literatura venezolana

de hoy y de siempre

El amigo de Senda

Oct 21, 2024

Christian Martínez

El hombre sintió el aguijón en la espalda y cayó sobre la calzada. Arriba, el sol brillaba en su cenit, proporcionando una acogedora tibieza al contacto con el suelo en un día que, hasta ese momento, había sido gris y caracterizado por vientos particularmente helados. Por primera vez en muchos años sintió el alivio de haber completado una misión.

Sabía que esa misión no era como las demás. Estaba convencido de haber sido elegido para algo más grande. Una intuición, casi sobrenatural, lo había guiado a lo largo de su vida, permitiéndole ver mensajes ocultos en sus experiencias y lecturas. Estaba seguro de que esas señales provenían de una entidad superior, una fuente de bondad que sostenía la verdad y la paz. En esa creencia encontró refugio frente al miedo.

Siempre había sido reservado, y aunque escribía desde su adolescencia, fue solo después del colapso de su profesión, la separación de su familia y el éxodo de millones, cuando comprendió que su historia no era suya. Era parte de un relato más grande, uno que otros también debían descubrir para encontrar la verdad que los liberaría del miedo y las narrativas que los mantenían prisioneros.

Había un escrito en particular que compartió como si contuviera una clave esencial, una verdad que alcanzó a ver, pero que estaba seguro de que otros terminarían comprendiendo a través de sus propias experiencias dolorosas. En ese texto plasmaba su desconexión temprana con la vida debido a la ausencia de una figura paterna, y cómo la paternidad lo reconectó con ella de manera singular. Pero luego encontró en el escrito un sentido trascendental, como si una conciencia superior lo hubiese dictado. Si él, con todas sus limitaciones, podía amar de esa forma, le parecía obvio que una entidad superior amaba a toda la humanidad de manera perfecta.

La clave de su escrito estaba en una palabra dentro de una frase simple, tierna, que ocultaba una verdad que solo podía descubrirse si uno se dejaba conmover como lo haría un niño. Lo escribió en pocos minutos, el día que cumplió 47 años, tras pasar un año en soledad, lejos de su país, su esposa y sus tres hijos. Mientras intentaba recordar el primer cumpleaños del que tenía memoria, vinieron a su mente unas palabras de su madre:

—Me gusta mucho que me digas “mamita”.

MAMITA

Aún tengo fresco el recuerdo del día en que conocí a mi padre por primera vez. Fue el final de muchas antesalas en las que te veía alzar los viejos auriculares de los teléfonos públicos, sintiendo tu tristeza y decepción tras largas esperas en las que veíamos pasar vehículos que nada tenían que ver con nosotros. El mundo era inhóspito y desagradable, y me sentía como una planta arrancada de sus raíces, abandonada sobre la tierra sin poder conectarse con el entorno. Nos decían que él ya había salido, pero nunca apareció en el lugar acordado. Fueron muchas las veces que terminaste abrazándome con fuerza, diciéndome que no tenías nada más en el mundo que yo, antes de regresar derrotados a casa de los abuelos maternos.

Cuando por fin logramos montarnos en su automóvil, tomamos una carretera que nunca olvidé, y que más tarde reconocí como la vía de Barquisimeto a Yaritagua. En una de esas rectas me sentó en sus piernas mientras conducía, colocando mis manos sobre el volante para darme control del vehículo. Lo sostuve por unos momentos, y en un gesto de inconformidad, giré bruscamente el volante. El automóvil casi se salió de la carretera, y él, enfadado, me devolvió a tus brazos, culpándote de que yo tuviese conductas autodestructivas.

Sentía que no necesitaba a nadie más en el mundo que a ti, pero al mismo tiempo, me aferraba a ti como si mi vida dependiera de ello. Esa desconexión con el mundo es lo más terrible que he experimentado, y lo único que lo compensaba eran las historias que me contabas: «El sastrecillo valiente», «El flautista de Hamelín», «El lobo y los siete cabritos», etc. En esos momentos, intuía que había conexiones entre el mundo y nosotros que no comprendíamos. Me enseñaste que Dios era una invención humana y que Jesús era un personaje histórico que memorizó unos libros para encajar en un papel grandioso. Hablabas de ciencia, de la teoría de la evolución de Darwin, y me hacías razonar sobre si los cabritos realmente podían salir del lobo después de haber sido devorados.

Ciertamente, Dios, al igual que mi padre, parecía innecesario para mí. Sin embargo, tuviste la nobleza de permitir que tu futuro esposo me hablara de Él. Escandalizado de que un niño no creyera en el Creador, me dijo: «Tienes a tu mamá y crees que no necesitas nada más, pero hay niños en este mundo que no tienen a nadie, y para ellos solo existe Dios». Entendí entonces que la noción de Dios surge del agradecimiento en medio de las carencias más profundas, y me conmovió descubrir esa cualidad humana. Tiempo después, quizás habiendo olvidado esa conversación, te fuiste con él, y yo me quedé en la casa de los abuelos, con ellos y los pocos tíos que quedaban, pero sobre todo, me quedé con Dios.

Unas semanas después de llegar a Lima, uno de mis mayores temores era que mis hijos sintieran la desconexión con el mundo que yo experimenté.

Hoy en día, agradecido con Dios por esos hijos que me conectan al mundo de manera singular, pongo ante Él mis debilidades, acudiendo a su promesa de convertirlas en fortalezas. Él es todo lo que tengo para luchar contra el imperio del desamor, el desarraigo y la autodestrucción en Venezuela.

Inmóvil sobre el pavimento, seis años después de haber escrito aquel mensaje, el hombre no se sentía como una planta arrancada de raíz y abandonada en tierra ajena. Había regresado dos años antes, pero no era la madre patria su fuente de paz, sino aquella luz que lo había acompañado en su debilidad. El miedo ya no lo gobernaba: cuando intentaba mirar atrás, él sabía exactamente dónde poner su mirada. Escribir aquellas palabras había desatado la búsqueda de una verdad, una victoria sobre todo aquello que lo había sometido en nombre de la libertad.

Durante su infancia, su única percepción real fue el olor de los libros que acercaba a su rostro con los ojos cerrados, conectándose con personajes ficticios que lo alejaban de la realidad. Estos personajes lo acompañarían en su imaginación toda su vida, cobrando relevancia según las circunstancias. Años después, tras una revelación de su madre, los llamó ‘Los Amigos de Senda’. Un diccionario enciclopédico lo guió en la elección de esos personajes entrañables. Cuando encontró la entrada de Hamlet, quedó tan fascinado que memorizó su descripción después de leerla incontables veces, mientras ahorraba para comprar una edición económica: Drama de Shakespeare, en cinco actos. La admirable pintura del alma de Hamlet, soñador, filósofo, contemplativo, que sucumbe agobiado ante el dolor que le obliga a representar la fatalidad de las circunstancias, y la conmovedora figura de su prometida Ofelia, hacen de este drama una obra maestra.

