Los cangrejos sufren toda la noche
El ritmo del mar en la oscuridad desampara a Irma Melecia, cuyo rostro aceitado de luces se desarmoniza empavorecido cuando describe los enormes aletazos, las planchas de zinc hundiéndose con el ventarrón del aleteo y rechinando bajo unas garras.
Él se imagina hundiéndose en el océano, algas flotando, babas desconocidas, un pez que de improviso es partido en dos por un mordisco.
En esta vida no, señor ¡qué va! de este lado del mundo nunca se ha visto un pájaro de ese tamaño, que hieda tanto a perro muerto, a llaga de pierna vieja.
Ella explica que, mientras pensaba eso que acaba de decir, se pinchó un dedo al meter la mano en la caja donde tenía el hilo y los bordadores. Aquella noche sacó la tijera y la abrió encima de la cama porque las brujas se alejan de ese modo. Le cuesta sobreponerse a tanto atrevimiento y se muerde los labios brevemente; tiemblan sus senos en el universo de vibraciones nocturnas: ramas, persianas de mimbre, una lejana línea de espuma. Él no se da cuenta de que Irma Melecia se siente avergonzada al pronunciar la palabra «cama».
—¿Y cómo supiste que era una bruja? —pregunta Remigio fumando indolente y sin asombro, lamentando ahora tanta soledad; apenas un aparato de radio captando las noticias de Trinidad. A veces la linterna amarillenta de un bote pesquero.
—Porque dije lo que se debe decir: «Ven mañana por sal» y al día siguiente amaneció tocando la puerta la señora Costanza. Cuando uno dice «ven mañana por sal», las brujas voladoras se ven obligadas a visitar la casa y a pedir sal. ¿Usted se acuerda de Costanza? vivía a dos casas de la escuela. Cuando ibamos a la escuela usted me asustaba tirándome las ranas que encontraba en los plátanos. Usted me jalaba los cabellos.
—La señora Costanza ¿te pidió sal?
—Sí, vino con los ojos cansados y la boca seca.
Remigio entiende y no se atreve a opinar. Por eso hablaban tan mal a espaldas de Costanza y la evadían en las fiestas del pueblo. Él cree que la gente inventó lo de las brujas voladoras para que nadie reclamara cuando le pegasen a una mujer. Para enfrentar a una bruja era necesario tener un palo de piñón ensalmado. Asustada, la bruja se transformaba en pavo, en cabra o en cochino. Acorralaban al animal y no dejaban de golpearlo hasta que moría.
En alguna casa, cercana o lejana, aparecía una mujer adolorida, agonizando.
También era posible matar a las brujas usando cartuchos de plomo y sal en las escopetas.
Irma Melecia jura que una noche vio un pájaro grandísimo encima de un algarrobo y su abuelo le disparó un tiro de sal. Buscaron el pájaro en el monte y no apareció, pero al otro día les contaron que en el pueblo vecino se estaba muriendo, pegada a las colchas, una extraña anciana.
—Para que lo sepa: era muy rara porque se le había caído toda la piel. Antes de salir a volar, las brujas se quitan el cuero y lo dejan escondido debajo de un tronco o de cualquier escondite que sea de madera. Usted ya estudiaba en Caracas el año en que mi abuelo disparó la sal. Casi no venía por aquí. Su mamá sí conoció la historia. Una vez le mandó a usted unas conservas de coco y piña que hicimos las dos ¿no recuerda esas conservas? ¡Ay, tan sabrosas! con una pizca de clavos de olor, el coco rallado, la pulpa de piña. Yo le preguntaba a cada rato a su mamá ¿usted cree que a él le van a gustar las conservas ahora que está en la universidad? y ella me regañaba.
Remigio escucha y trata de conectarse con el golpe de las olas, pensando en los barcos de la literatura, en las naos, en las carabelas, en los galeones de los piratas, en los remos movidos al son de latigazos. La universidad de pulcras avenidas engramadas llena su cabeza y engaña a sus ojos que miran hacia adentro y siguen el revoloteo de una falda transparente. Es Anaisa dirigiéndose a la Facultad de Derecho; el viento sopla pegando la tela casi líquida a las libérrimas nalgas.
Estará aprovechando el tiempo el profesor Juan Torberena, quien acosa silenciosamente a Anaisa, mirándola por encima de los lentes, escudriñándola, haciendo que lee o desarrollando teorías y alardeando con su erudición. Quiere pensar en otra cosa y la estación de radio ha caído en una hora de música romántica.
