Las tres ventanas
I
El viajero se detuvo. Los doscientos kilómetros recorridos le dolían en la cintura, y aquel dolor amenazaba con desparramarse por todo el cuerpo. Conducir un automóvil toda la noche por esta carretera oscura y terrosa —¡infernal! murmuró— y amanecer en este pueblo de cuatro mil almas no era apreciable recompensa. Ante la inmóvil cuerda metálica tendida de lado a lado de la carretera, se detuvo. Era la alcabala.
—¿Hay algún hotel para hospedarme?
El guardia de turno se lo quedó mirando largo rato sin responder. Era bajo y tenía unos bigotes cortados a la manera prusiana. Se encogió de hombros y dio media vuelta hacia el interior de la casilla, mientras decía imperceptiblemente:
—Hay varias posadas, y la Pensión que queda en la Calle Real.
Entró a la casilla, sin mirar atrás.
El viajero encendió nuevamente — ¿una vez más!, pensó— el motor de su confortable Ford recién comprado y se alejó de la casilla violentamente. Tenía ganas de maldecir, de gritar a alguien. Había mirado a lo largo del viaje ese puesto vacío, a su lado. Mientras conducía con la mano izquierda, revolvía con la derecha sus papeles. Las facturas, las copias triplicadas de los recibos, las muestras de las mercancías. A través del viaje se había entretenido hojeando de rato en rato sus papeles, poniéndolos en cuidado e impecable orden, anotando en la libreta los nombres y las direcciones de los clientes. Tras los espejuelos no ha mucho ordenados por el oculista, sus ojos azulosos vigilaban atentamente la marcha del lápiz sobre el papel cuadriculado. Otras veces esos mismos ojos se posaban tranquilamente sobre los grandes titulares de la prensa capitalina que llevaba consigo. En ocasiones guardaba un periódico atrasado durante días junto al escombro de sus papeles comerciales. En veces llevaba varios ejemplares de una misma edición dentro de los cuales se podía leer un aviso de la casa comercial que representaba, al lado de un sucedido cualquiera de los muchos que la prensa publica. Siempre era lo mismo. Una niña secuestrada, un suicidio frustrado, un hampón evadido o una riña violenta con un saldo de algunos heridos y contusos, cuando no que la policía arremetiera contra una manifestación de trabajadores. Siempre era lo mismo. El viaje. Los viajes. Su inacabable viaje. Salía de la capital en una suerte de gira por el interior del país, a través de las lentas carreteras amarillentas, pálidas, terrosas. Al través de la sed inmensa de las carreteras soleadas. Siempre era lo mismo. La llegada. El alojamiento. El hotel o la posada o la pensión. Y aquellas vidas inertes, silenciosas, circulares, como las moscas de verano sobre los platos recién calentados. Siempre era lo mismo. Un sol, abrasador, intenso, resplandeciente, y aquella necesidad de alcohol, de ron o de whisky, para aplacarla. Siempre era lo mismo. El viaje. Los viajes. Sus inacabables viajes. Y un salario alto que dilapidaba en whisky. Facturas, recibos, muestras.
— Aquí tiene las muestras… el recibo debe de hacerse por triplicado, cuestión de la Contabilidad… Son los mejores productos llegados a Caracas… nuestros agentes de Nueva York envían los pedidos muy rápidamente… a los clientes fijos podemos hacerle una rebaja del 5%…
De rato en rato, cuando la carretera se llenaba de visiones, miraba su portafolios abierto. Sus recibos, sus facturas, sus muestras. Una gran libreta azul de recibos triplicados que él llenaba con gran paciencia, después de convencer al comprador y asegurar la calidad de los productos, despachados directamente de Nueva York.
— ¡Calidad! Como una estrella.
Durante cinco años. Aquellas libretas. El no se acordaba de la fecha exacta. Sabía solamente que después de haber fracasado en el bachillerato, su padre le había dicho con dureza venerable:
—Desde hoy tienes que ganarte la vida por tu cuenta. No quiero parásitos en la casa.
Había enrojecido de vergüenza y tuvo ganas de romperle la cara. El augusto rostro de su padre.
Un año después, moría el viejo a consecuencia de una nefritis, según carta recibida de su madre, aunque él sabía que el viejo había de morir a causa de una prostatitis inclemente que le azotaba en los últimos años, agriándole el carácter. Era esa la causa por la cual el viejo solía decirle:
—Cuídate, muchacho. Los disparates de la juventud se pagan en la vejez.
