos, ¿cómo negárselo? Luego me dicen racista.
La señora conoció al hombre de Ángela, al animal ese. Yo lo vi venir todo clarito. Nunca antes esa señora se había sentido tan feliz y omnipotente. Descubrió el poder, y el poder siempre está unido a la violencia. Se envició con el asunto de los golpes y puso los reales en un negocio que montaron juntos, una empresa de esas que hay ahora de vigilancia, y tenían hasta unas tarjetitas con un perro encadenado encima del nombre. Todo muy bien organizado. Cuidan fiestas y tienen como treinta guachimanes. Pero lo que realmente le gusta a nuestra señora parece que es lo de los golpes.
Me contaron que le pegaron a un profesor que raspó al hijo en la Universidad Católica, «después que mi hijo se mató estudiando», a un vecino que le faltó el respeto cuando le reclamó algo del perro, a uno que la chocó en la autopista y se dio a la fuga. Creo que hasta marido le dieron lo suyo, porque se fue a vivir a donde la mujercita con la nariz de ostra.
Ahora anda promocionando el servicio entre las amigas. Si una amiga tiene un problema llama a Nuestra Señora de los Golpes, y ella se lo resuelve. Y cuando el negocio prospera, hay felicidad, y la felicidad trae la confianza, y la confianza le gusta a los confianzudos.
No quiero saber más nada de este asunto. Lo importante es que este negocio tiene que seguir adelante, y aquí, dentro de estas cuatro paredes, nunca pasó nada. No se nada de esos líos; a mí que me registren. Pero, ¿cómo se le prohíbe la entrada a una cliente que tiene siglos viniendo y que toda Caracas conoce?
Definitivamente, esa señora no está bien de la cabeza; ya no tiene la misma finura. Entra y empieza a hablar de su nuevo socio sin ningún pudor. Un día llegó, se sentó y cuando le pregunté cómo andaba su vida, me dijo:
— Aquí… afónica, ardida y mansita.
Yo vi por dónde venía la cosa y le dije a Ángela que me fuera a comprar uno potes de acondicionador. Tuve suerte con mi presentimiento porque ahí mismito empezó Nuestra Señora de los Golpes a decir las cosas más horrendas: que si el negro lo tiene como una mandarria, que si la pone en veinte uñitas, que le mete mano como si rellenara un pavo de Navidad, que le estiró el anillo, y otras vulgaridades espantosas. Dice lo primero que le pasa por la cabeza; cosas que no se atreve a decir un hombre de una mujer. No importa quien tenga al frente. Está desatadísima.
Yo no voy a juzgarla. Uno nunca sabe qué drama y cuánta soledad tenía esa señora encima para cometer tantas locuras. ¿Cómo se le ocurre tener amores con ese animal, si era el hombre de Ángela? Pobre Ángela, le quitaron lo que más quería. Pero tengo que poner orden. Los dramas de Ángela no pueden entrar aquí. Aquí no se viene a lloriquear sino a trabajar. Y es que lo de Ángela va en serio; si ve a esa señora entrando por la puerta de la peluquería, yo sé que le brinca encima y me la araña. ¿Se imagina el espectáculo?
Mientras consigue otro trabajo le pasaré algo de plata. Siempre lo he dicho, las costumbres son sagradas. Tiene que haber orden. Cada quien a lo suyo. Fíjese lo que me pasó: conversan con las clientes y vea el zafarrancho que ahora tengo aquí armado. Por eso es tan importante el profesionalismo. Que se conformen con escuchar. Yo entiendo que duele oír hablar todos los días a los demás, y siempre callarse, porque todos los seres humanos tenemos nuestros propios cuentos, pero cuando las empleadas se meten donde no pertenecen, todo se me enreda.
Yo pienso ayudar a mi empleada, le tengo cariño, y a quien sea le explico que mi Ángela, a pesar de ser horrenda, tiene un gran corazón. El problema es que mientras más explique y mejores cosas diga, más me van a preguntar: «¿Pero entonces, por qué la sacaste?» Usted sabe como es la gente de desconfiada.