—¿Cómo está la señora Costanza? —pregunta hacia la oscuridad donde Irma Melecia sirve ahora dos tazas de té de malojillo.
—Hace unos cinco meses fuimos su mamá y yo de visita al hospital porque habían operado a su tía Carmuncha, y vimos a Isolina ¿se acuerda? la hija de la señora Costanza.
Irma Melecia finge que es la madre de él, hace un gesto suave y coloca las manos como si rezara. Su madre saludó a Isolina y le preguntó por la salud de Costanza. Irma Melecia arruga el entrecejo imitando a Isolina y su voz se adelgaza un poco para responder «mamá está sufriendo mucho, ya sabe, señora: con ese sufrimiento de la gente que tiene que pagar todo el mal que ha hecho» y entonces Irma Melecia lo mira con ternura fugaz haciendo de madre: ¿cómo vas a decir eso de Costanza? Isolina se yergue desafiante y replica «usted sabe muy bien que mi mamá es una bruja voladora que ha causado bastante daño».
—Isolina ¿fue capaz de hablar así de su madre? —pregunta con desagrado.
Isolina era tan tímida y callada. En el comedor escolar él le quitaba la gelatina.
—Sí, señor: nos contó que Costanza fumaba tabacos y fabricaba filtros para que la gente se enamorara a juro o se odiara, y podía matar por encargo, desde lejos, enviando culebras venenosas. Isolina dijo: «¿ustedes no tienen en su memoria aquello que mamá hacía siempre?» y pasamos un rato adivinando y no se nos venía nada a la mente porque no era un recuerdo. Entonces nos aclaró todo: la señora Costanza era quien bañaba a los niños que se morían. Les ponía las alas de papel a los angelitos y les pintaba la cara, de lo más lindo ¿se acuerda? ¿se acuerda del primer hijo de su hermana Candelaria, que nació muerto y ella le puso los palillos entre un párpado y otro para abrirle los ojos? bueno: la señora Costanza se llevaba para su casa el agua con que había bañado a los muchachitos muertos.
El mar pega en las piedras cortantes, que durante el día son propiedad de los pelícanos y él se imagina que los cangrejos se aferran a pequeñas oquedades mientras vienen y van los faralaos de espuma.
—¿Por qué se llevaba el agua para su casa? —interroga a punto de meterse otra vez en los pasillos de la universidad. Irma Melecia se soba las piernas. Suspira.
—La señora Costanza decía que el agua de angelitos atraía dinero y por eso hacía sus empanadas y sus helados de vainilla roja con esas aguas. ¿Se acuerda que comíamos siempre esos heladitos y esas empanadas? A usted le gustaba mucho echarle los heladitos a la avena.
Irma Melecia está congestionada. Él conoce a las mujeres. Intuye las ganas de llorar. Sabe que hablar de esas cosas le trae imágenes cariñosas del pasado, de la madre de él, de quien fue compañera inseparable, especie de enfermera y de hija adoptiva hasta hace unos días, cuando amaneció dormida con los ojos abiertos. Irma Melecia ha carecido de tacto para contarle algo tan tremebundo, que le enturbia aún más la infancia. Casi no le queda pureza al pasado. Aquellos helados de vainilla roja formaban parte de su mitología. Hablaba de ellos con sus amigos, los ponía como ejemplo del sabor perdido.
Pregunta mirando hacia la palpitación infinita del océano, queriendo extinguir el llanto de Irma Melecia, y ella se acaricia las piernas, como apaciguándolas, como tranquilizándolas. Igual que se le pasa la mano al caballo por el cuello o por el lomo. Irma Melecia solloza, con la cara tan baja que sus cabellos caen hasta desaparecer en la penumbra.
—¿Qué dijo mamá cuando Isolina le habló de los helados y las empanadas?
—La regañó. Eso no se dice, cállate la boca, Isolina. Y la aconsejó. Su mamá era tan bondadosa. Se preocupaba mucho por la gente. Ella me curó el asma con miel y repollo. Una vez me picó un alacrán y no se me hinchó el pie porque ella rezó una oración. Era muy sabia ¿entiende?, pero los filtros de amor que hacía para que el papá de usted regresara nunca sirvieron. Jamás. ¿Puede creerlo?