Secamente.
Hoy se cumplen cuatro años de la muerte de su padre. Hace cinco viaja interminablemente. Al comienzo le acompañaba un chofer, un obrero que se complacía en mostrarle los secretos del camino. Aquí un “bajo” que se llena de agua cuando la quebrada crece, más allá la curva del caracol, y adelante la recta de ocho kilómetros. Pero prefirió andar sólo. Desde entonces conocía el secreto del camino y el secreto del oficio. El proceso siempre se desarrollaba igualmente. El duplicado al comprador, una copia que él conservaba en el portafolios y el original a la casa central. Desde entonces ve pasar libretas azules ante sus ojos azules. Libretas repletas, gordas, azulverdosas. Como las moscas de verano. De pronto desaparece una libreta y surge otra del portafolios. Una y otra. Otra. Otra. Y la carretera sembrada de recibos, de libretas. Ahora marcha a cincuenta kilómetros. La recta de la alcabala al pueblo es recién construida. La aguja, dentro de la esfera de ámbar, marca sesenta kilómetros.
Está en el pueblo.
2
Su confortable Ford está cubierto de tierra. Y él molido, cansado, en busca de alojamiento. De norte a sur la Calle Real, macadamizada, recoge a los paseantes del pueblo. Suena el claxon de un modo caprichoso, a desgana. Los muchachos salen en bandadas, a gritos, tras el viajero. Los campesinos que vienen de la hacienda lo miran pasar, sin comentarios, hasta que alguno más audaz sonríe con desprecio y le tilda de patiquín. Las muchachas, tímidas, asoman con cautela sus rostros tras las celosías, guardianes de su castidad.
A cien metros vio un gran letrero colgante: Pensión. Eso supone una cama donde dormir y la indispensable cena. Como si algo le correteara por dentro, como cuando niño, aceleró el automóvil. Descendió de un salto y dejó caer la puerta con fuerza.
El atardecer.
Se había vestido con cierta sobriedad y había reposado largamente. Los tonos de la tarde le confundían con respecto al tiempo. Aquello le sucedía siempre que manejaba toda la noche sin descanso. Al llegar se acostaba y, al despertarse, no sabía si era de noche o aún de día. Hoy el cielo, lujurioso, ventrudo, deja caer sus colores en variados tonos. Una iluminación profusa lo alumbra todo. Una gran mancha roja, gigantesca, amenaza con reventar en el cielo. Como si un mundo que hubiera desaparecido reviniera violentamente a sus ojos, sus sentidos escuchaban esta sinfonía de color, aquellos naranjas, azules, rojos y violetas, desprendiéndose del firmamento. Con gran nitidez el viejo barbudo levanta la blanca tiza y se apoya contra el tablero donde puede leerse:
Hay instantes del crepúsculo
en que las cosas brillan más
fugaz momento palpitante
de una amorosa intensidad.
Se aterciopelan los ramajes,
Pulen las torres su perfil
La letra era blanca, menuda, vacilante, sobre el tablero negro. Era la clase de literatura en su bachillerato fracasado.
Echó a caminar sin rumbo. Las largas piernas marcaban grandes pasos en la calle recién macadamizada. Sentía una marga y violenta tristeza, SI figura desgarbada marchaba oscilante y había dentro de él una concavidad hueca, vacía, profunda, donde un ruido intermitente marcaba los segundos.
— Perdón…
Había tropezado a un viejo que caminaba.