Su intuición le reveló su afinidad con Hamlet, notando cómo el poder de la ficción influía en otra ficción que, dentro de la obra, era una realidad. Se convenció de que las historias que la gente se cuenta a sí misma influyen, para bien o para mal, en sus realidades; las historias que se cuentan las naciones definen sus destinos; y las historias contadas por un ser supremo influyen tanto en su propia realidad como en la de todos los demás, pues «todo lo que está escrito sobre mí tiene cumplimiento». Sin embargo, el mayor descubrimiento para él fue que los problemas surgen cuando las historias personales chocan con las de las naciones, y que las naciones colapsan cuando sus historias son incompatibles con las de ese supremo narrador, a quien consideró la palabra misma y el autor de toda nuestra realidad.

Fuera de los cuentos de hadas, las historias que se contó su madre nunca fueron las mismas que él se contó. Las diferencias entre ambos eran tan dramáticas como cómicas. No solo porque su madre había sido canjeada en un irónico trueque por la noción de Dios, sino también porque los detalles de su concepción y nacimiento distaban mucho de un cuento de hadas, inclinándose más hacia una trama picaresca. Ella trabajó como vendedora en una tienda de zapatos, supervisada por el hijo de los dueños, su futuro padre, quien no solo la dejó embarazada a los diecisiete años, sino que también le dejó un recuerdo imborrable.

—Ama, ¿te gustaría salir conmigo? —le preguntó el joven supervisor con falsa humildad, dándose a sí mismo el título de esclavo de ella.

Ella aceptó, y él continuó con sus atenciones hasta que, meses después, discutieron un futuro que ella jamás imaginó.

—Ama, le conté a mis padres sobre tu embarazo, y han decidido desheredarme. Pero me haré cargo del niño. Tengo una máquina para estirar zapatos. Es lo único que poseo. Trabajaremos duro y saldremos adelante.

—Tienes que estudiar —respondió la futura madre— para que no dependas de tus padres y puedas darle una vida más digna a tu hijo. Lo mejor es que vivas con ellos.

Según la legislación venezolana, un hombre estaba obligado a casarse con una menor de edad a la que hubiese embarazado, por lo que los padres de ella ejercieron presión. Sin embargo, el joven padre insistió en la vida de trabajo duro que había prometido.

—No obligaré a nadie a casarse conmigo —respondió la mujer ante las autoridades.

Años después, cuando el niño enfermó gravemente por una intoxicación con plomo que fue confundida con leucemia, ella solicitó ayuda a la familia paterna del hijo. No fue el padre quien la brindó, sino un tío.

—No te sientas mal pensando que no te aceptamos en la familia —le dijo el tío—. Mi hermano es igual de indiferente con los hijos que tiene en su nueva familia.

Ella siempre creyó en la impostura de aquel hombre que se escudó en la supuesta maldad de los abuelos. Era más fácil culpar a los abuelos que enfrentarse a la realidad de que ella renunció a la promesa de una vida de trabajo duro.

El niño llegó al mundo con el significativo nombre de Christian, aunque tal vez solo porque su madre lo vio como un presagio de inteligencia cuando lo encontró en una lista de nombres sugeridos por una tía paterna. La tía lo propuso en honor al médico sudafricano Christiaan Barnard, quien, según la madre, era ateo porque era lo suficientemente inteligente como para serlo. Ella soñó con que su hijo también estudiara medicina, aunque le aseguró que con el tiempo descubriría su verdadera vocación, quizás mostrando amplitud… o realismo, ya que, en realidad, el niño no demostró ser muy brillante, por decir lo menos.

Tras algunos indicios, como el hecho de que el futuro esposo de su madre estudiaba ingeniería, él decidió que quería ser ingeniero después de ver un largometraje animado inspirado en Un yanqui de Connecticut en la corte del Rey Arturo de Mark Twain. Lo irónico fue que mientras estudiaba ingeniería no se dio cuenta de que la trama era una sátira, convencido de estar siguiendo un modelo inspirado en el amor a la ciencia. No fue hasta su mediana edad, cuando la realidad le dio otro golpe a su ingenio, que finalmente comprendió que toda su trayectoria profesional había sido una gran broma.

Inspirado por el vertiginoso avance tecnológico del norte, desarmó radios y otros equipos electrónicos, estudió teoría y se fascinó con las vidas de inventores de todo el mundo, que pronto se convirtieron en amigos de Senda también, sin distinguir entre figuras históricas y ficticias. Hacía pequeñas reparaciones con soldadura de aleación de estaño y plomo, inhalando profundamente los vapores como si la vida fuera un emocionante libro cuyo aroma deseaba asociar a cada experiencia. Así fue como terminó intoxicado por plomo, con su hemoglobina tan baja que empezó a desmayarse.

Para asombro de quienes aseguraban que de inteligencia no iba a morir, logró ingresar a la universidad, aunque con un año de retraso tras repetir el primer año de secundaria. En la universidad, su avance era aún más lento, sin un final visible, como solo sucede en un país que ofrece educación gratuita sin una estructura de apoyo adecuada. Aun así, él se había impuesto la misión de graduarse. Un día, mientras estaba reunido con familiares frente a la casa de sus abuelos, bajo la sombra de un árbol de mamón, vieron pasar a un anciano que, con paso fatigado, se disponía a subir las escaleras que llevaban a la ciudad. Eran cien escalones de concreto que él mismo subió diariamente durante años, un símbolo de su anhelo de superación personal. Lo curioso era que el anciano llevaba un cuaderno en la mano, como si fuera un extemporáneo y agotado estudiante. Uno de sus familiares, en tono cariñoso, habló en voz alta mirando al anciano:

―Christian, ¿para dónde vas? ―hizo una pausa, como si esperara una respuesta, y añadió en tono jocoso― ¿Vas para la universidad?

Todos, incluido él, estallaron en carcajadas mientras el anciano avanzaba con resignación. Su familia materna era numerosa. El abuelo y la abuela no solo tuvieron a su madre, sino también a seis tíos y ocho tías. La última vez que contó, ya tenía más de cincuenta primos. Uno de ellos, Andrés, diez años menor, sería clave en una decisión crucial unos veinticinco años después, convirtiéndose en otro amigo de Senda.

Después de mucho esfuerzo y decepciones que casi lo hicieron abandonar los estudios, finalmente se graduó a los 28 años de edad. Fueron en total nueve años de estudios universitarios en una carrera de cinco.

Conoció a la futura madre de sus tres hijos en su primer trabajo. Siempre sintió un frío interno ante lo desconocido, y en esos momentos el mundo se le antojaba gris. Fue lo mismo que sintió cuando su esposa le anunció que estaba embarazada por primera vez, a pesar de que ella, siendo creyente, ya le había dicho que no había nada que temer. Sin embargo, una y otra vez, volvía a experimentar una cálida sensación en el corazón, y el mundo se llenaba de colores, cada vez que recibía testimonio de que “el perfecto amor echa fuera el temor, porque el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.”

