literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Héctor Torres

Jun 23, 2022

Era la ley de la calle y no podía haber excepciones

A Manuel Llorens

No es ese animal repulsivo que todo el mundo cree ver. No, señor. Ese del cual alguien escribió, con innegable mala leche, que nadie pondría a su equipo “Los Zamuros de Ningunaparte”. Lo que pasa es que, como el matrimonio, el pobre tiene pésima prensa. Pero lo que el prejuicio no deja ver es que este animal, una de las siete especies de buitre americano existentes, tiene un vuelo elegante y majestuoso. Con unos pulmones superdotados para aguantar el aire enrarecido, aprovecha las corrientes cálidas y planea a alturas a las que ninguna otra ave alcanza.

En 1973, por ejemplo, un pariente lejano —el buitre de Rupell— se estrelló en los cielos de Costa de Marfil contra un avión, a unos once mil metros de altura. Si eso no es volar alto…

El zamuro es un animal de fino olfato que, además de desinfectar sus patas con el amoníaco contenido en su orina, degusta sus platos cocidos en el fermento de sus propios jugos. Y usualmente come en grupo. Eso de comer carne cruda se los deja a los bárbaros depredadores, los cuales, valga decirlo, consumen apenas un 36% de las presas que aniquilan. Si fuera por ellos lo demás se perdería. Semejante desperdicio no se consuma gracias, precisamente, a los zamuros. No en vano forma parte, junto con zopilotes y cóndores, de la familia de los catártidos, palabra que viene de kathartes la cual, traducida del griego significa, literalmente, “los que limpian”.

Incomprendida especie que, lejos de recibir agradecimientos, carga encima los prejuicios del mundo solo por hacer bien lo que le toca: limpiar al mundo de carne en descomposición. Pero ese es otro tema. Lo que viene al caso es que el zamuro es un animal de hermoso vuelo, refinado gusto gastronómico y, salvo a la hora de comer, carácter usualmente manso. Al punto de no poseer garras filosas.

Resulta curioso que gente sensible no pueda ver esas virtudes con la misma claridad que la banda del Rabipelao. Claro que, en honor a la verdad, a nadie le consta que este irregular grupo de muchachos de entre trece y diecisiete años, que ya comenzaba a abultar un prontuario por los lados de Mesuca, en Petare, se haya detenido a pensar en ello. Posiblemente se sentían afines a su condición de carroñeros. Compartían, eso sí, la misma mala prensa. Aunque ellos, todo hay que decirlo, sí daban material para la fama que se les endilgaba.

La banda del Rapibelao opera en Mesuca desde hace un par de años. El líder era un menor de dieciséis años que se hizo célebre por su habilidad para huir y esconderse en los meandros de las quebradas. Se dice que las conocía a la perfección y que, en más de una ocasión, llegó a esconderse varios días en ellas, huyendo del fuego enemigo.

Lo cierto es que, aunque nadie sabe cómo ocurrió el asunto, la banda del Rabipelao adoptó un zamuro, el cual hacía las veces de mascota y estandarte. A raíz de eso, en el barrio se decían muchas cosas. Que era una contra, que el animal estaba embrujado, que era un ángel de la guarda disfrazado para convivir con esos pichones de hampones… De todo cuanto se decía, lo comprobable era: a) que el animal bajaba a comer con ellos y se posaba manso en su compañía, y b) que esa curiosa situación —en buena parte gracias a las leyendas que despertaba— les confería una reputación siniestra, lo que les resultaba útil para disuadir a las bandas rivales.

Hay quien dice que lo habían domesticado con carne humana, para deshacerse de sus víctimas. Pero, nuevamente, nadie podría asegurarlo. Lo que sí podían constatar en el barrio es que, cuando estaban reunidos, el animal describía círculos en torno y que, cada tanto, mataban ratas para convidarlo a comer. Era una escena que se veía con frecuencia cuando estaban en el plan fumándose un tabaco y, quizá, repartiendo un botín. Se podía saber que estaban allí por el vuelo del animal, cuyos círculos cerrados hacía, como ya se dijo, de estandarte. Esa rareza los envanecía. Saberse temidos, no sólo por sus fechorías, sino por su mascota, les hacía sentir únicos.

Esa fama siguió remontándose, como el vuelo del zamuro —del cual, por cierto, nunca se supo si llegaron a ponerle nombre—, y se derramó más allá de sus dominios. Era su GPS.

