literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Gustavo Luis Carrera

Ago 4, 2022

La partida del Aurora

Cruzó el gordo Freddy con toda su gordudez, entró al bar y empezó a reírse como de costumbre, “deja la velocidad, negra, que sí nos vamos a ir lejos o adonde tú quieras pero no me digas todavía que sí” como cada sábado y cada tarde y cada noche y cada vez que venía, que eran muchas, pocas para mí es verdad, «todo el mundo sabe que te tiro la carrocería ¿para qué lo vamos a esconder?” (“perdámonos y niégalo todo”; sigue cantando a ver si por fin llueve), y saludaba con un ruido de lengua a Frasquito que estaba fijo detrás de la barra, y se sentaba con las piernotas abiertas o se paraba con las manos afincadas en el espaldar de una silla y decía a mirarme con los dientes siempre parejitos y brillantes (el gordo es bien, Shula, no te lo voy a negar) y después a mover los brazos como un alcatraz, ¿así le dices tú, no?, igual que el viernes pasado: le explotó junto a la cara una tripa de camión que estaba inflando y le dio mucha risa del susto, se desinfló el gordo, gritaba Frasquito y casi lloraba de tanto reírse (pareces idiota, ya está bueno), aunque lo negara y nadie lo sacaba de que nada más le hacía gracia que la bicha hubiera salido como un zumbador, dando vueltas y ese silbido (más bien como un silbador), -¿dónde quedó metido Borgesito, Shula? sinceramente dime: ¿quién se acuerda de ese nichecito?-, o como cuando le cayó la disip y le registró todo el taller b do propaganda y iones de ésas, «vaina suversiva dicen que hay aquí, acompañános”, una sapeada, volvió a los dos días, no me encontraron nada y tuvieron que dejarme quieto, se estaba riendo todavía, enseñando en los dientes toda la vainasuversiva, y así se ponía a mirarme ya a decir que cualquier día -Haidé, si no es hoy es porque será mañana (hoy no se fía, mañana sí), iba a disponer decirme algo que yo nunca había oído, ¿qué te parece esa estaca?, y hasta lo gritaba, y así me lo repetía como si no hubiera más nadie en el bar y él me importara algo a mí.

De Los Flores a Los Ruices. Como de una a otra familia (de hombres). Un autobús y el siguiente: dos esperas largas: empujones y una que otra sobada, pero al menos sin colas. “A Marisol tienen que entregarle su hijo, ¿tú la viste anoche?» O el carrito por puesto a toda mecha, favor no tirar la puerta, la suave, dulcemente amor, “abrázame suavemente”, así como en la canción, bueno ¿y ahora esto es a bolívar?, ¡sí, hombre, sigan votando por el gobierno! silencio de aparente convivencia ahora las noticias: estos son los titulares, pero antes: nada mejor para lavar ¿y qué me dice de la cantidad? mejor vamos a cantarlo, mire maestro: si usted baja eso le aseguro que aquí nadie se va a poner bravo, la mirada arrecha, el fiscal: alto, ¿esto viene saliendo entonces a bolívar, como quien dice?, eso mismo dije yo, Shula, el Aurora debería ser un barco, la pierna se pega como una estampilla, ¿qué se creerá el chamito éste?, sí, sí la vi anoche, lo que pasa es que el esposo de Marisol está tostado y no la reconoce, pero de que su hijo se lo  entregan, se lo entregan, ¡epa, loco, te ibas llevando al fiscal!, ¿cuál fiscal? Y más respeto: este es un vehículo serio, si de varilla no chocaste con él, ¿cómo quieres que te lo escriba?, ¿tú quieres llegar atrasado?, ¿cómo la avestruz?, el pellizco y la pierna salta, un frenazo en esa esquina, a un lado siguen pasando carros, autobuses y motos, del otro: gentes y también motos: voces, humo (polución, en una nueva crónica por entregas del periódico), todos bajan, mira brodercita ¿te v asa calentar por eso? es un accidente del sistema ¿tú me entiendes?, bajan, se apuran mientras taconean y comienzan a acezar al minuto.

La tercera cerveza: el diálogo iba suelto. Mi amor, de aquí no te vas. ¿Y si me llaman? Ah, con permiso ¿y más nada? Así es la ley aquí. ¿Y cuándo puedo ir a la Casa? Tú sabes que eso es otro asunto, y además yo; con permiso. Frasquito dame tres. Mira, acuérdate que no hay una sola mesa. Dame tres y deja la vaina. Gracias, y dime cuánto es; o no me lo digas todavía, Haidé, morena hermosa, negra bella, déjame decirte así, porque tengo que decírtelo. En esta mesa sí me quedaría, sí me quedo, y me voy lejos de aquí, como otras veces he dicho como si fuera verdad, sí me siento, porque me da la única gana que me queda y es mía para hacerlo. Siéntate, Haidé, negra bella, y no te levantes más nunca.

Tú sabes que de la rocola al orinario hay tres (jolidéi con roc luces de colores en peloticas giratorias —pared en medio —perfume de meados— aquí es), pues bueno, el más alto llegaba y metía un real; pisaba dos canciones y se clavaba en el baño, más atrás venía el más bajito, ponía otro real, pisaba las mismas teclas y se metía en el orinario (suavemente, “bésame, bájame, tírame dulcemente amor”); se tardaban tanto que yo se lo dije a Frasquito, “lo único que nos faltaba”, después, a la segunda vez del mismo asunto, Frasquito se calentó: no joda, y fue a vez, los dos encerrados en el excusado, ¿qué te parece?, tócales la puerta, Frasquito fue a tocarles, salieron rápido, serios y apurados— la próxima vez: guillo, ni un levante se puede hacer en paz (pis; no hagas la guerra), los derechos del pargo: y hasta zanahorias somos: nada de gamelote—, pagaron corriendo, yo no aguanté la risa, Shula, y me reí delante de ellos. A Marisol le tienen que devolver su hijo, la ley está de su lado, a pesar de lo que le dijo el marido: tú no eres su madre, ese niño no te pertenece ni te pertenecerá ni que pasen diez siglos (las ces y las zetas madrileñas de origen o torcidas en Maiámi —caballero, ¿qué es lo tuyo? ¿qué tú tienes contra el trabajo intelectual honesto fuera de la isla? —: prejuicios fonéticos y políticos: ¿qué diferencia aparte de que fuera si fueran Sarría y su menda?, a fin de cuentas Marisol es una madre y punto, sin patria y con marido loco). Haidé, ¿tú te acuerdas de lo que dijiste cuando llegaste? Sí, que venía por seis meses (o seis veces o algo así, cómo te gusta recordar cosas de la única elástica que verdaderamente no se arruga, la de la lengua); y después pedí que me pusieran en tu cuarto, y hasta el Viejo dijo ahí mismo que a nosotras como que nos gustaban las de maíz tierno, ese Viejo bocatero, primero no entendí muy bien, después me dieron ganas de tirarle una patada. ¿Sabes lo que estoy pensando? ¿cómo estaría yo ahorita en Caracas, como tú, Haidé, aunque fuera con un hijo de Borgesito, pero en Caracas.