Sus vidas quedarían marcadas por el ascenso al poder del «hombre lunar», cuya graciosa promesa de «vivir bien, eso sí, sin trabajar mucho» resonó con las expectativas juveniles de su madre y de millones de venezolanos. Como si esa expectativa no fuera ya lo suficientemente cómica, a él no solo lo transportaría a la Edad Media, sino que, como un verdadero Hank Morgan, también lo llevaría a escribir sus propias aventuras para abordar el tema que Mark Twain se negó a tratar en su novela, pero no a ridiculizar: el Derecho Divino de los Reyes.

Su madre adoptó el discurso sobre la teoría de la evolución y el rechazo a la creencia en Dios en un grupo de estudio marxista, promovido por dirigentes de la guerrilla venezolana.

—Un día, durante una de nuestras reuniones habituales —le contó ella, con la voz más baja de lo habitual, como si temiera ser escuchada—, nos informaron que no podíamos ver al «hombre lunar»’ por nuestra seguridad. Ya había oído hablar de él muchas veces. Era el líder más importante de la organización, una figura casi mítica, siempre mencionada pero nunca vista. Todos hablaban de su influencia, pero nadie sabía realmente quién era o cómo lucía. Aquella vez, el ambiente en la reunión era diferente. Nadie se atrevía a preguntar por qué el peligro era tan grande esa noche. Sólo nos dijeron que no debíamos acercarnos, que bajo ninguna circunstancia debíamos verlo. De repente, abrieron la puerta de la habitación donde estaba el «hombre lunar». Todos se quedaron inmóviles, mirando a cualquier lado menos hacia la puerta, como si hacerlo fuera en sí mismo un acto de traición. Pero no pude evitarlo. Eché un vistazo. Sólo fue un segundo, una fracción de tiempo insignificante… pero fue suficiente. Cerraron la puerta de golpe, y me amonestaron de inmediato. No debí haberlo hecho. Y sin embargo, el rostro que recuerdo es el del Presidente.

El Presidente tenía una verruga en la frente que los venezolanos llamaban «lunar», y su madre se conmovió al pensar que aquel hombre, que parecía venir del espacio exterior —pues ella creía en extraterrestres—, era ese mismo que ahora hablaba con gran sensibilidad, conectando con muchos venezolanos al decir:

—Si mis hijos estuvieran pasando hambre, saldría a media noche a hacer algo.

Manifestó una gran amplitud de criterio al declararse seguidor de Thomas Jefferson durante su visita a Estados Unidos, y nueve días después, en China, proclamarse seguidor de Mao Zedong. Ese mismo año, se decía bolivariano, y así rebautizaron a Venezuela como la República Bolivariana de Venezuela. Diez años después, en el Palacio de Convenciones de La Habana, Cuba, se declaró marxista y cristiano, y al año siguiente maldijo al Estado de Israel. Su muerte fue anunciada tres años después, y las anécdotas que relató con pasión y sensibilidad las recopiló el gobierno cubano en una publicación titulada Cuentos del Arañero. Un “arañero” hacía referencia a un pájaro que no se domestica. El «hombre lunar» pareció ver la desobediencia como una virtud, lo cual resonó con la Cuba de ese momento, que fomentó esa rebeldía en él. Fue un niño venezolano pobre que creció con sus abuelos y vendió “arañas”: un dulce de lechosa picada en tiras finas, secadas al sol durante un día, y luego cocidas con azúcar hasta solidificarse en pequeños montones que parecían arañas.

Tras la muerte del «hombre lunar» —ahora conocido oficialmente como el «comandante eterno»—, su sucesor, autodenominado el «hijo del comandante eterno», gobernó un país donde la gente se golpeaba o hería para conseguir alimentos a precios controlados. Muchos revendían esos productos a precios inalcanzables debido a la creciente inflación.

El hombre y su esposa comenzaron a racionar la comida, pero llegó el momento en que fue inevitable. Los estómagos de los niños se llenaban de ácidos gástricos, provocando vómitos. Aunque había crecido en la pobreza, fue la primera vez que el hombre supo que los vómitos eran un síntoma temprano de hambruna.

El hombre y su pequeña familia vivían en Puerto La Cruz, una ciudad cuya economía dependía en gran medida de la exportación de petróleo. Su madre, por su parte, vivía en Acarigua, ubicada en el estado conocido como el “granero de Venezuela” por su producción agrícola. Ante la abrumadora realidad, decidió contactarla, pero en lugar de confesarle que sus hijos pasaban hambre, optó por quejarse de la situación del país. Una vez más, sus cosmovisiones chocaron con tanta fuerza que la conversación terminó abruptamente cuando ella le advirtió:

—No te metas con mi Hombre Lunar, político chimbo.

«Chimbo» era la palabra que los venezolanos usaban para referirse a algo de baja calidad, como un hijo no reconocido por su padre.

Fue una Semana Santa cuando su madre le dijo aquello que constituyó para él una revelación: él era sólo un hijo de Dios; su identidad de ingeniero era una impostura. Hasta ese momento, no podría haberse dicho que fuera particularmente religioso, pero en los siete años siguientes su motivación dependería de que su fe en Dios se afirmara cada vez más, convencido de que la inteligencia no reside en los hombres —menos aún en él, por sus antecedentes—, sino que se accede a ella desde la fuente de toda bondad.

Decidió viajar a Lima, Perú, dejando a su esposa y a sus tres hijos, de 14, 10 y 4 años, en su departamento de Puerto La Cruz, la única propiedad que había logrado comprar y que aún estaba pagando. Su nueva misión era encontrar un futuro para sus hijos. Realizó el viaje por tierra junto a cuatro venezolanos más, tardando cuatro días en llegar a Lima desde Barquisimeto. Dos días después de llegar, comenzó a trabajar en una fábrica artesanal de zapatos, junto a uno de sus compañeros de viaje. Realizaban trabajos menores relacionados con la fabricación de calzado a mano para satisfacer la demanda del mes de diciembre, que estaba a solo dos semanas. Aunque en Lima era primavera, el frío que traía la brisa vespertina lo hacía temblar. La helada pega para zapatos que aplicaba con las manos descubiertas le hería el olfato en ese recinto de paredes grises.

—¿Así que ustedes son venezolanos? —preguntó un trabajador peruano, intentando iniciar una conversación.

—Sí, de la tierra del libertador Simón Bolívar —respondió el compañero venezolano.

—Aquí en Perú lo consideran un dictador —replicó el peruano, en un tono informativo y sin ánimo de provocar una discusión.

El compañero de viaje lo buscó con la mirada, pero él negó con la cabeza, tratando de evitar confrontar la situación.

En enero, encontró otro empleo en un taller de reparación de televisores, y con él vinieron muchas muestras de solidaridad. Un mes después, mientras trabajaba allí, recibió una llamada de su antiguo empleador.

—¿Por qué no me dijiste que eras electricista? —le preguntó—. Quiero acondicionar una tienda de zapatos y propongo que hagas el trabajo. Yo compro las herramientas, te las quedas, y además te consigo clientes.

