No son blancas las Bejarano
Aquellos que hayan conocido la placidez de una de estas siestas de Caracas, en que el espíritu de épocas antañonas parece revivir, recordarán sin duda, escuchado desde el fondo de un patio donde adormece el espeso follaje de los mangos, este grito que resuena por la calle:
—La torta Bejarana. ¡Va la torta Bejarana!
Es el pregón de un vendedor ambulante cargado de un azafate, donde se alinean trocitos cuadrados de un pastel oscuro, como el color de las mujeres trigueñas, salpicados de partículas blancas de ajonjolí, y dan de sí un aroma tibio, apetitoso, que arrebata nuestras sibaríticas predilecciones de niños grandes.
Lo que pocos saben es que hace ciento cincuenta años, cuando Caracas era apenas una población de treinta mil almas, este mismo grito ya era escuchado en el mismo tono, y aplicado al mismo objeto, por caballeros de almidonada golilla, de casaca y de polvos de rapé, entre los cuales suscitaba maliciosos comentarios.
El nombre de Bejarano, tan consecuentemente relacionado a la confitura que se ha consustanciado con ella, perdiendo, por decirlo así, su Categoría civil y humana de apellido, era, en un principio, el de una honesta familia de mulatas que se dedicaban en aquellos tiempos a la confección de toda suerte de golosinas. Ya entonces era ampliamente conocido por la ciudadanía de la capital. Y hasta ocurrieron días en que las jóvenes señoritas de familias principales se sonreían, al oírlo, ocultando el rostro tras el abanico; las damas otoñales lo glosaban a sabor entre sorbos de mistela y elogios al último sermón del señor cura; las comadres de nariz insidiosa lo destrozaban al encontrarse unas a otras, viniendo de San Mauricio o de la Candelaria; y en la Plaza Mayor, alternando con regateos y discusiones, mezclado a nombre de aliños, de granos y vituallas, el nombre de las Bejarano florecía en los labios encarnados de las maritornes, envuelto en sabrosas cuchufletas.
Las Bejarano estaban de moda. Desde el estrado del señor Capitán General, donde se baila cotillón a la luz de bujías perfumadas, hasta el último taller del último barbero donde (privilegio eterno de todos los barberos en todas las épocas y de todas las jerarquías) dábase pase, visto bueno y refrendado al boletín de chismes del día; desde el oratorio penumbroso que reúne a la mantuana familia a la hora del rosario, hasta la bodega de la alcabala donde entra a refrescarse el peón que parte vía del Tuy, vía de Aragua o vía del mar: donde quiera resonaba el apellido de las Bejarano, y donde quiera despertaba en la imaginación un reflejo de humorada y el recuerdo de algún chiste de buena ley.
Las Bejarano eran tres, y todas tres guapas, mozas y simpáticas, que era una bendición del Señor. Personas de color, ciertamente; pero a fe que la blanca más presumida y remilgada diera con placer, allá, muy en sus adentros, tantos papelotes inútiles, tantas ejecutorias de limpieza de sangre como dormían el sueño de la decrepitud en el cofre del abuelo, por sólo un adarme de la gracia desbordante, del donaire, del gentil garbo de que hacían derroche las requete-monísimas morenas. Ojos más negros que el cabello: cabello más negro que los ojos. Una chispa de alegre crueldad en las pupilas. Un mohín de petulante alegría en la naricilla respingada. La cintura, un anillo; la boca, un botón; el busto, la victoria de Pavía.
Hay niñas cuyos rostros son como magnolias estremecidas a la brisa; yo enloquezco por un semblante así. ¡Pero estas trigueñas! ¡Estas trigueñas…! Que las blancas me perdonen. Ignoro qué feliz acierto de alquimia logró encerrar en ellas la sal de los patios sevillanos dentro de tierra de ánfora vernácula, en tal manera que no va en detrimento el tipo de gracia de la andaluza por la molicie sensual de la africana, ni esa especie de melancólica dejadez de la india. Hablan, y son un chisporroteo de agudezas; ríen, y son un torrente de luz; callan, y los párpados entornados sobre los ojos nocturnos insinúan letales maleficios. El paisaje tropical las rodea como un marco mandado a hacer para ellas. Se mecen en la hamaca con una cadencia de liturgia.
Morenas como éstas eran las Bejarano. Jóvenes, activas, emprendedoras. De sus manos habilidosas salía la repostería que surtía entonces toda Caracas. Si una torta de colosales dimensiones adornaba la mesa del Alcalde, de donde las Bejarano venía; y de donde las Bejarano la chuchería barata cuyo destino humilde, pero generoso, era deleitarse en la boca sucia de un galopín.
A menudo he advertido la falta que hace una bien documentada monografía acerca de las confituras que hicieron las delicias de nuestros sabios antepasados. A materias más fútiles han dedicado cerebros entecos fastidiosísimas disertaciones.
Todo era motivo, todo era objeto, todo era materia de dulces en aquella edad prudente y magnífica. Los higos, los membrillos, las lechosas, las piñas, las redondas toronjas, los duraznos de femenina pelusilla, la infinita variedad de las frutas de la zona tórrida, andaban por ahí complaciendo labios de damiselas exquisitas y relamiendo hocicos de dómines panzudos; y ya circulaban azucaradas y abrillantadas, desecadas, ya en forma de cristalinos almíbares, de breves bocadillos, de olorosas mermeladas, de sólidas conservas, de jaleas que eran como.la gula hecha carne. La harina de trigo, la masa del maíz tierno, la fécula de cereales ricos de opulentos vegetales, convertíanse, con el concurso próvido de la miel, de las especies, de la sartén y del horno, en buñuelos, churros, acemitas, pandehornos, tunjas, panetelas, roscas, tartas, tortas, torradas y torrijas.
Los azúcares, las melazas, las almendras, las nueces, los maníes, combinábanse, triturados, machacados, amasados o en picadillos, y se ofrecían al capricho del goloso como turrones, mazapanes, alfeñiques, alfondoques, melcochas, caramelos, como esos cristalizados papeloncitos purga-a-gota donde parece haberse decantado la esencia de una empalagosa melifluidad. Había suspiros y merengues, tenues, Como la caricia de una mano amada, y quesadillas, pesadas, como un puñetazo asestado a nuestro vientre pecador.
Había natillas, espumillas, y batidillas, en las que se adivinaba la labor de unos dedos traslúcidos de monja. Había arroz con leche, tan clásico como el Arcipreste de Hita, y el arroz con coco, tan criollo como Santa Rosa de Lima. Había bollos gruesos y sustanciosos; quesillos aristocráticos, perfumados con un elegante hálito frutal; ponqués opíparos, compendios, ellos solos, de un banquete; temblorosas, tímidas gelatinas; valientes, heroicas mazamorras; melindres diminutos; enormes manjaretes; bizcochuelos ahogados en coñac O moscatel; pasteles de hojaldre de telillas, tan frágiles y tan adorables como una doncellez. Había cremas nupciales y jubilosas, y delicadas, pálidas y enfermizas; polvorosas, almidoncitos que congestionan la boca por su amenazadora atomicidad; huecas que se diluyen, se anonadan, se desvanecen. Los confites y pirulíes iban a llevar a los confines, a los pliegues del paladar, su microscópica nota de olor y de sabor; y el huevo chimbo pasaba, espeso, redondo, nutritivo, sabroso, disparo certero al corazón de la glotonería.
