literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Juan Carlos Méndez Guédez

Hasta luego, míster Salinger

El hombre y la mujer beben cerveza.

Suena el teléfono.

–Aló.

–Jesús ¿eres tú?

–Sí. ¿Quién habla? –responde el hombre.

–Soy yo, Edgar. Soy yo otra vez.

–¿Edgar? –dice el hombre, y la mujer sentada en sus piernas realiza una mueca de aburrimiento.

–Sí, viejo, soy yo. Perdona la hora. ¿Estabas durmiendo?

–No, todavía no.

–Claro, acá en España me dicen que la gente se acuesta más tarde. Yo tenía muchas ganas de tomarme otra copa contigo pero dejé de verte y luego alguien comentó que te habías ido.

–Sí, estoy fatigado y necesito descansar.

–Por la rueda de prensa, imagino… bueno, si quieres pos­ponemos la reunión de mañana…

–No, Edgar, no hay problema. Sería una pendejada decirte que estoy demasiado ocupado. Así que hablamos luego, si te parece.

–Claro, hermano, claro. Pero espera, sólo quería preguntarte algo…

El hombre saca una cajetilla de Marlboro desde su camisa. Enciende un cigarrillo después de un par de intentos y aspira una larga bocanada. La mujer le hace señas para que le regale uno.

–Te escucho, Edgar.

–¿No sabes dónde está María Isabel?

–¿María Isabel? –repite el hombre. La mujer da un par de chupadas al cigarrillo, lo lanza por la ventana y luego se arrodilla.

–Sí, me dijeron que la habían visto hablando contigo.

–¿Conmigo? –responde el hombre repentinamente tenso al ver que la mujer le desabrocha el pantalón y de un solo bocado se traga su miembro en un gesto goloso.

–Sí… contigo, bueno, de hecho yo mismo los vi conversando cerca de la ventana.

–Pues sí, es cierto, pero después de eso no supe más… Bueno, perdona… –comenta el hombre y debe apretar los dientes pues la mujer se afana en sus succiones–. Creo… creo que después la encontré hablando con el Cónsul y su esposa.

–¿Tú crees que estará con ellos?

–Quizás… –suspira el hombre, sintiendo en su entrepierna la húmeda boca que lo envuelve–. Quizás sí. No lo sé, Edgar.

–Yo pensé que tal vez se había ido contigo un rato. Ya sabes, a beber una copa, a recordar los viejos tiempos.

–Edgar, estás borracho, ¿verdad?

–Un poco, hermano, un poco. Perdóname. Sí, creo que estoy un poco borracho.

–No bebas más. Ya sabes que te hace daño.

–Pero es que la vieron contigo.

–Coño, Edgar, creo que… creo que no me gusta lo que estás insinuando… –dice el hombre mientras aplasta el cigarrillo contra la pared y respira hondo para no soltar un gemido cada vez que la mujer le devora el glande.

–Perdona, hermano, perdona. Es que María Isabel está muy rara. Llega tardísimo todas las noches. Apenas me habla. Ahora incluso se pasa los fines de semana con los amigos de la oficina y vuelve borrachísima. Ella nunca fue una santa, tú lo sabes.

–Edgar… No.. .no creo… –dice el hombre y cierra los labios con violencia pues la mujer ha comenzado a azotarle los testículos con dulces lengüetazos–. No creo que debas insistir en una historia tan vieja. Teníamos diecisiete años.

–Pero es que muchas veces pienso que ella sigue enamorada de ti. Deberías verla cómo habla de esos años, cómo te nombra.

–Esta conversación es muy incómoda, Edgar. Mejor acuéstate un rato y… –La mujer comienza a soplar el miembro del hombre y otra vez se lo traga entero.

–¿Qué te pasa, Jesús? Estás extraño.

–Nada….nada.

–Eso es gripe. Tienes muy extraña la voz.

–Sí, algo de gripe, creo que me dio frío en el pecho.

–Perdona que te moleste. Debes pensar que soy un imbécil.

–No… Edgar… pero quizás si…

–Te comprendo, hermano. Soy una pobre mierda. Mira que llamarte a esta hora para preguntarte por mi esposa. Preguntarte por una perra que a cada rato me deja botado en las reuniones. Sí, Jesús, no te sorprendas. Me pasa muchas veces. Una noche incluso la encontré en el carro con dos camareros. Se la estaban cogiendo allí mismo, en el estacionamiento del Colegio de Periodistas.