Eran las seis de la tarde. Las campanas tocaban a oración y varias viejas se persignaban con rapidez habitual. Hacia los lados se alzaban las sólidas casas coloniales, dentro de las cuales ojos de todo color le espiaban. Frente a él, enfrente de su desgarbado cuerpo, tres sólidas, altas, balaustradas ventanas aparecieron. Tras cada una de ellas ojos femeninos le miraban. A medida que avanzaba, alejándose, fueron abriéndose con lentitud y discreción las rejillas y aparecieron entonces tras aquellas ventanas, tres rostros hermosos, semiocultos. Él era forastero en aquella villa y quizás por eso le miraban, particularmente uno con insistencia molesta. Era un rostro de medusa que amenazaba con disolverse en los colores del crepúsculo. Se detuvo y miró atrás, hacia las tres ventanas. Los rostros eran bellos y — sin saber por qué se le ocurría — forjó una pálida leyenda de cierto sabor oriental, como los cuentos que leía cuando niño. Transcurrió un minuto. Dos. Tres. Al poco tiempo, las rejillas de las tres ventanas fueron cerrándose cautelosamente. Tímidas manos blancas empujaban cuidadosamente las rejillas hasta cerrarse completamente. La última en cerrarse fue la del rostro de medusa, de la cual una mirada penetrante se proyectaba al exterior. Las pequeñas bisagras de esta última dejaron escapar un ruido de metal viejo y oxidado. Frente a él quedó aquella inmensa casa con las tres sólidas ventanas cerradas. Y un murmullo de voces susurrantes.
Eran las siete de la noche. Aún el gigantesco sol rojizo del atardecer luchaba en el poniente, como una gran lámpara que comienza a apagarse. Volvió a la pensión, por el camino recorrido.
3
La cena, copiosa, transcurría en silencio. A su mesa, frente a él, se hallaba otro forastero de aquella villa. Venía de la capital, enviado por el gobierno. Era ingeniero. Después de la sopa tenía que sobrevenir la inevitable charla aldeana para la cual era inevitable una añeja botella de vino extranjero. El joven ingeniero, apenas graduado, acababa de llegar con unos planos recién comenzados y extraordinarias ambiciones profesionales. Francamente, era su primer trabajo. Un primo hermano suyo que trabajaba en el Ministerio de Fomento le había conseguido tal empleo. Hablaba con fruición de lo que pensaba hacer, gesticulaba mucho y, al levantar la copa, brindaba puerilmente.
La dueña, vieja, gorda y rechoncha, servía de un lado a otro en el comedor. Cuando se acercó nuevamente, el viajero la interrogó acerca de la casa de las tres ventanas. La vieja rio la pregunta como si se tratara de un chiste. Quizá su gordura la hiciera propensa a estos accesos de risa, y de tos.
— ¿La casa de las tres ventanas? — interrogaba ella a su vez, mientras reía estruendosamente.
— Sí, esa casa con tres altas ventanas coloniales. ¿Por qué ríe?
La vieja se justificó diciendo que todos los forasteros preguntaban por la casa de las tres ventanas. Dijo entonces que era propiedad de la más vieja familia del lugar, descendiente de algún héroe de la Independencia. La casa parecía tener más de dos siglos y su dueño lo era a su vez de las ricas haciendas de caña de azúcar del valle, más allá del río. El viejo aún vivía. Había casado muy joven y su mujer había muerto cuatro años antes. Parece tener un carácter de hierro y su sola presencia infunde miedo. De su mujer apenas se recuerda el rostro, pues sólo salía de la casa una vez por semana, a la misa de los domingos, acompañada de sus hijas. Desde entonces las jóvenes no han salido más, por orden estricta del padre. De él se cuentan cosas. Á veces se trata de simples anécdotas o de historias forjadas por la imaginación popular, otras veces se trata de hechos reales. Pero de unos y otros ha nacido su leyenda de hombre terrible, de señor implacable. Ha matado sin piedad a alguno de sus peones de la hacienda por no haber cumplido determinadas órdenes. A su casa sólo entran un capataz, familiar suyo, quien se encarga de los asuntos internos de la gran hacienda, y, últimamente, el viejo juez del pueblo con quien arregla directamente sus negocios. Se cuenta que en una guerra civil lo hicieron general y que tiene una fortuna en oro enterrada en las paredes de su habitación y que ha jurado que sus hijas no conocerán a otro hombre mientras él viva.
—Mientras viva, repitió intencionalmente la patrona, y las carnes de su vientre chocaban unas contra otras en un acceso de risa y de tos.
4
El viajero se detuvo. La alcabala estaba cerrada con una gruesa cinta de hierro. Sonó el claxon del automóvil y el guardia de turno, un hombrecito viejo de bigotes prusianos, salió de la casilla y quitó la cadena de un garfio que la sujetaba. Debajo del letrero pintado donde decía Alcabala podía leerse Aduana de Licores. El guardia le miraba y se saludaron entre dientes.