Aníbal no era así, pero si lo digo parece que yo soy una pendeja, ¿no?, ¿enamorada?, eso sí te puedo asegurar que ya no. “Haidé tienes que creerme porque a ninguna mujer le he hablado antes de esta manera tú significas algo tan diferente para mí”. Se aprovechó, como quien dice, tantas historias, ya es fastidioso: era jefe de personal y yo una bolsa, antes sí me enamoré de él, me dijo que se iba a casar conmigo, Shula, ¿a ti no se te parece el Aurora a un barco?, yo creía que era un hombre y resultó un nichecito, si hubiera tenido un hijo (hay que evitar eso, yo no soy hombre de problemas), yo sería al revés de Marisol, sería yo quien no se lo entregaría a él por nada. “Haidé por ahora no puedo mucho menos pensar en apartamento son cosas que pasan todos los días nos conocimos y nos gustamos con decirte que siempre pienso en ti aquel fin de semana en Higuerote mira te aseguro que no es fácil para mí”. En cambio para mí sí es fácil, aquí estoy y ¿quién se acuerda de ti, Borgesito?, estarás muy feliz casado con la hija del dueño, ahora de superjefe de personal, después de un matrimonio elevado (hay que elevarse, mijita, una mujer al casarse tiene que buscar elevarse, cuidado Haidé, que tú eres la mayor), sí mamá, di el ejemplo, ¿pero a quién carajo le importa tu elevación, Borgesito?

Con Freddy no, cualquiera menos Freddy. ¿Y por qué se te ha metido  eso en la cabeza, mujer?, mira que un hombre encarajinado es peligroso. ¿Y a mí qué me importa?, con él no (se las da de parador y de pronto quiere invitar sin tener plata: más nada que los dientes parejitos, y después se ríe, tú sabes, con esa risa que siempre carga y que no te voy a negar). ¡Adiós!, tú lo que estás es enamorada del gordo. ¿Quieres que te diga una cosa, Shula?, después que yo me vaya (los seis meses rebotaban como una pelota de goma), ¿qué más?, ¿Freddy qué?

Lo peor era el hambre, sobre todo los sábados y los domingos, no el cansancio en las piernas: las sentadas con los clientes ayudaban; y de repente ese olor a pescado frito, tostadito como una galleta, a tajadas, a hallaquitas / Haidé, déjale siquiera una a tus hermanas: mamá las hacía suavecitas, con manteca / ; no hombre, Viejo, ¿ni una papita siquiera? son las tres de la tarde, ¿y tú no te desayunaste? Si no comiste fue porque no te dio la gana ahí están pidiendo otras dos cuando hay trabajo no hay tiempo para comida, algún día te veré, viejo malandro, sirviendo de mesa en mesa, sonriendo con los labios pintados de morado (váiolit pinc, el estilista Yoni está para servirle en la cuarta página de la revista de dos cincuenta que acaba de subir a dos setentaicinco) como Shula—; dos más y tráeme unos fósforos, mi amor (abrázame suavemente amor”, ¿es que no saben decir más nada ni poner otra cosa en la rocola?), tres vasos, Frasquito, y cámbiame esta bicha que está caliente; siéntate, negra bella; ¡ah!

Viene el gordo Freddy y planta toda su barriga en medio del corredor de la Casa; por aquí tiene que pasar, si llega, todo queda resuelto, sino, se van a oír los gritos hasta de los dos gatos de misia Andrea; ¿qué, mijito?; no, misia Andrea, no es con usted; pero, tú me nombraste, ¿no es así?; métase pa’dentro; y yo no tenía nada que ver con que él estuviera ahí como una pared: aunque lo hubiera sabido tampoco habría ido -yo no me calo ésa, Fred (qué sabroso cuando me dicen Fred, me parece una película / qué buena estás, negra / qué rico así contigo, calladito, y todo esto para ti), no quiero más caramelo; “nos iremos a donde tú digas, mi amor, pero no me contestes todavía”; no, Fred, deja la cuestión, yo no soy nueva—; él habla como si yo tuviera algo que ver con él; ¿quién le dijo que me fuera a esperar a la Casa?; borracho o medio loco; gritaron hasta los dos gatos de misia Andrea: Freddy rompía y tiraba golpes, hasta que cayó como agotado y lleno de sudor; la Paliza aprovechó para llevárselo a su cama —esa Paliza sabe mucho: es una pava, cuídate de ella, Haidé-; ¿no te digo, Shula, que yo no tengo nada que ver con él ni con ninguno? (los seis meses se fueron poniendo amarillentos y resecos), y es todo lo que te digo, porque si te dijera más, te diría que Freddy es, ¿cómo decirte?, el camino que va hacia afuera de aquí, y si me meto con él pierdo ese camino, si se me mete en el cuarto, todo se acabó: ni los dientes parejitos riendo, ni te voy a decir algo que nunca has oído, ni nada.

Llegabas al vagón y empezabas: una con queso y un fresco de parchita, y ahí estabas gritando hasta que les diera la gana de oírte; Haidé, negra, ¿cuándo te vas a decidir?, una discoteca de calidad, in, ¿me oíste?, in, no los bonchecitos piches ésos; era como un cansancio: el tráfico, el vagón, la fábrica, los habladores de paja; ¿qué más iba a esperar?

¿Sabes lo que yo haría si fuera Marisol?, iría de noche, cogería mi hijo y me escondería con él, Caracas es muy grande, ¡ah! y le daría dos patadas al maridito loco, ¿quién me iba a encontrar?, más teniendo la ley a favor (todo definitivamente méid in Maiámi: maridos ciegos, cojos y locos y tantas Marisoles como faltan ojos, patas y tuétano del cerebro, Marisoles de cocina o de teléfono, de beibidól o de eletedé); o voy al Nuevo Circo, compro un pasaje y me pierdo con el carajito; no, chica, lo de mi tía no es problema, lo que quiere es plata: ella cree, o se hace, que es lo mismo, que estoy trabajando en una quinta por el Este, son dos veces que he ido y le entregué los reales para la casa y para mis hermanas, los billetes ahí y ella la verdad es que no ha preguntado mucho; en seis meses (estaban pegados de la pared con cinta transparente) voy a juntar suficiente; y otro trabajo. Y otra fábrica y otro Borgesito; mira, Haidé, si te vas a ir anda vete de una vez, si no quédate: aquí no es fácil conseguir una amiga; aunque ya tú me lo dijiste ya: mi cara no sirve para dar consejos (es que tú te pintas como una rata, Shula: esa moradera brillante se pega de todo lo que tú digas). No te quise decir eso. Ya tengo año y medio aquí, fíjate, móntale otro año en El Peñón y seis meses más donde empecé, en la carretera de Santa Fe, son tres años, ¿pero tú sabes quién da los marrones para mi casa allá? Me refería a que te veías como triste ayer; además: ¿yo no hago lo mismo que tú?, otra cosa es que sea por seis meses (uno tras otro habían anclado en la esquina del bar: gatos enconchados). Mira, Haidé, déjate de lavativas, vamos a aclararlo de una vez: mi cara es de tres años de servir cerveza, de acostarse, de que te metan la mano frente a la gente y de que te hablen (mi amor, siéntate conmigo), te hablen (mi amor, ahora lo mismo pero al revés) y te hablen (mi amor, este mes son setecientos, menos ciento veinte, más cuarenta) hasta que tú ya no sabes qué significan las palabras.