–Edgar…

–Perdóname, perdóname por contarte estas cosas, pero es que me estoy volviendo loco. Lo que debo hacer es pegarme un tiro de una buena vez.

–Edgar… eso no… soluciona nada –jadea el hombre al ver que la mujer comienza a combinar las succiones con una paja que realiza atenazándole el pene con dos dedos.

–Yo lo sé, hermano. Yo lo sé. Pero es que todo me está saliendo mal. En la publicidad nunca más me subieron el sueldo. Tenemos que vivir del trabajo de María Isabel. Y estoy seco, hermano. No he podido volver a escribir desde que terminé esa jodida novela.

–Bueno… mañana podremos hablar, para eso viniste.

–Tienes que ayudarme, Jesús. Ayúdame a publicar esa novela en Madrid, hermanito. Eso lo cambiaría todo. Te lo juro, hermanito. Yo nunca olvidaría ese favor.

–Cálmate, Edgar… –dice el hombre y comienza a fingir un ataque de tos cuando observa a la mujer quitarse la blusa para atrapar el pene entre sus senos–. De verdad…así, así no debes estar. No te hagas tantas ilusiones… acá salen miles de libros cada año…

–Eso dice la perra de María Isabel. Claro, como ella es tan bruta. Qué bestia es. Te juro que la odio. Pero hoy estuvimos en la Casa del Libro y vimos tu novela en el mesón, y entonces ella sale y me dice que nadie tiene tiempo de leer tantas vainas. Pajúa. Lo dice como para consolarme, como para que yo no me sienta la mierda que ella quiere que sea.

–Es verdad, Edgar.

–Puede ser. Puede que sea cierto.

–Sí…

–Oye, Jesús, de verdad no sabes cuánto te agradezco que me escuches. Se te nota que estás enfermo. Ya no te voy a fastidiar más, coño, pero es que me vuelvo loco en este hotel sin saber dónde anda mi esposa. Ella tampoco conoce demasiado esta ciudad.

–Sí…

–Eso es lo que yo digo, no conoce Madrid y por qué carajo se me pierde. Yo pensaba que la encontraría en la habitación, y hasta tenía ganas de disculparme porque en la reunión no le hice demasiado caso. Pero bueno, estuve tratando de hablar con estos editores de Barcelona. Ah y también hablé con tu agente.

–Claro… –susurra el hombre mientras la mujer lo masturba con sus senos erectos.

–Gracias, Jesús, te agradezco mucho que también me hayas presentado a tu agente. Eso no lo hace cualquiera. Tú sabes que allá los colegas son una mierda. Pero te lo agradezco. Yo creo que le caí bien al tipo. Me dio su tarjeta. Eso es una buena señal, ¿verdad?

–Sí, supongo…

–Eso dijo María Isabel, coño, pero es que con ella no sé qué pensar. A veces creo que se está burlando de mí, otras veces creo que me está dando apoyo.

–Yo… te diría que le des otra oportunidad… –dice el hombre y suelta un pequeño gemido pues la mujer mantiene atenazado su pene entre los senos y comienza a darle pequeños golpes con la lengua.

–A lo mejor tienes razón. Pero es que somos una cagada. Hoy peleamos antes de ir a la reunión con los editores y con los agentes. Yo le comenté algo de ti, de tu rueda de prensa, y cuando la vi tan emocionada con tu nueva novela me sentí indignado. Le dije que te sedujera esta noche para que tú me ayudaras a publicar mi libro en Madrid.

–¿Hiciste eso? –interroga el hombre y por unos instantes cree que la erección se le corta, pero la mujer comienza a darle violentos chupones en el glande.

–Sí, hermano. Así de mal estamos. Somos capaces de decirnos esas vainas.

–Ya…

–Qué mal te oyes, Jesús.

–Sí…

–Ya voy a dejarte. Estarás cansado. Gracias por todo, hermano. Ah, muchas gracias por presentarme también a la muchacha esa que acaba de abrir una editorial, la rubiecita joven. ¿Arantxa Gómez es que se llama? La que estaba junto a los profesores de la Complutense.