Aceptó el trato, pero tras completar el trabajo y quedarse con las herramientas, la promesa de conseguirle más clientes no se cumplió. Así que se ofreció como ayudante de un plomero. Éste, conmovido por su situación, le enseñó una estrategia para conseguir trabajos: ayudar a un ferretero Huancaino.

El ferretero, un corpulento sexagenario de rostro alargado y ojos rasgados, lo observó con mirada escrutadora, y le dijo al plomero con voz grave y áspera:

—Hermano, en unos días te daré dinero para que me compres unas luces especiales que quiero para el frente de mi casa. Cuando las tenga, ven para que las instales.

Siguiendo el consejo del plomero, comenzó a ayudar al ferretero a cargar materiales cuando era necesario. Después de unas horas, el Huancaino empezó a hacerle preguntas sobre su vida, y lo invitó a almorzar. Los peruanos eran generosos con la comida, famosa por su exquisita variedad de sabores y presentaciones, cada plato con su propio nombre y su historia. Mientras comía, no podía dejar de pensar en lo frecuente que era recibir una invitación a comer, y en lo difícil que le resultaba conseguir dinero para enviárselo a sus hijos para que ellos también pudieran hacerlo. Como si leyera sus pensamientos, el ferretero le dijo:

—Hermano, veo a muchos de tus paisanos pasando tantas dificultades, y me pregunto: ¿dónde está Dios?

Sabía que la pregunta era retórica, un intento de fijar una posición, no de recibir una respuesta. Sin embargo, él imaginó que le contestaba:

—Amigo, a veces, cuando me golpeo la mano que sostiene el cincel, la llevo a mi boca para que mis labios la besen. Después de unos momentos de alivio, la vuelvo al trabajo para terminarlo, quizás para ser golpeada de nuevo. Mi mano bien podría preguntarse: “¿Dónde estás tú, que me expones a estos golpes? ¿No es acaso tu otra mano la que empuña el martillo que me golpea? ¿Por qué no solo lo permites, sino que afirmas que es tu voluntad?” Y si mi mano se fracturara, ¿no la llevaría yo luego al cirujano para que la sanara? El dueño de ambas manos, aquel que podría decir con propiedad ‘Yo Soy el que Soy’, no solo permite que soporten el dolor, sino que las prepara para la sanación. LA PROVIDENCIA ES REAL Y TAMBIÉN LA PROMESA DE RESURRECCIÓN.

—¿O sea que hay que morirse primero para ser feliz? —respondió el Huancaino. Entonces se dio cuenta de que había dicho la frase sobre la Providencia en voz alta.

—Lo que quiero decir —respondió el hombre— es que las historias que nos contamos tienen el poder de destruirnos o edificarnos. Por ejemplo, Simón Bolívar, a quien en nuestro país relatamos como libertador, mientras que aquí en Perú lo describen como dictador, tenía su propio relato. Él afirmaba que Estados Unidos parecía destinado por la Providencia a llenar América Latina de miseria en nombre de la libertad, y esa narrativa nos ha destruido como nación porque nosotros mismos la hicimos realidad.

—¿Es verdad porque ustedes la han convertido en realidad, o porque él estaba describiendo una verdad? —interrogó perspicazmente el Huancaino—. ¿No es cierto lo que dice tu actual Presidente sobre el imperialismo estadounidense?

—Bolívar no solo acusa a los Estados Unidos en esa carta —respondió—. También afirma: «Me parece que ya veo una conjuración general contra esta pobre Colombia, ya demasiado envidiada de cuantas repúblicas tiene la América». Luego identifica esas repúblicas, escribiendo: «Por el Sur encenderían los peruanos la llama de la discordia».

—Pero no me has respondido si es verdad lo del imperialismo estadounidense —insistió el Huancaino, incisivo.

—Tiene razón, disculpe —contestó—. No puedo demostrar que Estados Unidos no es imperialista. Lo que puedo probar es cuándo no lo ha sido, y ciertamente no lo fue cuando Bolívar escribió esas palabras. Pero nuestra discusión sería inútil si, por ejemplo, ante su pregunta «¿Dónde está Dios?», yo lo retara directamente a probar que Dios no existe. Entonces usted estaría en mi misma situación, intentando demostrar una proposición negativa.

—¿Y cómo llegamos al tema de Bolívar? —preguntó nuevamente el Huancaino—. Mi pregunta era dónde está Dios. ¿Debo entender que cuando piensas en Dios, piensas en Bolívar?

Cada vez que miraba hacia atrás, el hombre sentía que un invisible director de su vida, desde su infancia, le proporcionó una gran educación más allá de la formación formal que había recibido, guiándolo a través del dolor y la confrontación con visiones total o parcialmente opuestas a las suyas. Formado, como cualquier venezolano, en la admiración hacia el Libertador que “liberó cinco naciones y creó una: Venezuela, Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Bolivia”, era natural que asociara sus deseos de libertad con la figura de Bolívar. Pero al igual que el niño que creció sin creer en Dios, debido a una madre no creyente que era el centro de su vida hasta que se enfrentó a la posibilidad cierta de perderla, este hombre pensó una vez más que abrirse a nuevos puntos de vista, sin necesidad de estar de acuerdo, ampliaba el conocimiento de la verdad en lugar de restringirlo, ensanchando los límites de la libertad. Agradecía que esa libertad fuese la mejor compensación al dolor que, por gracia del gran contador de historias universal que extendió su mano hacia él, lo convirtió en un elegido.

Entre las muchas experiencias que lo hicieron sentirse ‘elegido’, recordaba haber leído en su adolescencia El nacimiento de un mundo: Bolívar dentro del marco de sus propios pueblos, del hispanista estadounidense Waldo Frank, una obra encargada por el gobierno cubano. El libro fue un regalo de su mamá. Desde joven amó el libro, al igual que había amado la figura de Bolívar desde niño, influenciado por su madre, el sistema educativo venezolano y el resto de la sociedad. Sin embargo, en ese momento, al evocar el sufrimiento de su esposa, sus hijos y el propio, comprendió la necesidad de contarse una nueva historia, que no era más que reconocer la relevancia de una ya existente.

—Tiene razón —respondió el hombre—. Como cualquier venezolano, me educaron para idolatrar a Bolívar, el hombre que nos dio la libertad, elevándolo casi a la categoría de un dios, sin que jamás nos preguntemos cuál era su relación con ese Dios.

— ¿Bolívar creía en Dios? — preguntó el Huancaino.

—Hace muchos años leí un libro —dijo el hombre, refiriéndose al libro de Waldo Frank—, donde se comenta esa relación. Decían que Bolívar no solo veía irracional el ejemplo del Salvador, sino también contrario al instinto natural de supervivencia de todo ser humano. Pero yo lo atribuyo a que Bolívar no tenía hijos; son mis hijos los que me ayudan a comprender mejor el ejemplo del Salvador. —Aquí el hombre hizo una pausa, que su amigo aprovechó para mantener viva la conversación.