Algunos conservaban su viejo mote castizo de allende el océano, de cuando vinieron con la adarga y el arcabuz del conquistador; y se llamaba alfajor, alcorza, alajú. Otros adquirían carta de indígena nacionalidad, como el tequiche, el gofio y la naiboa. Unos tenían nombres floridos, historiables, nombres empapados en el mosto de la leyenda y de la tradición: tales el pío-quinto, el juan-sabroso, la maría-luisa. Otros, apelativos gráficos, de descriptiva sugestión: bienmesabe, ahogagato, relleno, guargitero, padre-de-familia. Otros, en fin, remoquetes socarrones, bautismos tabernarios, términos de embarazosa mención: golfiados, pavos, pelotas, yemitas, etc.
Las Bejarano eran maestras en el arte de todas esas reposterías, y de otras muchas cuyos sabores, cuyas recetas, cuyos nombres mismos se han perdido entre la copia de las cosas perdidas. También en esto de golosinear estamos en plena decadencia. Hace ciento cincuenta años daban la pauta en la materia vientres suculentos, vientres exigentes, vientres reposados, profundamente sabios vientres de canónigos y de prebendados; ¿cómo competir con ellos con nuestros pobres estómagos dispépticos, estragados por las prisas de una vida febril y las tabletas de la aspirina Bayer?
Las Bejarano eran maestras en ese arte divino que se extingue. De la Metrópoli, en grandes toneles, en obesas barricas, en inmensos pipotes, en envases especiales, herméticamente cerrados, que se llamaban bocoyes, importaban directamente (tanta era así la importancia de su comercio) Flor de finísimas harinas, trigos candeales, salvados, pasas de Málaga, uvas de Almería, avellanas de Tarragona, almendras de Alicante: todo lo que necesitaban para su industria y no había a mano en la Capitanía.
Y sucedió que en cierta ocasión, al abrir uno de aquellos bien sellados bocoyes, grande fue la estupefacción de las mulatas al comprobar que no venía harina ni sustancia alimenticia alguna, sino telas y tejidos.
Magdalena, Eduvigis y Belén comenzaron a extraer, con ese febril interés que arrastra su sexo hacia los trapos, sedas, terciopelos, batistas, opales, alemaniscos, cambrayes. El oro, la plata, la pasamanería fina, brillaban que era un holgorio de los ojos. Las manos trémulas solazábanse al hundirse en aquellos géneros suaves y exquisitos, dignos de princesas por su hermosura y de hadas por su preciosidad. A veces el brazo izaba con esfuerzo un paño pesado y fastuoso, sobrecargado de bordados, de aplicaciones, de arrequives y alamares: era quizás una dalmática, un damasco, un grueso brocatel. En otras revolaba como una golondrina, entre mercerías ligeras, como las concepciones más deliciosas de una imaginación femenil: tules, gasas, puntos, rasos, encajes, blondas, cintas. Los bocoyes encerraban un tesoro fabuloso.
Las Bejarano corrieron donde el intendente de la compañía, por cuyo conducto vinieran los envases
—Nada tenemos que ver con eso —contestó el buen señor, aterrorizado—. No podemos responder del contenido de los bultos que se nos confíen. Sellados los recibimos, sellados los hemos entregado: allá vosotras, si en ellos os vienen harinas, telas o estiércol. Escribid, es lo mejor, a los embarcadores de la mercancía.
Las Bejarano siguieron sus indicaciones, pero el éxito no fue mayor: también los remitentes declinaron la responsabilidad en el cambio o sustitución de los objetos.
—Os hemos despachado harina —aseguraban en un párrafo de su carta—. No es culpa nuestra si por alguna confusión ocurrida en el tránsito habéis recibido otros envases de los que os destinamos. Esto no obstante, si ocurriere reclamo de algún otro cliente que aclare el punto, os lo participaremos sin tardanza para la debida restitución.
Pero no ocurrió reclamo alguno, los remitentes protestaban de su inocencia, los navieros insistían en su ignorancia total, y las mulatas no tenían carta a qué atenerse. Eso de introducir riquísimos tejidos en bocoyes cerrados so capa de harina y a espaldas, por consiguiente, del Rey Nuestro Señor, no era negocio muy transparente que digamos. De un contrabando se trataba, a no dudarlo. ¿De quién? ¡Qué inocentada! Ya podían esperar que el candidato se delatase reclamando, en aquellos tiempos tan quisquillosos en asuntos de comercio y de embarques de mercancías. Por eso, pero sobre todo porque desconocían el valor de las telas, los señores de la compañía preferían dejar las mercaderías en manos de las Bejarano, y que el caso no trascendiese mucho.
Las cuales, preciso es confesarlo, tampoco se sentían muy a sus anchas con aquel tesoro que del cielo les llovía. Hasta el supremo recurso del confesionario las llevaron sus cavilaciones.
—Esos bienes no son de la compañía que os los remitió, porque ella os enviaba harina y lo que en los bocoyes vino fueron telas: además, la harina, la habíais pagado, y, harina o tela, cualquier cosa que os mandaron, dejaron de ser suyas apenas las pagasteis —les explicó el confesor, un padre capuchino que se destacaba por la lucidez de sus razonamientos escolásticos—. No son tampoco de la compañía embarcadora puesto que ella no tiene otro carácter que el de meros conductores, sin incumbencia alguna con respecto a la esencia de sus cargamentos. No son vuestros, porque no los habéis adquirido. No son de nadie, porque todo el mundo los rehúsa. Pertenecen, pues, a la categoría de bienes baldíos o mostrencos que Dios, en su infinita sabiduría, otorga al primero que los descubre o desemboza. Vosotras los descubristeis: vuestros son. Aceptad: los como dones del Altísimo, y solazaos con ellos, hijas mías, como os plazca.
Después de un minuto, agregó:
—Pero no estaría bien que fueseis indignas de la merced que os ha hecho. Mostraos agradecidas, ofreciendo algunas donaciones a nuestro glorioso patriarca San Sinforoso, que yo me encargaré de presentarle en vuestro nombre.
Las Bejarano descargaron sus escrúpulos de conciencia con algunos exvotos escogidos entre las telas que por su índole, exclusivamente eclesiástica, eran menos fáciles de realizar: reservaron otras adecuadas a sus galas y atavíos, y, ni cortas ni perezosas, comenzaron a convertir el resto en relucientes peluconas, en flamantes doblones, en escudos impecables, en Onzas sonoras como carcajadas juveniles.
