El murado
A veces comienza a sonar aquella voz en el corral vecino, y le moja de dulcedumbre, poco a poco, la soledad oscurecida de los ojos.
Parece vivir, entonces, y con su cautela de murado se acerca cuanto puede a la humedad de la tapia, enverdecida abajo por el musgo antiguo. Y escucha en quietud, como temeroso de que se le sorprenda, todo el tiempo que la voz apacienta sus brillos, y todavía más. Y torna a la ignorada penumbra del cuarto, y silba mientras se rasguña el azulear nuevo de la barba.
Un poco más adentro, rodeado de pretiles, está el patiecito con sombras de frutales.
Lo sabe.
Sin embargo, prefiere entrar en la estancia, enlucida de silencios y de cal; y acostarse en la cama de cedro, tendida al amanecer; y sentir luego el sosiego de lo lejano, por más que le duela en el gozo reciente. Y pensar.
Siempre hay ruidos en la casa. el chirrido de la vieja lacena, el crepitar de la leña en el fogón, el golpear del péndulo, el blanco agrupamiento de las palomas en el pilar, y muchos otros; pero al mismo tiempo palidece el viento, y late el calor del mediodía. Y se le encandencen los recuerdos encima de la inútil movilidad de los párpados.
II
Piensa en la tarde que llegó a la casa.
Apenas si podía mirar, y no advirtió bien, por eso, la hosca y próxima taciturnidad del cerro en donde la calle recuesta su fatiga de subir. Y le pareció como blanco y despintado, pero luciente de sonidos.
Era cierto que tenía todavía en la mirada el rojizo paisaje de la ciudad, que a esa hora se empañaba de nieblas.
Resbaló después hacia el fondo de la última claridad de los ojos. Y terminó de murarse.
Cesaron a poco en la casa algunos de los ruidos, y apareció la hurañía de otros distintos; se detuvo la pisada del gato en los ladrillos, y se cansó de rechinar la mecedora carcomida; pero en cambio lo alumbraba ahora el sonido, tan limpio, de aquella voz paredaña.
Los árboles del patio descuelgan un fresco sonante en el encarnado de las tejas, y el reloj del comedor tiene el aceitado girar de siempre.
III
No mira sino a través del oír, pero piensa que el oír es tanto como el mirar las cosas.
Lo cree así desde que escuchó por primera vez la voz de la mujer detrás de la tapia. Y la escucha ahora casi todos los días, y la recuerda después con una ternura que se le aprieta dulcemente en el ánimo. Y la pena de no gozar de la mirada se le convierte así en un extraño gozar de la pena.
Silba muy bajo, al pensar, y se la imagina de cera y nieblas. Y aumenta su júbilo absurdo de saberse un murado eterno.
IV
Sonríe con lentitud, estremecido por el dorado tintineo de la voz, y apoya las manos en la aspereza de la tapia, que se recama de rápidas hormigas. Y un viento de muy lejos le mueve los cabellos.
Ríe otras veces, con tal fuerza, que por su culpa se apaga el sonido; pero reprime enseguida la risa, que se le riegan los labios, como delgada de angustia. Y reaparece el fulgurar: raro, perenne.
Pero otros días lo aturde el acontecer.
No puede escuchar la voz, y permanece, como huido de sí mismo, junto a la tapia soleada. Y silba mucho, con rabia; y no le importa el arrancar ruidos de las piedras, o el tropezar y caer; y hasta se lastima los puños. Y le parece que una lumbre en abandono le arde en la palidez de las sienes.
Regresa con desgana al cuarto, por fin, y se acuesta. Y rompe a silbar con el azoramiento de no saber si escuchará otra vez aquella voz; y siente el clarear de imágenes que se le reclinan en los ojos murados para siempre y piensa que se está quedando dormido.
La mujer
Venía de muy lejos. Muchas leguas de camino quedaban dormidas atrás.
Se sentía como afiebrado. Un escozor desagradable se asía a su garganta, reseca de polvo y de sed. Su caballo afiebrado y sediento también.
El camino se desvanecía en las sombras.
Llegar a una posada donde pasar la noche… Pero nada… Ni siquiera una choza. Ni un árbol en aquellas sabanas. Apenas pequeños y escuálidos arbustos. Tampoco un río, ni una quebrada. Nada… Por allí cualquiera se moría de hambre y sed. Y de soledad.
* * *
Sin embargo, un poco más allá, la puerta de una choza de paja arrojaba livianas bocanadas de luz.
El hombre dirigió hacia ella su caballo.
– Buenas noches – dijo. Y llevó las manos al sombrero de fieltro.
– Güenas –respondió adentro una mujer.
El viajero se desmontó y se acercó a la puerta. Una lámpara a kerosene, colocada sobre una repisa de madera, cinceló las duras facciones del hombre.
