El hombre y su verde caballo
Apoyando la muleta sobre la tierra encharcada, avanza el indio Genaro por el rojo camino del río. La muleta se hunde profunda en el fango. El sol húmedo de la mañana, el esfuerzo que hace por sacar lo muleta del barro mantienen su rostro goteando espeso sudor.
El camino es de greda roja, muy blanda, despedazado por el continuo pasar de recuas, Antes del mediodía el indio se halla casi desfallecido sobre la tierra, mientras la muleta permanece clavada en el fango. El sol llueve sobre la pobre cabeza del indio. Por e1 rojo camino cubierto de vapores azulosos nadie pasa. El indio se encuentra solo, con su muleta hundida entre la greda que comienza a endurecerse y con el obligado silencio a que somete todas las cosas aquel sol achicharrante.
Nadie pasa. Siente la lengua reseca entre las fauces, La humedad del fango podrido lo mantiene aletargado. Mira hacia arriba y aquel azul parece nunca acabar. No hay en él ni una raya blanca.
Una nube de moscas ronda el cuerpo del indio Genaro. Hace dos días que ha salido del hospital, mutilado.
Meses atrás, una astilla de leña le levantó la carne hasta el hueso. Genaro se empeñó con los medios a su alcance, por ver la herida seca, la pierna sana.
La herida sanó aparentemente, pero siguió manando pus por un pequeño orificio. Transcurrieron los días y las semanas y la herida no sanaba del todo. Entonces llegó aquella puerca mosca y le agusanó la carne. El dolor fue insoportable. Se arrancó la carne podrida con las uñas, se exprimió la llaga y vio salir gusanos rechonchos, semejantes a frijoles blancos. Eran como conos amarillos, con cierta dura movilidad. Alrededor de la herida la carne estaba tensa, tenía un brillo azulino.
Desde luego, no pudo trabajar más. Pocos días después se hallaba con la pierna gangrenada; entonces llegaron unos vecinos de más allá del río y lo bajaron en una hamaca hasta el pueblo, donde nada pudieron hacerle, por lo que hubo de ser trasladado a la ciudad. Genaro llegó casi muerto. Lo mismo hubiera deseado morir. Los ojos inmensos por la fiebre, sele hundían profundos en las cuencas.
En la ciudad le cercenaron su pobre pierna podrida. Sólo le quedó un pequeño muñón.
II
Los niños juegan con una vieja rueda, escarchada de orín. Rueda abandonada, prestigio del lugar y blasón de la comarca.
Alrededor de la casa está el sol como un gato echado, El viento enmaraña el pelo de los niños que juegan con la gran rueda del hambre.
Camino abajo se ve llegar, casi a rastras, al indio Genaro. Es un pobre indio viejo. Llega con su único pie, El otro es sólo un muñón lacerado del que aún chorrea sangre. Se le ve llegar con los ojos cansinos.
Los niños se disparan hacia él.
—¡Taita! ¡Taita!
Los perros saltan detrás de los niños.
En la cocina se cuecen, al rescoldo, unas batatas terrosas. Casi no hay brasas en el fogón. Los niños tienen hambre, pero juegan con su inmensa rueda del hambre.
Son como las dos de la tarde y el indio Genaro llega. Llega, pero con una pierna menos. Los niños no preguntan nado. Sólo piden qué comer.
— Tenemos hambre —dicen a coro.
Detrás de los niños viene una mujer. Es Domitila, la mujer del indio. Camina un poco agachada, con lo senos colgantes y lo ojos intranquilos. Domitila tiene el cabello grueso y unos enormes pies rajados por la lejía de la tierra. Es una mujer con garrapatas que se prenden en su carne. Siempre tiene un nido de ellas en el fondo de las orejas. En este momento parce un pellejo relleno de paja, con partes gordas y partes flacas.
Pero el indio Genaro llega con una pierna menos. Esto es mucho decir. Con una pierna menos, pero por lo menos llega. Por eso es mucho pedir. Porque los que bajan rara vez vuelven. O vuelven en forma de fantasmas, de apariciones que en las alcobas introducen viejos búhos con piojos, brillantes a la luz de la luna. Pero es un favor de Dios, un verdadero favor de Dios, el que Genaro llegue, aun cuando solo traiga una pierna.
Por eso Domitila piensa en esto mientras camina al encuentro del indio que se arrastra por el camino en declive, ansioso de llegar a su rancho. A su rancho de hoja negra, que es como una encía desvestida, como algo lejano para sus ojos de fiebre y lagaña. Pero llega. Y no es una ilusión, porque ve los senos flatulentos de Domitila; porque ve chocar las aldabas de rabia contra el vientre que le diera tres hijos que chillan como perros en medio del lodazal en que se ha convertido su vida.
Indio y con una pierna menos.
Alguien la había cogido y largado lejos. La había largado para que los perros le arrancaran la carne a pedazos. Para que los perros o los zamuros, que daba lo mismo, le levantaran los hollejos de los huesos. Para que esos mismos huesos fuesen lavados por la lluvia y aparecieran en cualquier camino y los triturara alguna perdida… errante carreta. Para que una pequeña cruz ardiera alguna vez en torno de esos huesos roídos de impaciencia, que antes lo llevaron a él sobre la tierra mansa y buena.