Cuando nos fastidiábamos del vagón, íbamos al Fátima: el portugués ponía unos bistecitos flaquitos como rebanadas de jamón, pero divinos, con su salsita y su arrocito; “la carne es cada día más poquita pero aquí lo que importa es la compañía»: Aníbal se iba, con permiso, el bigote le bailaba y la risita, él era tierno cuando le daba la gana, si me concede el placer de llevarla esta; al vagón no iba nunca: eso es para los que se contentan con la papa flaca lo mío es sustancia, cuando do quería era chévere, no te lo voy a negar; eras chévere, Borgesito, al principio, cuando tus palabras eran tuyas, después, Borgesito, te fuiste borrando y ahora en la pared ni siquiera se distingue tu foto tamaño carné.

Sentía todo tan tranquilo, la calle vacía, ese sol ahí, el ventilador no sirve ni para espantar moscas, en la puerta olía el mar, y aquí el bar era una casa como cualquiera, tenía sueño, mi casa, las últimas semanas pasaron corriendo (más adelante corrían los seis meses),  Frasquito: dame un fresco, más nadie, por un momento mi casa y yo sentada esperando las visitas; cuando tú llegaste me preguntaste donde me había metido que no me habías podido encontrar y aquello me extrañó mucho, como para decirte nada más: aquí.

Freddy resopla como un vaporcito y cuanto termina dice: es tuti. Pero si tú dijiste que el gordo no. ¿Y si me da la gana, no puedo decir que Freddy resopla como un vaporcito?; deja el agite, Shula (¿y ese nombre, chica? / de “Una estrella en la noche” / ¿de dónde? / de una película: vainas de mi mamá, le gustaba ¿cómo es que tú dices? a pantallar), yo me iré a los seis meses, yo estoy clara ¿me entiendes?, esto es asunto para un tiempo; déjame que te cuente: cuando llego al balneario —rl Viejo no quería dar el día, pero era duelo nacional, la televisión, no todos los días señores televidentes se muere transmitiendo en vivo y con un ripléi un pueblo entero— , se me acerca un tipo y me dice señorita, cuando me dicen señorita no sé si me están mentando la madre o echándome el cuento de  Maríatolete, señora me permite que la acompañe, tú sabes: pureto pero todavía, después me dice la espero en el carro, yo me voy a vestir para irme, creyendo que eran ganas de burlarse, ¿señorita en un balneario a tres cuadras del Aurora y a las cinco de la tarde?, y cuando voy saliendo veo que me hacen señas de un Camaro, ¿te das cuenta?: un Camaro, no el pepón de Freddy, me acerco y es el viejo, de lentes, profesor me dijo que era, me subí, ¿a qué hotel vamos?, a uno que sea bien caro le dije y me reí, y me llevó, Shula, me llevó, educado, limpio, te digo una cosa: con tipos así, ¿y sabes cuánto me dejó?; sí chica, es una decisión, a pesar de tipos así: seis meses (los seis meses bailaban: eran de chicle) y me voy.

Yo te he contado lo mucho que quise a mi mamá, bueno, ahora puedo decirte que felizmente se murió en esos días -mijita, te lo voy a anunciar una sola vez: nada de eso, estás equivocada si crees que yo, en esta casa-, mamá sospechaba algo, no, no se murió por ese asunto, su enfermedad era más vieja que ella, como decía mi tía, se murió y Aníbal se portó muy decente en el entierro, Haidé aquí estoy para lo que haga falta ya sabes hasta dónde puedes contar conmigo, no, eso lo supe después, porque tú ya no eras sino jefe de personal y también un nichecito tan poca cosa que ¿quién se acuerda ahora de ti, Borgesito? Shula, si el Aurora fuera un barco, yo esperaría hasta la noche de entrar al mar.

Negra bella, GorroMartín siempre decía lo mismo y se iba y aparecía en la Casa, ¿qué me importaba que también lo llamaran Cachucha porque había sido policía?, y que fuera fumón y se pegara sus pepas azules. Negra bella, por fin empieza la noche para mí ¡Ah! Solamente tú, negra bella, me llevas al otro lado y no sé más ni quiero desprenderme; amanecerá y contigo. ¡Ah/ !No te preocupes, Haidé, usa el mismo remedio que yo: leche de burra, el azúcar lo pongo yo, y no te acordarás de más nada, ríete, ¿por qué no te ríes? / Acuéstate, Shula, y duérmete, ese desgraciado siempre te hace beber demasiado —¿qué buscas aquí, Borgesito? ¿cómo que te equivocaste de autobús o tu foto saltó de la pared al oír palabras que reconoces?—/ No me vas a decir que en Caracas tienes un cuarto como este, arreglado como un bacán, y que se mueva tan sabroso con cama y todo, y si lo componemos todavía mejor/Lo compondrás con otra, porque de que me voy, me voy, no me quedo por nada ni por nadie -tú poco a poco se ve adónde vas o adónde ya fuiste Shula morada los labios asquerosos como dos cervezas calientes.