— Que tampoco tuvo hijos — precisó.

—De acuerdo. Hasta donde sabemos, no los tuvo. El punto es que el Salvador se veía a sí mismo como un hijo, uno que sigue un modelo. En cambio, Bolívar parecía ir rechazando, uno a uno, los referentes que en su momento le sirvieron de ejemplo. Fue un gran admirador de Napoleón Bonaparte, y luego se convirtió en su crítico.

— ¿Por coronarse él mismo? — precisó una vez más el amigo del hombre.

— Sí, correcto ¿Pero quién coronó a Bolívar? — El hombre hizo también una pregunta que le pareció retórica, pero su amigo lo sorprendió con otra pregunta que no lo era.

— ¿No fue Dios? — preguntó el Huancaino.

— Al fin creo que hemos retornado al tema del principio — dijo aliviado el hombre al ser rescatado por su amigo de sus divagaciones.

— No te preocupes, hermano —lo volvió a aliviar el ferretero —. Creo que tienes un dolor y te quieres desahogar hablando. Sigue tu exposición.

— ¡Muchas gracias! Volviendo a su pregunta de dónde está Dios, creo que sólo encontramos la respuesta cuando descubrimos por qué lo necesitamos. — El hombre hizo una pausa para evaluar en la cara de su amigo si esas palabras podían tener un significado para él.

— Explícate mejor — dijo el ferretero

— Creo que, cuando los venezolanos recordamos lo que Bolívar dijo sobre los Estados Unidos, deberíamos hacernos varias preguntas: ¿Por qué mencionó a la Providencia? ¿Realmente Bolívar creía en la Providencia? Si así fuera, ¿habría pensado que esta permitiría la miseria en nombre de la libertad? ¿Y por qué afirmó que Estados Unidos parecía destinado a llenar América Latina de miseria? ¿Acaso pensaba que predicar la libertad era incompatible con apelar a la noción de Dios, y que, como toda forma de esclavitud, esto conduciría a la miseria?

— Creo que son muchas preguntas — dijo su amigo.

— Tengo algunas respuestas — dijo el hombre.

— A ver — lo animó su interlocutor.

—Me parece evidente que el rechazo de Bolívar era hacia el uso de la Providencia, un rechazo a la decisión de Estados Unidos de apelar a un Creador en su Declaración de Independencia. Bolívar veía la creencia en Dios como una debilidad, una forma de esclavitud contraria a su concepción de libertad y, por ende, una fuente de miseria, como toda esclavitud —dijo el hombre, guardando silencio a la espera de la respuesta de su interlocutor.

El Huancaino sirvió una gaseosa para ambos, y al cabo de un rato comentó:

—Creo que no has llegado a donde realmente quieres llegar. ¿Qué te detiene? ¿Por qué piensas que es crucial mencionar a un Creador para justificar unos derechos que de todos modos declaran como evidentes para los hombres? ¿No has considerado que Bolívar pudo haber creído en Dios, pero no en los Estados Unidos, como parece que tú lo haces?

— Sí, puede pensarse que mi idolatría por Bolívar, que a los venezolanos nos parece tan natural porque es “a quien debemos la libertad”, la he cambiado por una idolatría hacia los Estados Unidos. Sin embargo, no es a ellos a quienes estoy defendiendo, sino a los venezolanos, entre los que se encuentran mis hijos. Defiendo su derecho de hacer uso del poder de una narrativa atávica, fundamentada en la necesidad psicológica de contar con un modelo, la figura de un padre que te libera en la medida en que llegas a ser como él, y es aquí a donde quiero llegar: Esa narrativa la encontraron los estadounidenses en Juan 10: 33-34 cuando las autoridades le dicen al Salvador “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te crees Dios”, a lo que él responde “¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije: Sois dioses?”. Para mí, las verdades evidentes de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos son que, frente al Derecho Divino del Rey de Inglaterra, los estadounidenses antepusieron el Derecho Divino del hombre común, y ese Derecho Divino está expresado claramente en la respuesta que dio Jesús.

— Hermano ¿a qué iglesia asistes tú? — dijo el Huancaino con ironía.

— Es muy buen punto —respondió el hombre—, y sé que ese es también un punto de desacuerdo religioso importante  por las diferentes interpretaciones que se le dan a esos versículos. Esto nos enseña que lo relevante de una narrativa es la interpretación que hacemos de ella, lo que determina cuál es el cuento que nos contamos a nosotros mismos y lo que hace la diferencia en nuestras vidas. En este caso pretende ser un cuento en el que entendemos como “dioses” a los que gobiernan, que en una democracia se supone que somos todos.

— Creo que tienes mucha imaginación — respondió el Huancaino — pero no creas que no te he entendido. Esencialmente ves dos concepciones distintas de la libertad: la que tenía Bolívar y la de los Estados Unidos.

— Pero no olvide que no soy yo quien vio esas diferencias. Las vio Simón Bolívar, y esas diferencias lo llevaron a escribir sobre su “gloria”, estableciendo un modelo en el que sus émulos aspirarían al mismo tipo de “gloria” que él: gobernar sobre los demás, que es algo imposible de sostener en el tiempo.

Al terminar esas palabras una gran pesadumbre se apoderó del hombre. Su amigo lo notó y sintió compasión de él. Quiso liberarlo y al mismo tiempo invitarlo a volver, por lo que le dijo:

— ¿Vienes mañana?

Le respondió que sí, aunque no había ganado nada en todo el tiempo que pasó con él, y le angustiaba no tener dinero para enviar a sus hijos. Sabía que muchos venezolanos recordaban el mensaje del «comandante eterno» sobre lo que haría si sus hijos pasaran hambre, y la realidad parecía estar poniéndolos a prueba, donde quiera que fueran, para ver si harían lo mismo.

Desde el principio, comprendió que el escrutinio al que lo sometía el Huancaino, reflejado en aquella mirada penetrante cuando el plomero lo presentó, provenía de Dios. En su imaginación, visualizaba al venezolano común como él, atrapado en una ‘guerra de dioses’, donde se sentían profundamente disminuidos y despojados de una identidad celestial.

Al día siguiente, el Huancaino le dio el dinero para comprar las luces que quería instalar. Mientras caminaba, reflexionaba sobre las implicaciones para los venezolanos de que el «comandante eterno» estuviera inspirado en la figura del Padre Celestial, y el «hijo del comandante eterno» en la del Hijo del Hombre. ¿Podrían esas narrativas responder a la pregunta de su amigo: ‘Dónde está Dios’? Creía que los émulos de Bolívar reclamaban su propia gloria, prescindiendo de un modelo de orden eterno.

Al caminar por las calles de Lima, no podía discernir si los escalofríos que sentía eran por el temor que le provocaba esa idolatría o simplemente por el cielo gris y el frío clima de la ciudad. Al instalar las luces, se esmeró en realizar el trabajo con la mayor meticulosidad posible. El Huancaino le proporcionó los cables, las canaletas y los elementos de fijación de su ferretería.