Ahora a su alrededor sólo hay niños y una mujer con los ojos como garrapatas. Los niños aúllan, chillan y embeben todo el paisaje con su hambre que chorrea, que gotea por la pelambre de los burros y las vacas, por los terrones ardidos y por las conchas de los árboles sedientos. Y él mismo llega con la nostalgia, es decir, con el hambre de su otra pierna. De la suya diurna y nocturna. De la suya que excavara la barriga del perro que mató buscando el anillo de oro que éste había arrancado a Domitila mientras dormía.
Cuando se metía en el fango de la ciénaga sentía bajo su pie, ahora perdido, una alegre comezón que le llenaba toda la sangre; que lo hacía reír a carcajadas, hasta cloquear como un viejo pato. Entonces sentía su gran sexo poderoso hincharse como una fruta de tuna, como una dura vara de carbón fulgurante entre los recios músculos de la fogata.
Genaro el indio, con su cara manchada de gruesas larvas de ají, llena de contracciones, Genaro llama a su pie. A su pie que la sido cercenado y que ahora navega por las oscuras y polvorientas horas de su pasado. Quiere apoyarse y sólo encuentra el vacío. Quiere saber que tiene su pie, que puede, al llegar a su rancho, meterlo en agua de sal, o untárselo con zábila, o simplemente bañárselo con agua. Y su pie no está con él, pero sí el sol rutilante y un pájaro que silba en la arboleda baja y frondosa que se ve verdear allá en la vertiente del río. Eso es lo que con él se halla. Y el sol y la sed. Y adelante, casi encima tuyo, nos niños que se acercan con su hambre. Que le gritan su hambre, que le piden pan.
No oye más que
— Taita pan, pan…
Y él, ¿qué trae? No trae más que una pierna menos y un palo, un garrote. La muleta quedó allá, pesada, hundida en aquel barro tibio y fétido.
Eso trae. Nada más. Una mera huella y la nostalgia de su otra pierna, perdida entre algunos chorros de sudor, de sangre y de alcohol. Que acaso ya humeara entre el estiércol, bajo las duras goteras delas corsa rotas en los nidos oscuros y maloliente de las golondrinas.
Eso es lo que trac. Una pierna menos. Pero la mujer, Domitila, dice que por lo menos ha vuelto y eso es ya mucho traer. Ha vuelto con una pierna menos, con un muñón que no ha sido curado, sangrante y oliváceo, lleno de pústulas blancas y costras falsas. Con un muñón que, maldito, cogió la misma gusanera que le hizo perder su pierna.
Con cuidado, el indio Genaro se hunde en el muñón una astilla de leña, para arrancarse algunos pedazos purulentos, en un afán de aliviarse aquel dolor. Eso trae, porque en el camino se durmió del puro cansancio y una mosca le puso, él mismo no supo cómo, un panal de queresas que ahora son violentos gusanos taladrantes. La astilla se hunde en los huecos llenos de pus, como el garrote en el barro, y con un suave movimiento de palanca, hace brotar gusanos que se mueven rabiosamente.
Eso es lo que trae. Nada más. Y ahí frente a él están unos niños que le piden pan y le llaman taita. Y sobre todo Domitila con su vientre bajo, siempre, como si estuviera a punto de acurrucarse. Como si continuamente tuviera diarrea y necesitara agacharse. Y en la lejanía, casi en pasado, su rancho frente al prado, como si fuera una nariz que husmeara el grueso aliento del río. De ese río lento como un buey inservible que baja tres cercados más lejos, pegado a las costras de la tierra.
Ya es algo lejano en su vida aquel toro amarrado un lento tronco de laurel que alza con cierta majestad algunas ramas sarmentosas; el marañón o padrote detrás del almizcle de la hembra, estirando su gran trompa y mostrando sus dientes cortantes y sus berridos, y el caballo escondido en la sombra verdosa del pasado. Su verde caballo, con el negro cabestro dócil, extendido como la hierba, por dentro como la saliva, como los pingajos que le cuelgan de las orejas o como los pájaros que le danzan en la mañana sobre el lomo, picoteando garrapatas.
Este es su verde caballo, con luz en los patas hinchadas y que por las noches piafa en sueños acordándose de su hermosa y lejana juventud. Allá está con todos los aperos de su alma el indio Genaro, esperando legar a los costales para tenderse y olvidarse definitivamente de su pierna.
III
Los niños frente a la puerta atajan aquel río de hormigas que pretende desbordar y llegarse hasta la pierna agusanada del hombre. Los niños atajan las hormigas como en un juego siniestro. Son los hijos de Genaro que defienden su derecho a matar hormigas, a comer batatas y auyamas. Entre tanto Genaro se halla sobre los viejos costales bañado en sudor, con aquel muñón gangrenado lleno de gusanos que excavan en su pierna, en su sangre en su vida. Son los gusanos de Genaro. La mujer con un paño aletea sobre la pierna para Impedir que las moscas se sienten sobre ella.