De Los Ruices a Los Flores era más despacio y más lejos, dos carritos, dos puertas suavemente (“ciérrame dulcemente amor”), lo mismo que pensar todo el tiempo, última hora: tres nuevos detenidos en el caso ¡eeeú!, al radio se le fueron los gaticos, dale un golpe a ver, paf, un resumen de las de esta principales noticias de esta emisión, estos son los titulares, no hay nada mejor para blanquear ¿se fijó en la cantidad? ¿qué tal si lo cantamos? ¿los dos? no, los tres: una familia que permanece unida (la próxima vez el pomerania), lo mismo que pensar, el radio a toda velocidad mientras el carrito se emperraba con la cola  inmensa que hacía de los próceres una sola procesión de avenidas: Miranda, Bolívar, Sucre —al lado derecho guardaba las distancias Urdaneta-, esta noche es la definitiva de Marisol con tal de que no vayan a repetir los capítulos del comienzo como anoche ¿tú los viste otra vez?, urgente: detenidos en Sabana Grande tres transformistas mejor conocidos por zoquetes (¿por qué no les dirán maricos como todo el mundo?), última hora plimpilín pilín pilín: capturados tres —tristes— tronos que le metiendo de frente a la mafafa en plena vía pública y no sabían decir si el viaje era de ida o de vuelta, todo el camino pensando en lo mismo: ayer, hoy y cada vez, al cierre urgente pilín plimpilín: tres guerrilleros fueron apresados en una emboscada (¿de quién para quién?: Panamá y la experiencia réinyer) y pasados al comando antirrebelde para someterlos a la política de pacificación (cuidado con elevar demasiado la dosis), bueno ¿y hoy todo es con tres?, hasta la coincidencia de la fecha, con tal de que no vaya a temblar, lo único que no se me ocurrió fue envenenarme, fue lo único, primicia antes que ningún otro radio periódico pilín pin pilín: una joven de n dieciocho años se suicidó porque su pioresnada le dijo que no se podía casar con ella porque ya lo estaba con otra la carta que le dejó dice así: (música de fondo) porque no puedo vivir si a mi lado no estás: ¿no te recuerda un bolero de cuando se usaba guayabera y el autobús era a locha? más bien un poema de aquellos antiguos almanaques sí de un poeta colombiano que más vale no nombrar porque hoy estamos a trece y quién sabe; que si no volvería más a mi casa, que si cogería un carro en el Nuevo Circo para cualquier parte; damos el pase a nuestra unidad móvil, adelante XU23, urgente primicia desde el sitio mismo de los acontecimientos (queda muy poco tiempo y ya no hay para plin pilín pilín) en vivo: hallado un muerto en un barranco sin cabeza y sin zapatos la cabeza apareció muy peinada: con una expresión más bien resignada unas veinte cuadras más allá, los zapatos no y se supone que fueron robados y peleados como botín (pongámonos de acuerdo en qué modelo era por fin) pues debían contener en los tacones yerba, nieve o pastillas, ya que la víctima se sospechaba que es un indocumentado; y ahora para donde cogí fue para acá, pero nada más por seis meses (entonces los seis meses eran firmes como el primer retrato de Borgesito, ahora ni siquiera en la pared); última hora exclusiva: un técnico italiano, inyenieri dice él, inventó una máquina para votar —vótin máchin precisó el milanés- que no falla y acusa con una luz roja a quien trate de hacer fraude o de cobrar comisión, nadie —  y esos partidos ¿qué?— quiere la máquina y el inyenieri, digo el italiano volvió defraudado a su frutería; conversaba con el radio hablando cada uno por su lado y al contrario sin puertas dulces ni jamoneadas de piernas de levante: Los Flores era un nombre tan a la distancia que se confundía con el mar y el anuncio clasificado que leí ese mismo día, junto esos centavos y no me vuelven a ver; Shula, el Aurora es un barco: espera y verás el humo; ¿por qué no te vas conmigo? ¿ah? Shula ¿ah? —te paso la mano frente a los ojos y no ves nada, te prendo un fósforo y no se mueven; tu verde pintura morada (glas fáir desechable seitináised opcional) se hincha en dos labios verticales de profesión: la palabra no puede y yo me quemo con el fósforo.

Serían como las siete cuando vino Freddy, callado, medio escondido, se sentó en la primera silla junto a la puerta que da al frente (¿otra vez el procedimiento y la vainasuversiva? pero no había dientes parejitos), me llamó con los ojos y me estaba hablando pasito. Shula, me voy con Freddy, el Viejo no está aquí y Lina me va a reemplazar; adonde él quiera ir; adiós, mi hermana.

Shula, se va el Aurora, siéntate, agárrate de aquí / Cálmate, mujer / Shula, lo que te venía diciendo, se va el Aurora / ¿Tú estás bebida o Martín te dio un pito? / El capitán es Frasquito: el Aurora no es un bar, es un barco: la barra es el puesto de mando y el reloj el timón, ¿y sabes dónde va el Viejo? ¿a qué no sabes dónde? / Espérate, que te voy a llevar para la Casa / El Viejo es el maquinista, ¿no te parece buena la vaina?, que le toque por una vez el humo y el calor y la hediondez, ¡ah! y tiene que estar a la orden para servir todas las cervezas que pidan —mi amor, siéntate— con tus labios morados — riéndose y sin comer porque ya son las tres del domingo y el pescado se quemó en la fritería. / Y Freddy? ¿Tú vienes de la Casa? / No hay más pasajeros, Shula, porque tocó salir a medianoche; las luces y los gritos, la música, el mar tranquilito pasando esta calle y la otra, ¡adonde él quiera ir!

Y el Aurora entró en aquellas aguas que lo habían esperado desde entonces hasta hoy en la noche.

Viaje inverso

…ya que es lo más dificil contar una parte y no poder contarlo todo. Pedro Aloysius del Lázaro. Amena de sal

“El sol sin tregua. Aunque bajo la brisa se diluía el calor: hacia el mar, hacia el mar, hacia la otra costa, azulosa a la distancia y al mediodía”.

“Las pirámides de sal como pórticos de un mundo propio y desconocido. (Era inevitable el paralelo: Egipto y otras pocas cosas aprendidas en libros y estampas. Sin embargo, aquella blancura fantasmal…)”

“Por cada rendija, por cada orificio, se colaba el mismo sol que plenaba los espacios abiertos. Sólo techos y paredes podían con la carga de luz y brasa”.

Así comenzaban las hojas que dibujé lentamente, casi letra a letra, para decir por completo lo del viaje, y en especial todo lo de Pedro Lázaro ligado a mi íntima historia. Pero suspendí la pluma y los días van carcomiendo el papel solitario. No es que fueran falsas las cosas que allí agrupaba. No: ¡me sería imposible mentir sobre la sangre misma de mis tiempos más recientes! Pero no era eso lo que deseaba decir. Eran cosas distintas. Quería escribirlo todo y ya sabía la inutilidad del intento. Sólo una zona venía a la superficie desde un pasado nada remoto pero denso como agua salada. Nada más. Y ahora he decidido tomar el cruel camino de la parte, condenado amargamente a lo infinito. (¡Bien sabía esta angustia Pedro Lázaro, por experiencia y mano propias!)

Desde el mar la península me pareció una rama torcida y seca. Como astillada en escamas sedientas. Después vi los cardones, las casas, las piedras brillantes, los hombres de antigua piel quemada, y por encima de todo la sal: increíbles montañas, cristales en el agua, partículas al viento, saliva gustosa en los labios.

Fue el evidente el impacto de aquel saliente de tierra de rasgos tan nítidos. (En particular me subyugó la primera pirámide salina que vi: arquitectura de maravillosos guijarros de cristal.) Pero, una vez resuelto lo relativo a mi alojamiento, Pedro Lázaro me absorbió de nuevo. No podía esperar un solo día para descifrar su verdadera identidad. Sin duda fue por ello que mis primeros pasos dejaron huellas en el camino del castillo.

Iba hacia la imponente fortaleza de piedras amarillentas como quien estaba seguro de encontrar en aquellas ruinas algo buscado desde muy atrás en el tiempo y la zozobra. Había pasado navegando muy cerca de la vieja construcción y me pareció un vago laberinto de misteriosas historias. Aproximándome, resultaba una eminencia aplastante, conmovedora para un hombre tan sólo sobre sus pies. Caminé aprisa, bajo el sol tenso posterior al mediodía (Ahora recuerdo que a mi izquierda se veían las señales rojizas de la Laguna Madre; del lado declinaba el dulce mar en la playa). Al llegar a la falda de la primera esquina del castillo, sentí mi talla reducida a sus mínimas proporciones ante la piedra erigida por el brazo humano.