A él le parece que Irma Melecia anda mal de la cabeza y trata de no darle ninguna importancia a las mentiras que ha dicho. Es una solterona. Eso es. La escudriña y constata que llora por novelería, como cualquier mujer. Quiere irse a acostar inmediatamente pero el té de malojillo le ha generado más calor del que tenía. La falda se hunde y deja al descubierto las piernas de Irma Melecia. La radio sigue transmitiendo canciones dulzonas y todo le parece una pesadilla: la playa sin luminosidad, el pasado pudriéndose y ahora esa mujer gimiendo y murmurando con la cabeza entre las rodillas:
—Usted no sabe lo que es sufrir, porque es doctor.
Y las palmeras baten sus alas enormes sin poder volar
***
Nunca llegaron rosas para el amor de ayer
Su padre boqueó y murió cuando el sol estaba saliendo y en la calle se escuchaban algunos portazos. Se intuía el avance de un autobús escolar.
Habían pasado la noche acompañándolo en la clínica años cincuenta, ventiladores y aire acondicionado, paredes mantecado, fluorescentes redonditos como aureolas de ángeles, pasos yendo, pasos viniendo y tacones detenidos de improviso; olores a desinfectante de pino, alcohol, mercurocromo, yodo, perfumes de enfermeras; voces de pasillo, la muerte a punto de brotar como una flor invisible y fétida.
Las primeras horas que estuvieron juntos al lado de la cama las aprovecharon para reencontrarse, de una manera tan contagiosa que en algunas ocasiones el anciano intervenía para hacer una que otra acotación o aclaratoria. Se dedicaron a conversar sobre sus vidas, y el viejo abría los ojos, los cerraba, se debatía suavemente bajo los guadañazos de la muerte que se balanceaba haciendo su número de trapecista en las sondas del suero. La muerte lo pescaba y él coleteaba agonizante ensartado con nailon. Enrique miraba orgulloso a su hermano Camilo y éste lo contemplaba de igual manera a él.
¿Quién se va a comer esa manzana? El viejo no puede tragar nada sólido. Se interrumpían y se escuchaban. Se sentían como extraños recién presentados porque no se veían desde hacía diez años, por lo menos. Enrique vivía haciendo su trabajo de ingeniero metalúrgico en Guayana y de allí no salía nunca. Camilo era publicista y había hecho su rutina existencial en Miami. Sus vidas eran ahora unos currículums de papel que pronto dejarían la materialización pulposa y viajarían por computadora. Así de modernos y desarraigados estaban. En navidades se llamaban y se saludaban pero hablaban a ráfagas y durante unos pocos minutos.
-Yo pensé que tantos tubos de plástico metidos en la nariz y en la boca era cosa de películas pero a papá lo tenían atravesado con esas vainas- comentó Enrique unas horas después. Esa mosca maldita metiéndose en el vaso. Esa mosca se va a parar encima del sánduche que se exhibe en el mostrador.
No hallaban nada sustancioso qué decir estando sentados en el cafetín, bebiendo café mañanero, esperando el certificado de defunción y los otros papeles de la clínica. Ya a Enrique se le estaba pasando el gusto de escuchar el mal castellano que ahora hablaba Camilo, aunque de repente se sentía tentado a decir como él: sorring. A un cuarto para la seis de la mañana su padre los observó con detenimiento y les hizo señas con una mano para que se acercaran. Antes de decir cualquier otra cosa comentó para sí, como si acabasen de entrar a la habitación: vinieron, por fin vinieron.
La cara parecía reducida pero más larga, como una calavera de animal. La piel estaba virtualmente despegada de los huesos, como a punto de caerse hacia un lado. Cual edredón que se rueda. Igual que los forros de los muebles cuando se aflojan –Sí, aquí estamos, papá- respondió Camilo por los dos y el viejo les habló de la madre verdadera, una esposa que se aburrió de verlo meterse debajo de un carro como un ordeñador de aceite, y después hizo comentarios sobre Alida y pareció pedir perdón o por lo menos insistió, en medio de una tormenta de asma, que había sido un hombre muy individualista y encerrado en sí mismo. De repente les confesaba tengo miedo y ellos sabían que estaba muriéndose y que temblaba ante lo que iba a sentir por última vez. Esperaba un fuerte dolor, un dolor más grande que todo lo experimentado, algo revuelto con oscuridad y desesperación. Ellos le decían “no te preocupes que todo va a salir bien” como cuando él los llevaba al dentista y les explicaba que eso no era nada. Ya viene, ya viene: es muy difícil, se quejaba y ellos repetían no te preocupes que estamos contigo.
