Alberto Barrera Tyszka
—¿Ya están listos los resultados?
Apenas pronuncia la pregunta, se arrepiente de inmediato. Andrés Miranda quisiera detenerla en el aire, devolverla a su lugar de origen, esconderla de nuevo debajo de un silencio. Pero no puede, ya es muy tarde. Ahora sólo tiene delante el rostro del jefe del departamento de radiología: sus labios son un nudo en mitad de la boca, sus ojos negros parecen dos manchas; sólo le ofrece una sonrisa de forzada solidaridad mientras le extiende un sobre grande, color tabaco. No dice nada pero su expresión casi es una sentencia: múltiples lesiones sugestivas de una enfermedad metastásica, por ejemplo. Algo así dice esa mueca. Los médicos casi nunca utilizan adjetivos. No los necesitan.
—¿También están aquí las placas de las tomografías?
El jefe de radiología niega con la cabeza, mientras desvía la mirada hacia el pasillo.
—Me dijeron que te las iban a mandar a ti directamente.
Andrés se siente envuelto en una extraña incomodidad, como si en el fondo ambos estuvieran haciendo un gran esfuerzo para no romper el frágil equilibrio del momento. Da las gracias y comienza a caminar de regreso a su consultorio. No se lo han dicho, no ha visto las placas, no conoce los resultados y, sin embargo, ya sabe que su padre tiene cáncer.
¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que la vida es una casualidad? Ésa es la pregunta que siempre hace Miguel cuando están por comenzar cualquier intervención. Todos llevan sus batas verdes, sus guantes y sus mascarillas quirúrgicas; la luz blanca del quirófano parece flotar sobre el frío del aire acondicionado. Y entonces Miguel alza el bisturí, mira a Andrés y pregunta: ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que la vida es una casualidad? A algunas enfermeras les disgusta esa manera de empezar. Tal vez perciben que no es un buen prólogo, que casi es una justificación previa por si algo sale mal. Andrés sabe que no es así, conoce bien a Miguel, desde que estudiaban en la universidad. Sabe que la pregunta no guarda ningún cinismo. Más bien le parece una expresión autocompasiva, una oración piadosa; una forma de reconocer los límites de la medicina ante al infinito poder de la naturaleza, que es lo mismo que reconocer los límites de la medicina ante al infinito poder de la enfermedad.
Apenas entra a su consultorio, apenas cierra la puerta, comienza a temblar. Siente que, de pronto, su cuerpo empieza a respirar de otra forma, con otros sonidos y otros movimientos. Como si tuviera adentro otra criatura, desarmada, dando traspiés; como si estuviera pariendo un derrumbe. Se apura en alcanzar la silla detrás del escritorio, se sienta. Todavía tiene el sobre en sus manos. En su interior deben estar dos placas de tórax. Fotos azules, transparencias duras, cortantes. El cuerpo de su padre convertido en un dibujo difuso donde, sin embargo, se puede retratar la muerte con cruel nitidez. Andrés tiene miedo, aunque no es un miedo nuevo: lleva años ahí, rondándolo. Debe ser el mismo temor que sin explicaciones y, con tanta frecuencia, lo asalta brincando desde su propia sombra. Es la angustia que se detiene en su pecho algunas noches, impidiéndole dormir. Probablemente todos nacemos con un miedo así, tan impreciso como contundente. Vaga dentro de nosotros, sin saber adonde ir pero sin abandonarnos nunca. Se prepara, se educa, esperando el instante puntual en que debe aparecer. Es un presagio, una voz que todavía no sabe con claridad qué es lo que tiene que comunicarnos. Pero suena. Y es un sonido indescifrable, incomprensible, que gotea insistente, una llamada de alerta. Lleva años oyéndolo, huyendo de él, tratando de espantarlo. Nunca tuvo éxito. Ahora, esa ansiedad por fin tiene una primera forma: el rostro del jefe de radiología, esa mirada esquiva, esa expresión resignada. Andrés ha visto demasiadas veces esa mueca. Él mismo ha debido ajustársela sobre el rostro en más de una ocasión. Es la ilustración que acompaña a una mala noticia clínica, la primera cuota de un pésame. ¿Está preparado para esto? No lo sabe.