Una tarde, luego de un enfrentamiento con Los Raticas, la banda del Rabipelao se enconchó en un sitio no determinado, en previsión de una represalia de aquellos que, aunque más jóvenes, eran más salvajes. Estando allí, donde nadie podía sospechar que estaban, escucharon una andanada de tiros que atravesó las paredes del rancho. Cuando alcanzaron a asomarse se supieron rodeados por unos veinte sujetos, que escupían plomo sin compasión y parecían muy dispuestos a completar la tarea. De hecho, Miguel Hambre y Carenueve cayeron abatidos en un intento de responder el ataque. Solo la legendaria pericia del Rabipelao en la huida a través de las quebradas, salvó a la banda de la aniquilación total.

Al día siguiente, los sobrevivientes se reunieron convocados por el espíritu de la venganza. Alguien les había echado paja, alguien debía morir. El Rabipelao miró a todos los miembros de la banda a los ojos, uno a uno, detenidamente, buscando una mirada que se delatara, un gesto que se quebrara. De pronto, Chatarra elevó su mirada al cielo. Cuando el Rabipelao estaba a punto de leer en ello el signo de la traición, vio que aquel encontraba lo que estaba buscando en las alturas.

Coñuesumadre, dijo con dolor, ya que le había cogido verdadero cariño al animal.

Era la ley de la calle y no podía haber excepciones. Por tanto, muy a su pesar, lo invitó a comer y, mientras el noble animal se devoraba su ración de rata, el Rabipelao tomó un cuchillo y, con sus propias manos, lo degolló.

***

¿De verdad quieres que te diga?

a Víctor Valera Mora y Ángel Gustavo Infante

La pequeña pantalla iluminó, al fin, las letras PB. Antes de abrirse las puertas, se escuchaba una pegajosa cancioncita de moda. Cuando se abrieron, de la cabina emergió el galán del piso 12. En cuanto vio a la chica que esperaba afuera, detuvo su concierto en seco.

¡Mi niña, buenísimos días!, paladeó, más que hablar. Te pasas de bella, chica. Pero, ¡Mi cielo! Dime un solo defecto tuyo, flaca linda… Líbrame de esta esclavitud de verte perfecta, anda.

Ella esperó, con su mejor mirada de indiferencia, a que él saliera del ascensor. En la relativa seguridad de la cabina, se dio vuelta y, viéndolo a la cara, no pudo reprimir una sonrisa. Él la interpretó como un tímido pero seguro avance hacia el glorioso objetivo de ver sus pantaletas deslizándose por esas piernas morenas.

Animado por el amistoso gesto, permaneció inmóvil frente a ella, como esperando una respuesta, palpándola de arriba a abajo con la vista. Ella, manteniendo su sonrisa divertida, dijo algo que él no alcanzó a escuchar, distraído como estaba en comerle las piernas. Cuando intentó atrapar sus palabras, las puertas del ascensor se llevaron la imagen que lo acompañaría el resto de la mañana.

Luego de verla desaparecer dentro del ascensor, salió del edificio y se enrumbó hacia la parada del Metrobús, examinando las razones por las cuales podía sentirse optimista. La más obvia aunque, a su juicio, no la única, además de esa sonrisa que le acababa de regalar, era que no le conocía hombre. Nadie, excepto los familiares más cercanos, la visita nunca, razonó para animarse. Los padres, cada cierto tiempo; el hermano, cada dos o tres semanas; una que otra amiga… enumeraba satisfecho, caminando por la acera todavía húmeda por la lluvia de la noche anterior, recordando las piernas en esa faldita diminuta con la que nunca antes la había visto.

No quería pensar en nada más para no perderla de vista. En los cinco años que llevaba viviendo allí, esa había sido la mejor postal que le había regalado Santa Mónica. Caminó cerca de tres cuadras con una única imagen y una única certeza: las piernas de la chica del 6-D y esa sonrisa que, estaba convencido, significaba algo. Concluyó que al fin se estaba ablandando, y se relamía con la inminencia de la felicidad por venir.

Eso no pasa de tres semanas, sentenció, y apuró el paso porque el Metrobús se asomaba ya a la avenida.

Se estaba quedando dormida en el desorden de unas imágenes lejanas cuando escuchó el chorro de la regadera. Se despertó y tardó un instante en ubicar las circunstancias y en intuir la hora. Al recordar las últimas escenas de la vigilia, se incorporó y recuperó de inmediato el casi imperceptible vaivén que timoneaba sus caderas luego de la larga noche. Estirándose como una gata se preguntó con qué fuerza de voluntad podría alguien levantarse de la cama, luego de ese momento. En eso escuchó sus pasos descalzos y alzó la vista.

Ese caminar apurado y de pies en V lo reconocería hasta en Pekín, se dijo.

¿Tienes que irte ya?, le preguntó, desperezándose en la cama.

Si te digo que ya debería estar en el aeropuerto, ¿qué me dirías?

Ella sonrió y lo haló por un brazo.

Que te quedes acostadito, y así te evitas el embarque.