–Sí, sí…

–Creo que le interesó mi trabajo. La llamé un par de veces desde que llegué y la noto interesada. Fíjate que me parece que María Isabel se puso un poco celosa cuando me encontró hablando con ella. Esa perra de María Isabel. ¿Dónde puede estar a esta hora? ¿De verdad la viste con el Cónsul?

–Sí, Edgard… pero seguro que se distrajo con otra gente… se tomó una cañita y en un rato…

–Te voy a decir algo, Jesús. Es algo delicado. Es algo que te digo porque estoy borrachísimo, porque tú te has portado bien conmigo.

–Edgar… hablamos mañana… –jadea el hombre al distinguir la pericia de las manos de la mujer: con una lo masturba a él y con la otra se alza el seno lo justo para poder chuparse a sí misma un pezón.

–María Isabel es una perra, es verdad. Pero hoy cuando le dije que te sedujera no lo hice para insultarla. A ese punto he caído, hermano. Soy capaz de dejar que se cojan a mi esposa con tal de publicar esa jodida novela en España.

–Yo… yo no puedo ayudarte en eso… No te lo puedo garantizar.

–Esto que te digo es muy privado, Jesús. Mi matrimonio está reventado. Pero mejor no te molesto más. ¿Mañana nos vemos a las diez?

–Hablamos… mañana… mañana –dice el hombre y cuel­ga el teléfono al tiempo que comienza a eyacular sobre los senos de la mujer.

Acostados sobre la alfombra, el hombre y la mujer escuchan algo de música. Ella sigue la melodía con sus labios y fuma interminables cigarrillos.

–Me da lástima Edgar –murmura el hombre.

–Es un hijo de puta –responde la mujer.

–Bueno, pero fuimos amigos. No demasiado amigos, pero bebimos unas cuantas cervezas juntos allá en Caracas.

–Es un hijo de puta. Un hijo de puta aburrido.

–¿Lo dices por la novela?

–Por todo.

–Pienso muchas veces que si debo regresarme, Edgard será de los que se alegrarán de verme.

–No regreses.

–Ojalá fuese tan fácil. Deberías ver cómo andan mis ahorros, pero nada, ahora no vamos a hablar de dinero.

–Hablemos de Edgar, entonces.

–Me da lastima. No te burles del pobre carajo.

El teléfono vuelve a sonar. El hombre se levanta; camina desnudo hasta el salón para responder.

–Jesús, perdóname. Soy yo. Sé que es muy tarde. Pero es que María Isabel acaba de llegar al cuarto. Estuvo un rato con el Cónsul y la esposa. Se quedó dormida apenas la arropé.

–Ya.

–Pero no es eso lo que te quería contar. Hablé con la editora, con Arantxa Gómez. Me dice que están pensando firmar conmigo. Parece que hay dos editoriales muy grandes interesadas en mi novela y ella quiere picar adelante. Lo feliz que se pondrá María Isabel cuando se lo diga. Dos o tres editoriales, imagínate.

–¿Cuáles, Edgard?

–Varias editoriales importantes. No te quiero adelantar nombres. Ya sabes que soy un poco supersticioso.

–Me alegra, Edgard. Ahora creo que debes descansar.

–María Isabel se durmió. Si no, te la pasaba para que la saludaras. Está completamente dormida.

–No te preocupes.

–Mañana la verás. Estoy seguro de que cuando se entere de esta noticia se va a alegrar. A lo mejor podemos venir a vivir acá, o más bien a Barcelona, a María Isabel le gusta mucho la playa. Pero eso lo hablaremos después. Lástima que haya llegado con tanto sueño. Me hubiese gustado que la saludaras.

–Mañana hablaremos, Edgard. Te dejo porque me estoy cayendo de cansancio.

–Claro, claro. Igual pensaba que podíamos tomarnos un traguito ahora mismo. Madrid tiene tantos lugares para ir.

–Hoy no. Es miércoles. Te lo explico después, Edgard. Quizás tenga fiebre.

–Claro, Jesús. Claro. Esto que te estoy contando no quiere decir que no me interese el contacto con tu agente. Esta muchacha apenas comienza y además a mí me gusta el trabajo que ha hecho este señor contigo. Yo estaría feliz si ese señor quiere firmar contrato para mover mi novela.