Suena el teléfono. Es Karina, su secretaria. Le informa que su padre está de nuevo en la línea, ha vuelto a llamar, pregunta si ahora sí podrá atenderlo.
—¿Tan mal estoy que ya ni siquiera deseas hablar conmigo?
Así saluda su padre. En tono jocoso, por supuesto. Andrés también conoce esa forma de nerviosismo. Es todo un clásico. Muchos pacientes acuden a esa estrategia, se sitúan sobre una débil línea donde todo es medio en broma y medio en serio a la vez; intentan demostrar normalidad cuando en realidad están aterrados y no han dejado de pensar, ni un segundo, en el posible resultado de sus exámenes. Han pasado horas perseguidos por el temor a enfermedades mortales; han encontrado un dolor inédito en cada movimiento; han presentido manchas sospechosas donde antes sólo veían su piel… Pero entonces se acercan al médico tratando de fingir una peculiar naturalidad: sonríen pero parece que estuvieran a punto de llorar. Dejan caer preguntas como la que acaba de hacer su padre.
—No te llamé antes porque justo ahora me acaban de traer tus exámenes —dice Andrés.
—En principio todo está bien —dice, tocando con sus dedos el borde cerrado del sobre.
—¿En principio? ¿Qué carajo quiere decir eso, Andrés?
—Tranquilo, viejo. Te estoy diciendo que estás bien.
—Me estás diciendo que en principio estoy bien: es distinto.
También conoce perfectamente este trámite. Por lo general, los pacientes necesitan estrujar cada palabra; las exprimen buscando su significado más directo, limpiando cualquier matiz. Quieren despejar de dudas hasta los signos de puntuación. Un paciente siempre sospecha que no le están diciendo la verdad, o que al menos no le están diciendo toda la verdad, que hay algo que le ocultan. Por eso insisten, hurgan tan desesperadamente en cualquier lugar, incluso en el lenguaje. En este caso, sin embargo, su padre tiene razón. Andrés ha dicho «en principio» porque todavía no ha visto las placas. ¿Por qué no las toma ahora mismo, por qué no abre el sobre y las observa? ¿Qué le impide mirar esos resultados?
El rostro del jefe de radiología ha quedado suspendido como un globo dentro de su consultorio. Los pasillos de los hospitales suelen estar llenos de globos así. Se deslizan lentamente sobre el aire, todos iguales, plásticos tenues donde se pintan cejas dobladas hacia abajo, bocas graves, gestos sobrios: puras señales de resignación. Es una ceremonia, un protocolo clínico. Los hospitales son lugares de paso: templos para el adiós, grandes monumentos a las despedidas.
—Te dije en principio porque aún no tengo todos los resultados. Los que me acaban de traer están bien.
—Eso quiere decir que…
—Que no pasa nada, papá. —Andrés interrumpe, ya incómodo. No soporta mentir por demasiado tiempo seguido—. Sal a caminar, ve a tomar un café y a hablar con los amigos. Todo está bien, en serio.
—¿Seguro?
—Seguro.
Quedan un instante en silencio. Es una pausa tensa, insoportable. Andrés quiere colgar. Sabe que su padre está indeciso, que todavía duda. Lo puede imaginar en su apartamento, sentado en el brazo del sofá verde, al lado del teléfono, apretando el auricular, pensando. De pronto Andrés se siente detenido sobre una nada profunda, sobre un vértigo. Más que silencio, quedan un instante en el vacío, hasta que:
—Tú no me mentirías, ¿verdad? —El padre habla desde los huesos. Con esa voz áspera pero cercana con la que hablan los huesos—. Andrés —continúa—, si yo tuviera algo grave, tú no me lo ocultarías nunca, ¿no es cierto?
Andrés tiene un erizo en la lengua. Siente que su garganta de pronto se llena de cáscaras de pifia. A su pesar, se le aguan los ojos. Teme que la voz le falle. Hace un gran esfuerzo para hablar.
—Yo jamás te engañaría, papá —dice, al fin, con ronca intimidad.
—Eso es todo lo que quería oír. Gracias.