Por las noches las ranas se quejan en los charcos y Genaro en la choza. Los niños se hallan encogidos sobre sí mismos y duermen con los huecos de las narices llenos de insectos. Por eso tosen y despiertan al indio que ve avanzar aquella rabia ulcerada de su pierna por las paredes de su cuerpo.
La mujer comienza de nuevo a manejar el trapo y los gusanos a sorber el líquido putrefacto. Las toses se repiten en la noche y sobre el césped que nace frente a la choza, los perros ladran hacia los árboles que ocultan el resplandor lunar. Por entre ellos llega un viento suave y puro que se cuela por las hendijas de la puerta y baña de frío aluminio la frente afiebrada del indio Genaro. En la cuadra se oye de vez en cuando un fuerte resoplido y un roce la madera con lenta voracidad. Es su viejo y verde caballo de trompa desvaída. Su caballo que sabe que allá en los costales que se apeñuscan al costado del mundo, está el indio Genaro luchando con los gusanos que son como la gloria.
La fiebre es lenta y rabiosa, pero el aire dulcifica aquel trac-trac de los gusanos. La carne toda le cruje y se siente un dolor agudo. Las sombras se alzan hasta la mujer que espanta los mosquitos que pretenden posarse en la pierna del indio Genaro. Se alzan hasta sus ojos Que brillan en la noche hasta la saliva que pugna por salir de sus glándulas. Un gallo despierta la noche y corta las sombras con un canto ronco, desesperado.
Los niños tosen encogidos sobre los cueros y la mujer se echa en la tierra apelmazada y parda, doblegada por el cansancio. El indio comienza a sentir cómo las ratas le están oliendo su pobre pierna gangrenada, cómo roen el hueso tumefacto, cómo escarban en carne y chillan en la sombra. El indio Genaro no quiere despertar a su mujer que yace tendida sobre el suelo, rendida, como bestia mutilada.
El indio no quiere despertara, pero las ratas llegan desde la sombra y se tiran encima de su pobre pierna gangrenada. El indio no profiere un solo lamento. No quiere quejarse, pero las ratas suben por su pierna como la muerte. El indio mira indiferente las sombras que salen de su cuerpo y se pierden en la noche. El sabe que por su cuerpo avanza aquella incendiada úlcera, aquella lenta quemazón, como en un terrible verano que arrasara la oscura tierra de su cuerpo.
Sabe que por su sangre anda ya aquel estuoso delirio donde se mezclan hongos de veneno latente creciendo como verrugas, aves de latas de pescado, tiras destrozados, espuelas abandonadas que se hunden en el légamo de los charcos como patas de gallo, objetos de barro ennegrecido, que se deshacen entre los verbenales.
El sabe que dentro de poco su cuerpo se elevará en una densa y ofuscante columna de humo. En el pesebre el caballo golpea las piedras con los cascos. Sus hondos resoplidos llenan el ambiente de aquel amanecer estrellado. Genaro atisba por entre las junturas de barro, el tenue resplandor de las estrellas. Las nubes pasan a gran altura. Los pájaros comienzan a despertar los insectos que ponen sus huevos en la verde corteza de los árboles.
Genaro no quiere quejarse, pero ve cómo aquellos animales le succionan la sangre, le roen la carne desflecada. Los ve. ¡Acaso no se paran en dos patas y muestran sus dos ojos vivos y frecuentes! ¡Sus hocicos con largos pelos móviles!
Con cuidado va moviendo su garrote, lentamente porque no son muchas sus fuerzas. Lo coloca casi contra el vientre arrancarlo algunos hilos del cat-gut. Con un desesperado y frenético es-fuerzo hunde la punta del garrote en el vientre de la rata, que apenas da un chillido. Ahora en el palo hay un fantástico anillo vivo, de vísceras palpitantes, de ojos implorantes en la noche.
El indio se pudre en unos sacos de australes bordes indescifrable. El resplandor del alba pone un bozal en la jeta del caballo y baña de listas azulinas su cuerpo desmesurado en la sombra. El estiércol refulge bajo sus pisadas dementes y por sus ojos baja una. Luz diáfana y pura.
El indio Genaro recuerda su verde caballo en los días en que su lomo temblaba bajo la alegría de la lluvia. Cuando los murciélagos dejaban caer sus frutos sobre el pesebre que el caballo mordisqueaba asustado, y cuando con la totuma lo bañaba en el rio raspándole el barro y la mugre con una raqueta.
A su caballo le faltó siempre un poco de orgullo para rebelarse y no conducir sobre su lomo tantas arrobas de “tela”, de café o de panela, por años y años para que el indio Genaro pudiera, finalmente, llevar a su rancho media panelita, un frasquito de kerosene y un pedazo de pescado hediondo. Y de vez en cuando una zaraza para su mujer.
