Alberto Jiménez Ure
Parto
La noche del viernes -cuando bebía vino en su estudio- Román oyó quejidos. Provenían de la habitación principal: ahí, dos horas antes, había dejado a su esposa. Varias lagartijas recorrían las paredes y la biblioteca. El reproductor de música difundía Let it Be (Beatles).
A través de una ventanilla barroca, vio el bosque de pino. Regresó al recinto matrimonial, miró el abultado vientre de Alicia e interrogó:
-¿Es el momento?
-No sé, querido -sin levantarse de la cama, replicó ella.
-Cambia tu vestido. Iremos a la Clínica Maternidad.
En pocos minutos, ambos estuvieron listos. Luego, el hombre ayudaba a su mujer a caminar. En el garaje, una docena de gatos dormía encima del automóvil (Volvo, 1985). Abrió el portón (pintadas de gris,
rejas de acero inoxidable) y, sin darse cuenta, se halló en el interior del carro. Con ansiedad y en velocidad neutral, aceleró.
Arrancó. Segundos después, se detuvo y retrocedió hasta su casa. Su compañera lo escrutó e indagó:
-¿Olvidaste algo?
-Sí -parco, respondió su cónyuge.
-¿Puedes decirme qué cosa?
Intentó (mentir) hablar. Sin embargo, descendió y corrió hacia la vivienda. Más tarde, salió aferrado a un maletín negro (forjado con cuero de chivo). Pájaros nocturnos sobrevolaban el poste del alumbrado frontal hacia su casa, escupían el bombillo y escapaban.
Por fin, partió. Las luces del vehículo fallaban. A causa de los fortísimos dolores, la mujer lloró.
-Ten paciencia -la consolaba Román-. Pronto llegaremos. Todo sucederá perfectamente.
Ya calmada, la chica quiso abrir el maletín de su marido. Empero, él lo impidió separándole la mano con la suya.
-¿Qué ocurre? -consternada, lo inquirió.
-Silencio: allá está tu paz -evadió su interlocutor.
-Explícate…
Una vez más, Román ayudó a su pareja a deambular. En la recepción, una enfermera trajo una camilla. La pulcritud del local era excesiva. La subieron e introdujeron a la sala de partos. Sentado en una butaca, el
futuro padre esperaría.
De improviso, surgieron tres aves (al parecer, las mismas de la víspera). Le orinaron la cabeza y escaparon. A carcajadas, los espectadores reían. Sin soltar el maletín, Román secó su rostro con un pañuelo. Ante la actitud severa del infortunado, la gente cortó la risa.
El obstetra apresuró sus movimientos. Pidió un instrumentista, un anestesiólogo, dos enfermeras y un médico auxiliar. Se preparaba contra una probable complicación. Los signos de la paciente no eran buenos. Anexo a la Sala de Partos, estaba disponible un súper equipado quirófano.
No fue necesario operar. Con las piernas estiradas, Alicia gritó y una criatura asomó su nariz por entre los labios vulvares. Después la cabeza. Abruptamente y sin un esterilizado traje, Román apareció en el lugar. Padre e hijo cruzaron hostiles miradas. El pequeño, quien no terminaba de nacer, sacó de la recién rota placenta una enorme daga (de bronce y casera elaboración). Por su parte, Román extrajo de su maletín una filosa hachuela. Al unísono, gritaron y sus cabezas cayeron simultáneamente al piso.
***
Quirófano
PREFACIO
Así como todo quirófano tiene una sala de espera, ninguna operación se ejecuta sin una atmósfera previa de «pánico». Entonces, el tiempo no le es indiferente a un sujeto víctima de la impotencia. Por lo contrario, lo siente transcurrir a la velocidad de la tortuga. Al cambio de las cosas, he aceptado, amigo lector, mi inconmensurable ignorancia. Lo digo porque, cuando este prefacio ascendió a mi conciencia, a mi razón, jamás había imaginado presenciaría y compartiría la impotencia de un paciente sometido a la anestesia.
I
La primera semana del mes de Junio de 1982, un domingo, a las ocho horas, Carla fue introducida al quirófano. Yo me sentía tranquilo, imperturbable, convencido de que la intervención quirúrgica sería un éxito. Ya mi apreciadísimo amigo, el Doctor Philips, se ha trajeado para intervenirla (con un mono verde, ancho y esterilizado).
–Carlita está nerviosa -murmuró, sonreído, el cirujano mientras secaba sus manos en la sala de espera-. Le teme a la anestesia; ja, ja, je […] Las operaciones en las parótidas son sencillas.
II
Me contagió aquella franca carcajada. Philips penetró, nuevamente, al quirófano. Me di la tarea de leer los periódicos. El frío me molestaba. Escruté las plántulas que daban un hermoso aspecto, casi supranormal, al finito y frontal patio. Miré al cielo. Las golondrinas retozaban en el firmamento. Respiré hondo, quizá en extremo, como lo hacen los asmáticos. Doblé el matutino. Recordé cuánto detesto las verdades matemáticas evidentes. Cada minuto era un axioma, una de esas realidades aritméticamente infalibles: sin zapatos, mis pies miden 48 centímetros. Y, con ellos, sin darme cuenta, recorrí la distancia entre el banquillo de la sala de espera y el mencionado patio delantero.