***
La sangre es muy chismosa, lo cuenta todo. Cualquiera que trabaje en un laboratorio clínico sabe que es cierto. Detrás de ese líquido oscuro, que se almacena en pequeños tubos, se esconden turbios melodramas, naturalezas vencidas o sórdidos relatos que huyen de la ley. Cuando su padre se desmayó, Andrés lo obligó a hacerse todos los exámenes de sangre. El viejo Miranda se resistió. Trató de minimizar el hecho. Prefirió la palabra desvanecimiento a la palabra desmayo. Se empeñó en eso de una manera casi ridícula.
—Fue un desvanecimiento —repetía, atribuyéndole el hecho a la humedad del tiempo, al sopor del verano.
Era, según él, un descuido del clima más que un accidente físico. Pero cayó como un saco de verduras delante de la vecina del 3-B. Hablaban sobre cualquier cosa —ninguno de los dos recuerda el tema— cuando de repente su padre se desplomó y la vecina comenzó a gritar desesperada.
—¡Pensé que se había muerto! ¡Lo vi tan pálido! ¡Estaba morado! ¡No quería ni tocarlo porque sentía que ya podía estar frío! ¡No sabía qué hacer! ¡Por eso me puse a gritar! —dice la vecina.
Unos segundos más tarde, el mismo Miranda, ya de nuevo consciente, debió tranquilizarla y jurarle que todo estaba en orden, que efectivamente no había pasado nada. Sólo fue un desvanecimiento, algo así quizás pudo argumentarle. Esa misma tarde, sin embargo, la mujer llamó a Andrés y le contó lo que había ocurrido.
—¡Vieja metiche! —volvió a mascullar su padre cuando él fue a buscarlo para llevarlo al laboratorio del hospital.
Mientras la enfermera extraía la sangre, Andrés percibió de pronto que su padre estaba más pequeño. Nunca antes se le había ocurrido reparar en su tamaño, pero al verlo ahí sentado, con el brazo extendido, mirando hacia arriba, evitando el contacto visual con la jeringa, de pronto sintió que su padre ya no medía lo mismo, que había perdido estatura. Javier Miranda es un hombre alto, de casi un metro ochenta. Alto y delgado, con un porte bastante atlético. Siempre camina erguido, como si la espalda no le pesara. A pesar de su edad, y de las canas, se ve jovial, saludable. El cabello ensortijado le ha ganado la batalla a la incipiente calvicie. Su piel tiene el mismo color de la arcilla clara. Sus ojos también son marrones. Nunca ha fumado, sólo bebe ocasionalmente, camina todas las mañanas en el parque Los Caobos, evita los aceites, come fruta y avena en las mañanas, cada noche mastica siete garbanzos crudos para conspirar en contra del colesterol. ¿Qué pasó?, parecía preguntarse en ese instante. Había sabido torear el tiempo con bastante destreza. Todo iba relativamente bien hasta que, una tarde, un desmayo inexplicable lo detuvo. Ese simple breve parpadeo del equilibrio los había traído hasta allá. Ese breve instante de pronto convertía a su padre en un personaje débil, herido, pequeño, más pequeño. «La enfermedad es la madre de la modestia». Andrés, a su pesar, recordó la frase. Pertenece al libro Anatomía de la melancolía, de Robert Burton, publicado en 1621. Es una lectura obligada en el primer semestre de la facultad. Le molestó, sin embargo, el recuerdo. La cita le sonó, más que ingrata, estúpida; escondía la pretensión de hacer de la enfermedad una virtud. Miró de nuevo a su padre. ¿Acaso no es, más bien, una humillación?
Hasta ahora, la salud del viejo sólo había tocado el umbral de los resfriados. Una breve infección de orina hace dos años, nada más. Tenía una salud envidiable y, hasta el momento, no existía ninguna señal que convocara a la angustia. Pero Andrés tuvo un mal presentimiento.