Lo que sobraba lo dejaba para el michito… el michito que no pueden prohibirle ni su caballo que lo mira, él lo dice, con burla, ni la mujer que ahora yace boca arriba sobre el piso… ni los vientres abultados y deformes de sus hijos, que cuando llegó, no hicieron más que mirarlo a la cara con las comisuras de los labios llenos de baba verde. Nadie puede impedirle su michito. Por eso él, que se halla tirado sobre estos costales con la hinchazón que ya llega hasta las ingles y le vetea de rojas manchas el abdomen y sube hacia su garganta como un lento árbol ardoroso, piensa en el michito. Si lo tuviera quizás se sintiera aliviado, quizás pudiera arrastrase hasta el patio, adonde llega el suave viento de junio rozando la hierba y se escuchan los ruidos intensos del despertar del mundo.
Quizás pudiera llegarse hasta el río y lavarse su pierna túmida, que le late como un violento corazón desesperado. Se lavaría la pierna con toda la fuerza de sus uñas, se arrancaría los nervios que lo martirizaban, quizás se la machacaría contra una piedra y oiría el chasquido de los huesos triturados. Haría cualquier cosa, menos dejar que este dolor que parecía una lenta y profunda cuchillada en los testículos continuara victimándolo.
Hácese más profunda su soledad porque la muerte lo rodea con sus lentos pasos de sombra. Lo rodea, lo hiere en lo vivo de los ojos, hora a hora más densos y acuosos, en los cuales los párpados pesan como una vida impura.
Tiene los ojos hinchados y lágrimas que él no llora ruedan por su rostro desmesuradamente pálido y confuso, como si la muerte lo estuviera intimando desde adentro. Como si realmente lo llamara desde las vísceras; como sí desde su pierna agusanada le hiciera misteriosas señales
El muñón podrido es como el ojo absurdo de Dios, lleno de nervios saltados y viscosidades que avanzan hacia la dura realidad de la tierra, en busca del sol deslumbrador de la mañana eterna. Al encuentro de la pierna perdida, peregrina de los anchos mundos del delirio, bajo las estrellas trémulas y frías.
En esto piensa el indio Genaro cuando el sol ya brilla sobre los árboles en aquel hermoso día de junio, La hierba está mojada y el balde de latón relumbra bajo la luz tibia y fecunda de la mañana. Con golpes de lengua un perro bebe agua de un viejo cántaro. Es un perro lleno de huesos vivos, con el pelo del cuello mullido de pulgas y los ojos cansados. Un lento olor de arena tibia se levanta de la tierra.
Por la boca de la choza aparece primero un niño que comienza a caminar hacia donde el perro se halla. Se sienta frente al sol con los ojos cerrados y la boca abierta, como si esperara algún extraño mendrugo. Más tarde aparece otro niño y detrás un tercero apenas vestido.
Dentro de la casa se oye toser angustiosamente a la mujer. El indio Genaro yace con los ojos semiabiertos. La mujer está solícita a su lado, como avergonzada de haberle descuidado. El indio la mira con dulzura, desde una lejana sonrisa. Alza con esfuerzo su mano descarnada y la pasa por los senos exhaustos de la mujer. Esta coge la mano del indio y se la lleva a la cara como si con ello se proporcionara un raro e intenso placer. Sin embargo, las manos del indio son duras, callosas, apenas puede darle flexibilidad a los dedos.
Domitila sale fuera de la choza y vuelve en poco tiempo con una taza de agua fresca y con un pedazo de trapo comienza a limpiar el rostro manchado y sudoroso del indio. Este la deja hacer tranquilo. Piensa que ella limpia porque sabe que la muerte está muy cerca y es bueno que los seres que se aman la reciban con el rostro limpio y reconciliado. El indio siente el dulce placer del agua sobre su rostro ardiente.
IV
Los perros ladran camino del río, Sobre el balde de latón que la mujer lleva en la cabeza, el sol brilla alegremente. Algunos pájaros pasan rozando la hierba.
Domitila piensa en el hombre que ha quedado en la choza. Piensa en ella y en la choza y en el hombre que madura su muerte allá, con su propio carburo, con su sangre de lenta corrupción, mientras ella va camino del agua adormecida del río. Piensa en el río con su lomo rojizo de tierra desleída y en los niños que se hunden en el fango hasta las rodillas. La mujer piensa en él, le ve las encías pálidas, los brazos caídos y el pelo de rala ceniza. Piensa en él, Genaro, hombre suyo tantas y tantas veces. Hombre suyo hasta por todas las veces de su vida suya, tan suya que nadie más la salvaría ya de cargar con estos tres hijos suyos, paridos, malditos y benditos todos los días de hambre o de hartazón.
Algún día estos hijos la verían acabarse a ella también. ¿Estarían todos a su lado, como lo están mientras Genaro araña la tierra y la amasa con sus propios orines? Ya no serían niños, serían hombres con los ojos tristes y hambrientos.