Subí las escaleras semiderruidas sin detenerme, y en el primer plano miraba hacia cada rincón, en busca de una sombra, de un vestigio que me designara a Pedro Lázaro. Seguí arriba, al punto más alto del castillo volado, y me detuve en vilo: nunca olvidaré la vastedad cegadora del mar asoleado, azul, verdoso, empalidecido en los intervalos de espuma. El viento reprimía la audacia de mi atalaya. (Tenía que llegar allí, a la boca del vacío, tal como lo exigen los papeles de Pedro Lázaro, mejor llamado El Redivivo).

“Aun el viento más recio sólo arranca partículas superficiales, sobrantes; muchas de ellas poco después repuestas por el salitre y la arena que el mismo viento acarrea. El sol reseca los gránulos y comprime los minerales, de suerte que aun su más duro castigo de mediodía en vez de ser sopor que amortece, es fuego que germina. Contemplo el mar libre al frente y, muy abajo, la corta playa, espumosa entre piedras verdes y negras; mientras, a la derecha, corren las casas del poblado hacia los cúmulos de sal. Allí, desde lo alto, percibo en plena magnitud la eternidad de los cristales primigenios y adquiero acabada conciencia de la inmutabilidad”.

Leo y releo en la alta noche las palabras de Pedro Lázaro, hasta clavarlas en la memoria, y al final sólo me queda presionar el papel con el dedo y darme a pensar en torno a la temida interrogante. Veo el castillo desconocido, siento la piel carcomida y sembrada de madréporas de las piedras, gusto la brisa húmeda; pero no preciso líneas humanas, ni sombras, ni pasos. Vuelvo al título rasgado en la primera hoja: Viaje inverso, y la pregunta se destila a lo largo de todo mi cuerpo: ¿quién eres, Pedro Lázaro?

Di un paso más hacia el vacío. Abajo, cerca de la punta, brotaba una piedra rosácea, amoratada, musculosa, que mantenía un asombroso equilibrio bajo el viento tenaz, frente al mar abierto, superpuesta a la imagen de la playa reducida, viendo a la derecha las primeras casas de leche y añil.

El súbito foetazo del vértigo me hizo retroceder blando. Sólo la pregunta me acompañó a lo largo del regreso: ¿quién eres, Pedro Lázaro, además de El Redivivo, además del dueño de aquellos papeles enloquecedores?

Poco después de las nueve de la noche fui en busca de una cerveza. En la mesita de maderas verdes se iba sumando las botellas. (Siempre he sido débil tomador de cerveza; además, no sé orinarla a tiempo. Sin embargo, en esa ocasión doblé mi número habitual). Hacía calor. Me preguntaba la razón de mi absoluto interés en Pedro Lázaro. Cambié de sitio: hacia adelante, bajo la brisa. Pretendía ser en todo lo posible sincero conmigo mismo. La rocola imponía su música desaforada. Mi existencia se me aparecía como un mecanismo redondo: la casa, la oficina, la casa, la oficina. Sólo dos o tres mesas más estaban ocupadas. Las vacaciones sugirieron un alto en la rueda, pero poco después pasaron a ser una nueva pieza del engranaje circular, Cerca de mí dos hombres hacían gestos sin cesar y casi gritaban. La espera de un ascenso en la oficina, la espera de aprender inglés para merecerlo, la espera de agradar al jefe para merecerlo, la espera de mostrar lealtad para merecerlo, la espera de no tener escrúpulos para merecerlo; son procesos de tiempo, pero también de muerte. A mi lado oía palabras entrecortadas por el filo de la música electrónica. Y de pronto Pedro Lázaro haciendo señas de misterio. Oía, sí, cosas al vuelo: “Las máquinas han dejado a más de la mitad de los hombres sin trabajo”, ¿Qué habría detrás de Pedro Lázaro para mí? Llegaba un rumor repetido: “La mitad de los hombres-máquina dejados sin trabajo”. Y después del ascenso en la oficina, la vida, la gran vida hacia arriba, con Mirna, o mejor sin ella, con la Gloria más bien (¡si la tuviera aquí esta noche, con el sexo dispuesto, untada de sal!), en una playa como ésta, pero no en un hotel como éste: la verdadera vida. Sobre palabras martilladas: “Máquinas, trabajo, hombres”. ¿Por qué de repente aquellos papeles y aquel viaje, aquella pluma llevada de la sombra, aquellas visiones de inmutabilidad, de destinos trazados, del propio paso silencioso y desnudo? Tal vez sólo dos figuraciones: “Máquinas, trabajo, hombres”. ¿Sabría yo responderme por qué todo esto? No haba rincón que no estuviera invadido por los vahos de la cerveza. La brisa no venía del mar, sino de la botella verdeante. La oficina olía a cerveza. Y las axilas de la Glorita. Y mis propios ojos, mis uñas y mis cabellos…

Los alfileres candentes que cubrían la totalidad de mi cabeza no me retuvieron largo tiempo en la cama después del amanecer. En cuanto tuve mediana conciencia de mí mismo, me levanté, bebí un café apenas caliente y salí al sol. El aire del mar cumplió su función vital y sentí el impulso de caminar con pasos firmes. Cerca de la orilla, un vivero de sardinas era asediado en círculos por hermosísimas gaviotas, ágiles y obsesionadas (giraban sin pausa, golosas y de pronto bajaban hacia los peces con la muerte prendida del pico). El espectáculo, inédito para mí, me hizo detener por unos minutos. Había algo de dulcemente mortífero en aquellas alas blancas asidas a una inexorable ronda de voracidad. (El pico de tersura acariciable de pronto se hacía tijeras de sacrificio.) Al instante sospeché una señal premonitoria. Volvía Pedro Lázaro a llamarme con sus ojos sumergidos en el silencio. Comprendía el círculo aéreo de las gaviotas. Pero, ¿para quién era la muerte? Recordé el vértigo en la cima del castillo y vago frío recorrió mis manos.

Caminé, a un lado del mar, hasta el final de las casas coloreadas, desiguales, sobre la tierra compactada por los humores del mar. A la izquierda abrió sus gigantescas dimensiones la Laguna Madre, lateralmente penetrada por el sol. Se destacaban en ella zonas de bermellón iluminado sobre otras grisáceas en paños de sombra. Pero iba determinado: al fondo del castillo brillaba del lado de la playa (dos o tres cocoteros cabeceaban lentamente).

No tardé en llegar, con rayas de sudor matinal en la frente y la camisa. El juego de luces diluía los perfiles: las elevaciones esquineras proseguían en el suelo las deformaciones impuestas por las sombras. Monté por los escalones corroídos y llegué a la misma terraza donde una vez antes había requerido a Pedro Lázaro. Buscaba por el piso, cariado de remiendos de cemento intruso, de colonias cobrizas de hierbas y cortas vegetaciones espinosas (No era indagación caprichosa; ya todo lo había leído con asombrada anterioridad).