Eduardo la complació y se acostó a su lado, disfrutando de la tibieza de su cuerpo en contraste con el suyo, que estaba helado. Permanecieron abrazados en silencio, hasta que él, luego de escoger las palabras, le preguntó si de verdad nunca se lo había reprochado.

De los dos, él siempre fue más temeroso, más cauto. La temeridad de ella, en cambio, era el equilibrio perfecto al comedimiento de Eduardo. Así lo veía ella. Él, menos optimista, solía resumir su “equilibrio” en dejar que ella se saliera con la suya.

Valentina apeló al recurso de volverse atrevida, disfrutando de verlo indefenso ante sus arremetidas. Ignorando los pensamientos que rondan los insomnios, el eco de los atardeceres en soledad, las palabras coladas en medio de las películas repetidas de los domingos, le respondió con afectado aire infantil, mientras jugueteaba con un dedo por el pecho de él y su mirada se perdía tras la ventana:

¿Por qué, pues? Tú me quieres… yo te quiero… Te vuelves loco cuando me ves desnuda… Eres de lo más sabroso en la cama…

Pero no imagino la cara que pondrían…

¿Y por qué vienes cuando no están?, le interrumpió, retirándole la mano de su pecho. ¿Por qué llamas antes? Porque nadie imagina la cara que pondrían, papito. Pero esa no es razón suficiente para que no sigas viniendo. De hecho… mírate aquí.

Esto último lo dijo sonriendo, arqueando las cejas y moviendo los hombros, como dando a entender que, por cotidiano, ya era algo natural.

¿No te gusto?, le preguntó al rato, sonriendo por dentro de ver cómo la resolución de él se derretía como un helado a pleno sol.

Quedó acorralado y debía admitirlo. O al menos, guardar silencio. Como siempre, ella se había salido con la suya. De hecho, permanecieron callados un momento. “Mucho”, respondió él, mirando al techo. Ella reinició los mimos, acariciándole alevosamente la pierna con su pie. Él advirtió que volvía a erectarse. Ella se percató y sonrió con malicia. Él trató de defenderse del estado en que ella lo ponía. “¿Sabes que desde que eres carajita he pensado que estás loca?”, quiso decirle, pero recordó que ya se lo había dicho antes.

Y muchas veces.

Eduardo ya se había vestido y Valentina permanecía desnuda sobre la cama, boca abajo, la quijada apoyada sobre sus manos cruzadas, confiada en que esa visión sería irresistible. Cuando él se despidió, ella sin cambiar la posición, le preguntó:

¿Cuándo vuelves a sorprenderme con tu visita?

Si logro salir siquiera, te llamo en cuanto llegue, respondió, evitando detener la vista en su espalda delgada, en sus piernas morenas, en sus nalgas firmes.

Deja que me ponga algo para bajar a acompañarte, dijo ella, y volvió a estirarse, siempre de espaldas, con alevosa calma.

Le iba a decir que no se molestara, pero sabía que contrariar a Valentina era como pelear con el clima. Ella se terminó de incorporar y, después de buscar durante un buen rato en el clóset, descubrió que tenía toda la ropa sucia.

Se me hace tarde, dijo él viendo el reloj y asomándose a la ventana.

Ya va, chico, dijo ella, y tropezó con una gastada faldita que usaba para estar en casa. Le incomodaba la idea de bajar hasta planta baja «casi desnuda», pero no tuvo más remedio que ponérsela. Se buscó brevemente en el espejo, se acomodó un mechón rebelde que caía sobre la frente, alisó la falda con las manos y asintió con resignación antes de ir por las llaves.

Abajo se dieron sólo un fraternal abrazo. Ella volvió a sentirse incómoda en ese atuendo tan privado. Saludando a una vecina que pasaba (y que le devolvió una mirada de arriba a abajo), le pidió a Eduardo que la llamara en cuanto le fuese posible.

Trata de divertirte, fue la respuesta de él.

Me llamas, insistió ella, arreglándole el cuello de la camisa.

Él le tomó con delicadeza las manos y les dio un beso rápido a manera de despedida. Ella se quedó observando brevemente su andar nervioso.

Al perdérsele de vista, decidió que no saldría esa mañana. Algo triste que no terminaba de desgajarse le bajaba por el pecho. Y aunque no era la primera vez, nunca se acostumbraba a esas despedidas. Subiría y se tumbaría de nuevo en la cama. Quizá retomaría la lectura con la cual lo esperó, luego de su inesperada llamada. Dormir siempre es la solución para lo que no tiene solución, se dijo. Al despertarse estaría de mejor humor para buscar qué comer, afirmó apurando el paso, porque la incomodidad de estar en planta baja tan ligera de ropa la asaltó de nuevo.