La Calle Real estaba iluminada. Un año atrás, el presidente del Estado había venido para inaugurar el servicio de luz eléctrica. La gente caminaba por la calle, animada, conversando. Era día de fiesta. El carnaval. Los muchachos sonaban unos pitos infernales y los hombres hacían un gran bullicio, medio borrachos. Todo el mundo gritaba hasta ensordecerse. Las mujeres, casi todas campesinas venidas de la hacienda, vestían un percal de color rojizo y bailaban con los hombres en la plaza iluminada. Eran las diez de la noche y la gente quería aprovechar el tiempo, pues hasta las once era el permiso de la Jefatura Civil.
Cuando atravesó las calles laterales a la plaza, algunos campesinos ebrios trataron de subir a los estribos de su automóvil, pero dos policías uniformados ridículamente hicieron uso de su autoridad y las peinillas cayeron secamente contra las espaldas de los campesinos indefensos. Algunas mujeres gritaron y el cortejo de muchachos que corría tras el automóvil se dispersó en seguida. El viajero viró hacia la Calle Real.
Los escasos postes de luz eléctrica estaban encendidos y pudo ver, iluminada, la poderosa mole de las tres ventanas. Creía oír ruidos, como voces humanas tras las romanillas, pero atribuyó tales voces a posibles alucinaciones ocasionadas por el cansancio. Sin embargo, se detuvo. Unos ligeros pasos corrieron al interior de la casa. Después, un pesado silencio, un terrible silencio se le vino encima. A lo lejos, hacia la plaza, podían oírse todavía gritos y canciones inconclusas. Pero frente a él, la mole silenciosa de las tres ventanas y algo así como una respiración humana, entrecortada, contenida y luego cancelada. Seguramente —piensa el viajero— frente a él, tras esta imponente ventana central balaustrada, un cuerpo de mujer se esconde, desde siempre.
En la noche caminó por las calles desiertas y oscuras. De algún tiempo a acá una tensión nerviosa le agotaba día a día. Pocas veces podía conciliar normalmente el sueño, tanto más cuanto que solía conducir noches enteras a través de carreteras interminables. Padecía desde algún tiempo a esta parte de grandes insomnios nerviosos y de sueños que él consideraba racionalmente ridículos en los cuales aparecían largas, interminables carreteras polvorientas, proyectadas hacia adelante, siempre adelante, y él en un viaje que no acababa nunca. Otras veces eran grandes vendavales, torrenciales lluvias, la tempestad en todo el cielo y la tierra entera, obstruyéndole su paso. O se veía sentado en su automóvil sobre una montaña gigantesca de papeles, de avisos, recibos y facturas. En momentos aquella montaña se agigantaba y él despertaba sudoroso, jadeante y caía entonces en un insomnio que le hundía en disparatadas meditaciones sobre su vida de agente viajero, que, al día siguiente, juzgaba estúpida.
Esta noche, cinco años después de su primera visita, (¡diez años de viajante!) caminaba por las desiertas calles del pueblo. Había tratado de dormir o de permanecer sobre la cama, fumando y pensando, viendo aparecer ante sus ojos azules una interminable hilera de rostros sonrientes, magros o grasosos, y él frente a ellos, tratando de convencerlos de la calidad de los productos que representaba y vendía.
Esta noche caminaba por las calles del pueblo. Después de las once, de apagarse los faroles eléctricos, la gente se había ido a dormir o se había quedado durmiendo en los quicios de las casas, o en la plaza misma. De pronto debía de detenerse, pues sus pies tropezaban con algún cuerpo tirado sobre el suelo. Algún campesino borracho que no tuvo tiempo de regresar a la hacienda. Su rostro se había agudizado más y sus ojos habían adquirido una claridad resplandeciente. De cuando en cuando miraba las largas manos venosas y pensaba con tristeza que sus manos sólo sabían llenar aquellos recibos por triplicados y mostrar la calidad de los productos de la casa que representaba.
Cruzó hacia las calles de tierra. No oía los tacos de sus zapatos contra el suelo que pisaba. La noche era húmeda y sus pasos se perdían en la humedad y en la sombra. Después de mucho caminar, casi agotado por aquel largo paseo nocturno, regresó a la pensión para dormir. Cayó sobre la cama como materia inerte. Al mediodía despertó después de dormir unas nueve horas, tiempo inusitado desde muchos años para su cuerpo fatigado. Después de un baño reconfortante, almorzó y leyó los periódicos que había traído de la capital.