Poderoso caballero es Don Dinero. Las mulatas se transformaron por obra y gracia de la imprevista riqueza: diríase las tres campanas de la iglesia parroquial, echadas al vuelo el sábado de gloria, después de la dura mudez de los días de pasión. Comenzaron por trasladar sus cuarteles a un barrio céntrico, donde echaron la casa por la ventana. Cortinas en las puertas, alfombras en el piso, muebles de caoba, por donde quiera el búcaro de flores, la alegre maceta de claveles, el cuadrito que representaba a Don Juan de Austria con galgos y con una mano en la cadera. Montaron su tren de criadas, pajes y servidores, sobre quien descargaron el peso de las faenas manuales, reservándose la mera dirección de la labor: con lo que, sin desmerecer en la excelencia ni en el crédito de sus productos, tuvieron vagar para más livianos ejercicios, propios de su sexo, edad y buen parecer.
Puliéronse las manos; retocáronse los detalles ricos en gracia de sus rostros; aderezáronse, asumiendo humos de señoritas bien nacidas. Se las vio (grave delito) usar abanico y mantón largo cuando iban a la iglesia. Las gentes afirmaban que se embellecían con ciertos ingredientes secretos en que eran tan duchas como en lo de elaborar pasteles.
No fueron de esperarse los resultados. Una nube de pretendientes ycortejadores envolvió a las Bejarano, y principió a asistir a las fiestas, tertulias y paseos a la luz de la luna, que de continuo organizaban. Cierto notado leguleyo, secretario de no sé yo qué húmeda escribanía, cansado tal vez de manosear mugrientos expedientes, dio por hacerle la rueda a Eduvigis. Tras Magdalena púsose en movimiento, bien pertrechado de galanteos, requerimientos de amor, y aun sólidas promesas matrimoniales, un guapo oficial de milicianos, recién llegado de sus Islas, quien (se lamentaban las comadres) era para poner más arriba sus aspiraciones. ¡Y aquí ardió Troya! El menor de los ocho hijos de uno de los señores del Cabildo pareció de pronto perdidamente enamorado de Belén, la menor y más linda de las tres Bejarano, y no puso recato en sus inconvenientes demostraciones.
Era el tiempo de las castas puntillosamente delimitadas, de los orgullos, de las susceptibilidades, de los rancios prejuicios de clase. ¡Estaban tan separados, en lo moral como en lo civil, en lo material como en lo económico, unas y otras categorías de personas, unos y otros matices en el color, unos y otros grados de espesor en el cabello o de altura en el empeine, como los tonos del arco iris que se juntan, pero no se confunden! Había blancos peninsulares, blancos criollos, indios, negros, mulatos, mestizos, zambos, cuarterones y quinterones. Cada quien estaba encasillado en su respectiva jurisdicción desde que nacía: y ay de él si intentaba violentar la sagrada estabilidad de la sociedad.
La ascensión de las Bejarano provocó la consternación caraqueña. Todo el mundo se hizo eco del asunto, ora atacando con ensañamiento, ora defendiendo con heroísmo. Menudearon hablillas, chismes, intrigas. La madre del descarriado hidalgüelo, noble matrona muy pagada de sus pergaminos, llamó al orden al hijo; rebelóse este, lagrimeó aquella; empecínabase el mozo en su porfía. La doña fue donde el señor Edil. Amenazas de una parte; protestas de emancipación de la otra. Padre e hijo estuvieron en un tris de andarse a greñas. Hubo consejo de familia; se temió por la salud del buen nombre, por el honor del apellido. Y llevando como portavoz a un padre ofendido en su más religiosa vanidad, la cuestión Bejarano fue planteada en plena sesión del Ilustre Cabildo Municipal.
Existe el acta de la sesión (yo no la he leído, pero otros, más diligentes que yo, puede que den con ella), donde se resume el debate y la ordenanza a que dio lugar; la cual concluye en sustancia que “las Bejarano no son blancas, como es público y notorio por la extracción de su linaje, por no tener casa y solar conocidos y, sobre todo, por un cierto y distinto color oscuro (nuestras crónicas modernas hubiesen dicho yodado) francamente sospechoso, y por lo tanto, no siendo blancas las Bejarano, no pueden llevar manto largo (llamábase mantuanas a las aristócratas, porque el uso de esta prenda les estaba exclusivamente reservado), ni abanico, ni escolta de paje, como es prerrogativa de señoras principales”.
¡Mala la hubisteis, franchutes! ¡No contaban con la húespeda los caballeros del Cabildo! Pues si la cólera de un viejo, si se punza su inflada vanidad, es comparable a la de un huracán, la soberbia de una mujer, cuando se le hiere en su amor propio, no cede en fuerza a un terremoto.
Las tres muchachas se sintieron ultrajadas; requirieron sus armas (gracia, riqueza, talento: las tenían todas), recogieron el guante, y se propusieron demostrar a los señores Ediles que tres mujeres bonitas y decididas valen, y valdrán siempre, más que tres docenas de viejos calvos y presumidos, por mucho que sean el poder, el dinero, la influencia y la respetabilidad que estos tengan.
Consultaron abogados, compraron procuradores, alquilaron rábulas; hiciéronse de una hueste de licenciados, escribanos y memorialistas, que se tejió desde la convulsionada tierra de la Capitanía General hasta la remota preponderancia de la propia España; gestionaron, diligenciaron; promovieron instancias, solicitudes, quejas, querellas, demandas, peticiones. Y de tal modo se agitaron, y, más que nada, supieron derrochar pródiga y oportunamente las peluconas del contrabando, que sus vocecitas de mulatas salerosas se hicieron oír nada menos que de los serenísimos oídos de Su Majestad, el Rey de España.
He aquí el mandato que obtuvieron:
“EL REY
(gracias al sacar)
Por cto. de parte de ntras. leales i fieles súbditas: Magdalena, Eduvigis y Belén Bejarano, vecinas de la Villa de Sgo. de León de Caracas de la Capna. Gal. de Venezuela en ntros. dominios de Indias y Tierra l’irme, Nos fue hecha relación de los incidentes ocurridos entre las dichas ntras. fieles súbditas i el Muy Ilustre Cabildo Municipal de la citada Villa de Stgo. de León, Nos pidiendo y suplicando qe. Nos sirviéramos dar orden de esclarecmto. i comprobación de su limpieza de sangre; por cto. de los testamntos. de gentes honestas y dignas de Ntra. fe qe. a la citada relación se acompañan se pone de evidencia qe. las dichas Bejarano son fieles súbditas de Nos i personas de buen pasar; it. más, que si su cutis presenta cierto ligero color oscuro es efecto del sol de aquellas tórridas regiones, y no otra cosa. Visto lo qual. Cn. el voto de ntro. Consejo hemos venido en dar como así damos este Mandato por el qual ordenamos sean tenidas por blancas las citadas Magdalena, Belén i Eduvigis Bejarano; como así ordenamos también a ntros. Cabildos, Intendencias i demás gobernaciones de las Indias i de qualquier otra región donde quieran hacerlo valer, guardar i cumplir este Mandato i lo en él contenido. Fecha en Valladolid, a …
Yoy el Rey
Por mandato del Rey Ntro. Sñr.