Como un verdadero artesano, niveló las canaletas antes de fijarlas en las paredes, cortándolas con precisión a 45 grados para formar ángulos rectos en los cambios de dirección. Utilizó proporciones áureas para lograr una disposición estética entre las luces, que luego fijó cuidadosamente. Instaló los cables dentro de las canaletas, hizo todas las conexiones y encendió las luces. Su búsqueda de un orden exterior reflejaba su deseo de hallar un orden interno.

El Huancaino lo observaba, maravillado por el esmero y dedicación. Su intención era exhibir esas luces especiales en su casa para comenzar a venderlas en la ferretería. Satisfecho con la calidad y lo económico del trabajo, el ferretero se convirtió en un excelente promotor de los servicios del hombre entre sus clientes.

Así transcurrieron los primeros dos años de su vida lejos de unos hijos a quienes no vio crecer, pero se sintió feliz de que, aunque con pocos recursos, no les faltara lo necesario cada semana. A veces soñaba que estaban muy cerca, y en esos sueños se sorprendía de no haberlos abrazado en tanto tiempo. Al reprocharse por ello, invariablemente se despertaba antes de acercarse a los niños sonrientes y abrazarlos.

La impresión le duraba un rato, durante el cual se presionaba para levantarse y buscarlos con la mirada, hasta que inevitablemente volvía la conciencia y se percataba súbitamente de la distancia que los separaba desde Lima, Perú, hasta Puerto La Cruz, Venezuela. De este modo, su tristeza se renovaba periódicamente, pero, gracias a ella, nunca los olvidó. Ese recuerdo lo protegió de formar otro hogar, como hicieron muchos venezolanos que, al emigrar para mantener a sus familias, acabaron formando nuevas familias con otras parejas para compartir gastos y salir adelante.

Una madrugada, él también atravesaba por un problema con su habitación cuando, al no haber una opción más económica disponible, decidió tomar un taxi por primera vez. Antes de subir al auto, se aseguró de acordar el precio. Durante el trayecto, aprovechó para pedir información al taxista.

—Amigo, ¿sabrás de una habitación en alquiler? —le preguntó después de unos minutos de silencio.

—Yo también pago una habitación cerca de donde vives —respondió el taxista—. Sé que hay algunas habitaciones libres, pero tendría que preguntar a la dueña. ¿Por qué te quieres mudar?

—Me quieren aumentar el alquiler y no tengo cómo pagar ni el aumento ni la mudanza —respondió él—. Por eso vengo de trabajar a esta hora, instalando unas lámparas. Pensaba amanecer ahí, pero el dueño del hotel me dijo que continuara luego porque los huéspedes se quejaban del ruido.

—Te entiendo, hermano. Yo soy de provincia y sé lo difícil que es establecerse en Lima. Aquí se aprovechan de ustedes, los venezolanos. Primero los aceptan y cuando ven que tienen trabajo, ¡pum! Les suben el alquiler. ¿Pero es mucho lo que te quieren aumentar? ¿Les has preguntado por qué?

—Es por el agua. Dice que cuando me alquiló sólo consideró un baño por semana, y yo me baño todos los días.

El taxista soltó una carcajada.

—¡Oe, no sé cómo haces para bañarte todos los días, hermano! ¡Con este frío ni ganas de acercarse al agua da!

Él sonrió, respondiendo entre serio y divertido:

—Uno tiene que bañarse todos los días, aunque haga frío.

El conductor lo miró con una sonrisa traviesa y levantando una ceja.

—¡Ah, no, no! —replicó—. Mira, compadre, te lo digo yo: si te bañas todos los días en Lima, ¡te salen hongos en la piel! ¡La humedad es terrible! Es mejor dejar que el cuerpo se conserve natural, como debe ser. Así no hay problema.

Cuando llegaron a su destino, el taxista  sólo le cobró dos terceras partes de lo que habían acordado. Esa misma tarde, lo llamó para informarle que la dueña de la casa donde él alquilaba tenía una habitación disponible y le comunicó el precio. Cuando se mudó, el taxista fue a recogerlo y no le cobró por la mudanza. Se llamaba Percy.

—¡Oe, Cholo! —solía iniciar Percy sus conversaciones, siempre en un tono bromista—. Creo que ya llevas un año viviendo en esta casa, ¿cierto? Anoche soñé que no volvías a Venezuela.

—Tendría que morirme en Lima —respondió.

Otra decisión clave que preservó la integridad de su familia fue frecuentar una iglesia, donde le asignaron un llamamiento que le permitió sentirse útil. Además, lo ayudaron en varias ocasiones a pagar su habitación y a conseguir clientes, especialmente cuando el Huancaino cerraba su ferretería y se entregaba a la bebida durante semanas. Su esposa era también una mujer de fe, pero a veces le confesó que no sabía si lo volverían a ver. Él quiso ganar lo suficiente para reunirlos a todos en Lima.

Con el tiempo, logró estar en posición de hacerlo gracias a un primo, Andrés, que tenía un gran talento para conseguir clientes más grandes. Andrés había llegado a Lima y ofreció sus servicios a condición de compartir las ganancias en partes iguales, ayudando en la ejecución de los trabajos. Juntos consiguieron que la administradora de un condominio les confiara el mantenimiento de los sistemas de puesta a tierra de un edificio residencial.

Tras culminar el proyecto, él pudo por primera vez en mucho tiempo comprar una almohada y un par de sábanas, enviar dinero a Venezuela, pagar un mes de alquiler y ahorrar algo para futuros envíos. Andrés, quien también había llegado solo a Lima, mandó a buscar a su esposa y su bebé. Tristemente, un año después, Andrés falleció durante la pandemia de COVID-19. A él le tocó reconocer el cuerpo, tramitar la cremación y ver a la esposa de su primo y su hijo de tres años regresar a Venezuela con sus cenizas.

Aun así, con los contactos que había hecho Andrés, pudo realizar otros trabajos y ahorrar lo suficiente para ir a buscar a su esposa y a sus tres hijos el año siguiente.

Unos meses antes de viajar a Venezuela, su hijo mayor le envió a Lima un cuestionario para determinar su tipo de personalidad según el MBTI. De inmediato, quedó maravillado, agradecido y sorprendido por la precisión de las descripciones de su personalidad como INFP, que a partir de ese momento comenzó a repetirse cuando no se comprendía a sí mismo:

—Es amigo de sus hijos y los inspira a escuchar su voz interior. Se preocupa por los errores del pasado y a menudo se queda atrapado en ellos, estando más dispuesto a perdonar a otras personas que a sí mismo. Cree en personajes ficticios y le toma más de media hora despertarse.

Aunque a él le tomaba mucho más tiempo. Le parecía una revelación de su propio Creador, un manual de instrucciones para comprenderse y saber cómo conducirse. De pronto, toda su vida pasada y presente cobró más sentido. Las conclusiones a las que había llegado y las decisiones que tomó no podían entenderse sin conocer a fondo este perfil de personalidad. Era el tipo de persona que con mayor probabilidad podía sentirse como un personaje insertado en una historia que estaba siendo narrada, y eso era tan evidente para él como que “todos los hombres fueron hechos por un Creador con ciertos derechos inalienables entre los que se encuentran el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.”