Algo habrá que inventar. Por eso es que no está más Ángela. Pero esta otra muchacha es igual de buena, y además es muy linda, y tan calladita. Se llama Anamilena, así como suena, todo pegadito. ¿Y ahora qué le hacemos?… ¿Qué corte va a querer hoy?
Contra la obesidad
Cuando estrella entró a trabajar con nosotros debe haber pesado más de noventa kilos, pero era una gordura que iba bien con su personalidad amable, bien asentada, plena de conocimientos y grandes sorpresas. Bastaba con preguntar: «¿Dónde podrán traducir esto al italiano?», para que Estrella diera la solución:
–Yo pasé dos años en Milán.
Y los dos años resultaban ser un posgrado sobre Virgilio, un capítulo con suficiente fuerza y secuelas para explicar una buena parte de su personalidad, y de su peso.
Una vez me rasgué el pantalón con la platina suelta de un carro y, al llegar a la oficina y preguntar dónde podrían arreglarlo, se abrió un nuevo episodio: Estrella es hija de un sastre italiano y estuvo a punto de formar parte del negocio, pero el padre no quería expandirse hacia la ropa para mujeres y ella buscó otro camino. Aún domina el zurcido invisible, un arte que en Caracas solo conocen Estrella y unas viejas portuguesas que trabajan por San Bernardino.
Sus experiencias podrían parecer una inconexa sumatoria de pasiones y oficios, pero, al conocerla bien, se empiezan a entrelazar en un estilo coherente, fascinante. La vitalidad de esos entrelazamientos, el caudal de información que es capaz de acumular, las responsabilidades que los demás cargamos en ella, las maravillas que nos aguardan en cada pregunta que le hacemos, constituyen una tentadora invitación a asociar su gordura con su capacidad de almacenamiento. Una explicación ciertamente injusta si Estrella no fuera la primera en aceptarla. En su particular relación con la humanidad, «dar» equivale a responsabilizarse cada vez con más exigencias, y esta puede ser la causa o la consecuencia de su obesidad. Es lo que ella cree, y creerlo ha sido su trauma.
Nadie en la oficina se inmiscuyó en su peso, ni ella daba detalles de dietas o se quejaba de las crueles trampas de su metabolismo. Los comentarios no pasaban de «va al cafetín a media mañana y dos veces en la tarde», «no debería tomar tanta azúcar con el café», aunque todos veíamos cómo iba des- bordando la silla y alejándose del escritorio. Era algo tan paulatino e integrado a su pericia y generosidad que sobrepasó sin mayor drama los 100 kilos y se sometió a peligrosas liposucciones y a un anillo en el estómago. Pero cuando rebasó los 130, Estrella sintió que estaba cayendo en el abismo de lo monstruoso y ocurrió un episodio confuso, como todo intento de suicidio que no termina de definirse. Con ese trance comenzó a hacerse evidente lo que ya sabíamos y yo pretendía ignorar: Estrella es tan generosa como indispensable, tan indispensable como frágil. Había que ayudarla.
Mi empeño en enfrentar solo las tareas agradables, como una cómoda estrategia para tener una visión de la totalidad, depende de su omnívora capacidad de tragar y manejar dificultades, desagradables rutinas, enfrentamientos internos y externos, las tareas fundamentales y cotidianas. Al otro extremo del espectro está mi egoísta manera de amar a Estrella, una pasión que se apoya en su gordura para jurarse imposible y manifestarse solo como un cariño con cierta lástima, o como una simple preocupación por el bienestar de una empleada con destrezas de heroína.
Después del episodio que tanto nos asustó a todos, mi socio y yo decidimos buscar un solución en el exterior. Por supuesto que la propia Estrella se encargó de analizar las ofertas y encontrar el mejor sitio en el planeta. Sé bien que en la excelencia suelen esconderse los peores engaños, pero yo estaba desesperado con su estado, lo que me convertía en uno de esos ilusos que tiene una fe ciega en los oscuros trucos de los especialistas, y la dejé marchar a la aventura que ella seleccionó entre las opciones de la industria norteamericana para adelgazar, que es casi de la misma escala de la dedicada a engordarnos.