III
Pensé que la intervención terminaría pronto y, gracias a la benevolencia de Dios, volvería junto a Carla. Pero, me equivoqué. Más tarde, el reloj me anunció la hora y cuarenta minutos de operación. Repentinamente, la enfermera salió y (sin quitarse la mascarilla) me inquirió:
-¿Eres Alberto, cierto?
-Sí -respondí sorprendido.
-El Doctor Philips desea verte en el quirófano.
Me llevó hacia una habitación contigua al quirófano donde, aparte de dos estantes llenos de frascos, sólo vi trajes esterilizados y mascarillas. Me puse uno de ellos e irrumpí a la sala. La instrumentista me saludó con un movimiento de cabeza. El anestesiólogo me miró inexpresivo. Philips ordenó que me aproximara. Carla respiraba profundo, muy profundo. Nunca la vi tan indefensa, tan impotente, atrapada, con una máscara de oxígeno en una estrecha cama. Tuve la sensación de percibir a un ser ajeno a mi mundo. Empero, simultáneamente, padecí la misma impotencia que inspiraba su cuerpo ante el cirujano.
–Este es el nervio facial -me indicó el médico, con rostro severo-. Observa: le raspé bastante la zona afectada por los tumorcitos, cinco en total, y le extraje la parótida completa.
De súbito, apareció un enorme murciélago vestido de plomo. El Doctor Philips, el anestesiólogo, la enfermera y la instrumentista parecían estar en trance hipnótico. Eran estatuas. Yo desafié al pajarraco extraterrestre. Como lo he declarado otras veces, me placen infinitamente los duelos. Por tal causa, sentí una dureza física superior a la del diamante, al acero, al adjetivo invulnerable. El ave, cuyas alas medían un metro cada una, me abrazó enfurecido. Nos envilecimos en una ardua lucha a muerte.
Cuerpo a cuerpo, el combate se prolongó durante diez o más minutos. Mi enemigo se fundió transformándose en un trozo de carne con cinco tumorcitos: sin duda, inocuos. Philips despertó del trance y me dijo:
-¿Te das cuenta? No volverán a reproducirse…
-Comparto su opinión, Doctor -repliqué maravillado.
Enrarecido, el ambiente se sobre iluminó. El Doctor procedió a suturar la herida. Ejecuté varios pasos hacia la salida. Me detuve en el cuarto de los trajes esterilizados. Me quité el que me ocultaba. Salí. Afuera, erguida, Carla me esperaba. Con mirada apacible, me preguntó:
–¿Se recuperará el murciélago?
***
Extirpación
La chica de ojos grises, cabello mal teñido de amarillo, tez pálida y pulcramente vestida de blanco, irrumpió en mi habitáculo de hospital. Portaba un plato (acero inoxidable) en cuya superficie vi una afeitadora desechable, trozos de algodón, un frasco de alcohol y espuma ablandadora de vellos. Tras mi cabeza, había un ventanal que volvía perceptible un patio húmedo. Las perdices lo rondaban.
-Quítese la camisa -me ordenó-. Tengo que rasurarlo antes de la operación…
Un hombre viejo, que compartía el recinto conmigo, tosió (rumió). Convalecía de una amputación.
-De acuerdo -dije a la enfermera-. Será fácil.
Otra vez, el anciano emitió ruidos bucales. Volteé con sorna. Una de sus dieciocho hijas, la única allí presente, fue más implacable: lo miró con odio. Empero, ¿cómo podría -aquella joven- evitar sentir repudio hacia quien vivió para procrear y beber licor sin punidad?
Media hora más tarde, otra enfermera entró. Empujaba una silla rodante. Me sonrió y sugirió que me sentase en el vehículo.
-Fabuloso automóvil -exclamé y fijé mis ojos en los suyos-. ¿Adónde me llevarás?
-Al quirófano -parca, replicó.
En el corredor, varias personas me observaron vestido con esa camiseta ancha que los interventores eligieron para uniformar a sus pacientes. Penetramos al habitáculo donde Philips, trajeado de verde y con el rostro parcialmente cubierto con un tapaboca de tela, ordenaba los utensilios de uso común en las operaciones: bisturí, tijeras, pinzas, electrocoagulador, hilo de sutura, gasas, alcohol […]
Me acosté encima de la estrecha camilla y vi la multifocal y móvil lámpara cuyo nombre en francés parece ser scialytique. Mi esposa, que fue autorizada para escrutar, aparcó a mi lado derecho. El Doctor Vicente Philips me inyectó la anestesia local. Luego de pocos minutos, tomó el bisturí y produjo una incisión oblícua, a la altura media de mi biceps izquierdo. Rápido, extirpó un lipoma de dos centímetros cúbicos. Yo temblaba de frío o miedo, no sé.
-Es benigno -diagnosticó, al tacto, el cirujano-. ¿Lo ves, Alberto? Lo guardaré en un recipiente. Tú decidirás si pagas una biopsia […]
La enfermera asistente activaba el electrocoagulador y disparaba descargas en la zona afectada. Philips, con un curioso cortahilo y portagujas, suturaba.
Cuando salí del quirófano y me regresaban a la habitación -acostado en la camilla rodante-, la chica tomó un pasillo diferente. Le reclamé y no me respondió. Indiferente a mis movimientos y palabras, silbaba una melodía en boga. Se detuvo frente a una puerta donde un letrero advertía lo siguiente: Morgue. Prohibido el acceso a los visitantes.