-Llama al médico, llama a la enfermera- decía Enrique y no se movía de la orilla de la cama que había hecho suya. Del otro lado estaba Camilo, buscando el timbre para llamar al personal de guardia. Lo encontró y lo hundió varias veces. La habitación se llenaba de luz natural y se escuchaba el tronco de los ventiladores pidiendo grasa. El hombre abrió los ojos hasta desorbitarlos y luego los cerró llevándose un trozo de techo blanquecino, unas aspas lentas y un aleteo de persianas para el más allá.
Camilo piensa en la boca de Betty y aspira su aliento de cereza. El más allá es un eufemismo para definir el momento en que se abandona para siempre el más acá. Le repetirá esa idea a Betty. ¿Qué haces a esta hora en Miami Florida, mi amor? ¿me añoras, me llamas? Estará preparándose para sus clases de aerobics. Hace señas de que le traigan otro café y le dice a Enrique, ambos insuflados por una libertad de adultos auténticos recién graduados, que pueden pedir lo que quieran en el cafetín de la clínica:
-¿Por qué no vamos hoy mismo a la casa de la montaña?
Y Enrique asiente preguntando ¿por qué no? Hace poquísimo vieron morir al padre y éste ni siquiera tembló o gritó: se quedó quieto después de un ronquido y ya está, tanto caminar, tanto hablar, tanto comer, tanto bañarse y limpiarse: tieso como un palo. Pero antes les había contado todo lo de Alida y ellos se quedaron abismados mirándolo. La cama estaba convertida en una lancha mortuoria que cruzaba hacia la otra playa. La sentían avanzando para aquel lado y su padre se empequeñecía de veras. La carita, las cuenquitas, los huesitos. Un fardo tirado.
Es muy poco lo que recuerdan respecto a ella: sólo vaguedades como la vez que bajó hacia la autopista y se fue caminando por la orilla mientras a su lado pasaban carros de todos los colores, unos recortando la velocidad, otros apresurándose. El humo de un cigarrillo fluía hacia su espalda y luego se perdía en el espacio.
Fumaba de noche en el porche; era alta, con una cabellera teñida de rubio casi blanco. Le gustaba llevar camisas o franelas muy cortas. Siempre estaba presente su ombligo, como el ojo de Polifemo, mirando la mitad de la vida desde una piel tensa reseca saturada de vellos, que parecían espinitas de sol.
A veces se transformaba en una persona de carácter muy fuerte y no salía de la cocina donde leía recetas de libros y preparaba unas comidas pastosas que su padre engullía fascinado y ellos tragaban a duras penas, pero generalmente era una mujer melancólica y solitaria que llamaba a las estaciones de radio para pedir canciones. Tenían perfecta conciencia de que Alida se había cansado de la vida tan abrumadoramente apacible y engordadora que capitaneaba su padre. El era un hombre de poquísimas palabras que trabajaba fuera de la casa cinco días a la semana y los dos días que estaba en el hogar los pasaba divirtiéndose a solas con sus herramientas y su carro.
Hubo un tiempo en que su padre comenzó a prestarle más atención al hogar, sobre todo a partir del día que Alida desapareció de la casa y estuvo una semana ausente. Una mañana se detuvo un taxi desvencijado en el hombrillo de la autopista como si se hubiese descompuesto y ella bajó lentamente. No traía regalos ni nada. Descendió del carro carcomido y repintado y subió la cuesta poco a poco. Se detuvo, arrancó unas hojas, pareció dudar y luego abrió la puerta del corral de la casa y entró.
-Los dos se encerraron en su cuarto y hablaron mucho…papá gritó una sola vez ¿tienes memoria de eso, Camilo? Nosotros decíamos la va a coñacear y no sabíamos de parte de quién nos debíamos poner, aunque en el fondo le dábamos la razón a ella.
-Claro que me acuerdo. Después de ese samplegorio la normalidad parecía una patilla a punto de caerse de un camión. Esa vez escuchamos cuando papá le dijo tengo que hablar con Enrique y Camilo y nosotros nos cagamos porque pensamos que nos iban a mandar para un internado, porque cuando papá se arrechaba lo que decía era eso: los voy a meter en un internado y uno se imaginaba que un internado era como una cárcel para niños.
Su padre y ella vivían temporadas armoniosas en que los llevaban a pasear a la playa, a comer pollo en brasas o a un centro comercial. Donas, el cine, cotufas. Se veían tranquilos y muy amables el uno con el otro. Hasta que llegó el desesperante y caluroso mes en que ella bajó hacia la autopista sin decir una palabra y no regresó más. Su padre se enfermó esperándola y cuando se dio cuenta de que nunca más volvería se dedicó a beber cerveza y jugar dominó quién sabe adónde. Lo dejaba solos y ellos aprovechaban para no ir a la escuela. Hasta la pantalla del televisor se cubrió de polvo. Después la abuela llegó para poner orden y se los llevó. Así fueron creciendo hasta que se graduaron y se separaron cada uno por su lado. Hasta estos días en que les avisaron que su padre estaba grave y ellos retornaron para verlo morir y aprovecharon para ir a visitar la casa de la montaña y ver qué iban a hacer con ella.