Los grandes emporios del tabaco alrededor de la ciudad de Raleigh proveen a la Universidad de Carolina del Norte con fondos inextinguibles para sus programas e investigaciones. Solo piden a cambio que se excluya de los cuestionarios médicos una sola pregunta: «¿Usted fuma?». Estrella partió hacia el departamento de «Obesity Control and Prevention» como si las maletas las llevara debajo del vestido. En las semanas de preparación, antes de dejar su destino en buenas manos, comió con la feliz gula de quien jura que todo va a cambiar para siempre.
Durante un mes no tuvimos noticias suyas. Llegué a pensar que el tratamiento consistía en meter- la en una jaula a punta de caldos de repollo hasta matarla de hambre. Me hacía mucha falta su apoyo y, gracias a la costumbre de centrarme en su obesidad, me consolaba pregonando la cantaleta de mi preocupación por su salud.
Justo a las tres semanas llegó el primer reporte en una postal con la foto de un camino entre grandes árboles de caoba. El mensaje era breve:
¡Soy otra!
A Estrella siempre le han gustado esas frases comprimidas, estimulantes. Las utiliza para negociar y es aún más concisa para confesar sus sentimientos. Y funcionó, pues yo no hacía sino pensar en esa «otredad» que podía ir desde una genuina metamorfosis hasta una treta tan comercial como la gordita que aparecía en el folleto promocional de la clínica diciendo orgullosa: «Estoy más sana. Ahora puedo comprar ropa en cualquier tienda».
«Soy» y «otra» incluyen tantas posibilidades que no resistí la curiosidad y decidí irme a Carolina del Norte. Esta vez me armé con una excusa algo más solidaria: «Si Estrella dice que es bueno es que es excelente, y yo debería quitarme unos quince kilos».
No fui bien recibido. Mi aspecto levantaba sospechas; parecía uno de esos periodistas que se inscriben en un tratamiento para luego vender a una revista la versión de que todo es un fraude. Pero contaba con mi buena Estrella, quien ya era un personaje popular en la institución. Ella misma me advirtió con un «tú no perteneces a este mundo», pero se encargó de inventar que yo tenía una condición cardíaca y fui aceptado en un programa para el que no daba la talla ni el peso.
Al día siguiente me evaluaron y pasé al gran salón de los nuevos. La primera terapia consiste en enfrentar las crudas realidades del cuerpo y nos mandaron a quedarnos en ropa interior. Habría bastante más de dos mil kilos contemplándose unos a otros, masas de roscas colgantes que parecían repartirse en porciones iguales, como si los cuerpos al engordar tendieran a parecerse. El eje de todas las miradas fue mi cintura, indecente por su insólita falta de verdadera sustancia. Tenía en mi contra el estigma de la normalidad y aquellos sufridos combatientes contra su voraz apetito pensaron que me daba placer insultarlos al mostrarles una panza estándar, incluso reciente.
Antes de vestirnos nos tomaron toda clase de medidas y fotografías para las típicas duplas de «antes» y «después». Luego rezamos oraciones y cantamos himnos encomendando a Dios nuestro sobrepeso.
Estrella me había recibido, tal como lo hacía todos los lunes, con un resumen de cuáles eran las bases del tratamiento: «Camaradería y caminatas». Lo de «camaradería» resultó ser graciosamente literal, porque todos los pacientes terminaban unos en las camas de los otros. La razón es muy simple: la obsesión por la comida es un sustituto de una obsesión sexual. Al engordar, el cuerpo se aleja de su sexualidad y se refugia cada vez más en lo oral. La idea solapada del tratamiento, incluyendo las periódicas y colectivas revisiones oculares, es que la pasión retorne a su santo lugar al ofrecerle al paciente la liberadora alternativa del sexo. De esta manera, lo que la obesidad ha represado se desata con un vigor proporcional al peso perdido.