Toda la situación le produjo una especial aprehensión. Aun sin tener ninguna evidencia, por primera vez pensó que lo peor podía pasar, podía estar a punto de pasar. También le irritó sentirse así, secuestrado por un pálpito, rehén de algo tan poco racional, tan escasamente científico, como una mala vibración. Su padre alzó la vista y lo miró. No supo qué decirle. De pronto le pareció patético que el destino de un hombre de sesenta y nueve años pudiera resumirse tan sólo en cuatro tubos llenos de un líquido oscuro, O-rh positivo. ¿Cómo podría sentirse su padre en ese instante? ¿Resignado? ¿Dispuesto a asumir que estaba llegando a un destino ya asignado, que ésa era la conclusión natural de su vida; que ahora le tocaba entrar a una etapa en la que sería sometido por las jeringas, viviría dominado por ese aroma aséptico que tienen los laboratorios? Lo miró fijamente y no pudo evitarlo, tuvo una impresión espantosa. Ya no era su padre quien soportaba con obligada mansedumbre que lo pincharan, que lo tocaran, que le sacaran la sangre. Era un cuerpo. Otro. Un cuerpo más viejo y vulnerable donde se torcía inquieto, deseando protestar, el espíritu de su padre. Espíritu es una palabra rara. Hacía tiempo que Andrés no la usaba. Sintió que, por primera vez en años, volvía a pronunciar la palabra espíritu.
Son los dos. Desde que su memoria es memoria, son los dos. Su madre murió cuando él tenía diez años. Desde que se acuerda, Andrés es el hijo único de un viudo, de un hombre fuerte, capaz de lidiar con el dolor más inmenso, con una gran pérdida. Su madre murió en un accidente aéreo, en un vuelo Caracas-Cumaná. El avión duró pocos minutos en el aire y luego cayó en picada. Fue una tragedia nacional. Las actividades de rescate eran arduas y, la mayoría de las veces, inútiles. Se acondicionó una sala especial, en una dependencia oficial del Hospital de La Guaira, adonde acudieron los familiares de las víctimas a tratar de identificar los rastros obtenidos: un pie, la mitad de un brazalete, la corona de una muela… Esa noche su padre volvió a casa lívido, demacrado. Discutió durante un rato en la cocina con otros miembros de la familia, luego salió, tomó al niño en brazos y se fueron. Andrés ya sabía qué había ocurrido. Por más que sus tías intentaron protegerlo, él ya había logrado escurrirse y, a escondidas, ver lo sucedido en la televisión. Cuando su padre, con los ojos muy rojos, hizo un gran esfuerzo para editar la noticia y decirle que mamá se había ido, que mamá se fue a un viaje largo, muy largo, que mamá se fue a un viaje del que no va a volver; Andrés, sin entender todavía demasiado, lleno de miedo, confundido, tan sólo le preguntó si su madre iba en el avión que se había caído en el mar. Su padre lo miró, indeciso, pero al final dijo que sí. Y lo abrazó. Andrés no lo recuerda bien pero cree que entonces lloraron juntos.
Andrés pasó muchas madrugadas soñando con su madre. Era un mismo sueño que se repetía, con algunas variaciones, cada noche. El avión está en el fondo del mar. Como si no se hubiera estrellado, como si fuera un barco hundido: está intacto, dormido entre algas y peces y sombras que, como telas, danzan sobre una arena opaca. Dentro del avión, en el techo, se ha formado de manera natural una burbuja de oxígeno. Es una pompa muy frágil que lentamente se va reduciendo. Su madre trata de mantenerse nadando, con la cabeza dentro de la burbuja, para poder respirar. Ella parece ser la única sobreviviente, no hay nadie más, sólo peces de colores distintos y de tamaños diferentes, que cruzan junto a ella con pasmosa serenidad, casi aburridos. Es extraño pero su madre, en el sueño, está en traje de baño, aunque también lleva puestos unos zapatos. El traje de baño es de dos piezas, color naranja, mientras que los zapatos son unos mocasines negros, de cuero.
A medida que transcurre el tiempo, la desesperación de su madre aumenta. Con la mano golpea el techo del avión en repetidas ocasiones. El sonido es metálico pero distante, como el crujido de una lata que trata de abrirse paso en el mar. La madre observa por una ventanilla hacia fuera: no hay nada. Todo es agua muy oscura, una penumbra líquida donde los ojos se pierden. El mar no tiene memoria, todo lo destruye con demasiada rapidez. Su madre entonces, alterada, casi en la asfixia, golpea más fuerte el techo del avión y grita: ¡Andrés! ¡Andrés! ¡Estoy viva! ¡Ven! ¡Ven a sacarme de aquí!