-Nos volvíamos locos por los chicharrones de pollo que nos preparaba Alida- murmura Enrique mirando la distancia y buscando con los ojos el pino donde colocaban el cartón de tiro al blanco.
-Sí. Y por el quesillo aquel. Ella nos dejaba comer bastante quesillo y nunca nos fastidió ni nos regañó. Era tan rara. Las otras mamás de por ahí gritaban no coman dulce, hagan la tarea y apaguen ese televisor. En cambio Alida nos preguntaba si queríamos jugar bingo o si queríamos ir al cine con ella.
-A veces la escucho, escucho aquella voz hablando de veleros y catamaranes, de barcos y muelles y de las camisas floreadas que le gustaban tanto cuando veíamos aquel programa de televisión que mostraba a Hawai. ¿No estaba medio loca por las cosas marinas?- responde Camilo.
-Lo absurdo- vuelve Enrique- fue cuando se apareció la policía con aquellos señores y conocimos a la mamá de mamá diciendo que nos iba a salvar de papá.
-Primera noticia de que teníamos una abuela. Tú la veías escondido detrás de las persianas y me decías: parece uno de los malos de la lucha libre. La abuela nos llevó de ahí y después de eso fue que supimos que la mamá de nosotros era otra mujer que también había dejado a papá cuando estábamos más chiquitos y que se había muerto en un aborto, que tú preguntaste qué era un aborto y yo le grité que Alida era nuestra mamá y la abuela me rompió la boca de un manotón.
-La abuela Gregoria nada más nos decía que papá se había vuelto muy irresponsable pero nunca quiso hablar de Alida. Le preguntábamos y ella nos mandaba a lavar las manos o a pelar papas. No hablen de eso aquí en mi casa, vagabundos, los voy a enseñar a ser cristianos gritaba ¿te acuerdas, Camilo?
-¿Qué habrá sido de Alida? Ojalá que esté bien. Ojalá que esté viviendo en una isla, en una playa. ¿Sabes? Más que ese gorgoteo que se le vino a papá desde el pecho como si se le estuviera enredando en baba el corazón, me impresionó lo de Alida y cuando dijo que la había querido con mucha rabia porque no podía llevar amigos a la casa.
-Yo todavía no puedo creer que Alida…
-Yo tampoco…sus labios sonreían con dulzura y sufría aquella soledad tan femenina que la atosigaba. Actuaba como una mujer. Enlazaba las manos y colocaba la barbilla encima. Cruzaba las piernas. Así, con ese matiz…tan…frágil.
La autopista se congestiona. Los vehículos comienzan a avanzar lentamente hasta que se forman largas colas y aparecen manos agitándose por las ventanillas. Mariposas diminutas intentando escapar de los escarabajos gigantes, de los ácaros envenenados. Cerca de ahí, en un árbol que está como sembrado en sus columnas vertebrales, irrumpe el aleteo espantoso de un pájaro demasiado grande; lejos aúllan una o dos sirenas. ¿Guayabas? ¿son guayabas maduras? Allá en el manchón verde, junto al barranco.
Enrique y Camilo se callan. Van y vienen. Palpan la cerca, miran la vieja y rechoncha mata de ciruelas desde abajo como si tuviera faldas. En el tronco, ahorcado por un alambre de púas, ha desaparecido el corazón que ellos dibujaron a manera de sorpresa con el nombre de Alida en el centro.
-Ella se emocionó yo sé que se emocionó ¿no recuerdas que nos abrazó largo rato? A mi me llamó hijito y a ti te dijo ay hijito. Era tierna cuando le tocaba y caminaba como Marilyn Monroe-comenta Camilo.
-Alida me parecía muy femenina- agrega Enrique pero no pueden seguir hablando porque ahora sí es verdad que se les ha reventado el llanto y cada uno vuelve la cabeza para un lado distinto intentando llorar sin aspavientos ni moqueaderas y por eso se quedan estáticos mientras el paisaje de la infancia se derrite y ambos piensan sin querer, así de pasadita, en el plateado y chulo aeropuerto.