Volvió a Venezuela a los 51 años, cinco años después de haber abrazado por última vez a sus hijos y a su esposa. Unos meses antes, ella se había mudado con su madre al estado Falcón. Al recibirlo allí, discutieron la necesidad de salir del país.

Algunas cosas habían cambiado: se permitía la circulación del dólar y ya no había escasez de alimentos. Además, faltaban ocho meses para finalizar el año escolar de los niños. Ella decidió esperar esos ocho meses antes de considerar la posibilidad de mudarse todos a Lima. Mientras tanto, él podría evaluar las fuentes de trabajo. Su hijo mayor había terminado la secundaria hacía meses, pero no logró ingresar a la universidad, sumida en el caos y la ruina. El joven era mejor estudiante que su padre, y a este le atormentaba haber recibido una mejor Venezuela que la que ahora dejaba a sus hijos.

Días después, decidió regresar con su hijo mayor a su departamento en Puerto La Cruz. Su plan era encontrar trabajos juntos y así poder reunir a la familia. Al entrar en su departamento, quedó sobrecogido por la pobreza en la que habían vivido sus hijos. La cocina estaba completamente oxidada, y la puerta de la nevera, también oxidada, tenía que desmontarse y volverse a montar para acceder a la parte refrigerada debajo del congelador. Era un departamento inconcluso al que se habían mudado de emergencia. Las tres habitaciones, sin puertas y con paredes grises y sucias, parecían pequeñas celdas de una prisión. Su hijo mayor se sintió asfixiado y rompió a llorar.

En una de las habitaciones, encontró los nombres de sus tres hijos anotados en la pared, con pequeñas marcas que indicaban su crecimiento desde que los dejó. Pensó que era un regalo de su esposa, una forma de que él imaginara cómo habían crecido.

Al imaginarlos de pie, con la espalda contra la pared, mirándolo sonrientes para mostrar cuánto habían crecido gracias a los recursos que les enviaba desde Perú, fue su turno de llorar.

Durante un año intentaron vivir allí su hijo mayor y él, tratando de salir adelante. La realidad era que, a veces, necesitaban aceptar alimentos de la iglesia que lo había ayudado en Perú. Aunque los alimentos ya no escaseaban, pues se vendían en dólares, era difícil generar ingresos.

La electricidad era prácticamente gratuita, controlada enteramente por la empresa estatal, lo que no solo le impedía acceder a un empleo en su área de formación profesional, por su oposición a la ideología en el poder, sino que también le privaba de una importante fuente de ingresos que había tenido en Perú.

Allí, los venezolanos que alquilaban una habitación pagaban la electricidad aparte del alquiler, y los trabajos para instalar medidores de energía abundaban. En cambio, en Venezuela, ni siquiera la empresa estatal tenía medidores, y las tarifas eran fijas. Esto resultaba en un consumo desmedido de electricidad, despilfarrando un recurso para el que no había inversiones en mantenimiento ni crecimiento.

Su hijo mayor, que había tenido una tos esporádica desde su regreso, un día le dijo, alarmado, desde el baño:

—Papá, esto sí es grave.

Ahora, la tos venía acompañada de sangre. Su corazón se estremeció al sospechar que su hijo podría estar sufriendo la misma enfermedad que acabó con la vida de Simón Bolívar.

Los síntomas avanzaron rápidamente. Esa noche, mientras volvían de la farmacia, su hijo tuvo una crisis; no dejaba de toser y sangrar. Comenzó a llorar y, entre sollozos, le pedía perdón.

—Perdóname, papá. Perdóname. Vamos a orar.

Su hijo dirigió una oración al Padre Celestial, agradeció por sus padres, sus hermanos y toda la familia, y pidió que supieran qué hacer, en el nombre de Jesucristo. Ambos dijeron «amén». Su hijo se tranquilizó un poco, y él le dio una dosis de la medicina que acababan de comprar. Al llegar a casa, llamó a su madre, y esta vez, a diferencia de cuando vomitaban de hambre, fue directo al problema. Pidió ayuda. Decidieron que su hijo mayor se fuera a vivir con ella, pues decía que el gobierno suministraba el tratamiento gratuitamente.

El hombre volvió a la ahora desierta casa de sus abuelos en Barquisimeto, donde había nacido su pasión por la electricidad y la literatura, y donde había descubierto la noción de Dios por primera vez. Intentó sobrevivir allí haciendo pequeñas reparaciones electrónicas como en su juventud. Los trabajos eran escasos y a veces no tenía dinero para comer. Complementaba su dieta con los mangos de un árbol que ahora ocupaba el lugar donde antes había estado el árbol de mamón, aquel bajo cuya sombra vieron pasar al anciano que una vez lo hizo reír junto a familiares, ahora ausentes, cuyo recuerdo aumentaban su sensación de soledad.

Admitió que la ingeniería ya no le permitía vivir en esta especie de Edad Media a la que se había trasladado su país. Recordó el largometraje animado que lo inspiró a convertirla en su profesión y, por primera vez, se interesó en leer el libro de Mark Twain. Se sintió avergonzado al darse cuenta de que la sátira parecía burlarse de su propia vida, no solo por el desafío del protagonista para salir adelante en medio del atraso, sino porque el personaje de Twain también había escrito sobre su historia personal, mofándose del Derecho Divino del Rey que él valoró tan seriamente. Aún así, lo siguió considerando un tema serio y escribió tres relatos sobre sus experiencias: El Miedo y los Relatos de la Salvación, El Hombre Lunar y El Hombre de Afuera y The New Yorker.

El primero abarcó desde su infancia hasta su graduación, describiendo su lucha contra el miedo y cómo encontró la salvación a través de los relatos. El segundo se centró en el tiempo posterior a su graduación y la formación de su familia, narrando los 14 años de gobierno del «hombre lunar». El tercero cubrió ambos periodos del gobierno del «hijo del comandante eterno», reflexionando sobre la influencia del Salvador, a quien llamó el Hombre de Afuera, en la estabilidad de la democracia estadounidense, y su aspiración de ser publicado por The New Yorker para poder comer. Aunque parecía haber escogido el lado equivocado de la historia, no cambió su cosmovisión y, por tanto, no se rindió ante el gobierno.

Los partidarios del gobierno, como su madre, recibían periódicamente depósitos en bolívares bajo conceptos propagandísticos, siendo uno de los más destacados el de «guerra económica», que el gobierno asociaba a Estados Unidos como el causante de la destrucción del bolívar. Los venezolanos difícilmente podían relacionar la devaluación de su moneda con los regalos que el propio gobierno hacía en su nombre. Siempre recordó un día en el que el «hijo del comandante eterno», en plena escasez de alimentos antes de que él emigrara a Perú, se lamentó diciendo:

— La gente tiene dinero para comprar, pero no hay productos.