Xavier de Olacoechea”.
¡Felices tiempos, épocas felices aquellas en las que un simple decreto del Soberano, bastaba para elucidar de una vez por siempre, cualquier duda escabrosa acerca de nuestra entidad racial! Unas cuantas plumadas que una mano augusta, no muy versada en sutilezas de ortografía, trazara al azar sobre un papel amarillento que habían extendido en su carpeta: e invalidados, borrados, extirpados para siempre, enmienda hecha a la naturaleza descuidada, quedaban el defectillo desesperante, el color un si es no es demasiado acentuado, la desvergüenza de unos labios gruesos o de una nariz ancha que se empeñan en delatar quién sabe qué remotas taras Familiares; la rebelde aspereza de un cabello díscolo; o la tendencia más o menos hotentote, más o menos congolesa, de una contextura física que nos vuelve hacia abuelos de quienes quisiéramos huir. ¡Cuántos habremos que daríamos cualquier cosa por tener Mandatos de Reyes (gracias al sacar) en esta época moderna!
¡Blancas las Bejarano! El documento con la firma y el Sello de S. M. fue celebrado en Caracas con fiestas rumbosas, como sólo las alegres mulatas sabían organizar. En adelante, ya no era más ir a San Mauricio, el rostro bajo y cohibido, tanto por ocultar la humillación como por evitar los baches del suelo enlodado: sino ir a la Catedral o a la Trinidad, la faz alta, el continente soberbio, los rojos labios fruncidos con insolente desdén, y el largo manto, y el abanico negro de encajes que acaricia la tersura del escote, y el paje manumiso, gordito, sonriente, lustroso como un ébano, cargado del breviario y del reclinatorio, tras el taconeo armonioso de los breves pies.
¡Blancas las Bejarano! La nueva cayó en el seno del Honorable Cuerpo como un borracho que entra a caballo en un templo y profiere espantosas blasfemias en el punto de alzar. Los señores Ediles saltaron de sus butacas forradas en cuero negro o en rojo utrecht, y pusieron el grito en el cielo. ¡Blancas esas zangarillejas que, porque se encontraban de buenas a primeras en posesión de cuatro reales podridos, creían tener cogido al Eterno por las barbas!
La orgullosísima oligarquía criolla, quien, por detrás del aparente régimen político, era la que verdaderamente dominaba en la Capitanía durante los postreros años de la Colonia, no se avino a sufrir semejante vergonzosa derrota, así viniese de las propias manos señoriales del Monarca.
Consentir en reconocerlas oficialmente como tales, acatar la voluntad real en cuanto al orden jurídico, bueno estaba; pero de ahí, a concederles las estimaciones, las preeminencias, las consideraciones puramente sociales que a sus semejantes tributaban, había un abismo. Nunca, como a partir de entonces, fueron con más saña hostilizadas y combatidas las ambiciones mulatas; nunca fue más cruenta, más encarnizada, más agria la oposición que se les hizo. Ni una casa de familia que se tuviese en algo abrió sus puertas a las nuevas ricas: ni una vieja matrona empingorotada allegóse a alternar con ellas; ni uno solo de aquellos hidalgos se dignó ni siquiera saludarlas a su paso; y jamás en su San Mauricio mal oliente, se sintieron tan dolorosamente vejadas las pobres mozas como cuando, su certificado de blancas en el arca y su disfraz de blancas en la indumentaria, advertían el huir, el esquivarlas de la concurrencia selecta de la Trinidad, el desdén, el vacío en su torno: su triste aislamiento de apestadas.
El asunto tomó proporciones de contienda civil. La inquina se hizo aguda como una ponzoña virulenta. Repitiéronse los rozamientos, las rencillas, los incidentes desagradables. Acalorábanse otra vez los ánimos en enconadas discusiones, y (los consecutivos sucesos de buena fortuna quizás habían calentado demasiado el magín de las mulatas) las Bejarano emprendieron una nueva cruzada de gestiones rabulescas, hasta llegar segunda vez (¡insólita suerte!) al Rey de España, solicitando ahora nada menos que el título de Doñas, con el cual pensaban darle en cara a la arrogancia de sus adversarios.
Pero esta ocasión el Cabildo, aleccionado por su experiencia anterior, no se quedó dormido; emprendió por su lado diligencias e instancias no menos numerosas; hasta es posible que haya enviado cerca de la Corte a un comisionado especial (acerca de este punto hay discrepancia entre los historiadores). O bien puede ser que, quizás, el providente Rey, ya en autos de todo el proceso, quisiera poner término a la discordia y evitar a su muy querida Villa de Santiago de León ulteriores inquietudes.
Lo cierto es que cuando, algunos meses después, regresó el procurador de las Bejarano, recibieron un nuevo Mandato las mulatas, y al abrirlo leyeron que, después de negarles de un modo rotundo el privilegio de ponerse Doñas, terminaba el Monarca advirtiendo que “qe. el cutis de las Bejarano ofrece un color oscuro producido quizás por el sol de esas tórridas regiones; i que en consecuencia, a pesar de ser blancas por ser tenidas por blancas por mandato de Su Majestad, no son blancas las Bejarano”.
Oswaldo
El aspecto exterior de la casa era sencillo: una de esas casitas incoloras que nada dicen con sus fachadas insignificantes, pero que, sin embargo, dejan en el ánimo una difusa desconfianza, como si resbalase por ellas la expresión oblicua de un rostro hipócrita. Nos repugna pensar que nuestra propia casa, tan ensamblada a nuestro amor familiar, pueda ser para otros una casa como esas, y que nadie la pueda presumir jamás dura, fría y adversa: tal como se presentaba aquella casa mediocre, aquella tarde de lluvia, a la pobre mujer.
Salió a abrirle una señorita delgada, poco menos que alta; el cabello recogido en moños, mediante tiritas de papel, y las consumidas mejillas, donde un largo uso de cosméticos acribillaba la tez, cubiertas con la capa de colorete. Vestía un traje claro e introducía los pies sin medias en zapatos de lona, de los que se usan para jugar al tenis.
—Me han informado que solicitaban ustedes una sirvienta de adentro —expuso aquélla, sin atreverse a alzar los ojos de las manos de su interlocutora, ocupadas en darles lustre a las uñas.
—Sirvienta de adentro, no —explicó ésta—. Necesitamos una cocinera.
—También sirve. Conozco el oficio. He estado trabajando de cocinera varias veces —adujo la mujer—, y fortaleció sus palabras con una sonrisa servil.
Oswaldo la tomó en brazos…
La joven guardó breves minutos de silencio, durante los cuales sus pupilas vivas, agudas, animadas de una expresión inquietante, oscilaron entre la criada y un niño que, agarrado a sus faldas, chupaba eruditamente un caramelo. Ella era regordeta, mofletuda, de nariz lustrosa, labios gruesos y siglos de vejamen sobre los ojos tristes: y chocaba desconcertadamente el enorme contraste que formaba con su abdomen adiposo y sucio el niño a su vera: un niño blanco, rubio, ufano, robusto y gentil; un niño como una nube en el sol.