En el atardecer salió de paseo por el pueblo. La misma monotonía de hoy le recuerda la de cinco años atrás. Las mismas casas, la misma gente, el mismo cielo rojizo. El sol gigantesco como una gran llamarada. Y aquella vieja casa, la casa de las tres ventanas. Recuerda detalladamente la historia de la patrona sobre el viejo propietario. Su figura inflexible, férrea, feudal y maligna le anda en la imaginación desde entonces. Su espíritu es el de esta casa de tres ventanas frente a su desgarbado cuerpo. Aquellos tres rostros, aquellas voces, aquellos pasos y la historia inverosímil de la fortuna enterrada en las paredes de una habitación.
Sonríe. Allí, frente a él, están nuevamente las tres ventanas. Altas, balaustradas, frente a él. Imponentes surgen hacia el mundo exterior, otro mundo. Representan para su espíritu fantaseador la luz acogotada, el sol en eclipse, mariposas prisioneras por el infame alfiler del coleccionista. No, estas no son tres ventanas. Hoy, la del medio está completamente hermética, sin romanilla, y uno de los tres rostros ausentes. Un rostro es la exacta dimensión de la personalidad humana. Él no puede concebir un rostro quemado, deformado o prisionero. En el rostro están los ojos, suerte de pájaros aleteantes, eternamente en vuelo. Y este rostro moreno de ayer, hoy ha partido. De las ventanas laterales, tras las romanillas, dos voces se escapan y unos ojos delicuescentes, unos ojillos de medusa lo miran, amenazando con disolverse.
Esa misma noche se fue del pueblo.
El viajero se detuvo. Frenó con violencia y brusquedad frente a la alcabala. Sonó el claxon. Un viejo hombrecito arrugado salió de la casilla. Tenía los bigotes cortados a manera prusiana y miró fijamente al viajero. Ambos se miraron como quien guarda un secreto común, comúnmente compartido. El guardián quita la fuerte cadena de hierro del garfio que la sujeta y el automóvil cruza, velozmente, el espacio. El viejo guardián permanece inmóvil, hasta que la cortina de polvo sobre su cara desaparece.
Hace un calor sofocante de verano. La armadura del automóvil aparece cubierta completamente de polvo. Las moscas zumban en el pueblo, pues hace un calor sofocante de verano. El viajero desciende del automóvil, entra en un bar y pide un whisky.
— No tenemos whisky — dice el mesonero.
— Un coñac entonces.
Pero tampoco hay coñac.
Bebe una copa de ron que le abrasa la garganta. Hubiera querido beber un refresco, pero una sed de algo fuere, de licor, le anonada. Quiere beber licor, simplemente.
Atraviesa en su automóvil la Calle Real y ve la esfera del reloj de su automóvil. Cuatro y media de la tarde. Desde hace una hora está nuevamente en el pueblo.
Viró a la izquierda y se fue directamente a la vieja y única pensión desde hace mucho tiempo.
Toma una ducha fría para calmar esta sed agotadora. Decide pasear y comienza a peinarse. Frente al espejo. El mismo viejo espejo de hace quince años. El de la primera vez. El de esta pensión de la Calle Real, de este pueblo. Hace con lentitud el nudo de la corbata y ve su cabeza cana y su rostro arrugado.
— Cuarenta años — dice.
Desde entonces, desde su nacimiento, acaecido en la capital, son cuarenta años. Veinte en la casa paterna, hasta que su padre le dice debe de arreglárselas por su cuenta. Y veinte años de caminos terrosos, sedientos, inacabables. Veinte años de facturas, de recibos, de muestras.
—Nuestros productos son directamente importados de Nueva York… Nuestros agentes escogen directamente los productos… Nuestra casa es la mejor reputada entre las firmas comerciales de importación… Nuestra solidez está fuera de riesgos… Nuestra casa piensa aumentar su radio de acción para el próximo año comercial… Nuestros empleados son eficientes… Nuestros envíos están asegurados… Nuestros precios son incompetibles….