–Ya. Mañana a las diez te espero.

–María Isabel se molestará mucho porque no la desperté para que hablase contigo, pero es que está muy dormida.

–Chao, Edgard.

El hombre camina hasta el sitio donde la mujer termina de fumar. Un olor dulce flota en el aire.

–¿Edgard otra vez?

–Sí.

–Hijo de puta. Se merece lo que le ocurre.

–Le pasan muchas vainas.

–¿Apareció María Isabel? –pregunta la mujer y suelta una carcajada.

–Sí, claro. Me comentó que estaba muy dormida.

–¿Sólo quería decirte eso?

–También me dijo que tú acabas de llamarlo, que tu edi­torial tenía mucho interés en inaugurar el catálogo con su novela porque otras dos o tres editoriales estaban contemplando una edición.

–Gilipollas. No ha dejado de aburrirme desde que llegó. Ayer lo iba a mandar a tomar por saco.

–Es mi amigo.

–Ese tío no es tu amigo. Por favor, dile mañana que no insista con el tema de su novela. Le enviamos una carta de rechazo hace dos semanas.

–Quizás si le cambiara el título… hasta luego, míster salinger es muy soso.

El teléfono vuelve a repicar. Una, dos, tres veces.

El hombre suspira impaciente.

–¿Y ahora qué me irá a decir? –susurra y descubre que la mujer comienza a entrecerrar los párpados. La madrugada vibra con la insistencia de cada repique. El hombre se levanta. Sigiloso camina hasta el salón, se queda pensativo unos instantes y luego con un gesto muy suave desconecta el cable del teléfono.

La bicicleta de Bruno

Tuve fiebre, Gianna, mucha fiebre. Tengo otra fiebre como esta hace muchos años, Gianna, así que no puedo callarme, nunca te lo he dicho pero tienes que saberlo ahora, tengo fiebre, Gianna ¿no comprendes? Es como la picadura de un insecto. Guardas algo, algo pequeño, tan pequeño que parece no importar pero que te va jodiendo un poco, que se inflama, que te duele, Gianna, que te duele porque no eres tan tan limpio como te piensan, y en esta jodida fiebre todo vuelve, amor, todo regresa.

Fuí yo, Gianna.

No, no me voy a callar. Claro que me duele la cabeza, me duelen los huesos y los ojos. Hoy al salir de la oficina olvidé el paraguas en el escritorio. Y llovía, claro, llovía mucho. Y fue eso, claro, pero ahora quiero contarte Gianna, quiero hablarte porque la fiebre me ahoga y siento una araña caminando en mi garganta. Debo hablarte, debo hablar porque el aire se está haciendo muy húmedo, apenas puedo tragarlo, apenas puedo Gianna, pero fuí yo. Fuí yo, allá en la vereda 12 número 3, en la casa azul, en la casa junto a la tuya.

Soy yo que salta en el jardín y encuentro un sapo y me quedo paralizado al ver sus ojos, hinchados, como una bolsa a punto de estallar. Soy yo. Entonces alargo mi mano y me repugna la sensación de su piel y es como si algo frío me quemase los dedos. ¿Nunca te ha pasado, Gianna? Entro a casa corriendo y me quedo callado, pero ya en la noche estoy prendido en fiebre. Y grito porque el sapo se escucha en el jardín, croando, saltando entre las matas y los arbustos. Y algo como vidrio, como escarcha, se va regando en mis brazos, en mis hombros. Entonces mi madre me cambia la camisa empapada de sudor y me pide que duerma. Mi padre me coloca sus manos heladas en la frente y me dice que duerma, tú me abrazas y me pides que duerma, pero no, Gianna, no insistas, no voy a callarme, tengo que hablar, no quieran ustedes que me calle, porque si lo hago allí estará el sapo en la puerta del apartamento, y allí estará la araña colgando entre mis dientes, saltando entre mis muelas, esperando que deje de hablar para saltar sobre mi garganta y ahogarme.

Fuí yo, ya se los dije. Fuí yo, papá, yo que estoy ahora con la espalda y las piernas adoloridas. Y así me encuentras, Gianna, los oídos llenos de burbujas, los párpados inflados, densos. Ya después me llevas al cuarto y cuando me arropas dices que estoy enfermo.

