Voz en off sobre el mirador
Detrás de ellos se dibuja la curva de un cerro donde se oculta el cementerio de la ciudad. No es extraño que ese montículo que emerge con altivez hacia la carretera, en la región donde el mar se transforma más en un camino que en un paisaje, el lugar lleve ese nombre. Cerro Panteón. Por encontrarse más alto que la mayoría de los cerros de Valparaíso, y aun así mucho más cerca del mar, en este accidente se encuentran los dos mundos que hacen a este puerto. Por un lado las serranías que coronan la ciudad hasta llegar a ese punto; por el otro, sellando con sus constantes bramidos esa frontera dimensional, está el océano Pacífico que, por las magnitudes que toma al chocar contra las rocas que hacen fondo del precipicio o con sólo contemplarlo en esa tarde y desde semejantes alturas, bien podría llevar el nombre de océano Infinito
Al borde de la carretera, junto al cerro, se halla dispuesta una terraza para paseantes. Se pueden estacionar los carros de quienes, antes de emprender el curso hacia el profundo sur, desean realizar la última mirada sobre el puerto y su ciudad. Desde ese modesto risco se dominan las lomas que hacen hombros y las playas que hacen faldas de Valparaíso. Con algo de suerte puede, ese viajero anónimo, definir a lo lejos algún barco que se pierde en el horizonte, el tren que cruza por la costa, la vida de la ciudad que ya comienza a ser pasado. Y, más aún, basta con caminar pocos metros para encontrarse con el precipicio inevitable. Al fondo de éste, descendiendo la mirada como quien busca el abismo, el llanto de las piedras azotadas por el mar. De ellas emerge un aliento orgánico, lleno de siglos de vida, de especies insospechadas y una belleza fatal, casi homologables a la que despide el metal del océano o la que reza en silencio el conjunto de lápidas que reposan a las espaldas de ese menudo sendero.
Ante tanto espectáculo contemplativo, es el lamento de las gaviotas el que nos trae de vuelta a la realidad. En su espectáculo aéreo, las gaviotas recuerdan que aún –quien las contempla– está entre el mundo de los vivos, que si bien toda frontera es paso e iniciación, también es oportunidad para rehacer el camino de vuelta. Nada es definitivo entonces en ese mirador , generalmente desocupado, pocas veces visitado y vigilado por aquellos que no dejan de mirar el océano sin preguntarse cómo llegaron hasta la muerte.
***
Vietnam
Lo llaman Vietnam porque parece zona de combate. Al menos eso asemeja a primera vista. De esas analogías inmediatas que hacemos al entrar a una habitación. Paredes verdes, cuerpos tendidos en el suelo, un extraño olor a nafta y muerte, ruido, mucho ruido. Los Dos Caminos, Valencia II, piso 13, 13-3. Un combate sostenido durante veinticuatro horas. Un saldo igual de consistente: muchas botellas por día, jeringas a disposición, sexo en baños oscuros, alguien que grita que cree que es Dios, alguien que grita que no hay hielo, alguien que responde que nunca hubo hielo, que para qué. Esos alguien somos nosotros. Los vietnamitas.
Nos llaman vietnamitas porque vivimos en guerra.
Ayer Viera me dijo que no recordaba cuántos días llevábamos sin dormir. Que quizá el tiempo ya no transcurría, que habíamos conseguido algo parecido al nirvana y que nunca necesitaríamos del tiempo. Desde lejos, Ferdinando le gritó a Viera que se callara. Viera hizo silencio. Viera tiene razón. En la guerra no hay tiempo. En esta balacera interminable de tabaco y asfalto, discos compactos que son espejos vacíos, personas bailando la metralla del beat, el tiempo es un recipiente lleno de aire. Un eco de algo que pudo ser pero que en medio del humo -¿es de día? ¿de noche? ¿cuándo cerramos la cortina?- no sabemos de su textura, no precisamos su rostro. Solo disparos, y alguien que grita. Alguien que quiere entrar.
Gente que entra y sale. Perdimos la cuenta de los días que llevamos sin dormir y aun así de este sitio no dejan de entrar y salir personas. Algunos vienen de esa región desmovilizada que llaman realidad. Algunos sin pensarlo demasiado salen espantados ante el espectáculo. Otros, vienen buscando algo que solo pocos logran reconocer. Como si lo olieran desde lejos, como si vieran las columnas de humo que arrasan a los bosques sin piedad. Otros solo andan de pasada, una especie de turismo de fiestas extremas, paseo por un parque temático de los excesos. Otros se dejan llevar. Y no se marchan nunca.