Pero, ¿morirían ellos también? No podrían crecer, crecer hasta llenar toda la tierra. Hasta que ni los amos de la tierra que tan duramente los habían hecho trabajar, a ella y a Genaro, pudieran doblegarles sus cuerpos de árbol de piedra, duros. Sus cuerpos y más todavía por dentro el corazón como todas las llamas del purgatorio, como todas las amas que incendian los pajonales, como todas las llamas.
Entonces traerían las manos como hachas, como venganza, como so- as para todas aquellas gargantas; para que todas aquellas cabezas mostraran la lengua roja de miedo, de agonía infinita y salvaje.
Ellos, sus hijos, quizás verían la tierra limpia, donde la luna y las estrellas y los grillos y los alacranes dormirían tranquilos con sus propios ojos, mirarían con los ojos de todo, oirían para siempre con sus orejas, aquellos ruidos y señales de la tierra. Vendría entonces la rotura del la siembra y la germinación, las lluvias y las cosechas. Y habría abundancia para todos. Para el estómago ahora macilento y para el lomo cimbrado del caballo. Quizás también podrían conseguirse retazos anchos e hilo y… bueno, todo, todo, Y sus hijos serían Fuertes como la tierra, con la sabiduría de la tierra y jamás dejarían de volver con sus piernas vivas, fuertes, enteras.
Esto piensa Domitila, mientras se acerca al río que pasa, como una baba lenta.
V
Ninguno como Genaro sabe, ninguno, que la muerte hace respirar tan hondo, que la fiebre le exalta sus últimos y definitivos humores. Pero él no quiere morir tirado en aquellos costales como un perro. Porque él, Genaro, tan fuerte siempre, toda su vida, ahora echado allí con una pierna menos y sin fuerzas, no puede salir afuera de la choza, no puede ver como el sol seca la tierra y más allá la tierra verde en suaves olas temblorosas, como el lomo sucio de su caballo.
La tierra es su verde caballo. Su único y auténtico caballo de belfo sangriento. Ella está allí con pájaros y flores, con la hierba alta mecida por los vientos tristes de junio.
La tierra, su verde caballo sin fronteras. Ancha, extensa hasta donde llaman el mar, para él, Genaro, moribundo y para todos, todos, hasta las negras hormigas que beben los líquidos que manan de su pierna podrida. De todos. Todos cabalgarían sobre aquel lomo, en la noche intensamente azul, viendo las estrellas refundirse en el horizonte.
Él, Genaro, marcharía entonces, con su pierna sana y firme, llevando a su mujer y a sus hijos sobre el lomo de su verde caballo, al encuentro del sol glorioso de la noche.
El central
La estructura de hierro y latón del Central contrastaba con la monótona simetría con que estaban recortadas las verdes parcelas. Por el camino, que formaba una especie de terraza, a ambos lados de los surcos de volteada tierra rojiza, marchaba una larga fila de hombres de color, llevando pesados y afilados machetes tendidos sobre el hombro, rumiando una brumosa letanía silábica. Un remendado pantalón arremangado hasta la rodilla y un ancho sombrero de paja eran toda la vestimenta de aquellos fantasmas de magras carnes bronceadas.
Cuando el sol comenzaba a tender su parábola de oro sobre la tierra, los hombres ya formaban grupo frente a la puerta del Central, esperando ser incluidos en el cupo de trabajo diario.
El mayordomo, un zambo alto y musculoso —que se había mandado saltar los incisivos para reponérselos de oro— con voz mohosa recitó los nombres de los favorecidos, limpiándose la frente con un pañuelo de indefinible color.
Los que no escucharon sus nombres, se volvieron silenciosamente por el camino, que ahora los conducía a una corta explanada, al otro lado de la vía férrea, donde estaban construidas unas sesenta chozas, de un indescriptible aspecto de miseria. Desgarbados perros sarnosos con los ojos hidrofóbicos se paseaban de un lugar a otro escarbando en los montones de basura que se acumulaban en las orillas de las chozas. Oscuros hilillos de humo se despegaban trabajosamente de los techos de paja, danzando sobre ellos y desapareciendo luego en el espacio. Una mujer negra, de senos como conos puntiagudos, lactaba una pe- queña masa de carne oscura.
—¿Oye tú, Narcisa, p’ande vai… —La mujer se detuvo dubitativamente, volviendo los ojos lentamente hacia el que la interpelaba y se le encaró.
—Mira, negro Pinto, tú soy muy metío. A ti t’importa p’ande yo vaya, polque tú no soy mi marío, que se murió y está muy enterrao.
El negro Pinto que era el mayordomo del Central, continuó sin inmutarse.
— Pero no te pongai así, que yo no te voy a echá ningún maleficio. Na’más te quería preguntá pol qué no habei traío más jembras gúenas pal Central.
— ¿Pol qué?…. Y tú me lo preguntai —disparó Narcisa—. Después ustés querrei arreglarlas con cuatro reales y yo no las traigo de balde.
Narcisa era una mujer de unos cuarenta años, metida en carnes, de gesto y porte decidido, Todo el mundo sabía que se dedicaba a la trata de mujeres. El negro Pinto prosiguió, tratando de ganársela.