Cuando despertaba, invariablemente se había orinado encima y estaba temblando. Aun de pie, seguía secuestrado por el sueño. Tardaba casi un minuto en salir él mismo de aquel avión, en escapar del fondo del mar, en dejar de oír los gritos de su madre. Su padre, en ese trance, fue un guerrero incansable. Con mucha paciencia, lo ayudó a defenderse de esos enemigos. Siempre estuvo ahí, en la orilla del sueño, esperándolo.
Como una ráfaga, estos recuerdos han llegado justo en este momento, mientras observa a su padre en el laboratorio. ¿Tendría él también ese mismo presentimiento? Andrés, sin duda, hubiera querido ahorrárselo. Ya casi a los setenta, pensó, un mal presagio es como un disparo. A esa edad, ya no hay plazos. Ya todo será siempre presente.
La enfermera retiró la aguja y le dio un algodón mojado en agua oxigenada. Javier Miranda colocó el algodón en su brazo y miró a su hijo como pidiéndole una tregua, como pidiéndole que se fueran de una buena vez. ¿Son los monstruos de la vejez tan terribles como los que nos acosan cuando somos niños? ¿Qué se sueña a los sesenta y nueve años? ¿Cuáles son las pesadillas más recurrentes? Así quizás sueña su padre: se encuentra en un laboratorio, el fondo de un hospital, rodeado de químicos, de herramientas punzantes, de gasas, de extraños asquerosamente uniformados de blanco; se halla sumergido en el fondo de un hospital, buscando una pequeña burbuja de aire, para respirar, para gritar: ¡Andrés! ¡Andrés! ¡Sácame de aquí! ¡Sálvame!
Mientras lo llevaba de vuelta a su apartamento, trató de evitar seguir hablando del asunto. No fue fácil. Su padre continuó farfullando agrias protestas. Aseguraba que los exámenes eran completamente innecesarios, que sólo encontrarían un poco alto el colesterol. Si acaso. Sólo eso, insistía. Andrés lo dejó frente a la puerta del edificio. Mientras se alejaba, todavía vio su figura a través del espejo retrovisor. Hubo un tiempo en que pensó en mudar a su padre a su casa, pero luego temió que la vida en común pudiera convertirse en un infierno para todos. Mariana no tenía mala relación con su padre, sus hijos solían divertirse mucho con el abuelo; pero eran experiencias esporádicas, salidas de vez en cuando, al cine o a un parque, a un restaurante o al estadio, a ver un juego de béisbol. La cotidianidad es otra cosa, una faena mucho más exigente. Sin embargo, en ese instante, cuando todavía podía verlo como una diminuta silueta al fondo del espejo retrovisor, volvía a pensar en esa posibilidad. Tarde o temprano los hijos únicos también pagan su exclusividad. El viejo no tiene a nadie más. Si en vez de haber estado en el pasillo, hablando con la vecina, si el desmayo lo hubiera sorprendido en su apartamento, solo en su apartamento, ¿no hubiera podido ocurrir una desgracia? Andrés, por un segundo, ve la escena con fatal claridad: su padre está entrando a la cocina con la intención de apagar la cafetera, se inclina sobre la hornilla y, entonces, pierde el conocimiento y se derrumba. Por el mismo movimiento, siguiendo la inercia de la caída, la cabeza va hacia abajo, empujada por el peso del cuerpo. Golpea el borde de la estufa, desciende y choca contra el mango que abre el horno y se detiene finalmente en las losas del piso. Las venas verdosas de su sien están inflamadas y tensas. La nariz, rota. El ojo derecho luce algo hundido y hay sangre en el pómulo derecho. También sobre la ceja derecha hay sangre. Puede que tenga rota una costilla; quizás, al volver en sí, no pueda moverse, no pueda avisar a nadie. El agua hierve. Pronto olerá a café quemado.