—¿Ese muchacho, es suyo?
—Sí señora —murmuró la mujer, y en su desastrada penuria pareció avergonzarse de tener un hijo tan hermoso.
—Déjeme llamar a la señora —dijo la del rostro pintado, después de un minuto de vacilación.
Cerró las puertas sobre las narices de la solicitante y se alejó hacia el interior de la casa gritando: “¡Matilde! ¡Matilde!”, sin dejar por ello de frotarse las uñas.
Matilde, la señora de la casa, era más joven o quizá más vieja que su hermana. Su rostro pretendía aún ser lozano; pero en su cuerpo, flojo y desmañado, declarado ya en derrota, la rutina aniquiladora de la vida doméstica proclamaba victorias contundentes. Acudió secándose las manos en una toalla, y después de dejarla entrar y hacerla sentarse, abordó a la criada en esta forma: —¿Usted, cómo se llama?
—Manuela Blanco, para servirla.
—¿Solicita servir de cocinera?
—Sí señora.
—¿Sabe usted cocinar?
—Sí señora.
—¿En qué casa ha servido usted? ¿Trae recomendaciones?, etc.
El prolijo, vulgar, enfadoso interrogatorio prosiguió largo rato. En ninguna ocasión se desnuda más el conjunto de sórdidas ruindades de que está tejido el existir cotidiano como en estos parlamentos entre la señora y la criada, entre el patrón y el obrero, entre el que tiene y el que necesita: este interrogatorio maloliente a cebollas, a mezquinas trácalas y a menudas chapucerías, como un contar de centavos negros sobre la pringajosa mesa de un tabuco.
—Ocho pesos mensuales. No pago más. Si te conviene, para que te quedes de una vez —concluyó la primera.
Manuela reflexionó; de pronto, recuerdos angustiosos hicieron palidecer su rostro, las manos torpes temblaron sobre el saquito, donde sólo guardaba ya un pañuelo sucio, y se precipitó a contestar:
—Sí, señora.
Semejante prisa molestó a Matilde. Le fastidiaba haber encontrado tan escasa resistencia de parte de la criada. “Se hubiera transado por menos”, meditó, e involuntariamente sus miradas indecisas se volvieron a la hermana que reclinada en la pared, asistía con los brazos cruzados a la conversación.
—¡Ocho pesos! ¡Ocho pesos mensuales! ¿Estas loca? —interpelaba sin despegar los labios apretados, sin alzar los ojos zumbones que afectaban indiferencia.
La señora quedó silenciosa. Buscaba un pretexto, una sutileza cualquiera para escaparse a la palabra empeñada, para dominar una situación ventajosa frente a Manuela. La lluvia continuaba cayendo: era llovizna fría e impalpable: briznas de hilo. No se sabría afirmar si, en efecto, era que caía o bien que, por el contrario ascendía al cielo, e inspiraba en quienes la observaban un distraído rencor, un violento deseo de serle hostil a alguien y de gritar groserías.
—¿Es hijo suyo? —preguntó Matilde, señalando al niño.
—Sí señora.
—¿Qué edad tiene?
—Dos años, señora.
¡Dos años! ¡Dos años solamente! Armando, su hijo, frisaba ya en los tres y era, sin duda, mucho más enteco. De súbito, la madre, celosa, concibió un odio feroz contra el niño ajeno. Inclinóse hacia delante, examinólo con atención y no se sintió contenta hasta no descubrirle en la nariz, cerca de la mejilla derecha, una pequeña excoriación.
Sarna, sarpullido, acné, lechina, sarampión, viruelas, lepra judaica, males siniestros y espeluznantes bailaron ante su gozosa imaginación.
—¿Qué tiene aquí? ¿Cómo que está enfermo?
Estupefacta, Manuela intentó hallar una significación extraña en tan peregrina pregunta. Su hijo estaba bien robusto, y bien rosado para que nadie osara suponerlo enfermo.
—¿Enfermo? No señora.
—Y eso, ¿qué es?
Su dedo triunfador indicaba con delirante excitación la cicatriz. Manuela se tranquilizó.
—¡Ah! —suspiró—. Un rasguño.
—¿Un rasguño? ¿Estás segura?
—Cómo no. señora. Se lo hizo antier con un pedazo de hojalata.
Matilde enmudeció, rabiosa. El niño grave, majestuoso, fuerte bello, como un héroe chorreando de caramelo, acomodado en el sofá como quien se sienta en un trono, clavaba en ellas sus ojos límpidos e impávidos; luego los desvió hacia la lluvia, llena de desdén por las cosas humanas.
En cambio, Oswaldo recogió una muñeca; una mísera muñeca de tela y aserrín…
—Además, está muy barrigón —insistió la señora con ferocidad—. ¿No te parece, Rosa Amparo?
—Muy barrigón —apoyó la hermana desde el muro—, y además bastante paliducho. Puede tener lombrices.
—Debe tener lombrices —repitió Matilde como un eco.
La madre callaba, lacerada en su más vivo amor propio. El niño irradiaba sangre y salud desvergonzadas por todos sus poros.
—¡Oh, seguramente que sí! —prosiguió la señora—. Ese niño tiene lombrices. Me atrevería a apostarlo. ¿No le has dado ningún vermífugo?
—No, señora.
Es una falta grave. Con los niños no se puede uno descuidar ni un momento. Hay que estar siempre sobre aviso. Debes darle un vermífugo a tu muchacho.
Descargaba ahora su odio y su rencor a través de aquella nueva actitud de caridad que le devolvía la conciencia de su superioridad.
—Sí, señora —murmuraba, dócilmente, la mujer.
Un ruido interior vino a interrumpirlas: muebles, que chocan o vajilla que se rompe.
—¡Armando! ¡Armando! —exclamó Matilde, y dirigiéndose a su hermana—: Anda a ver, Rosa Amparo, anda a ver qué diabluras está haciendo ese muchacho.
Rosa Amparo corrió; la criada y el niño rubio, inmóviles, no decían una palabra. La señora se ruborizó con una nueva oleada de rencor: el incidente la rebajaba otra vez. Reanudó enérgicamente su negociación.
—Pues, como usted comprenderá Manuela, esta circunstancia de su niño…
No pudo continuar. Rosa Amparo regresaba trayendo de la mano una alimaña enclenque, macilenta, espinosa y arisca como un manojo de sarmientos: era lo que por eufemismo llamaban Armando en la casa.
—¡Tres copas! Tres copas del servicio nuevo que acaba de comprar Joaquín —Venía chisporroteando—trataba de encaramarse en la alacena para alcanzar la jalea… —y encarándosele al chiquillo—: A ver si te estás quieto ahora. Siéntate ahí.
—No lo regañes —advirtió molesta la madre—-.Ya lo arreglará Joaquín. Esas son travesuras propias de su edad.
— ¡Yo quiero jalea! —clamaba en su media lengua Armando. —-¡Qué niño tan lindo! ¿Es suyo señora? insinuó tímidamente Manuela, a través de su pobre costumbre de inclinarse y adular; pero de repente, se detuvo, cortada, al notar el fruncimiento de cejas de Matilde.