Veinte años de pronombres posesivos. Durante veinte años ha repetido este pronombre sin saber por qué. Siempre son nuestros productos, nuestra casa, nuestros empleados, nuestra eficiencia, y jamás ha sabido quiénes preparan esos productos, quién los envía a Caracas y quién goza de las ganancias. Sabía, sí, que la casa es una firma comercial acreditada en el mercado y que debía decir nuestra casa. Quizá por eso la gente le respetaba. Aunque hasta hoy su casa era la pensión, o el hotel. Su casa. Su casa era aquella pensión de la Calle Real. El hotel de la ciudad. O la carretera.
Llamó a la patrona. ¿Quién es esta patrona gorda y propensa a accesos de risa y de tos convulsa? ¿Quiénes son esos circunspectos señores, gerentes de los hoteles, a lo largo y ancho del país entero? Sabía que en los hoteles se le atendía muy bien cuando llegaba y muy amablemente le daban la factura al despedirse.
— ¿Cuándo volverá el señor?
— Quizá a fines de año.
Pero esta patrona, a quien ahora llama, no le preguntó la primera vez si regresaba. Ni la segunda vez tampoco. Reía mucho, como ahora. Sólo que esta vez la halla más propensa a la risa. De esta patrona sabe una historia, es decir, una historia que ella le ha contado. La historia de la casa de las tres ventanas.
Salió sin prisa. El calor aún es agobiante. Apenas unas cuadras y ya se siente fatigado. Regresa al hotel, en busca del automóvil, donde tiene cierto confort indispensable.
El mismo atardecer sangriento de otras veces. Como la vez primera. Y la segunda: La gran esfera rojiza del sol, y este calor agobiante. Las moscas zumban y la voz clara de algún campesino canta a lo lejos, en el valle o en los aledaños.
Entra a la Calle Real por la avenida del cementerio recién construido. Antes enterraban a los muertos en el camposanto. En este mismo terreno han puesto un nombre: Cementerio, y una cerca de cemento. Marcha sin prisa y mantiene en funcionamiento el abanico eléctrico de su automóvil. El calor parece inaguantable. Da una vuelta a la plaza y entra nuevamente en la Calle Real. La casa de las tres ventanas surge a sus ojos, sólida y fuerte, vetusta e inconmovible, como su dueño. Sólo que la casa debe de estar sola. Las tres ventanas se encuentran herméticamente cerradas y las arañas comienzan a tejer entre uno y otro balaustre finos caminos de seda. Una gran araña se balancea en su tejido, como quien descansa de una tarea difícil, acabada. Los hierros están oxidándose y la casa entera cubriéndose de polvo. El detiene su automóvil y desciende. Se agarra fuertemente de dos balaustres de la ventana central y los deja bruscamente.
Se mira a las manos y ve que éstas se hallan cubiertas de un polvo rojizo, como de sangre. Escribe sobre el polvo adherido al poyo su nombre en gruesos caracteres y recuerda nítidamente aquel rostro moreno asomado al atardecer. Se mira nuevamente a las manos y duda si aquello es herrumbre o sangre. Siente algo como un gran asco y escupe contra el suelo hirviente y comprueba que la boca la tiene seca y terrosa. Los ojos de la medusa le vigilan con autoritaria firmeza. El viejo, inflexible y duro, está muriendo. A su única hija que le resta la ahorca con sus propias manos. El viejo va a morir, y muere con el cuerpo de su hija a su lado. Oye a la patrona que se le acerca lentamente y le cuenta la muerte de los otros dos rostros. La vieja habla en voz baja, pero ríe estruendosamente. Estruendosamente. Y se ahoga con la risa y con la tos.
Sube al automóvil con una sensación inexplicable en todo el cuerpo. Enciende el motor de su viejo Ford y huye hacia la carretera. Sale del pueblo con gran velocidad. Sus ojos alcanzan a mirar en la esfera de ámbar el número 120. Después fue un golpe seco contra algo que estaba en medio del camino.