“Al abrigo de las piedras se forman rincones húmedos donde es suave dormir y respirar el aire delgado del ras del suelo. O contemplar las hormigas rubias que gesticulan bajo el sol. O gozar en las noches de luna hervida la dulce piel de la hembra a lo largo de todo el cuerpo. Ingrata necesidad es a veces caminar de un sitio a otro lejano, atravesando peligrosos trechos abiertos, arteros en el día, sobre todo bajo el rumor de pasos vecinos. Sin embargo, el castillo dispensa lugares oportunos para el escondite y la espera: canales rectangulares, rendijas sutiles, grietas gigantescas. Además, siempre es posible ocultarse entre la hierba amarillenta que persiste en la hendidura central, de muro a muro. Los músculos se comprimen, el cuerpo se reduce en giro sobre sí mismo y todo queda dispuesto para el tiempo mecánico de la guardia. La cabeza en alto, alerta, como incesante signo de lo imprevisto”.

Acabo de recorrer estas líneas y me sobresalto en preguntas desmesuradas. Leo una y otra vez y despuntan atroces semejanzas. Pongo una marca entre los papeles y repito de memoria el pasaje. La luz de la lámpara se recalienta en mis sienes. Imagino los rincones de humedad y las antiguas fisuras enmohecidas. Aún el sueño sobre las piedras y las hormigas persisten. Pero no percibo el aliento del hombre. Sólo músculos contraídos como una interrogante: ¿qué eres, Pedro Lázaro?

Me propuse recorrer la terraza del castillo de un lado a otro. Al pasar por de la hendidura central, vi unas ramas grises. Miré de fijo y la serpiente precisó su contorno terrífico. El hielo de las piernas me subió hasta los ojos (no escondo que estos pobladores del misterio me espantan hasta en la imaginación). Recuerdo que era pequeña, de manchas negras sobre blanco; quizás algún tono dorado (no retuve más colores, ni formas, ni sentidos). De inmediato levanté una piedra próxima, suficientemente grande como para aplastar aquella cabeza erguida y medio cuerpo arrollado. La serpiente no huía y continuaba armada ante mí. Una idea alucinada impidió que ejecutase mi amenaza. Me dominaron profundamente similitudes, tal vez coincidencia pero por igual opresoras. Creo que a fin de cuentas me horrorizó más la fatal semejanza que la propia presencia agresora. Lancé la piedra a un lado y decidí marcharme, a pesar de la inseguridad de mis nervios. Antes de iniciar la escalera me volví: la cabeza atenta no perdía altura. Aquella imagen me acompañó desde entonces. Ya no acertaba a preguntarme nada lógico. ¿Atenta a qué? ¿A lo imprevisto, Pedro Lázaro?

Cuando se encendieron las luces en la playa contigua al castillo, la oscuridad casi ocultaba el movimiento del mar. No sabía qué pensar de mi repentina afición a la cerveza. (Quizá no era tal: más bien un gesto mecánico: sentarse a una pequeña mesa, ¿y pedir qué?, una cerveza). La brisa más sugerente alentaba mi rostro. Buscaba preguntas sin respuesta. Me había colocado en un kiosco sostenido prácticamente sobre el agua. Sin duda mi único feliz entusiasmo había sido la lectura apasionada de relatos de viajes. No sabía si la rueda de mi rutina había añadido una nueva pieza multicolor, pero era evidente que todo cambió a partir de entonces. Si no, ¿por qué yo allí, en pos de Pedro Lázaro, a sabiendas de que el destino es una palabra vacía? Ya el vendedor callejero de libros conocía mi inclinación. Bajo mis pies el mar musitaba a oscuras. “Aquí le tengo algo especial, distinto» (los ojos denunciaban la espera de suculenta recompensa). Y puso en mis manos aquellos papeles de ocre claro, poblados de una caligrafía cuidadosa y petulante. Bajo el título, la advertencia: “Copia fiel del manuscrito original hallado en los sótanos del Archivo General y firmado por Pedro Aloysius del Lázaro, más conocido como Pedro Lázaro y mejor llamado El Redivivo”. Pero ¿cuándo?, ¿de dónde? La delicia de aquel lugar era palpable. No había música de estridencia eléctrica, sólo murmullo íntimo de la brisa y cierto rumor que ella misma desflecaba en las palmas de contados cocoteros jóvenes. Sin embargo, no me aquietaba realmente. Miré a mi alrededor varias veces, esperando poder definir el cuerpo apagado de una serpiente. “¡Pedro Lázaro, acepto tu reto! Más ¿quién llegará al final?”. Lo pensé y sentí un énfasis sorpresivo. Continúe indagando con ojos excitados. Vi en una pared un cartel que llamaba a un mitin “contra el desempleo”. Quise hacer preguntar alevosas. Llegó el mesonero. Quise arrojar hez y veneno.

—¿Por qué protestan contra el desempleo?

—Es que las máquinas han dejado sin trabajo a mucha gente.

—¿Y qué hay de malo en el desempleo?

—¿A usted le parece justo?

— ¡Otra cerveza!

No sabía hasta do estaría allí. El comentario del mar se apagó un instante en el resuello cóncavo del vuelco de la botella en el vaso.

Había resuelto lo relativo a mis idas de la manera más mecánica: acudía habitualmente a una pequeña y tranquila fonda donde siempre me servían cosas parecidas y simples. Pero aquella noche me cerraron el paso unas puertas azules de gruesas capas de pintura marina (siempre abiertas, nunca había reparado en su color). Pronto me informaron de la muerte de un pariente de la dueña del negocio, y en di a buscar otro lugar para el caso. Crucé dos calles cubiertas de polvillo impalpable y di con un pulido restorán donde los comensales no miraban siquiera el viaje del tenedor, embebidos en un vacilante televisor. Me irritó tanto aquel sitio (las voces gatunas y la música raquítica de los comerciales me aguijoneaban sin cesar) que casi no comí y me apresuré a marcharme. De salida, ya en la calle, pasé al lado de tres hombres que hablaban al mismo tiempo. Uno vociferaba más que los otros: “Si no protestamos, nos botarán a todos y se quedarán nada más con sus máquinas”. Comencé a pensar que habría alguna relación entre Pedro Lázaro y aquel conflicto, pero deseché la correspondencia por absurda.

Caminé largo rato y de pronto advertí que no sabía dónde me encontraba. “Estoy perdido”, fue la conclusión natural. Pero aquella palabra no me abandonó: jugué con ella como un objeto explosivo lanzado al aire y que luego es necesario mantener en mortífero juego de malabar para que no caiga al suelo, “Perdido: por los caminos abandonados de la razón”. Una capilla minúscula yacía apagada al lado de mi camino. “Perdido: nada más en las calles del pueblo”. Emergió la imagen borrosa de un tractor oxidado, leproso por el salitre y la intemperie. “Perdido: atado al disparate de un impostor, de un mimo sin misericordia”. Caminé bajo el viento (los cabellos me daban en la frente como dedos reclamantes), sin contraer la amplitud de los pasos. “Perdido: en las calles del pueblo, nada más”. Una casa pequeña, a oscuras, aunque desprovista de color me infundió cierto ánimo de cercanía humana. “Perdido: sin lógica posible, sin fundamento comunicable”. Y no había puertas, ni capillas, ni tractores a mi alrededor: sólo cardones y la brisa que iniciaba su silbido. Sin embargo, insistí hasta el final: “Perdido: en las calles del pueblo”.