¿Pero cómo puedes estar así, junto a mí, con esos ojos, y esa cabellera larga, y ese cuerpo tan blanco y tan desnudo? Llegaste hace pocos meses. Te vi desde el jardín, o quizás apenas te distinguí pues eras un pequeño bulto entre los brazos de tu madre. Todos te vimos y alguien dijo que la vereda se iba a llenar de emigrantes porque cuando llegaba uno llegaban todos.

Por eso no puedo callarme, Gianna.

Escucho desde el patio las voces agudas, ese sonido que tienen ustedes cuando hablan, como de viento soplando entre botellas. Pero no. Tú tienes un año de nacida, son ellos, tus padres, tus hermanos, quienes conversan, ríen, gritan, y yo los imito burlándome porque me parece que nadie puede entenderse hablando con esas palabras tan extrañas.

Entonces cuando pasan las semanas tu hermano Giuseppe comienza a salir a la calle y nos mira de lejos, como queriendo unirse a nosotros. Pero es tan opaco, tan pálido, tan mal vestido, Gianna, y además no habla español, y cuando un día se nos acerca lo rodeamos entre todos y comenzamos a empujarlo y a gritarle que se vaya a comer espaguetis, a comer espaguetis, y a él se le ponen los ojos rojos pero no llora, y cuando se da la vuelta para irse yo veo que lleva unos pantalones muy grandes, unos pantalones que no pueden ser suyos, y comienzo a decirle: culo ancho, culo ancho, culo ancho, y ya luego le doy una patada. Entonces él comienza a correr y todos lo perseguimos hasta que logra esconderse en su casa, Gianna, allí donde tú duermes, donde lloriqueas.

Fuí yo, Gianna, siempre fuí yo.

Soy yo quien más grita, quien más corre montado en la bicicleta cada vez que tu hermano sale a comprar y todos lo seguimos para lanzarle piedras.

Pero Giuseppe es rápido y cada vez conoce mejor la urbanización. Logra esconderse, escabullirse, Gianna, y alguna vez hasta se ríe de nosotros cuando corre a nuestro lado llevando la compra en la mano y no se deja pegar ni una sola pedrada.

Tú apenas existes, Gianna, te oigo a veces desde mi cuarto: un quejido, un murmullo, pero sólo comienzas a salir a la calle cuando ya caminas y Giuseppe te lleva tomada por una de tus pequeñas manos. Y así llega el día, Gianna, en que los vemos andando juntos y yo me lanzo con los bolsillos llenos de piedras a perseguirlos pero veo que ninguno de mis amigos me sigue, entonces los llamo, los animo, pero nadie me acompaña, «coño, va con la güarita», y furioso me coloco frente a ustedes dos y lanzo un peñonazo que salta en tus pies y levanta polvo. Entonces tu hermano te carga en brazos y comienza a correr entre los árboles, escurriéndose entre los carros, brincando las zanjas. Giuseppe es ágil pero ahora su velocidad es menor porque tiene que cuidar que no te caigas, entonces yo aprovecho para apuntar mis peñonazos. Acierto una, dos, tres veces, y un sonido como el de tambor sacude la tarde.

Pero me duele la cabeza, Gianna. Y a tu padre no lo vemos casi nunca. Ya tú me dices, claro, trabajaba doce horas en una fábrica de ropa, toda la noche, claro, y en el día dormía un poco para repartir números de lotería en la tarde, y hacer arreglos de electricidad. Y un día frente a la casa de ustedes aparece el carro: Un volkswagen, un rojo, brillante y muy nuevo volkswagen.

Mucha gente lo comentó con extrañeza, con rabia. El volkswagen en medio de la vereda era como un insulto, como una provocación para todos esos carros viejos, olorosos a aceite quemado, a humo, a frituras, a sudor, que salían cada mañana de las otras casas. Y fuí yo, Gianna, fuí yo el que pinchaba los cauchos cada viernes, con un clavo pequeñito, muy delgado, casi un alambre, y sentía el silbido, un soplo ligero, una agonía muy suave.

Por eso me asomaba a ver a tu papá cada sábado. Silencioso, hosco, mirando a todas partes como para adivinar al autor de la fechoría. Y sus brazos peludos, y sus manos gruesas, daban un golpe aquí, otro allá, colocaban un parche, hasta que el volkswagen estaba otra vez erguido, alzado en cuatro cauchos negros, relucientes.