Presionó el botón del ascensor y observó que la pantalla se mantenía impasible iluminando el piso doce. Alborotados sus pudores, la sola idea de que alguien llegara le acrecentaba la inquietud. Como si pudiese echar a andar el aparato con ese gesto inútil, presionó el botón nuevamente, esta vez con más fuerza. Echó una mirada hacia la entrada del edificio y pensó en la incómoda ambigüedad que suponía la planta baja, que no era la casa ni la calle.

Y el ascensor seguía inerte iluminando el doce.

Valentina alternaba su mirada entre la entrada del edificio y la pantalla del ascensor, hasta que vio iniciar la cuenta regresiva en la pantalla. Ahora sólo deseaba que llegase vacío. No estaba de ánimo para saludar a nadie.

Al ver que ya marcaba el ocho, se distrajo pensando en las sábanas revueltas que la esperaban, en el cuarto con las cortinas corridas, en los olores escondidos que saltan de los rincones de esas sábanas que ya estaban frías, en hacer un breve inventario mental de la nevera. Lo primero que haría sería desnudarse para disfrutar, en la cama, de la melancólica compañía de su ausencia.

La imagen de las manos de Eduardo acariciándola le hizo sentir un cosquilleo en el vientre. Nunca dejaría de asombrarle ese rito de buscar a alguien con quien morderse y lamerse con desespero, ni por qué nunca se agotan las ganas, ni qué mecanismos privan en la selección de ese alguien. Concluyó que el sexo es sólo una herramienta inocente y amoral para obtener afecto. Eso siempre lo justifica, concluyó en el momento en que el ruido del ascensor, precedido por una voz desafinando una cancioncita de Luis Miguel que ella odiaba, la sacó de sus pensamientos.

Cuando se abrió la puerta, apareció el latoso del 12 (el indiscutible número uno en la lista de antipatías personales de Valentina). Precisamente él. Y precisamente cuando se había permitido bajar con esa falda tan diminuta. ¿Tenía que ser él? ¿Y con esta faldita?, se preguntó contrariada, aunque reprimió cualquier gesto. Estaba convencida de que, ante tipos como ése, demostrarles cuánto la ponían de mal humor era darles poder.

Por supuesto, al galán se le iluminó el rostro. Por supuesto, le miraba las piernas como un perro callejero ve la vitrina de la carnicería. Por supuesto, le salió con una de las que ya la tenía acostumbrada: que cuál era su defecto, que él la veía perfecta y otras frases manidas que él suponía originales.

Ella no supo si fue porque de repente sonrió que él se quedó esperando una respuesta, pero sí sabía que no le iba a decir lo que le pasó por la mente. Era tan disparatado que no pudo reprimir la sonrisa. Se limitó, entonces, a preguntarle con picardía, con repentino ánimo de pasar a la ofensiva, de neutralizarlo definitivamente:

¿Un defecto? ¿De verdad quieres que te diga?

Y aunque no imaginó qué iba a hacer si el galán insistía o intentaba entrar con ella al ascensor, no tuvo necesidad de más nada porque la puerta se cerró, dejando tras de sí al tipo con su pose, esperando alguna clave que, él suponía, ella iba a suministrarle para llegar hasta su cuarto.

Iba en el ascensor preguntándose por qué cuando una mujer vive sola los vecinos se ponen su cama como obsesiva meta, pero pronto olvidó el asunto porque no estaba para disquisiciones de esa naturaleza. No en este momento ni con este ánimo, afirmó sacando la llave.

Cuando llegó al apartamento, se fue quitando la ropa camino al cuarto, dejándola regada a su paso. Se tiró desnuda a retozar en la cama, aspirando, con los ojos cerrados, una franela de Eduardo que recogió del piso.

Y, aunque ya no estaba pensando en eso, de pronto le cruzó por la mente la cara del galán del 12, «anda chica, dime un solo defectico tuyo…».

¿Qué tan amplio será el tipito? ¿Qué tanto soportará?, se preguntó con la franela tapándole el rostro. Y luego, dirigiéndose a él imaginariamente: ¿Ser amante de mi hermano califica como defecto? Tú no eres moralista, ¿o sí?

Sonrió sin abrir los ojos, y escuchó claramente de la voz de Eduardo:

¿Sabes que desde que eras carajita he pensado que estás loca?

Pero tú me quieres así, le respondió a la soledad de la habitación.

Y quitándose la franela de la cara, agarró nuevamente el libro que estaba leyendo la noche anterior, luego de la llamada de Eduardo. Sonriendo ante las líneas abiertas al azar, recitó para sí:

“Bello cuerpo de mujer / que no fue dócil ni amable ni sabio…”

Sobre el autor

*Foto 1: Fernando Bracho. Foto 2: Jorge Gómez Jiménez

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