De repente me detuve sobresaltado. A poca distancia veía un vago terreno marcado de signos. La sospecha se precisó y quedé fijo en aquella porción de camino. (Era claro: Pedro Lázaro surgiría en cualquier momento, revelado al fin). Avancé, sin embargo, y se cumplió la presunción: un reducido cementerio extendía sus alas hacia la playa. Sentí terror, sin duda, sin remedio, Creía ver a la dueña de la fonda llorando al lado de un túmulo. Observé la tumba: estaba revestida de caracoles, de conchas marinas, de flores pétreas, de sal tal vez; y ya no pude más.

No sé cuánto tiempo después llegué a un costado de la Laguna Madre. Debía ser muy tarde: no se escuchaba ruido alguno y las luces del poblado se veían cansadas. No había rumor de mar; esto me hizo entender que me encontraba en la ribera más lejana, del lado del cerro. Sentado en una gran piedra, medité bajo la oscuridad. “Todo debe cesar. No hay sentido. La farsa se consume”. A fin de tendría que aceptar. “¿Por qué yo aquí, en busca de qué y yendo para dónde?”. Recordé la oficina como cosa distante. Apenas pude disponer los relieves del rostro de Mirna. Quería evadirme de aquellos parajes nebulosos. “¿Por qué asido a una huella vana? Esta no es mi propia vida”. Como en una fotografía desvaída, la Glorita abría su bata brillante y me mostraba sus senos obesos (temblaban; no sé si por la distancia o por la pantomima del sexo). Quería olvidarme de todo y retornar. Apaciguarme. De pronto un violento golpe de viento impuso su llamado. Sí, eso era. La brisa fluyente del mar, la laguna oscura, el fragoso terreno de tunas y ramas de espinas. Todo estaba allí. Volvía, sin más, a la persecución. Pedro Lázaro debía concederme aquella noche signos precisos.

“Por las noches más cálidas de la estación seca, nada es como a media mar y cargarse de frescura y de aromas salíferos y de partículas de yodo. Adentrarse entonces una buena porción en la península, sobre la tierra reseca, hasta que los vapores sedientos desde abajo atraen toda humedad, y ya no cabe seguir adelante y se hace necesario tornar a la mar como quien busca de beber acosado por el desierto. Y volver, y juguetear entre las rocas, por los ángulos del castillo, en los pliegues de agua preñada de sal. Sin recordar las horas de temperaturas correrías entre los hilos de la lluvia o el polvo encarnado. Como si todo fuese el jocundo batir cotidiano, sin pausa, dulce sobre el sopor, fecundante en el agua de mar empozada. Vista la impermanencia de los elelementos y las fuerzas, cada vez cambiados mientras son distintos sobre un mismo natural”.

Creo ver clara las insinuaciones en el párrafo repasado con total detenimiento. La lectura no me ha dado tregua. Empieza la madrugada y siento los ojos cargados. La confusión borra mis iniciales indicios. Concibo el movimiento secreto del viento, ¿pero dónde se sitúa Pedro Lázaro para palpar la inestabilidad de los elementos? Voy componiendo preguntas precisas y me afirmo en ellas: ¿cómo puedes, Pedro Lázaro, saber que el viento siente sed en medio de la tierra estéril? ¿De dónde, Pedro Lázaro, viene tu seguridad de que el diario batir de la brisa es jocundo y no condenado?

Levanta el giro del viento y su voz se afina entre las piedras, bajo las ramas hirsutas, a flor de agua. La frescura alivia mi frente. Por un instante siento la presencia del reposo. Pero crece el viento, casi ruge y ataca decidido. Me levanto y el impacto repentino me hace resbalar. Al caer, mi mano se sumerge en la laguna: el agua aceitosa me reveló la vida en gestación (tibio óleo que parece moverse y presionar su tacto sobre la piel). Me incorporé con el propósito de someterme a otra prueba y así desechar la casualidad; pero sólo hallé la animación amistosa de la brisa habitual. Comprendí que no había avanzado un paso de mi pregunta de partida: ¿qué eres, Pedro Lázaro? Entendí, también, que tendría que llevar aquello adelante hasta agotar los cauces de la búsqueda en la fatiga del tiempo.

Mi visita a la Laguna Madre no hizo esperar. (Había captado con claridad el sentido de aquella agua espesa, cargada de insinuaciones de vida). Ansiaba una pronta respuesta y la luz del día me ayudaría en ello. Muy de mañana acudí a lo que me parecía un requerimiento preestablecido. Desde la ribera más próxima al pueblo contemplé la vasta superficie de agua, cubierta de grandes manchas bermejeas y circundada por espumas y piedras blanquecinas. Me adelanté hacia el filo de la orilla y sentí mis zapatos hundirse. Retrocedí, nervioso. Casi me reí, luego, de mí mismo. No cabía duda de que estaba alterado y quizás divagante. (Era evidente que el sueño forzado cada noche por la cerveza y las comidas desajustadas resultaban malos sustentos de la quietud).

Decidí volver al sitio del viento desatado y calculé la ruta. El borde de la estrecha carretera estaba lleno de pedruscos que a veces punzaban a través de la suela. A mi lado pasó un camión repleto hombres: muchos con camisa blanca, algunos con casco de trabajo. Iban hacia el pueblo, entre gritos y risas. Portaban una gran pancarta que llamaba para el mitin de la tarde. Me quedé mirando a aquellos hombres jubilosos que parecían saber lo que buscaban, y por un momento los admiré. Después me parecieron quiméricos, obsesionados.

Rodeé la laguna hasta un punto diametralmente opuesto al de la salida. Había abandonado la carretera y seguía por un apretado sendero junto a las piedras lustrosas (algunas salían del agua, brillantes como cocos bruñidos). Me parecía haber llegado al lugar solicitado, o al menos a uno muy próximo. Sí, tenía que ser. Hasta había una gran piedra semejante a la que tomé por asiento. (No se me ocurrió buscar  mis propias huellas en  el suelo fangoso; o  por razones oscuras no quise hacerlo). El sol caía libremente en mis espaldas y extendía una sombra desmesurada sobre las aguas, que vistas a poca distancia se hacían grisáceas.

En el fondo: la sal en formación: diminutos sistemas montañosos, prismas perfectos, pirámides de juguete. El olor penetrante depositaba partículas de gusto en los labios (bastaba recogerlas con la lengua para pasar a formar parte de aquella totalidad: el sol, el viento, la sequía, el pasado, la tierra calcinada y turbia). Me sentí integrado, adherido a esa realidad golpeante y supuse mi ineludible aproximación a Pedro Lázaro. Era evidente la cercanía; la percibía en el silencio y en la brisa reposada de la mañana. De pronto recordé la noche del viento arremolinado y lamenté no haber indagado más a fondo en aquellas aguas. “Sin embargo —añadí-, la sal es la misma y Pedro Lázaro también”.