Pero encuentro el sapo en el jardín, Gianna, lo encuentro y hasta pensé en arrojarlo al patio de ustedes para escuchar los gritos de tus hermanas, oírlas a ellas, a las dos, tan pálidas y maravillosas, con esas bocas gruesas, con ese caminar onduladito, con esos culos alzados, orgullosos de sí mismos, con esas caderas asesinas que destrozaban la vereda cada vez que salían a caminar. Entonces callábamos, mi padre callaba, los vecinos callaban, los árboles, las casas, los faros de la calle, el cielo, las nubes, el mundo entero callaba para ver cómo tus hermanas caminaban por la Vereda 12 hasta llegar a El Obelisco. Y era mi futuro que se estaba mostrando, porque así caminarías tú quince años después, izquierda derecha, izquierda derecha, pa ti pa mí pa ti pa mí musiuita bella, estrujando mi corazón con cada paso, con esos pantalones, con esa cabellera castaña y larga.

No, Gianna, no me callo, no me digas que hasta con fiebre quiero abrazarte, que hasta con fiebre. Porque fuí yo, Gianna, fuí yo Gianna, y la nonna y tu papa y tu mamma que me abrazan el día de nuestra boda, sin saber que fui yo Gianna, siempre fui yo.

Porque agarro el sapo con la mano y siento un escalofrío.

Algo así como una conciencia de que algo no va bien, de que debo escapar, de que debo huir. Y en la noche es la fiebre, soy la fiebre, así que mi madre toma agua fría para ponerme paños en la cabeza. Pero yo me agito. Días atrás tu hermano me mira, sin soltarte la mano se acerca y me da un golpe que me lanza contra la pared. Allí me quedo, Gianna, odiándolos, jurando quemar tu casa, romper los vidrios de las ventanas. Y ahora mismo escucho sus gritos, lo escucho jugando fútbol con mis amigos, riendo con ellos, saltando, y nadie me hace caso cuando sugiero que le tiremos piedras, porque Giuseppe acaba de hacer un gol de media volea, y no sólo habla un español perfecto, sino que le escucho expresarse en un guaro cerrado, cerradísimo. Tengo fiebre, Gianna, ahguaropendejo mirápaquemehagáselpase bahsié. Y tengo fiebre, Gianna, nosabésjugar eslavainapues. Tengo fiebre, Gianna, pero le digo a mamá que debo salir a la vereda, porque Giuseppe hace otro gol, Gianna. Ya más nunca mis amigos querrán jugar conmigo. Tengo fiebre pero debo salir, aunque el sapo esté afuera y la araña camine por mis encías y quiera cerrarme la garganta.

Entonces como no mejoraba me pusieron la televisión. Al principio miraba un poco. En medio de los temblores, parecía que me serenaba el olor mentolado del cuarto, el sabor de la pepsi—cola, pero el sapo estaba afuera, y volvía el ardor en los ojos, la inflamación de la garganta. Vuelven. Me duele el cuerpo entero, y eres tan bella, tan desnuda, Gianna, caminas tan bello, caminas como Sofía Loren paralizando el tráfico de Roma, paralizando la respiración de Mastroiani, y yo la veo, toda curvas, toda ojos, boca, toda toda, pero estoy pequeño, no sé quién es Loren ni quién es Marcelo, ni sé qué es Roma porque tengo fiebre y en la televisión están dando un ciclo de cine italiano.

Ya luego me duermo. Algo ocurre en una comisaría, reparten tazas de café, la Loren apenas se afeita, y aunque eso es horrible me sigue gustando cómo camina, y tú me dices que allá se usaba eso, pero que tú siempre te has afeitado, entonces yo te amo, pero me arde la cabeza, me estallan las sienes, yo te amo, Gianna, ti amo, pero mamá me coloca rueditas de papa en la frente mientras tiemblo bajo las cobijas.