El viajero se detuvo. Había llegado a la alcabala. El viejo guardián salió de la casilla. Tenía los bigotes cortados a la manera prusiana…
El pez dormido
Es realmente difícil relatar con palabras la historia del pez dormido. Esto acaeció hace mucho tiempo en un lejano pueblo, infinitamente lejano del país de mi memoria. Supe de su existencia por un viejo patriarca hindú que, sentado frente a mi precario cuerpo, en un olvidado pueblo del Oriente, comenzó a relatármela de esta manera:
—«Tú sólo piensas en placeres viscerales», dijo la madre de los delfines al tiburón. Éste entornó los ojos, desperezóse, bostezó y dijo: las necesidades del espíritu están supeditadas al cuerpo, quiera que no el espíritu. Y yo, continuó el tiburón, pienso que los habitantes del mar no debemos olvidar que sin un organismo satisfecho, fisiológicamente satisfecho, jamás podremos alcanzar la plenitud espiritual… Podría contarles —prosiguió— muchas historias que confirman mi pensamiento, pero —y lanzó un largo bostezo— la fatiga, el sueño y el hambre me obnubilan…
—Yo, dijo el pez espada —era un pez muy presuntuoso que siempre hablaba en primera persona—, creo que el espíritu está total, entera y absolutamente separado de la materia… La última palabra la pronunció con énfasis. Siempre que hablaba lo hacía con un tono de superioridad, con un énfasis abrumador, con una verborrea apabullante.
Los ojos, fijos y redondos ojos, de un pulpo se quedaron en la retina de la madre de los delfines. Las algas desflecadas como banderas rotas en un combate saludaban al viento que surgía desde el fondo del mar. Las madreperlas ponían toda la atención a las palabras del pez espada. Los ojos del pulpo seguían enfocando a la madre de los delfines. Algunos peces luminosos —de esos que pueden verse en los acuarios— pasaban veloces sin hacer caso —aparentemente— de la conversación…
—Yo conozco la vida, yo conozco a los hombres, puedo hablarles del espíritu humano, de sus flaquezas, mezquindades, tragedias y virtudes; puedo hablarles del espíritu marino, del que anda por los caminos de las aguas sonando incesantemente; del que como aire musical penetra en los caracoles; del espíritu que alienta nuestro universo; del espíritu Salvador de nuestros hijos; de aquel que hoy ahuyenta al enemigo y mañana nos conduce a él; del espíritu que hizo voraz y vigoroso al hermano tiburón; que hizo feliz al caracol en su coraza; que hizo hosco, malvado e hirsuto al pulpo y lo condenó a vivir en el fondo de los mares; que animó con su bondad a las focas habitadoras del norte glacial; que hizo sensual a la sirena e imperfecto al pez espada; que iluminó con sus colores a estos pequeños hermanos que corretean como niños… Así habló la ballena, que era respetada por todos los habitantes del mar. Era una hermosa y apacible ballena blanca que miraba sobre sus oyentes con unos lentes de carey.
El tiburón sonrió con malicia. El pez espada frunció el ceño y levantó su inmenso hocico. Algunos delfines se miraban extrañados. El pulpo se aferró con sus tentáculos a una dura roca. Los caracoles dejaron escapar un fino y leve sonido y las algas desflecadas ondeaban banderas verdes.
Era un tiempo, continuó mi venturoso narrador, en que los habitantes del mar tenían una disputa universal —del universo marino— sobre las cuestiones del espíritu y la materia. Nadie, ni aun los pequeños peces luminosos, dejó de intervenir. La sirena presidía las reuniones. Se publicó una amnistía firmada por las ballenas, las sirenas y los tiburones en la cual se hacía constar que se respetaría la vida de los pequeños peces. Éstos —confiados— asistieron sin temor. Las discusiones se llevaron a feliz término. Al final de la disputa se leyó la conclusión: los habitantes del mar no habían llegado a ningún acuerdo. El tiburón siguió pensando en la necesidad de satisfacer sus necesidades estomacales; el pez espada en las emanaciones del espíritu y en un ente superior, director y constructor del universo marino; el pulpo siguió absorto en sus pensamientos con la pupila fija en los ojos de la madre de los delfines; el caracol siguió sonando, de noche los vientos marinos se introducían en su cuerpo como una espiral silbante; los pequeños peces siguieron desconfiando de la bondad de sus hermanos, reticentes; lo que prueba —afirmó mi bondadoso narrador— que la naturaleza marina es tan estúpida como la humana. En vista de que yo hice un gesto tratando de refutar su concepto, el viejo levantó el índice y manifestó: cállese, amigo, es usted demasiado joven… Oiga la historia del pez dormido.