— Mira, pronto va a comenzá el “corte”, tráete unas cuantas jembras güenas, pa que te hagas unos centavos. Yo me pongo al habla con el celador pa que te deje tranquila.
Narcisa, con los ojos de la duda, respondió.
— Vamo a vé. ¿Te acordai de la Juana Mercé? — Con una visita irónica en los labios se alejó lentamente, hasta hacerse un punto cada vez menos visible a lo largo de la vía férrea. Mientras tanto el negro Pinto se había quedado pensando ensimismado en la Juana Mercé.
— ¡Ay! Juana Mercé, Juana Mercé. Esa mujé sí que valía; cada vez que me recuerdo me da como un sarpullío en los riñones. Que sabrosa q’era. Si no juera sío por esa marimacha de Remigia Fuentes, quizás toavía juera mi rochela. —De pronto como volviendo en sí se perdió rápidamente en el sen- dero que conducía al Central.
— Detenga su beículo. —Se leía en el letrero puesto frente a la caseta, donde mandaba en jefe el celador del central.
— ¿Cómo estai, Juan de Dios… no llevai extranjeros? ….
—No, don Manuel, todos los que van aquí son gallinas del mismo corral, el único extranjero aquí es el carro.
Una carcajada de los pasajeros coreó la respuesta de Juan de Dios al celador, el cual sin hacer caso se volvió hacia una maciza mujer, de brazos peludos, cabellos lisos y recortados y cara cuadrada con ojos vivos y chispeantes. Su aspecto era de hombre cínico y desenfadado, que no teme oír palabras crudas ni devolverlas tampoco.
— ¿De dónde venís tú Remigia Fuentes? Tú debei traé contrabando, no me lo neguei, polque cada vez que hay “corte”, tú sacai de aquí tus mil bolívares aunque se mueran dos o tre.
—Eso te creí tú viejo Manuel. ¡Ah! mundo, si yo me reuniera unos centavitos para irme de puaquí. —Retrucó astutamente Remigia.
— ¿Y qué habei hecho los sesenta juertes que le ganaste al compadre Segundo, el diablo?.. — Preguntó intencionadamente el viejo celador
— ¿Y tú creí que yo no tengo mis vicios—contestó Remigia.
—Bueno déjalos pasar —ordenó don Manuel a dos guardas que estaban junto a la camioneta, la cual partió velozmente hacia el poblado.
* * *
— Esa mujé como que tiene malas artes. A mí me han contao que tiene too lo que tiene un hombre. —Comentó uno de los guardas.
— Yo no creo en eso. Esa mujé lo que’s que se amarra muy bien las fardas. Yo la he visto tirando paradas de daos que no las tiran muchos, rodiaita de machos. Y no le tiene mieo a nadie. Dicen que eya jué la que apuñaleó al negro Estanislao, porque dizque el negro la estafó en el juego. Eso dicen y esa mujé es capaz de too.
— Yo les voy a contá —terció don Manuel —; esa mujé vino aquí hace unos nueve años, cuando empezaba a producí el Central y la trajo un tal catire Justino que vendía ropa y aguardiente de contrabando.
— Dicen que en vez de sé Justino el macho de Remigia, era Remigia el macho de Justino. Polque ique ella tiene las dos cosas. Y yo creo que sí polque ella trabaja pa viví arrochelá con otras mujeres. Y las mantiene y les da too. El negro Pinto y ella son enemigos, polque ella le quitó al negro la rochela que tenía con aquella jembrita güenamoza que llamaban Juana Mercé. Además yo nunca la he visto jayándole mujeres a otros hombres, así como hace Narcisa. Lo cierto es que un día amaneció ahorcao el catire Justino y dicen que eya jué quien lo ahorcó pa quitale treinta juertes que había recogío. Remigia se ha ido quedando y tiene el Central como si juera conuco propio. Un día destos vamos a tené que echala de aquí.
Don Manuel quedó en silencio, viendo cómo el cañaveral en sazón se rizaba suavemente en luminosas ondas verdes, que iban hasta el fondo del paisaje. Sobre ellas un gavilán parecía dormirse en el éter con las alas extendidas y de pronto, como si hubiese descubierto algún bichejo, se desplomaba hacia la tierra en barreno. La alta y cilíndrica chimenea del Central comenzaba a despedir una negra y densa columna de humo, señal de que ya se estaba comenzando la molienda.
¡Cuánto dolor y cuánta miseria humana representaban aquellas verdes parcelas; aquella refulgente primavera verde que tornasolaba el viento y aquella mole de hierro y latón, de alta y desafiante chimenea humeante!
Era sábado. El primer sábado desde que habían comenzado los trabajos de “corte” en el Central. El pequeño poblado que antes aparecía apático, con su miseria fría y torturante, tomaba un inusitado aspecto de alegría; de una enfermiza alegría que quería tornar rozagantes las flácidas carnes de aquellos hombres y mujeres. La risa se convertía en los labios agrietados por la sífilis en una trágica mueca, en un doloroso rictus que la pesadez del humo del tabaco y el abotagamiento del alcohol envolvía en una sola mortaja.