—Sí —respondió ésta con sequedad.
Lejos de agradarle la lisonja en la boca de la criada, le pareció frescura, y sobre todo, inoportuna. En general, las personas no pueden tolerar lecciones de cortesía de aquellos a quienes juzgan inferiores.
—Tres copas del servicio nuevo. Como siga así, ese mocoso va a arruinar la casa —prosiguió Rosa Amparo, complaciéndose en ver palidecer a Matilde ante la sirvienta.
La señora la cortó para reanudar el hilo de su perorata:
—Como usted comprenderá, esta circunstancia de su hijo viene a alterar completamente lo convenido. Presumo que usted pensaba tenerle aquí a su lado; pero tengo que advertirla que en esta forma no puedo aceptarla a usted. Un muchacho es siempre motivo de calamidades, y de continuas dificultades. Si usted se puede venir sola…
Manuela permanecía en silencio. La llegada del otro chico, de Armando, parecía haber creado una atmósfera de belicosidad entre las tres mujeres. La lluvia continuaba cayendo, fría, opresora, desesperante. Sólo los dos niños ofrecían un aspecto ecuánime, superior a las insidias vulgares, y, desde sus asientos, se contemplaban y se desafiaban a realizar hazañas prodigiosas. —Pero sin duda, tendrá usted alguna familia que se haga cargo del muchacho. Entonces pudiéramos arreglarnos. Algún pariente…, su padre…, alguna casa donde dejarlo…, alguna pieza…, algo…
—No, señora—musitó Manuela.
—¿No? ¿De manera que usted no puede desembarazarse de él? ¿De modo que usted pretende tenerlo aquí, consigo?
Había recobrado ya toda su elevación, todas las ventajas de su plano social superior; y estaba radiante.
—Pues qué equivocada estás. No, mujer, no. ¿Un muchacho enfermo, que puede contagiar a mi Armando? ¿Un muchacho con lombrices? ¿No te dije que tenía lombrices?
—Sí, señora.
—¿Y entonces? —proclamó con aire de completo triunfo; y por largo rato continuó considerando posibilidades patológicas, mientras la pobre mujer repetía maquinalmente.
—Sí, señora… No, señora.
Una creciente opresión, amarga y venenosa, subíale a las entrañas. Era la eterna negativa, la misma objeción dura y terminante, despiadada, que le cerraba todas las puertas: “Con el hijo, no”. Y sus ojos enrojecidos miraban llenos de rabia al niño, tan hermosa y tan dura carga de llevar.
Quiso irse, y se levantó del asiento; pero sobre las dos señoras aleteó un instante el recuerdo de los días que tenían sin servicio, afanosos, desagradables, y la amenaza de quedarse otra vez solas. —No se vaya. Espérese —la atajó Matilde—. Quizás podamos arreglarnos.
Rosa Amparo acudió en su auxilio con un gesto forzado de cariño.
—¿Y cómo se llama su muchacho?
La sirvienta vaciló: sabía lo que la esperaba apenas pronunciase su nombre. Dirigió la vista hacia su hijo, hacia el bello hijo sorprendente, envuelto en la guirnalda de sus guedejas rubias, flotantes y temblorosas como un sueño inmortal. De súbito, se le nublaron los ojos de lágrimas, y dando cara a la burla de las mujeres, exclamó.
—Oswaldo.
Hubo un momento de cómico asombro, y en seguida un coro de risas sin piedad.
—¡Oswaldo! —comentó Rosa Amparo—. ¡Pues no tiene poca gracia! ¡Oswaldo! ¿Qué te parece? A lo mejor nos sale ahora con que es la imagen de un poeta o la encarnación de un Dios.
Matilde, tratando de invertirse de seriedad, aprovechó la turbación de Manuela para volver sobre su negocio.
—Pues, como le venía diciendo, el muchacho, en esas circunstancias modifica lo pactado. Lo que podemos hacer es…
Manuela mascullaba:
—Sí, señora… No, señora.
De vez en cuando la lengua de Armando huroneaba: —¡Yo quiero dulce!
Al momento, la de Rosa Amparo le respondía:
—¿No te vas a quedar callado, carricito?
La lluvia proseguía, imperturbable, obsesionante, sucia.
Por encima de todos ellos, olímpico y sereno, Oswaldo se cernía, se adormecía, se esfumaba, en la cima de todos los desdenes, en la cima de la suma perfección.
Manuela se quedó sirviendo en la casa por cuatro pesos mensuales.
La imagen de un poeta, la encarnación de un dios…
Quién sabe si Rosa Amparo, en su rastrera intención socarrona, atinara inconscientemente con la reveladora verdad. Oswaldo se sustraía, ello es indudable, a los caracteres de la vida corriente. Su figura se alejaba a la región de los sueños fantásticos, de las inconexas conjeturas. Era silencioso y extraño, como un anhelo fuera de su sitio: no reía, no lloraba. Los demás niños, Armando, sobre todo, mostrando interés apasionado, casi angustioso, en el espectáculo que las cosas brindaban en su alrededor: abrían los enormes ojos, y se agarraban desesperadamente de los gestos, de las palabras, del ir y venir de las gentes, cual si en ese movimiento desordenado se hallase la clave de su futuro existir.
Oswaldo permanecía ausente, distante, indiferente, remontado en las alturas de su luminosa belleza. Una esencia especial, sin duda, fluía por su cuerpo tranquilo, por sus áureos cabellos temblorosos: algo aéreo, insustancial, ajeno a la contextura grosera de los mortales. Más frágil, tal vez, pero, a ciencia cierta, superior. Las personas mayores se sentían embarazadas en su presencia, y al mirarlo tan mudo y tan distinto a todo lo demás, experimentaban primero inquietud ante su impasibilidad, vivo rencor después. —¿Quién será el padre de ese chico? —reflexionó Joaquín, por la noche, cuando de regreso al trabajo conoció a la nueva cocinera y a su hijo.
—Dios sabe si verdaderamente es hijo de esa mujer —insinuó Matilde.
¿Quién era su padre? ¿De dónde vino? ¿Cómo cayó allí, en semejantes manos, en el regazo de aquella mujer de nariz lustrosa? Un estruendo de sugerencias imprecisas, de nubes, de hielos, de disgregadas auroras boreales, de abstrusas teogonías, derramábase sobre su nombre peregrino. ¡Oswaldo…! ¡Oswaldo…! el profundo septentrión presidía cada una de sus actitudes, colmadas de una calma absoluta, de una calma de mares glaciales. Walkirias blancas y beligerantes, carcajadas en un bosque sombrío, galopaban en torno a sus rizos de un gótico encanto. Tenía la expresión de un niño ciego, de un niño sordo, de un niño idiota, de un niño dios.