Nunca en mi vida he visto gordas tan proselitistas y cachondas. Las expresiones gestuales y las verbales expresadas en clara e inteligible voz, como «¡te quiero comer!», me acosaron hasta agotarme, porque la implacable dieta me tenía cansadísimo y vagaba como un esmirriado indígena entre rapaces misioneros. Añádase que el hambre crónica genera unos alientos de oso polar.
Las caminatas por los bellos jardines de la universidad eran encantadoras, aunque los enfermeros insistieran en darles un aire marcial. Allí se daba el inicio de la «camaradería» mediante una incitante oxigenación. Allí también descubrí las disparidades entre los obesos al observarlos en pleno movimiento, porque los había tan lentos como un cubo de plomo arrastrado por una alfombra persa y tan dinámica como Dumbo en pleno vuelo. En esos recorridos pude acompañar a Estrella gracias a que los iniciados y los expertos se unían en una misma marcha.
En el proceso de adelgazar también van emergiendo notables diferencias. En unos comienza a pre- dominar lo descolgado, lo ojeroso, y se deslizan hacia una languidez mortuoria, peor que la tristeza, como si llevaran luto por las carnes perdidas. Otros, como Estrella, adquieren el esplendor de una graciosa coordinación al sentirse más ligeros, y su libre alegría va creciendo hasta llegar a una sospechosa euforia que nunca logra asentarse, y quieren recuperar todo lo que no disfrutaron cuando arrastraban una carga que ahora recuerdan como ajena. Es en estos casos cuando se da la sexualidad más beligerante.
Durante las caminatas, Estrella estaba en el grupo de los que avanzaban con buen fuelle y hasta gritaban consignas que terminaban en «amén». Nuestros encuentros eran breves porque yo nunca lograba alcanzarla. No me importaba quedarme atrás. Los gordos tienden a ser gente culta y al final de la cola era donde se daban las conversaciones más sórdidas y entretenidas.
Alguna vez nos llevaron a visitar los campos de tabaco para aclararnos quién era el gran benefactor de las investigaciones. En los días de lluvia nos trasladaban a un gran centro comercial llamado Crabtree Valley, una pequeña ciudadela donde podíamos cumplir la meta de los diez mil pasos diarios. En aquel indescifrable laberinto de galerías uno jamás cruzaba frente a una misma tienda. Parecíamos una tropa de delincuentes o retardados mentales bajo la vigilancia de una docena de enfermeros que nos obligaban a llevar el paso con cantos que reforzaran nuestra fuerza de voluntad.
Todos marchábamos a buen ritmo hasta pasar frente a una feria tan vasta como estandarizada de hamburguesas, chicken fingers y calamares vietnamitas. La cercanía al epicentro de las más tórridas tentaciones se presentía en los temblores de rodillas, en los giros de torsos y hasta en rugidos gástricos de elefante. Estrella iba siempre adelante, cada vez más exaltada y portando en sus ojos el brillo y la franqueza que tantas veces evité confrontar.
Utilizaba una mezcolanza de italiano e inglés para animarnos con su vibrante voz de soprano:
–Let’s go, my friends… Avanti, sempre avanti!
Pero no hay vigilancia que pueda vencer la astucia de un gordo hambreado. A veces, en un descuido de los enfermeros, uno de los esforzados pacientes lograba quedarse rezagado tras una columna y, ya libre del grupo, se colaba en aquel paraíso de fritangas tan expeditas como insípidas. El problema es que estaba prohibido llevar dinero, porque durante el tratamiento nuestra tropa juraba renegar de los excesos mercantilistas, así que la única oferta disponible eran los desperdicios o robarle la comida a un niño.
Fue en esas vueltas cuando pude medir la magnitud de las fuerzas telúricas que se intentaban controlar. Era tan conmovedor como asqueroso presenciar el espectáculo de un ejecutivo, de quién sabe qué transnacional, que se abalanza de cuerpo entero dentro de un basurero para morder una lonja de pizza y se aferra al contenedor de sus tesoros mientras lo jalan por los pies entre cuatro guardianes. Luego venía el arrepentimiento del pecador por traicionar a sus compañeros de tropa y continuaba su marcha lamiéndose la franela manchada de inmundicias.