“Tibia es la luna bajo el breve cristal del mar, sobre las piedras, encima de la tierra de arcilla amarillenta y tentadores gránulos de cal. Pero nada se asemeja al meridiano del sol que atraviesa sin perder llama y deposita a todo lo hondo de de la laguna Madre su aliento abrasado. Al efecto del sol tonante de la primera tarde se nutren los filamentos rojizos de la vida, del sabor y de la rigidez. Luego el viento activa la espuma y la desfleca sobre el agua o el limo de las riberas. La temperatura crecida auspicia el almácigo de cristales, sumergido en el tenue roce aceitoso del agua, sobre el fondo de grumos o en el tope de una piedra, así coronada de blanca dignidad. Se cumple el ciclo y el agua cede plaza a la nueva vida que integra en íntima esencia los desprendimientos nacidos de la linfa marina. Resiento entonces la mutación profunda sobre la tierra”.

Las tinieblas de cada nuevo párrafo suman incógnitas en el camino nocturno de mi lectura. Quiero creer que todo es un artificio, obra pura del ingenio. Pero no puedo librar la vista de aquellos papeles ya reducidos a mi derecha. Decididamente siento frío y cierro la ventana. Madura el silencio, pero también la tensión de mi cabeza. No me es posible, sin embargo, suspender. Voy al baño. Me refresco la frente con agua. Y vuelvo al asedio del pasaje marcado. Mis sospechas se alzan totales y emplazan a respuestas transparentes. ¿Por qué piel ingrávida puedes tú sentir, Pedro Lázaro, que la luna es tibia bajo el agua del mar? ¿Cómo llegas, Pedro Lázaro, a concebir la tentación en simples granos calcáreos? ¿De dónde extraes que son rojizos los filamentos “de la vida? ¿Cómo has experimentado que el agua tupida da en sus movimientos un roce de aceite leve, si nunca has hablado de tus manos y de tus nervios? ¿Y a qué mutación te refieres, Pedro Lázaro? ¿A la tuya propia?

Sentí una fatiga semejante al sueño. Me entregué a la quietud (sin armas, caído en la verdad). Reconocí los linderos de mi prisión. ¡Pedro Lázaro, cómo negar el hechizo de tu nombre y de tus palabras, si me había llevado hasta la soledad de aquellas tierras duras sin más explicaciones! Pero, ¿hasta cuándo la opresión?

Adiviné que aquel silencio era el anuncio de la revelación. La tranquilidad del paraje no era siquiera alterada por la brisa, que había acallado sus rumores. Fijé la vista en las erizadas isletas de sal (el agua bailaba encima como velo dubitante). El reposo imponía su pausa larga a mi respiración. Introduje los dedos de mi mano derecha en la tibieza del agua pesada; luego la palma toda. Ya no dudaba: había llegado a la consumación.

La imagen inesperada de una barcaza salinera que se acercaba me pareció una burla cruel y elusiva. No pude soportar más y partí en el acto, levado a concluir. ¡Pedro Aloysius del Lázaro! ¿Qué eres, al fin? ¿Hombre permanente o encarnación de las cosas y sangre de las bestias y del viento?

—¡Hay que acabar con la maquinaria!

El absurdo de este grito me hizo detener. Una y otra vez se repitió la consigna insensata,  mientras la desazón me comía la garganta. La confusión era total. Nadie escuchaba al orador que gesticulaba como en una película silente.

—¡A romper las máquinas!

—¡Eso no puede ser! ¿Están locos? —grité sin reflexionar. De inmediato me sentí r sin asidero (un sudor vaporoso me cubrió la espalda y los hombros). Los que estaban a mi alrededor me miraron con asombro, sin duda esperando una explicación consecuente. Todavía me sonaban extrañas mis propias palabas (definitivamente, nunca sabré por qué las dije) y no imaginaba cómo zafarme de todo aquello. Los ojos seguían fijos en atención a mis labios.

—Hay otra solución añadí, sin comprender ni lo que yo mismo decía.

Al instante se oyó un disparo y todo cambió de sentido: las cosas se voltearon como lanzadas de golpe al aire. Todos corrían y gritaban mientras yo me quedaba inmóvil, clavado por el miedo y la sorpresa. Resonaron otros disparos. Alguien me tiró del brazo y entonces corrí en medio de un grupo, corrí desaforadamente, como si de pronto se hubiera accionado en mí un resorte antes trabado y enmohecido. Llegamos hasta la gran montaña de sal, a la derecha, junto a las vagonetas amarillas y la cadena sin fin que alimentaba el tope de la pirámide.

No sé cuánto tiempo estuve allí, Quedé solo y me senté. Se había impuesto un silencio profundo que acabó por apaciguarme. Pensé en los disparos y de inmediato en Pedro Lázaro. No atinaba a precisar la relación, el vínculo inevitable, endemoniado.

“De una consideración a otra, gira la búsqueda de la propia imagen. Allí, bajo el sol salino, en línea recta del mar, me detuve y vi en lo hondo del viejo marasmo, como si hubiera caído una luz a modo de piedra repentina en pozo ciego. No es cosa pequeña ese punto luminoso. Para el reposo interno, hay que buscarlo donde sepamos que pueda acudir. Conocí por empecinada revelación que allí, mirando aquel lugar de la distancia marina, rodeados los ojos por la sal, dispensados del viento y guiado por el sol, habría de darse para mí, como para todos aquellos que han hecho primera cosa de su existencia el ansia de emprender el viaje inverso. Era yo mismo al fin, a través de la almena de sal, como lo había intentado desde la almena de piedra y de tiempo”

Termino de leer estas últimas líneas de los papeles de Pedro Lázaro al tiempo que advierto el agudo dolor de mi cabeza. Ya la madrugada se consume y ha aumentado el frío. Sin embargo, mi frente arde. Las manos sudorosas vuelcan la tapa final de las hojas y el viaje parece sepultado. No tarda en volver sobre las palabras postreras, intentando verter un significado. Sólo angustia, estupor. Estremecimiento asfixiante. ¡Pedro Lázaro, eres tan sólo un farsante, un poseído tal vez!

El golpe de la barra había formado una almena en el borde de la pirámide cristalina. Por ella, frente al mar, enmarcado por la sal, oculto del viento, en la línea del sol, miré la distancia. No percibí el horizonte (seguramente esfumado a esa hora del día), ni la vastedad azul de las aguas. No divisé los ansiados perfiles humosos de Pedro Lázaro. Sólo me vi a mí mismo corriendo y en seguida resguardado, a corta distancia del hombre reprimido.

Sobre el autor

Foto: José Malavé Méndez (en https://steemit.com/cervantes/@josemalavem/desde-la-almena-de-sal)

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