Anoche, por cierto, pensé que la chica que dormía a mi lado estaba muerta. Luego de una hora de silencio y cuerpos quietos, no respondía cuando la sacudía. Me levanté de la cama simulando no querer despertarla. Comenzaba a amanecer y alguien moría en mi cama. Pensé que si la chica estaba muerta igual daba un minuto más, o menos. Que había sucedido de todo, y que antes de caer dormida me contó que cuando pequeña se hacía llamar Estrella. Estrella la niña que brilla cuando duerme. Me pareció hermoso. Me había dormido con su historia. Mientras pensaba en Estrella la niña muerta intenté recordar alguna oración frente a la ventana que daba a la avenida desierta. Nota mental: cuando alguien muere se suelen decir oraciones. Me esforcé en silencio pero no di con ningún verso. Ningún salmo. Nada que recordara que somos solo ceniza y un poco de humo. Encendí un cigarrillo. Humo y cenizas. Detrás de mí, la voz de la chica me preguntó qué hora era. Le dije que eran las cuatro. Las cuatro de la mañana de un martes de ceniza. Creo que no me entendió. Qué importa.
Sucede que otras veces suena el teléfono. A veces bajamos el volumen de la música, se pacta una tregua cuando dormimos, o mientras alguien intenta cocinar infructuosamente tres ollas de pasta bolognesa. Y suena el teléfono. El teléfono es la singularidad en nuestro presente continuo. Un hilo que conecta con unas voces que suenan como de otra época, como discos viejos y llenos de texturas. Gente ansiosa que intenta subir hasta el treceavo piso donde aun continúa la fiesta de los vietnamitas. La mayoría de las veces es alguien preguntando por Tellez, o algún amigo desesperado que se quedó sin proveedor, que se quedó sin gasolina, que escucha voces en un piano, que siente unas ganas irrefrenables de saltar desde un balcón o que piensa que efectivamente – dados los últimos hechos- se está convirtiendo en gato.
A veces nos llama la casera.
A nuestra casera le encanta amenazarnos por teléfono. Es la némesis a través de un cable marcando siete números 767 41 77. Suele llamar a eso de las once de la mañana. Nos turnamos para atenderle y recibir la dosis de insultos mientras le decimos que no somos el que somos. Cecilia – así es como se llama la bruja- es un servicio despertador bastante fiel. Mientras le atendemos alguien hace algo de comer, otros juegan a pegarle limones a una ambulancia que pasa con estruendo por la calle, o Ana aprovecha para levantar a los demás.
Solemos cambiarnos las identidades al teléfono con Cecilia. Culpar al otro por las quejas de los vecinos, porque Viera lanzó anoche una botella contra el techo de un carro, porque escucharon unos aullidos de mujer a eso de las dos de la madrugada, porque dicen que vendemos drogas, porque la última vez Patsy se vomitó en el ascensor lleno de tiernos ancianitos europeos y pidió perdón diciendo que no le gustaba la ensalada capresa, porque una vez lancé una maldición mohawk en medio del estacionamiento mientras danzaba a la lluvia, porque aseguran que somos homosexuales, pederastas, drogadictos, satánicos, extraterrestres, comunistas, maleducados, suicidas.
Mi casera al teléfono –qué dulzura de mujer- amenaza con lanzarnos la Guardia Nacional. Y me pregunto, qué significará en las mentes de toda esa gente la combinación de esas dos palabras. Guardia + Nacional. Sobre todo después de leer un sobre que duró un par de días sobre la mesa del comedor y que ahora tengo en las manos. Dejo delicadamente la bocina del teléfono y Cecilia –mi señora casera, desde el disco de pasta del pasado- habla con el aire. Vuelvo a leer. Ahora para todos:
Res. Valencia II
Junta de Condominio
Mediante la presente les informamos que debido a la probada incursión en hechos de dudosa moralidad y presumiéndose la concreción de graves delitos por parte de los habitantes del apartamento que Ud. habita, hemos tomado la decisión de sugerirles el desalojo del mismo. Contrario a esto nos veremos en la obligación de hacer uso de la Ley de Propiedad Vertical y expulsarlos de la comunidad, haciendo, al mismo tiempo, las respectivas denuncias al Comando Antidrogas de la Guardia Nacional.
Att. La Comunidad.
Leído en voz alta este texto causa mucha risa entre los vietnamitas, como ahora. Leído en voz alta este texto es un excelente texto humorístico. Sobre todo hoy que tenemos fiesta. No sabemos por cuál de todas las razones, pero una de esas fuerzas que nos mantiene en pie decidió que esta es la fecha. Hoy tenemos fiesta y vendrán todos por su pedazo del vacío. Vendrán todos aunque no sabemos cuántos somos. Somos incontables. Somos un maldito montón de gente.
Nos llaman Legión porque somos muchos.