El arsenal de la clínica incluía bastante más que camaradería y caminatas. Estaban también los potajes vitamínicos, las inyecciones de placenta, las pastillas para las migrañas y los problemas de columna, la ansiedad y el insomnio, todo disfrazado con unas charlas religiosas que debían cambiar nuestros patrones de vida. Estrella era una líder natural en esa cruzada de hacernos creer soldados del espíritu y su proselitismo fue haciendo su sexualidad más y más sublime. Yo, en cambio, iba perdiendo fuerzas mientras lucía cada vez más falsa mi comedia del corazón débil. No podía hacer más que seguirla y observarla en silencio, sin invadirla, sin acosarla.
Este estado mío tan pasivo, tan desapegado, se agravó cuando Estrella se enamoró de otro paciente. Cuando el obeso pasa de la comida al sexo ya viene muy focalizado. Comer es algo objetivo, concreto, y de igual manera y con la misma periodicidad de las tres comidas diarias, tiende entonces a saciarse ese otro frenesí que permanecía subyacente. Inmediatamente se selecciona a una persona, la que esté más próxima. Estrella se unió a otro de su misma condición y disciplina, un alma gemela que jamás hubiera conocido si no hubieran buscado la misma solución en el mismo sitio y durante los mismos días. Al romanticismo le gusta nutrirse de esas simples casualidades que considera milagrosas.
Los dos obesos se aferraron a esas coincidencias y establecieron un idílico comienzo de predestinados, aunque el origen era pragmático y ferozmente animal. Seguro que germinó mientras se observaban durante los escarceos nudistas, hasta llegar al peso y a las formas que harían posibles unas grandiosas fornicaciones anheladas por años. O por toda una vida si, como quiero creer, Estrella era virgen.
Cuando ya se entendían, dieron un extravagante paso hacia sus fantasías. Durante una caminata por el Crabtree Valley Mall, se fueron quedando los dos atrás, pero no se abalanzaron como los demás sobre los basureros. Estos disciplinados amantes tuvieron la voluntad de planificar algo más espiritual: escaparse a San Francisco, la ciudad que los llamaba desde que eran unos adolescentes prisioneros en unos cuerpos de dinosaurios.
Estrella ya tenía un itinerario y un carro bien equipado aguardando en el estacionamiento. Había hasta una carpa en la maleta para pasar una noche en el Yosemite National Park, otro de los mutuos sueños incumplidos.
Cuando me enteré de aquel gran escape, mi primera dificultad fue transmitir a aquella pragmática institución mi horror por una fuga que los médicos consideraron un «buen síntoma». He debido ser más prudente y comprensivo ante los delirios de una mujer que partía hacia su primera historia de amor, pero juré demandarlos por haber trastornado a Estrella, «una mujer con instintos suicidas», les advertí para alarmarlos. Solo así logré que la oficina del «Obesity Control and Prevention» movilizara sus servicios policiales para averiguar hacia dónde se dirigía la pareja. Obtuve además los datos del automóvil, el destino final y el teléfono de la esposa del cómplice de Estrella.
Estaba tan angustiado como decaído. Me limité a abrir un mapa y unir con un grueso marcador rojo la autopista que va de Raleigh a San Francisco. No podía hacer más, no había un delito que justificara una persecución. También sabía que, sin la ayuda de la propia Estrella, jamás podría alcanzarla. Eran más de dos mil millas, 43 horas manejando sin parar, una gesta imposible para mi actitud contemplativa y manía de delegar las acciones importantes.
La pareja ni siquiera llegó a Graceland, una de las paradas que habían planificado en sus caminatas por entre los jardines y arboles sin frutos de la universidad. La casa de Elvis Presley hubiera sido un buen intermedio para no sentir con tanta fuerza el remordimiento del fracaso.
Después de ocho horas manejando llegaron a Nashville y decidieron continuar un poco más, hasta que el cansancio por el exceso de emociones los detuvo en un motel con aspecto de pueblo de leñadores en medio de un parque natural llamado Hatchie National Wildlife Refuge. Habían visto por entre las siluetas de los grandes árboles un aviso luminoso que auguraba un reino de meandros y garzas, y se comprometieron a cumplir al día siguiente con la caminata de los diez mil pasos antes de volver a agarrar carretera.