Sobre un catre dos pequeños dormían. Atrás un caney servía de cocina. Un tronco labrado guardaba agua de la lluvia.
– He caminado todo el día. Tengo hambre y sed – dijo el hombre, sin franquear todavía el quicio de piedras.
La mujer nada contestó. Miró, suspicaz y ladina, los ojos del hombre, hinchados y enrojecidos por el polvo. Y tuvo miedo. Tuvo miedo del tenue fulgor (la fiebre tal vez) que se escondía, muy hondo, en las pupilas del viajero.
El hombre porfió:
– Deme usted de beber y comer. Se lo agradeceré.
La mujer, al fin, asintió:
– Pase, pues.
– Gracias.
El hombre salió de la choza, aflojó la cincha de la bestia, y dejó atadas las riendas en una de las varas largas del tranquero. Y volvió.
La mujer le ofreció el agua en una vasija de barro. También, después, carne ahumada.
En el fogón las brasas, recién encendidas, fulgían con cenicienta tristeza.
El hombre bebió a grandes tragos, con avidez:
– ¡Ah! – exclamó, aliviado.
Y pidió:
– ¡Más!
Afuera, en el caney, se oyó el sonido fresco del agua, cuando el fondo de la vasija quebró la superficie.
La mujer volvió con la nueva ración.
– Vive usted muy sola en estas sabanas.
– No tanto. Tengo marío, y los muchachos.
Todavía sentía temor. Pero continuó explicando:
– Mi marío se ha ido al pueblo a buscá bastimento pa las siembras de este año.
Se tornaba locuaz.
El hombre la miraba con extraña atención, con una mezcla de codicia y curiosidad: no era vieja ni fea. Y estaba sola en la penumbra borrosa de aquella choza perdida en lo inmenso de las sabanas.
Terminó de comer la carne ahumada mientras el viento caluroso entraba por la puerta y giraba en el centro del cuarto.
Una sonrisa aleteó, ágil, en sus labios. Habló desde la penumbra:
– Me llamo Sebastián González. Viajo por cuenta de la casa Peña y Cía.
Se inclinaba a las confidencias. Quería mantener viva la conversación. Se atrevió a preguntar:
– ¿Podría quedarme aquí esta noche?
La respuesta le llegó, rápida, no exenta de energía y enojo:
– No. Sabe usté que tengo marío… Podría vení y pensá muchas cosas… No hay lugar, además…
– No importa. Me acostaría en cualquier sitio.
La mujer dudó. Dudó del hombre, y dudó de su intención.
– No. Lo siento mucho, pero lo mejor es que se vaya.
En la boca del hombre seguía aleteando aquella sonrisa maligna, lasciva. Ahora ella empezaba a comprender… En su voz se ancló un dejo amargo y rabioso:
– ¡Váyase!
El hombre se había guardado las manos en los bolsillos de la blusa, como pensando…
Ella no supo cuándo ni cómo…
El hombre la abrazaba con fuerza, con violencia. Luchó, impotente, hasta que su pecho se quebró en sollozos, caída sobre el piso de tierra.
Encima el hombre…
Después, sin embargo, pareció ceder, sumisa, resignada, sin sollozar casi.
Los pequeños, a pesar del ruido, no habían despertado.
El hombre se aferraba, grotesco, a las carnes tibias. Luego, como si nada hubiera ocurrido, se dormitó, confiado, a un lado de la hembra…
* * *
A la madrugada lo despertó el ruido de del viento en las palmas del techo. La mujer andaba por la cocina. La lámpara, agotado el kerosene, se había apagado.
Echado todavía sobre el piso, el hombre la llamó con la confianza que nace del acto carnal. La tuteó:
– Oye, tú, me voy…
La mujer, con frialdad, repuso desde la cocina:
– ¿Sí?
Y añadió con voz más firme:
– ¿Quiere tomá café antes de irse? Cerrero, pero güeno… Lo estoy calentando. Espere…
En el fogón gesticulaban las llamas de la leña.
El hombre, ahora afuera, apretaba la cincha de la silla.
Adentro, la mujer, con una aguja mohosa y negra, se pinchó una de las venas del brazo. Las gotas de sangre, como raras perlas rojas, se irisaron a la luz del fogón. Inclinó el brazo de un lado. El rojo vital rodó y cayó en la vasija tosca. Secó con las faldas del vestido la pequeña herida, y acercó los brazos al rojizo resplandor: grandes manchas, imperceptibles en la penumbra, se acostaban sobre su piel.
– ¡Hombre mal parío!
Pero no le llevó el café, que había absorbido la púrpura de la sangre enferma…
* * *
El hombre, en el camino, se despidió:
– ¡Adiós!
Y clavó las espuelas en la bestia, con un rítmico movimiento de talones.
Era alegre y satisfecha su sonrisa…