Sucedió que una noche mientras discutían, un lucio llamó la atención de los asistentes sobre la figura debilucha y pálida de un pez que se había dormido durante la discusión. La sirena tocó la campanilla de orden y el pececito, sorprendido, alzó los ojos y confundido se echó a correr —a nadar— por entre las aguas oscuras. La noche era negra, espesa, densa. Los caracoles dejaban escapar su música sonora y los peces de color servían de guías luminosos a los asambleístas que habían decidido salir en busca del pequeño pez. Éste iba adelante cortando con su cuerpo la masa de agua en que se movía y como creyera que sus hermanos pensaban castigarle por haberse dormido en la parte más interesante de la discusión, decía estas palabras:
—Perdonadme, hermanos. No soy culpable de mi desgracia. Mientras dormía he soñado que estaba en un país donde todos amábamos la vida, extraño al sufrimiento. ¡Perdonadme! En mi estupor vi un cortejo de gráciles sirenas que hablaban del mar con amor, con el mismo amor que los buenos hijos hablan de sus padres. Hablaban de las ostras y una abrió un pequeño cofre del que extrajo una preciosa perla que iluminó al mar durante toda la noche. En ese bello país —¡oh bello país de mi ensueño!— los peces grandes jugaban con «nosotros, y los más fuertes ayudaban a los débiles en sus faenas. Perdonadme hermanos, pero es preciso que huya, sé que me castigarán…
Una ola rumorosa llegó a oídos del pequeño pez. La ola le decía: ven hermano que no te castigaremos. Ven con nosotros y cuéntanos con calma y con reposo tu sueño. Ven. No te haremos daño. Mañana hará luna y pasearemos en tu compañía…
El pez se detuvo. El rumor de la ola —las voces de sus hermanos— le sedujo. En poco tiempo le dieron alcance. Una bella sirena posó los labios en su pequeña frente mientras lloraba. Y el llanto comenzó a brotar de sus ojos. Era feliz, como en su sueño.
A la noche siguiente, una luminosa noche de luna, el pez dormido fue a referir su historia. Pero ya nadie pensaba como la noche anterior. La ballena consideró durante sus reflexiones en el día que la indisciplina del pececito había que castigarse para evitar el relajo de la disciplina y del orden marinos. El tiburón, encendido de ira, manifestó: no podemos permitir que se violen nuestros reglamentos, nuestras leyes, nuestros códigos, nuestros estatutos; recordad el caso de mi hijo menor, quien fue destripado por haberse fugado con una sirena adolescente; recordad la historia del hermano lucio —aquí presente— a quien cortamos una aleta en castigo de su desobediencia.
Todos, todos los peces aquella noche protestaron por la conducta del pequeño pez durante la reunión. Hasta las sirenas, incluso la sirena que le había besado —aún sentía sus caricias— pedía castigo para su culpa…
El pequeño pez dijo, llorando: «Hermanos, ayer soñé con la felicidad, hoy siento la desgracia. Ayer ustedes alentaron mi fe en nuestro común y luminoso destino, hoy han tronchado mis sueños. Por lo visto está prohibido soñar…». Una lágrima gruesa salió de uno de sus ojos y atravesó el fondo del mar. «Lo que no comprendo —prosiguió— es vuestra disputa acerca de la importancia del espíritu. Habláis de ella y pretendéis castigar mi ‘culpa’. Mi culpa, mi pecado de soñar. De todos modos, ¡castigadme! No perdáis el tiempo. Ni un instante».
La luna se hizo más blanca. Diríase que un polvo blanquecino se esparcía por las aguas. La asamblea deliberó y decidió ajusticiar al pequeño pez. El tiburón cumplió la sentencia, como verdugo del mar. Traspasó el cuerpecito con sus inmensos dientes afilados y luego echó el cadáver al fondo del mar. Entonces de ese minúsculo cuerpo herido brotó un torrente de sangre que bañó a los lucios, tiburones, ballenas, caracoles, sirenas, peces espada, que bañó a todos los habitantes del mar. De su pequeño cuerpo salían cordones de sangre que se arrollaban en los cuerpos de sus hermanos. El tiburón sintió ahogarse. La ballena se asfixiaba. El caracol dejó de sonar. Las sirenas enceguecieron y el mar se volvió rojo como si un denso fuego se expandiera por todas partes. La noche misma se volvió roja.
—Desde entonces, me aseguró el viejo, dice la leyenda que cuando los crepúsculos parecen tocar el mar es porque los peces lloran la tragedia del pez dormido.