El sol —ese sol claro y brillante que seca los malos humores de la tierra y de los hombres— aparecía envuelto en una tenue película opaca, que hacía que todo se volviese gris, y que el sórdido aspecto de aquella alegría tomase contornos diabólicos. Gente de color, gente blanca; hombres de color con manchas blancas, como si hubiesen sido desmanchados con agua de cloro; mujeres que en las cicatrices de la cara y la frente guardaban el recuerdo: de unos celos o de una borrachera de su amante de turno. Viejas enflaquecidas por el hambre, con los ojos sanguinolentos, los senos como feroces garrapatas exhaustas, y las encías moradas y semipodridas. Niños desnudos y hambrientos que tendían la mano, aquí y allá, en busca de una moneda sucia. Una larga primavera de miseria daba la vuelta a aquel mundo de fantasmas vivos. Una sinfonía en “crescendo”, de dolor, de torpe alegría, arrancaba los últimos restos de sensibilidad a aquellas pobres gentes.
* * *
En la casa de la señora Teófila habían “parado” la fiesta. Mientras unos se daban empellones al ronco sonido de un cuatro y de unas maracas, otros se servían una mezcla absurda de comida, que ellos llamaban “regüerto”. De pronto hubo un revuelo y aparecieron varias mujeres en el marco de la puerta y luego de vacilar un momento penetraron en la habitación ya bastante lena. Entre ellas iba una mulata de cuerpo esbelto; hermoso cuerpo de mujer joven que había llegado a los diecisiete años. Los grandes ojos rasgados le bailaban una danza de alegría y juventud, la boca con los labios un poco pronunciados, estaba no obstante bien modelada; el pelo muy negro y sedeño le caía suavemente en la nuca en densos y voluptuosos bucles; no era alta, pero su estatura estaba bien proporcionada a la expresión de su rostro, que reflejaba una mezcla de picardía e infantilidad adorable. Gruesas gotas de sudor le bajaban por las sienes.
Una oscura sensación de lascivia pasó por el cuerpo de todos los hombres allí reunidos, quienes abiertamente expresaron sus rabiosos deseos. Juana Mercé, que así se llamaba la mulata, no hacía otra cosa que mostrarles la perfecta blancura de sus hermosos dientes, con lo cual desarmaba la estúpida agresividad de aquellos sexos torturados.
* * *
En el aposento interior había un grupo que hacía rueda a una cobija tendida en el suelo, y cada vez que rodaban los dados sobre la mugrienta cobija se contraían los rostros negros y blancos en una afiebrada mueca de angustia. El sudor, el humo del tabaco y los vapores del alcohol saturaban el ambiente. La suerte corría de un lugar a otro. Muchos rostros se tornaban amarillentos, como en un ataque de ictericia, al ver que sus esperanzas y el jornal de una semana se evaporaban rápidamente.
* * *
Alguien tocó el brazo de uno de los jugadores, el cual no era otro que el negro Pinto. —Ahí está la Juana Mercé—. Esto lo dijo en tono confidencial pero suficientemente fuerte como para ser oído por todos los presentes.
Los jugadores quedaron un instante en suspenso, observando los rostros del negro Pinto y de Remigia, que se habían quedado con los ojos fijes uno en otro. Una mancha morada circundaba los labios de Remigia y una lividez general había sustituido su oscuro color cetrino,
El negro Pinto era cobarde. En más de una ocasión lo había probado. Pero era astuto y cínico y recibió el reto de Remigia con una forzada sonrisa, que mostró sus grandes incisivos de oro. Un pesado vaho de muerte flotaba en aquella dormida claridad. El desenlace de aquella lucha que no había sido propuesta era inminente, Un odio salvaje, terrible, congestionaba el aliento de aquellas dos personas. Y sin embargo, aparentemente eran un hombre y una mujer. Dos sexos distintos. Intereses también distintos que extrañamente tenían una ambición común: el amor de una mujer; las caricias salvajes de una hembra joven. Eran dos naturalezas primitivas; dos animales en celo y todo hacía temer que sucedería algo definitivo.
Remigia fue la primera que habló con voz fuerte, en la que había cierto tono inseguro.
—Mirá negro, tú sabei que esa mujé es mía, y el que me la quiera quitá tiene que peliámela.
Pinto reaccionó lentamente y con voz suave y sarcástica le respondió.
—Sí, yo sé Remigia. Como no voy a sabé. Esa mujé es tuya. Pero tú me debei ya diez juertes. Si querei vamo a jugala en una “parada” de daos,
Remigia se fue levantando poco a poco del suelo con los ojos fijos en el rostro sudoroso del negro. Quedó un momento indecisa y luego sacando del seno un par de dados y mostrándoselos le dijo:
—Te la juego si echamos la “parada” con estos daos, polque yo estoy pensando que tú me estai ganando con daos “compuestos”.
Pinto sonriendo astutamente se guardó los suyos y contestó.
—Como tú querai, Remigia. Yo me atengo a lo que tú mandei.