Entonces. Metra con dos horas sobre los platos y haciendo eco del Clap-Hop, ese género pasado por Vodka que consiste en toda aquella música que hace que juntas las palmas – a un golpe- produzcan un raro y cóncavo sonido. Todos chocan sus palmas y el ritmo se hace más que ritmo. Es como si pateáramos el suelo para que los muertos se levanten de su tumba saltando trece pisos. Por supuesto, a bailar. Clap. Y van dos, tres, cuatro, horas de fiesta. Clap. Y alguien me toma del brazo y hola mi rey tenía días pensando que podemos volar en pedazos la ciudad mientras me lames el cuello. Clap. Y la ciudad de noche no parece un pesebre, parece las esquirlas de una bomba o un dínamo como le gusta decir a Boris. Clap. Y hace tantos días que no salgo a tomar fresco en este balcón. Clap. Y oye tenía tiempo que no te veía qué es de tu vida. Clap. And baby one more time, we’re gonna celebrate.
Me senté con unas chicas en el sofá y me contaban que hoy iban con todo. Les pregunté que cuánto era eso y después de reírse me dijeron que la noche complica los corazones que, sí, soy una cosa seria. Me ofrecí a darles un paseo por la casa. Mostrar nuestras instalaciones con su anecdotario:
Sala Principal: Mejor conocida como el sitio del piano. Aunque acá transcurre la mayoría de los eventos, es solo un sitio de paso. La sala es una especie de punto de fuga para quienes vayan a la cocina por tragos, para quienes vayan al baño a follar o vomitar, o para quienes prefieran las habitaciones para follar, ir por tragos, bailar, fumar algo, y por qué no, vomitar.
El piano: El piano es una sala en sí mismo. El piano es el lugar donde se depositan todos los demonios de esta casa. Esos demonios salen al mundo cuando a Gonzo se le ocurre tocar el piano a las tantas de la mañana y le da por terminar el jamming con un palo de golf repetidas veces sobre ese inmenso piano de cola.
Árbol de Navidad: Nosotros nunca dejamos de festejar, por eso todos los días, en esta casa, es Navidad. Nota importante. Cuando viene, César, duerme debajo de este árbol. Creo que lo llaman economía de los recursos o dispositivos múltiples.
Cocina: ¿Llegamos a cocinar realmente algo en este sitio? Más allá de algunas pailas este lugar es de conversa y desapego. Alguien que pierde, alguien que no encaja, alguien que no sabe dónde esta, tiene en este sitio excusa perfecta. Acá hay muchas botellas.
Habitaciones: Bueno, no tengo mucho que decir al respecto. Todos los datos están detrás de las puertas.
Lo que sí quisiera comentar, ahora que las cosas terminan de esta manera, ahora que hace tan buen clima acá arriba, es que los vecinos no han dejado de golpear la puerta toda la noche. No les ha bastado con verme con malos ojos cuando los invité a unírsenos, ni siquiera les satisfizo el hecho de intentar una maniobra de linchamiento con un grupo de amigos que llegaban. Mis vecinos son buenos vecinos. Mis vecinos actúan en manada.
Llegó la hora de las manadas. No había querido escucharlos pero sabía que esas sirenas venían por nosotros. Los había visto desde le balcón y preferí ir por las chicas por aquello de ser buen anfitrión. O por aquello de que la música que Metra soltaba estaba cada vez mejor, como nunca antes. No esperábamos una visita tan temprana, y tan activa, como la que llevaban a cabo abajo sobre los que estaban en la calle, nuestros queridos amigos de la Guardia Nacional.
Mientras pensaba a qué nación pertenecía aquella Guardia que golpeaba a mis amigos en la planta baja de nuestras residencias Valencia I y Valencia II, llegó la señal. La señal era una canción que saliendo por el altavoz decía: que vamos a eso, que lo tomemos, que las tropas están encendidas, más profundo, durmiente que busca el sueño leve. Y joder como nos gusta esa canción. Esta es una perfecta canción Clap-Hop. Todos a las palmas y sabemos qué hacer. Y dice: Get On/ And Watch Out/ Before I Killed All.
Ahhh Ahhh Ahhhh Ahhhh Ahhhh.
El primero en volar fue Viera. Todos entendimos qué hacía porque Patsy lo siguió sin preguntar y nadie dijo nada porque las palmas continuaban y la Guardia Nacional tendría – ahora que los vecinos lo pidieron- el mejor de los recibimientos. La Guardia Nacional sería bombardeada desde nuestro piso trece por nuestras tropas. La Guardia Nacional sabrá que no estamos jugando, que nosotros estamos en guerra y que –Clap- vamos por ellos.
Saltando desde el balcón.
Viera que salta.
Tellez que salta.
César que salta.
Sara que salta.
Las chicas del sófa que saltan.
Todos que saltan.
La Guardia Nacional sabrá que tenemos alas y que ahora que lo pienso desde acá, desde el cielo, todos en formación y a punto de impactar, la ciudad efectivamente parece un pesebre.