Giuseppe ya debe haber hecho noventa goles esta tarde; cien, doscientos goles. Ahora en mitad de lo oscuro, en plena madrugada, la vereda sigue retumbando con los balonazos. Pero es mentira, mañana cuando salga ya no podré perseguirlo. Hace tres días volvimos a pegarnos, lo sacudí un par de veces, Gianna, y él también logró empujarme, pero cuando nos separaron, mis amigos no se rieron, no hablaron, alguno incluso me reclamó que esperase que el Musiú estuviese de espaldas para tirármele encima, y nadie dijo más nada, pero yo supe que ese silencio, que esos rostros serios.

Así estamos, Gianna, una concha de plátano en la cabeza, un sabor de tierra seca en mis encías, y mi madre coloca agua helada en un tobo para hundirme unos segundos. Vendrá el doctor. Lo sé. No lo llamen. Que me va a inyectar. No lo llamen. Y esas manos amarillas, ese olor de yodo, esa voz carrasposa. No lo llames, Gianna, que el sapo está en la puerta, el sapo quiere entrar. Te lo juro, Gianna, las arañas cuelgan del techo, y caminan, caminan para lanzarse entre mis dientes y asfixiarme.

Así hasta que ponen una nueva película. Y un hombre coloca carteles en las paredes, luego avanza en su bicicleta, y coloca más carteles. Creo que cierro los ojos, creo que me duermo, pero alguien llega y le roba la bicicleta. El hombre corre, corre. El hombre corre desesperado.

No puedo, Gianna, no puedo calmarme. El hombre corre, corre muchísimo hasta que se da cuenta que es imposible alcanzar al ladrón. Y entonces entiendo que el hombre trabaja con su bicicleta, que sin ella pasará hambre, que sin ella él no puede hacer nada, no vale nada, que sin su bicicleta la vida es una mierda, y lloro un poco y mamá no entiende.

Las calles son opacas, la gente es una sombra. Los niños llevan los pantalones muy anchos, como Giuseppe cuando llegó a la vereda. Allí veo al hombre caminando con tu hermano. Allí está el hombre persiguiendo su bicicleta en medio de una ciudad blanco y negro, tristísima, poblada de rostros macilentos, huesudos. Pero la bicicleta no aparece y tu hermano que ahora se llama Bruno camina tomado de la mano con aquel hombre que tiene el miedo en los ojos.

No, Gianna, no es la fiebre, no me coloques la mano entre las cejas, tu hermano ese día se llamaba Bruno y estaba allí en el televisor, está allí caminando con aquellos pantalones inmensos que debe haber heredado de tu padre, y entonces aparezco yo y empiezo a patearlo: culo ancho, culo ancho, culo ancho. Pero me quedo paralizado unos segundos porque veo a ese hombre y a tu hermano caminando tristísimos, preguntando, corriendo por calles llenas de bicicletas ajenas. Entonces los sigo unas cuadras y ya después no vuelvo a gritar culo ancho, culo ancho, porque me parece que Giuseppe no entiende que ahora todos ustedes morirán de hambre.

Al final parece que tu padre descubre al ladrón de la bicicleta, lo captura, pero la gente lo defiende. Intentan linchar a tu papá, Gianna, lo van a matar. Entonces Giuseppe llama un policía, pero el mundo es esos rostros llenos de fiebre, esos ojos de yeso, esas mandíbulas afiladas, esas pieles de sudor y cebolla. Tu hermano Bruno se lleva a tu padre, Gianna. Sí, no insistas, Bruno, Bruno, Bruno en la vereda 12 huyendo de mis pedradas, y buscando que tu padre recupere su bicicleta.

Porque fuí yo, ya te lo dije. Fui yo. Una semana antes esperé que todo el mundo durmiera y caminé hasta el volkswagen, logré forzarlo y con mucho sigilo le vacié medio kilo de azúcar al motor. Entonces en la mañana me desperté con los gritos de mi papá: Hay gente coñoemadre en el mundo, envainar así al pobre italiano, rugía y cuando me asomé los vi a todos ustedes alrededor del volskwagen, como mirando un cuerpo hinchado que se lleva el río. Allí estaba tu padre, sentado en la acera, con el rostro ausente y los ojos vidriosos. «No importa», decía, «no importa» y golpeaba el asfalto con una llave. ¿Te das cuenta? Bruno y tu papá desolados. Entonces en medio de la desesperación, a tu padre le llega una serenidad muy extraña; la serenidad de la agonía, y dice que la vida no puede ser tan mala, que hay que guardar alguna fe en que encontrarán la bicicleta, y los dos se detienen en un restaurante. Él pide algo de vino y Giuseppe come una mozarella en carroza. Pero tendrías que ver la cara de tu padre en la televisión: una cara blanco y negro, una especie de locura en blanco y negro, una placidez en blanco y negro, y afuera se ve el volkswagen rojo, inutilizado, lleno de polvo, con el motor destruido, Gianna, porque fui yo, coño, fui yo.