Él cría que la pregunta correcta era:

— ¿Por qué tienen dinero si no hay productos?

Ya había pasado un año solo en casa de sus abuelos. Seis años desde que publicar su escrito le pareció un acto de suprema responsabilidad. Sintió que escribir fue encarar la realidad y aceptar todo el dolor que conllevaba. En medio de ese dolor creciente, la tiranía del caos que imperaba en Venezuela parecía delatar a los Estados Unidos como el principal causante. El «hijo del comandante eterno» y sus partidarios los acusaban constantemente, señalando a «la derecha política» como cómplice nacional. Según ellos, todos sufrían incesantemente por causa de los mismos culpables: apátridas y aliados del imperialismo yanqui. Uno a uno, los miembros eternos del gobierno se turnaban para hacer las mismas acusaciones desde distintos ángulos y por diversas desgracias.

Parecía un gobierno sin la libertad para ejercer su función y, sin embargo, en los pocos momentos de triunfo, proclamaban que habían «derrotado» a «la derecha política» para mantener el poder, aunque fuese un poder cuyo único propósito era evitar ser desplazado.

Frente a esta situación de falta de control, aumentaba en él la reverencia por el Buen Pastor, quien demostraba control y responsabilidad, incluso hasta el punto de entregar su vida voluntariamente: «Nadie me la quita, sino que yo la entrego». El Buen Pastor se unía en voluntad con su Padre, la fuente de toda bondad y control, mientras que otros hombres se vanagloriaban de tener poder sobre la vida y la muerte, sin entender que «no tendrías ese poder sobre mí si no te hubiera sido dado desde arriba». Era un modelo de autocontrol comprometido con la verdad, dispuesto a asumir las consecuencias de hablar lo que debía ser dicho, con un tipo de dolor que sanaba, porque aceptaba las repercusiones de su verdad con mansedumbre. Era la búsqueda de una paz interior que venía de enfrentar las tormentas externas, sin someterse a una paz exterior forzada, falsa y precaria.

Así que cuando se anunció la reelección del «hijo del comandante eterno» para su tercer período de seis años como presidente, él decidió dejar de escribir y comenzar a vivir lo que ya estaba escrito: «No creáis que yo he venido a traer paz, sino espada». Y esa espada la consideraba la defensa de la verdad. Salió, junto con una abrumadora mayoría, a defenderla, sin más armas que la exposición de su propia vida. Hubiese querido ser más valiente, con un coraje que viniera de lo alto, para que, si una bala lo alcanzaba, no fuera por la espalda, sino de frente. Sabía que no era una lucha contra el «gobierno», sino por el derecho a elegir uno.

Llegó a este destino muy lentamente, a partir de los verdaderos temas tratados en su escrito seis años antes, cuando recordó haber conocido a su verdadero Padre por primera vez. Esto ocurrió en el momento justo en que su madre buscaba refugio en un hombre, esta vez su futuro esposo, quien le habló de Él. Allí, recordaba la tristeza y decepción de su madre al darse cuenta de que los viejos auriculares no le habían servido para comunicarse con el hombre que ella le enseñó a llamar «papá», quien culpó a otros por el futuro incierto de su hijo. De manera similar, el gobierno al que ella apoyaba culpaba a otros del caos en Venezuela. Escribía desde otro país, no desde su madre patria, esa “mamita” que, junto con su madre, seguía creyendo en la “gloria” de los hombres como Bolívar, sin reconocer que esa “gloria” a menudo se absuelve de responsabilidades y echa la culpa a otros, como hizo Bolívar en su carta escrita en 1830 al General J.J. Flores, cuando expresó:

—Sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos. 1°. La América es ingobernable para nosotros. 2°. El que sirve una revolución ara en el mar. 3°. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4°. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5°. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6°. Sí fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América.

A pesar de que la narrativa de Bolívar parecía prevalecer, él concluyó que el escrito, dirigido a “mamita” y dictado por una conciencia superior, reflejaba una experiencia compartida por muchos seres humanos a lo largo de la historia, una experiencia relacionada con la “madre patria” que tanto él como otros habían vivido. Estaba seguro de que más personas vivirían esa experiencia a su manera, reconociendo en sí mismos una naturaleza celestial mientras se comprendía mejor la historia más grande jamás contada, especialmente en medio del dolor que acompaña la fe. Estaba convencido de que el caos aparente y el dolor que las personas perciben es siempre una transición hacia un orden superior, y que esto también se aplica a las naciones, cuyo orden superior es el que ha sido dispuesto por Dios.

Sintiéndose acogido por la luz que desciende de lo alto, solo experimenta gratitud por todo lo que vivió: por los momentos de felicidad y los aprendizajes en el dolor; por la esposa que soñó con hijos que se hicieron realidad; por esos hijos que, pase lo que pase, serán sus hijos por toda la eternidad; por sus abuelos, tías y tíos que le dieron un hogar; y por las experiencias con su madre, que fue el vehículo de su vida, que lo puso en contacto con la literatura y el mundo imaginativo que lo conectó al resto de la humanidad desde la infancia. Agradece también un inesperado regalo que ella le dio a los 29 años, tanto más valioso a medida que ella daba testimonio de su ateísmo. Esto ocurrió cuando él obtuvo su primer trabajo como ingeniero electricista y vivió con ella, con el esposo que le habló por primera vez de Dios y con sus tres hermanos.

—Tú tenías un amigo imaginario que se llamaba Senda —le contó ella.

El nombre lo impresionó de inmediato, aunque no comprendía el origen de su asombro. Pensó que podría deberse a su naturaleza exótica, como los nombres de los celtas. Así que preguntó, muy intrigado, como si estuviera a punto de recibir una revelación que cambiaría su vida y ayudaría a descubrir una propia y anhelada identidad:

— ¿”Cenda” con “C” o “Senda” con “S”?

— ¡Senda! ¡Senda! ¡Como se escribe “senda”! —respondió ella.

Se refería a la palabra que se usa en el lenguaje poético, más literario, en sustitución de la palabra “camino”.

—Al principio me asusté —continuó ella, mientras él sentía su corazón acelerarse— porque me contabas conversaciones con él que solo un adulto podría haber tenido. Estuve muy pendiente de ti hasta que un día te escuché hablando solo. Luego, una amiga psicóloga me explicó que era común en los hijos únicos, y tú fuiste mi hijo único durante ocho años.

Él no recordaba haber tenido ese amigo imaginario, pero el nombre «Senda» lo impactó como si volviera a ser el asombrado niño de grandes ojos color almendra y cabello liso y grueso del mismo color que conocía la noción de Dios por primera vez.

En ese momento, tendido allí, atesoró ese recuerdo. Pensó en la luz que venía de lo alto, y creyó recordar por primera vez las palabras con las que se presentó su amigo imaginario extendiéndole la mano:

— Yo soy el camino, Christian. Yo Soy el que Soy. Llámame Senda.

*Foto: Geczain Tovar

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