¿La imagen de un poeta, la encarnación de un dios? ¿Por qué? Eros mismo, el inmortal Eros, henchido de hoyuelos en su carne esponjosa, no podría asumir posturas más elegantes, más de acuerdo con una gracia sobria y estatuaria. Algo había en él, algo diferente, algo que le hacía inmune a las menguas de una naturaleza poco hábil, y al reconocerlo así, los seres que le rodeaban, incluso su propia madre, odiábanlo instintivamente.
Este sentimiento de aberración que producía comenzó a dar sus frutos al día siguiente.
—Tiene que vigilar a ese muchacho para que no entre en la sala —advirtió Matilde a la criada—. Acabo de encontrarlo allí, jugando con los adornos.
En realidad, habíalo hallado en el seno de las cosas adecuadas a su sustancia magnífica: Oswaldo metiérase imperturbable, en la sala, y con toda majestad se sentara, rodeado de muelles cojines, reclinado sobre las dulces sedas desvaídas impecablemente desnudo, risueño, y feliz, entre floreros, estatuitas de terracota y baratas figulinas de yeso que adquirían a su contacto una prestancia singular.
Pero la defensa social puso el grito en el cielo, y barbotando imprecaciones, la señora desterró al chicuelo de sus suntuosos dominios.
—Ha podido romperme un florero —gritaba con justa indignación.
No tardó en efecto, en romper algo: una de las copas del famoso servicio nuevo que había comprado Joaquín. Si cuando Armando hiciera otro tanto prodújose aquel escándalo, es de figurarse las proporciones de borrasca que cobró éste.
—¡Una copa de servicio nuevo que acabamos de comprar!
—¡Un juego del que no se consiguen piezas de repuesto!
—¡Ahora habrá que adquirirlo todo nuevo!
—¿Sabe usted que una copa de ésas viene saliendo por los menos en cinco bolívares?
—¡Una pieza tan delicada, tan linda! ¡Difícil es encontrar cristalería como ésa!
—Ya le dije desde el primer momento que ese muchacho iba a constituir una verdadera calamidad.
—¡Diablillo! ¡Demonio! ¡bestezuela maligna y malintencionada!
Por largo tiempo continuó la letanía, ahogando los “no, señora’’, los “sí, señora” de Manuela, hasta que le cargaron los cinco bolívares para descontárselos de su próximo sueldo. En cuanto a Oswaldo, fue relegado a las interioridades de la casa. En adelante, desde el comedor comenzaban para él los eternos vedados de caza.
Con su habitual filosofía, el niño aceptó el nuevo estado de cosas. No concedió la gracia de contemplar su hermoso cuerpo desnudo a las señoritas viejas que visitaban a Matilde; y se consagró a los trapos sucios, a las latas de desperdicios, a las mondaduras de patatas, a las telarañas de los desvanes, por donde deambulaba como una luz.
Pero la animosidad femenil no se detuvo allí: era preciso perseguirlo, hostigarlo, hasta en sus postreros reductos sobre este valle terrenal. Su reino no era de este mundo. Cierta imprevista mañana apareció Matilde rugiendo de furor:
—¿No lo ve usted? ¿No se lo decía yo? —traía izado de un brazo al esquelético Armando, y con índice colérico señalaba unas ronchas en su pierna descubierta—. Ya ha contagiado a mi pobre hijo. Quién sabe qué sucia enfermedad es esa que su muchacho ha traído a mi casa. Desde hoy le prohíbo a usted que le permita salir de su cuarto, ¿lo oye usted?, ¡de su cuarto! Como le vea fuera, queda usted instantáneamente despedida.
Oswaldo quedó recluso en la pieza de servicio: una covacha, infecta, oscura, húmeda, pestilente siempre a miasmas que exhalaban ropas viejas y cuerpos sin bañar. No le agradó semejante ambiente al diosecillo; pero al ver que cada vez que lo abandonaba tenía que regresar en el acto bajo la lluvia de los coscorrones de Matilde, de los pellizcos de Rosa Amparo o de las nalgadas de Manuela, optó por atenerse a los principios de la escuela estoica ‘‘La felicidad no está en las circunstancias que nos rodean”, etc. En aquel antro, su ciencia y su belleza resplandecieron como el sol, y horas y horas pasaba silenciosamente en un cajón, donde lo introducían para que no escapara mientras su madre iba al mercado o hacía las comidas; y se ocupaba de jugar con el tubo de goma de una jeringa vieja, en estudiar la complicada anatomía de una alpargata fuera de uso o en demoler a golpes de un mango de sartén una vetusta palangana cuya fea panza desportillada lo encendía en santa cólera.
—Vamos a jugar, ¿quieres?
A menudo aparecía Armando, con su figura de pobre libro desencuadernado, y desde el umbral de la puerta aventuraba aquella proposición. Aunque repetidas veces le prohibía Matilde reunírsele, el triste chiquillo sentíase atraído por el jocundo Oswaldo, que se las sabía ingeniar para descubrir manantiales de goces insoñados en el objeto más árido y estéril.
Pero no tardaba en envidiar a su rival; en exigirle algo; en montar en ira cuando aquél se lo negaba, y en lanzársele encima trémulo y lívido, con ímpetu epiléptico. Oswaldo se asombraba de tales arrebatos; mirábale jovialmente; trataba de sujetarle; pero viendo que de la parte del otro la cosa iba en serio, de un súbito manotón, como quien se desembaraza de una manta, lo arrojaba lejos de sí. Entonces se disponía a aguardar pacientemente la segura felpa.
—¡Bicho! ¡Bicho! —sollozaba histéricamente Matilde, mientras le zurraba con toda su vehemencia femenina.
—¡Ese animalito es un semillero de maldades! —afirmaba Rosa Amparo.
Bajo aquel par de euménides vengadoras, Oswaldo no dejaba escapar ni un sollozo, ni una mueca de dolor. Pero cuando lo azotaba su madre, entonces sí rompía a llorar.
—Hoy el muchacho le volvió a pegar a Armando —le decía por la noche Matilde a su esposo.
Joaquín tomaba débilmente la defensa de Oswaldo.
—No deben castigarlo con exceso. Recuerden que también es una criatura humana, un semejante nuestro. No estamos ya en los tiempos de la inquisición.
Pero al punto, el coro de querellas de las dos mujeres se alzaba embravecida; Joaquín retrocedía frente a su impetuosidad y terminaba por callar. Estaba cansado; cansado tras el monótono día de rudo trabajo y prefería callar. Joaquín representaba la justicia de los hombres.
¡La inquisición! No exageraba Joaquín. Suplicios lentos y refinados imaginaban las dos mujeres para dominar al niño altanero; suplicios crueles, minuciosos, exquisitos, que un escritor respetable de buenos sentimientos no puede rebajarse a describir. Sí: un soplo sádico, sombrío, de los tiempos inquisitoriales, se agazapa aún detrás de las fachadas plácidas de las casas tranquilas, de nuestra propia casa.
Manuela lo sabía de sobra, y no intervenía mucho a favor de su hijo. Es más: participaba un poco del unánime odio que Oswaldo despertaba en su torno. Gran parte del aborrecimiento, de la hostilidad, de los agravios con que todo el mundo quería aplastar su belleza, recaían en ella; y por eso la pobre mujer comenzaba también a detestarlo.
