literatura venezolana

de hoy y de siempre

La última rocola

Libardo Linárez

Miraba las calles húmedas llorar la llovizna en las pequeñas charcas que formaban un extenso paisaje de urbe solitaria; tal vez era ese aroma húmedo de abandono que vertía el asfalto lo que me aturdía queriendo abrir un abismo. Yo me resistí a descender a lo vano. Y preferí transitar las calles tratando de consolar la ausencia de las casas de adobe y techos rojos que destilaban por sus orificios redondos fragancias de café y buena leña.

 Mientras deambulaba teniendo como norte una brisa fría que preferí tener a mis espaldas, vi un zigzagueante cartel desplazarse sobre cadenas oxidadas que lo mecían como un columpio al son de la brisa: “Bar Patria Chica”. ¿Cómo podía evadir entrar a un lugar donde habitaban mis propios fantasmas? Allí dentro, estaban mis lágrimas y también mis risas, la entereza de una juventud que se juró amistad eterna abrazando una Rocola. Si algo había garantizado al atravesar la puerta, era la sonrisa jovial de mi adolescencia acompañada de la nostalgia, nostalgia por los que ya no están y también por los ingratos, los que me enseñaron que en la vida no sólo se podía ser bueno.

Intactos permanecían sobre las mesas los manteles rojos. La madera de la barra daba cuenta que nada resiste al tiempo, aunque desteñida, me aferré a la vieja Rocola y pregunté: ¿Todavía funciona? –La selección cuesta 50– dijo una voz tosca que parecía querer escapar a una asfixiante sensación a olvido, mientras su mano extendida sostenía un tercio pilsen medio congelado. Tomé la botella y comencé a buscar en un fichero vencido por el polvo, una que otra canción que hiciera honor aquel abismo que se abrió en unas tejas que sudaban el rocío de una ciudad perdida.

En un recuadro al fondo del bar, halados destellos del humo de un cigarrillo delataban la presencia de alguien que me observaba. Su vestido de abertura cercana a la cadera, lucía unos muslos gruesos y pálidos que se mecían en un presuntuoso cruce de piernas, su nariz perfilada permitió reconocer su rostro entre las luces opacas. Patria Chica era su última trinchera, todo lo demás había desaparecido. Si la llovizna que sudaban las tejas en las pocas casas de adobe que quedaban me hizo sentir afligido, ver aquella mujer atrapada en aquel reducto fue una sensación más terrible. Hice una selección de canciones en la Rocola que le hicieran pensar que la cotejaba y me acerqué a ella cuando empezó a sonar “Nuestro juramento”.

— Para sentarte aquí tienes que pagar —dijo con una voz rauda y cortante.

— ¿Cuántos lugares eran? —pregunté.

Inhalando de forma profunda el cigarrillo, soltó la bocanada de humo diciendo:

— ¡Eran muchos! Tantos, que se me encargaba traer mujeres de otras provincias casi todas las semanas. Viajaba constantemente y ganaba más por captar caras nuevas que lidiando con borrachos.

Ciertamente Paola era una meretriz de gran experiencia. Mi memoria la ubicaba en el bar “Noche de Ronda”. Traté de ser cortés con su nostálgico ego, ya que tal vez mis cabellos desteñidos y la abultada barba no le permitían recordarme. Eran tantos los acompañantes de noches furtivas, que mi rostro no representaba ninguna trascendencia. Para hacerle saber con quién hablaba le dije:

— ¡Otto murió! Se fue hace unos meses.

Mi comentario asoló su rostro, decidió hacer silencio y sólo contemplar el humo de su cigarrillo. Fue por eso que marqué “Nuestro juramento” un par de veces, porque ella iba a necesitar de mí, una función íntegra como heraldo.

— El me pidió intentarlo —afirmó con voz quebrada— Pero era difícil construir algo bajo tantos cuestionamientos. Por eso preferí ser un refugio de fines de semana. Para muchos no hay redención, el perdón entre dientes no es perdón. Yo soy de aquí, este es mi “Tao”, no pertenezco a ningún otro lugar.

Luego, con una sonrisa amable dijo:

— Tú eras flaquito, ni edad tenías para estar en un lugar como este, Libia lo permitía porque Otto era uno de sus mejores clientes. ¿De dónde sacaba tanto dinero?

— Nunca nadie lo supo. —dije para no dar detalles de sus vagancias.

Paola se asemejaba en aquel momento al retorno de Madame Siu: Rodeada de una tragedia y atrincherada en su único feudo. Fui por otra cerveza y una copa de vino, mientras Piero en la vieja Rocola hacía extrañar a mi padre. Pero aquella noche el luto no era mío.

Cuando llegué a la mesa, Paola me contó una ocasión cuando Otto la llevó a una fiesta en su casa, todo parecía estar bien hasta que llegó el padre de Otto con unas cajas de cerveza. El padre había sido uno de sus primeros acompañantes cuando se inició en su oficio. Así que, cuando llamaron a Otto al cuarto no volvió a ser el mismo ambiente en la fiesta.

— Otto tomó el carro de su padre y me trajo al lugar donde pertenezco. Nunca volví a aceptar invitaciones así —dijo con voz firme mientras terminaba su cigarrillo. Luego tomó un sorbo de vino y me dijo:

— Pocas personas frecuentan por tanto tiempo a una misma mujer. Nunca lo entendí. Si él llegaba y yo estaba acompañando a alguien en alguna mesa, tenía que dejar el trago y muchas veces abandonar las fichas para evitar un pleito en el lugar, era muy irracional.

Yo había presenciado varias de esas peleas en el bar “Noche de Ronda” y fui actor de reparto en muchas de ellas. Pero la historia de aquella mujer era una simple brizna en un universo de amplio espectro que abrió la llovizna, el clamor que destilaban las tejas y la súplica del cartel pidiéndome que entrara. Aquella barra decía muchas otras cosas, sus mesas y los bordes de sus manteles guardaban confesiones mucho más profundas. Un cumulo de rostros gravitaban en aquel lugar y necesitaba ausentarme sin retirarme de la mesa. Me urgía el viaje, porque ni siquiera yo, sabía qué estaba buscando. La barra traía a memoria al Poeta salsero en el extremo izquierdo con el espacio lleno de botellas de cerveza, en la mesa contigua a la columna y cercana a la barra estaba el Helmenejo con su Negrita… en la parte posterior que cerraba la barra en un ángulo de noventa grados, estaban las chicas esperando ser llamadas y observando los perfiles de los visitantes. Pero aún este lugar, era un ínfimo punto en el universo de una ciudad modesta, que su modo de vida fue desmembrando por la barbarie.

*Foto: La Venezuela de ayer

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