Satisfechos con la jornada cumplida de pasar sin detenerse a través de infinitas ofertas de comida, se entregaron esa primera noche, sin vigilantes ni horarios, a una desatada sesión de alaridos y nalgadas fornicando como las orcas y los gladiadores. Luego durmieron unas horas y los dos soñaron una misma pesadilla de hambre vieja a través de kilómetros de asfalto. A las cuatro de la mañana se despertaron secos y vacíos. La sed era inaguantable y gritaron eufóricos cuando descubrieron un colorido tríptico en la mesa de noche con una merengada de chocolate en la portada. El mensaje más peligroso estaba en el margen inferior: «24 horas de servicio a la habitación».
Como una película que se acelera hacia el final, irían sustituyendo por comida el erotismo que tanto habían gozado y soñado gozar. Con el paso de las horas llegó el momento en que se observarían soñolientos y grasosos, preguntándose qué rayos era lo que antes les apasionaba tanto de sus cuerpos.
El menú del motel no era extenso, y consiguieron el teléfono de un lugar cercano que también habían visto en la carretera mientras cruzaban el par- que antes de llegar al motel.
Era un restaurante que anunciaba las mejores costillas de Tennessee de una manera tan estrafalaria que, al verlo desde la ventana del carro, la pareja se había reído con la ascética solidaridad de unos cruzados incorruptibles. Ahora se regían por otras leyes y sus pedidos de carne de cerdo y papas fritas comenzaron a llegar prestos y bien calientes a la habitación del motel.
Parece que sí llegaron a ensayar alguna corta caminata que suspendieron con la excusa de volver a hacer el amor, pero apenas se desnudaban y se echaban en la cama volvían a llamar al restaurante de las costillas. Mientras aguardaban el pedido, se daban uno que otro beso amistoso, aceptando con resignación el inexorable retorno a sus orígenes.
Primero se marchó el hombre, quien resultó ser un operador de grúas. Se llevó el carro a mitad de la noche y regresó a la clínica para continuar su tratamiento. Juraba que Estrella era la culpable. Y puede que tenga razón, porque ella se ha pasado guiando las vidas de los demás, incluyendo la mía, satisfaciendo deseos que uno no se atreve a confesar. El operador de grúas fue quien me dio la dirección del motel y los detalles de lo que iba a encontrar.
–Ella está muy mal, muy arrepentida –afirmó, como si se hubiera convertido en su piadoso confesor.
Era tan incómodo pasar por la faena de alquilar un carro. Llamé a la misma agencia y pedí las mismas condiciones que Estrella, el mismo modelo con los mismos seguros. Ya en la carretera pensé varias veces en devolverme, mientras imaginaba un final tan predecible como las inexorables líneas blancas entre los carriles de la autopista.
Llegué a la pequeña cabaña en medio del parque también de noche. No encontré el desastre que esperaba. La habitación lucía impecable. Estrella estaba sentada en el borde de la cama como aguardando a que su jefe le dictara el inicio de una carta que solo ella sabría cómo terminar. Mientras me acostaba a su lado y apoyaba la cabeza en sus piernas, le dije como entrando en un profundo sueño:
–Siempre te voy a cuidar, Estrella. Ahora vamos a dormir un poco… Ha sido un viaje interminable… Son ya muchos años… Es suficiente… Estoy tan cansado.
Desde su regazo, levanté la vista y pude ver la opulenta barbilla con su hoyuelo de hada madrina y, más allá, la dulce y oronda plenitud de su rostro. No parecía venir de una recaída. La sentí segura, ávida, amorosa. Cubrió mi rostro con sus senos y, colocando el peso de su mano en mi pecho, comenzó a abrir los botones de mi camisa y a acariciarme las tetillas mientras susurraba con apasionada eficiencia:
–Es verdad, mi amor, ha sido una larga espera… Mira cómo estás de flacuchento… ¿No te provoca comer algo?