Y desde entonces yo no recuerdo nada más triste, nada más devastador que la cara de tu padre junto a su volkswagen, o a Giuseppe, pasándole un trapo a los vidrios, sin saber muy bien para qué. ¿No lo ves, Gianna? Por eso odio la mozarella en carroza, por eso no puedo comerla con ustedes, porque allí estaba Giuseppe, como quien se despide de algo, como quien asiste a un final, a un cierre. Coño, Gianna, y entonces eran tu padre y tu hermano Bruno caminando por Roma, derrotados para siempre, pequeños, muy pequeños.

Así que piensas que es la fiebre. Mamá me da una nueva pastilla, papá llama al médico, y tú crees que se trata de la fiebre. Me tomas la temperatura y te veo con los ojos entrecerrados adivinando la línea de mercurio en el termómetro. No lo llamen, no lo llamen, murmuro, y ya luego no sé muy bien qué pasa excepto que estoy llorando, lloro mucho, y ustedes se asustan, pero es que Giuseppe y tu padre caminan destruidos, tomados de la mano. ¿No lo ves? Jamás y nunca podré saborear la mozarella en carroza que tu hermano come esa tarde. Allí van los dos, parecen unas manchas de humedad flotando sobre el asfalto, con el carro rojo al fondo.

Y entonces cuando volvió la madrugada, mi mamá se quedó dormida y yo me pongo en pie. Me tiemblan las rodillas, me duelen. Mi cuerpo es una bolsa de aire, un ardor.

Abrigado con la cobija salgo a la vereda. Creo que nunca he visto tantas estrellas en el cielo. Un cielo limpio, como recién lavado. Y la brisa tibia se me clava en los huesos, Gianna. Pero sin pensarlo avanzo, avanzo y cuando llego frente a la casa de ustedes me detengo en la reja. Me falta el aire, Gianna. Me cuesta respirar, pero siento que la fiebre y el canto de los grillos me hunden en un sopor agradable. Me voy quedando dormido, luego abro los ojos, y entonces aparece mamá, quiere llevarme a casa y me levanta en brazos. Le grito que no, Gianna, que me deje, que por favor espere a que ustedes enciendan las luces, que Giuseppe salga a la ventana y se dé cuenta que le he dejado mi bicicleta en su jardín, que vea cómo brilla en medio de la noche, que vea la bicicleta, Gianna. Pero mamá me lleva en brazos, y mi padre aparece diciendo algo del médico. Entonces grito, el sapo me mira con sus ojos inmensos, pero nadie me escucha, grito varias veces y pido que dejen la bicicleta en el jardín de Bruno, que la dejes allí, Gianna. Y entonces mi padre, sin entender lo que ocurre, la coloca frente a tu casa. Y allí resplandece bajo la luna. Y llamo a tu hermano, y llamo a tu padre para que le vean y no sigan desolados caminando por Roma, pero nadie me oyó, amor, nadie escuchó, sólo persiste una araña caminando en mi garganta, tratando de ahogarme. Y es que soy la fiebre, amor, sólo soy la fiebre.

Claro que no conocía tu cuerpo de curvas tan peligrosas como las de la Loren, pero la bicicleta está bajo la luna y sé que Giuseppe la verá mañana. Allí estará la bicicleta para que no haya más Roma, ni pesadilla, ni blanco y negro, ni Volkswagen rojo, ni mozarella. Pero soy la fiebre, amor, sólo soy la fiebre, y la bicicleta está allí, y ustedes nunca entendieron, tú no comprendiste que es una señal, una disculpa, un signo incomprensible y fugaz, como la fiebre, Gianna, como esa fiebre.

Para que desaparezcan los sapos, amor.

Para que de una vez y para siempre se acaben las arañas.

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