Se arrodillaron al borde de la cobija, mientras los presentes formaban cerco expectante alrededor de ellos.
—Vamos a ve quien echa primero —rezongó Pinto.
Remigia asintió con la cabeza. Remigia fue la favorecida. Como cumpliendo un ritual se escupió las manos frotándoselas fuertemente y haciéndose la señal de la cruz echó a rodar los pequeños cubos de hueso, Por tres veces consecutivas echó a rodar los dados y en las tres ocasiones la respuesta del azar fue siempre ¡senas! Una sensación de alivio se había ido apoderando de los presentes, pues el sentir general era que Remigia tenía ganada la partida.
El negro Pinto a todas éstas, había empalidecido y los ojos se le habían ido poniendo vidriosos, mientras el corazón se le agitaba con una furiosa arritmia. Haciendo un esfuerzo tendió la diestra para alcanzar los dados. Se quedó un momento mirando con odio, a duras penas contenido, los ojos de Remigia, quien le contemplaba con una risita inexpresiva, velando la emoción que le causaba el triunfo, que consideraba seguro de un todo. Los dados salieron de la mano del negro y rodaron por la cobija muy cerca de él. ¡Senas! Un ronco murmullo recibió la primera prueba. Volvieron a girar los dados y otra: vez, ¡senas! El murmullo se hizo más sordo y por la sangre de todos corrió una malla de electricidad neural que puso en tensión todos los músculos.
Echó por última vez y… ¡senas! Esta vez un significativo silencio envolvió el último par de senas. Los dos jugadores se quedaron un instante en suspenso, mirándose frente a frente. El negro Pinto se había quedado jugando nerviosamente con los dados en la mano. Remigia fue la primera que con gesto de felino se había ido incorporando lentamente. Su cara se había poblado de arrugas y sin poder contenerse explotó.
—¡Esos dados no jueron los que yo te di. Me querei estafá
La gente sensiblemente se había ido apartando hacia la entrada del aposento. De pronto Remigia se le fue encima al negro Pinto con un puñal en la mano. El negro esquivó ágilmente la puñalada y sacó uno a su vez. Remigia se repuso y se le abalanzó de nuevo, logrando encajarle el puñal en el hombro derecho. El negro lanzó un gemido y con la mano izquierda le agarró a Remigia la mano que sostenía el puñal y haciendo un esfuerzo supremo le hizo sacar el puñal sangrante y se lo tumbó. Dándole un empujón la apartó un poco de sí, mientras le decía casi llorando.
—Ahora me toca a mí, ¡Dios mío! Ahora me toca a mí. Me la tenei que pagá marimacha. —Con el puñal en alto se lo fue acercando a Remigia, que con los ojos hundidos y la mirada extraviada se iba retirando hacia un rincón de la habitación. El negro se le acercaba lenta pero inexorablemente. Con todo el rencor del animal herido, con todo el odio del macho ultrajado le decía sibilinamente:
—Ahora de quién va a sé la Juana Mercé. ¿Ánda, de quién? Quítamela ahora. Tú no vei lo que yo te decía ¡que algún día me la íbai a pagá!
Los presentes con los rostros demudados, observaban la lucha, sin hacer un gesto ni en pro ni en contra. Al fin llegó el negro cerca de Remigia, jadeante y sudoroso, pues había perdido mucha sangre, y a ésta comenzaron a bailarle los ojos de pavor. Una angustia infinita se pintaba en sus fláccidas mejillas. En unos segundos había envejecido muchos años. Se sentía completamente aniquilada. Intercediendo un último recurso a su favor le decía suplicante al negro Pinto:
—Yo tengo mucha plata, no me matei, no me matei. —No había terminado de hablar cuando el negro Pinto le hundió el puñal en la región del corazón. La mujer hizo apenas un gesto ridículo y se desplomó. Con una sevicia demoníaca se le fue encima y se lo hundió veinte y tantas veces, hasta que exhausto quedó aplanado sobre el cuerpo de la mujer.
* * *
Una angustia lacerante, una angustia infinita se había apoderado del corazón de aquellas gentes. Todos sentían sobre el sí el signo de un castigo que no podían eludir. La muerte física los aturdía. La tragedia no tenía para ellos otro sentido que aquel que les recordaba su propio destino. Los efectos de la borrachera habían obligado a más de uno a tenderse en cualquier parte. Mientras los perros taladraban el horizonte con sus aullidos lastimeros. Los demás se habían acurrucado bajo los aleros de las chozas, castigados por la tenue luz de la media luna creciente, esperando sumisamente, con la intuición que despiertan las cosas que no pueden ser detenidas, que no pueden ser contenidas, porque son más fuertes que todos los demás acontecimientos, la llegado del sol, ese sol reconfortante y preñado de esperanzas, que aparecía en el horizonte como una inmensa y desafiante bandera roja, tremolando vengadora sobre la tierra, cauterizando todas las ignominias y brindándoles paz y calor a todos los que en el mundo se hallaban acurrucados bajo los aleros de las chozas.