Esa noche, Andrés hubiera querido hacer el amor con Mariana. No sentía nada especial, quizás ni siquiera la deseaba, pero necesitaba tener sexo. Era un ansia, unas furiosas ganas de estar sobre ella, de penetrarla, sin pensar en nada, sin decir nada, tan sólo siguiendo el vaivén apremiante de las caderas, subiendo, bajando. Pero no supo cómo buscarla. No estaba de ánimo para seducirla y le dio vergüenza decirle lo que en realidad quería. Las mujeres no pueden entender que, a veces, los hombres sientan que el sexo también es un deporte; un deporte que además se puede practicar a cualquier hora, en cualquier momento, y contra cualquiera. Lo masculino es demasiado básico, de escasa elaboración. La ética amorosa suele ser femenina.
—¿No te parece que estás magnificando la situación? —le preguntó Mariana antes de dormirse—. Ni siquiera sabes los resultados de los exámenes. ¿Por qué entonces te pones así?
Andrés recuerda que su padre últimamente ha estado olvidadizo. Ahora cualquier detalle empieza a cobrar, para él, otra importancia, otro valor.
—Incluso tú misma me lo comentaste, hace poco —dice—. Estábamos aquí, en una comida.
—Sí, es cierto. Pero eso es normal, ¿o no? Si hasta a mí se me olvidan a veces las cosas, ¿cómo no se le van a olvidar a tu padre? No exageres, Andrés. ¿Por qué piensas lo peor?
No lo sabe, no lo sabía en ese instante. Pero tenía esa incomprensible y desagradable sensación, se sentía cercado por una inminencia fatal, por la intuición de que lo que había ocurrido ese día con su padre era la primera señal de algo mucho más grave y definitivo: un linfoma de Burkitt, por ejemplo, o un carcinoma mucinoso cutáneo, o una neoplasia asintomática de células plasmáticas… Andrés sabe perfectamente que la naturaleza traduce estas palabras de manera más despiadada. La imagen de su padre sufriendo es lo que lo aterra. Su padre encogido, gritando, retorciéndose, llorando. El dolor es el más terrible de los lenguajes del cuerpo. Una gramática de gritos. Un ay convertido en único sonido.
Dejó a Mariana leyendo sobre la cama y salió hasta el balcón. Le dio coraje andar creyendo en presentimientos. Un médico con posgrado en inmunología y casi veinte años de experiencia profesional no tiene derecho a tener presentimientos. Susan Sontag afirmaba que existen dos reinos, dos ciudadanías: la salud y la enfermedad. A los seres humanos les toca pasar, con frecuencia, de una a otra. Andrés ha pensado, más de una vez, que en la mitad, en la frontera de esas dos geografías, están los médicos. Recibiendo pasaportes, haciendo preguntas, evaluando. Pueden desconfiar pero necesitan pruebas. Es un oficio que necesita evidencias. Un médico ve eritemas, hematomas, células, enzimas, variables proteicas; un médico lee síntomas, no atiende vibras, pálpitos interiores, escurridizas visiones.
El sonido del teléfono fue como un dedo de aluminio que de pronto raspó el aire. Atendió de inmediato. Era del laboratorio. Ya estaban listos los resultados de hematología que había pedido con urgencia. Mientras iba oyendo los valores, anotándolos en un papel, siguió sintiendo la misma ansia. Era como si dentro de él se hubiera instalado un animal voraz, insaciable, que continuaba ahí jadeando, incluso cuando constataba que todos los resultados estaban en orden. Tal y como había dicho su padre, sólo tenía el colesterol un poco alto. Lo demás estaba bien, dentro de los rangos adecuados. Miró el reloj y pensó que ya era demasiado tarde para llamarlo. Tampoco estaba en ánimo de celebración. El maldito presentimiento no se calmaba, no estaba satisfecho. También hay chismes que la sangre no controla. Levantó el teléfono, entonces, y llamó de nuevo al hospital. Reservó un espacio a primera hora para hacer unas placas de tórax y unas tomografías. No deseaba dejar abierta ninguna duda.
¿Por qué piensa lo peor?
Porque, a veces, lo peor también sucede.