—Sólo al idiota de Procopio se le ocurre tolerar a ese bicho —afirmaba Rosa Amparo.
Y, verdaderamente, sólo Procopio sentía simpatía por Oswaldo ¿Cómo es que hemos pasado, sin fijarnos, por encima de este otro personaje de la casa? Pero si es que nadie se fijaba en él… Procopio salía y entraba como una sombra, no hacía nada, no hablaba con nadie. Se sentaba a comer sin despegar los labios. Regresaba a su cuarto. Era idiota, indiscutiblemente, el viejo aquel, con su cara cetrina y su enorme cuerpo velludo como un animal. En ocasiones olvidaban llamarlo a cenar.
Procopio (“Porocoropo”, como le decía Rosa Amparo) tocaba la flauta: era el único relieve, el único trazo de su personalidad. Por las tardes, cuando las señoras estaban en la vespertina, Oswaldo iba a visitarlo a su habitación. El viejo tomaba su asiento en una silla, el niño a sus pies, y juntos escapaban a venturosas comarcas musicales. Melodías eléctricas, embriagadoras, líricas, salvajes, que se desprendían, encrespándose y retorciéndose, como un haz de culebras, del instrumento negro. Sueños de libertad y de alegría, tropeles de gozosa barbarie, giros desenfrenados sobre montañas inaccesibles, sobre ilimitadas llanuras y sobre cielos cuajados de meteoros, se apoderaban de ambos compañeros. Oswaldo se sumía en silenciosa seriedad, y sobre su rostro melancólico reverdecía el recuerdo de nunca repetidas rebeldías.
—Ese Porocoropo fue el de la idea —adivinó inmediatamente Rosa Amparo, refiriéndose al ‘‘milagro” del día de Reyes. A mi entender, tenía razón. No hay que olvidar que Procopio daba algunas clases de flauta en la ciudad y que, por lo tanto, muy bien pudo arbitrar el dinerillo con que se produjo el milagro. El hecho es que para Pascuas, Manuela disponía de unos pequeños ahorros; de tal suerte, que cuando Armando puso al pie de la cama sus botines de domingo, en la seguridad de que habían de recoger la huella tierna del Niño Dios, la criada aconsejó a Oswaldo que hiciese lo propio. Un tren de hojalatería, un vistoso tren con cuatro vagones, una locomotora y un convoy de combustible fue el aguinaldo de aquél. En cambio, Oswaldo recogió una muñeca; una mísera muñeca de tela y aserrín, pero suficiente para colmar su fértil imaginación.
—Se llama Babieca —declaró sin vacilar, y no se detenía ni en su cuerpo inverosímil ni en su cara de embudo, ni en sus piernas plácidas, ni en sus ojillos ridículos marcados apenas con un trazo de hilo, para atribuirle todas las perfecciones. En sus manos, el adefesio, realmente, adquirió una súbita personalidad.
Dos días después ya Armando había destrozado su juguete demasiado costoso para sus manos prevaricadoras y principió a quejarse:
—¡ Yo quiero a Babieca…!
—¡Pero niño! Esa muñeca es del muchacho ese.
Le contestaban al principio; pero de nada le valían esas razones. El continuó en su trece, y su empeño pronto ganó el elemento femenino y a través de éste al señor de la casa.
—Déle esa muñeca al niño —ordenó Joaquín a la criada—. Se ha encaprichado con ella y a los chicos no hay que contrariarlos. Yo le pago lo que ha gastado en ella. Cómprele, si gusta, otro juguete a su muchacho.
La madre no contestó; el niño no lloró. Una infinita resignación los investía de dulce paz. No intentaron siquiera discutir, y Manuela, encarnada, prefirió gastar el dinero en otras cosas. Así, Oswaldo se quedó sin juguete.
Presentóse la noche de Reyes, triste y turbia; ni el señor de la casa ni la cocinera hallábanse facultados económicamente para demostrar con regalos el tránsito de tan distinguidos monarcas por la tierra. De tácito acuerdo, se resolvió hacer pasar la festividad por debajo de la mesa.
Esa noche se produjo el milagro: cuando alboreaba, al incorporarse Oswaldo en el catre en que dormía con la madre, observó un bulto en sus zapatos.
— ¡Mamá!, ¡Mamá! Mira: Babieca. Aquí está Babieca.
En realidad era una ofensa llamar Babieca a aquella nueva muñeca, una hermosa muñeca de niño rico. Tenía el cabello rubio, la tez de porcelana, los ojos de cristal, y al acostarla, cerrábalos voluptuosamente, Oswaldo la tomó en brazos, y al acercarla a su palpitante regazo, juntas las cabezas del niño y de la muñeca, lucieron un dorado igual.
—¡Es Babieca! ¡Es Babieca!
Para él no existían, a lo que parece, diferencias de raza, ni de religión, ni de estado social. Aquella tez tan tersa era el mismo cutis de trapo; aquellos brazos de pasta los mismos brazos flojos.; aquellos ojos cerúleos los mismos saltones ojos que un movimiento de aguja pergeñó, y aquella era su misma Babieca gemela e inmortal.
—¡Déjala! ¡No la toques! Eso no es tuyo… Eso no puede ser tuyo —tartamudeó, asustadísima, la madre.
—Yo quiero esa muñeca berreó Armando al verla, sin pérdida de segundo.
—¿De dónde ha sacado usted un juguete tan caro? —inquirió Matilde.
—¡Una muñeca de veinte bolívares! ¡Dígame usted!
¿Ahora se atreverá a negar que roba a dos manos, cuando hace las compras? —comentó Rosa Amparo.
—Aquí debe de haber alguna equivocación. Esa muñeca venía destinada a Armando —concluyó sentenciosamente Joaquín.
Claro: tenía que tener razón. Sin duda alguna, se trataba de algún error de alguna parte. Los Reyes Magos no dejan juguetes de veinte bolívares en zapatos de a cuatro. La nueva Babieca fue al poder de Armando, la antigua a su primer propietario, y las cosas de este mundo quedaron en su lugar.
Un día cualquiera la botaron de la casa; un día cualquiera de lluvia gris, por un pretexto cualquiera. Ella tomó a su hijo de la mano, y se echó a la calle, a solicitar trabajo. Salió a abrirle la puerta de otra casa de fachada tranquila, otra señorita de mejillas pintadas y el cabello rizado con tiras de papel.
—¿Ese muchacho es suyo?
Agarrado a su falda, Oswaldo permanecía mudo, hermoso, señoril, insensible al dolor, insensible a la alegría humana. La imagen de un poeta, la encarnación de un dios. Que le dé una difteria, una meningitis, un tifus exantemático, una de esas enfermedades fulminantes que apagan la vida como se apaga una vela. Es todo lo que puedo desearle. Su reino no es de este mundo.
[…] información de Prodavinci, Ven para saber, El Diente Roto y Revista Memorias de Venezuela […]