literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Carlos Eduardo Frías

El camarote

Por el filo de la media noche, el camarote estaba ahíto de oscuridad. Hacía uncalor sofocante. Las dos literas, una arriba, otra abajo, adheridas a la pared de tablas ensamblados. La de encima crujía de continuo. Parecía iba a volcarse, con el peso del hombre aquél tan macizo y membrudo.

En la de abajo, apenas destacábase de entre las sábanas, el cuerpo huesoso de otro hombre, Este último, varias veces experimentó un deseo fuerte de exigirle a su compañero de cuarto que cambiasen. Sería mejor, dormiría tranquilo. No se atrevió a despertarle. Era tan musculoso. Tenía unos ojos tan extraños. Habíase fijado mucho en ellos durante la comida. Mejor era dejarlo roncar con aquellos resoplidos de foca en celo… ¡Era tan musculoso!

El hombre esquelético se asfixiaba, ¡Malditos camarones! Pidió dos raciones, con aquella dispepsia que lo estaba matando. ¡Qué barbaridad! Era tanto su compañero, ¡cómo lo envidiaba! Cómo envidiaba sus ronquidos anchos, por donde pasaba todo el aire del camarote. Y su cuello de toro. Y su estatura de gigante. Y aquella voz de caverna. Todo en él era monumental, .. debía ser americano del Norte…

No pudo soportar más… Se incorporó en la litera. Para llegar al tragaluz echó a rodar el cubo de agua sucia. Una de las manos se le engarzó en las «elásticas del otro, que estaban colgando.

Tiró del circulo de metal. Con una aspiración profunda, sorbióse un chorro de brisa empapada en luna.

Les cabellos escasos, se le empenacharon sobre el cráneo, El viento hizo una ronda por el camarote.

Una luna llena impresionante, se desnudaba frente al mar. El hombre esquelético sintiose aliviado. Dejando el tragaluz con su boca circular abierta, fue de muevo a la litera.

No pudo conciliar el sueño, ¡Malditos camarones! Una furia enorme lo estrujaba, cada vez que de lo alto de la otra litera, bajaba él ronquido satisfecho y ruidoso del hombre membrudo… Quizás hasta sería inteligente…

El buque fue sacudido por un cabeceo repentina. Un espejo, qué colgaba de la pared de enfrente, se ladeó. La luna del espejo inundóse de luz de luna y se derramó sobre las literas. El hombre esquelético, inclinando un poco la cabeza, logró evadir la claridad. Pero, en la litera de arriba, el otro, recibía de lleno, el reflejo lechoso…

A la media hora, cesaron los ronquidos. Entonces la brisa logró meter dentro del camarote, el ruido de las olas contra el buque. Un ruido como de remos sigilosos y forrados en fieltro.

A la hora, los alambres de acero, bojo la mole del hambre, parecían saltar, aplastados por la tensión. Y daba unas vueltas muy rápidas dentro las bordes del lecho angosto.

Cayeron de arriba des almohadas, El hombre esquelética estaba regocijado. El hombre membrudo sufría de pesadillas. Ahora no lanzaba sus ronquidos insultantes. Prefería ser dispéptico.

Cuando, a su ver, cayeron las sábanas, interceptaron un momento el resplandor del espejo. El hombre esquelético se reía y al volver el reflejo sobre las literas, las dientes amarillos, se le blanquearon. Estaba encantado. Ya podía dormir. La pesadilla del otro, del hombre saludable, era su mejor narcótico…

Su contextura espiritual, biliosa y amargada, de hombre raquítico, se hallaba libre de un gran peso. El pecho acanalado, subía y bajaba, rítmicamente… Se dormía.

Una impresión de asfixia lo hizo despertar. Trató de incorporarse y no pudo, Con un movimiento angustioso se llevó las manos al pecho. Sus dedos circundaron la carne de un pie. Hacienda un esfuerzo grande, logró apartarlo. Lanzóse al suelo.

Con un miedo atroz, recostado contra el fondo del camarote, veía la estatura elevada del otro, escurriéndose de la litera alta a la de abajo. Llevóse las manos a la boca y comenzó a comerse las uñas, a morderse los dedos. El cuerpo sacudido de temblor. En tanto el hombre membrudo se movía, envuelto en la claridad lechosa del espejo.

Cuando llegó al suelo, tenía los ojos desorbitados y a pesar de la tiza de la luna, el rostro estaba rojo, apoplético. Parecía más alto y los ojos aparecían enormes, desmesurados, espantosos.

El hombre esquelético subióse a una silla. Su cabeza llegó al nivel del tragaluz. En su terror, sentía como si las paredes del camarote fueran acercándose hasta aplastarlo.

El otro, tambaleante, seguía bañado en luna. Estuvo un rato largo, oscilando. Luego cayó al suelo, con ruido fofo…

Todavía se revolcó algún tiempo… hasta que se fue quedando inmóvil… inmóvil…

El hombre esquelético, incrustado contra la pared, se quedó viéndolo, esperando.

Con los ojos desorbitados, alto, más alto que nunca, seguía bañado en luna…

Parecía que lo hubiesen estrangulado… Parecía que lo hubiesen asfixiado. ..

El hombre esquelético, al través de su espanto, imaginóse que al día siguiente lo acusarían de asesino.

Nadie más que él podía ser, nadie más que él…

Desde la silla, dio un brinco por encima del otro, abrió la puerta del camarote y se arrojó afuera.

Cuando llegó a la borda, no lo habían visto. Tenia la seguridad. Estaba en la popa. Sobre cubierta se apilonaba un cabestro, uno de esos cabestros gordos de los buques. A fuerza de empujones, luego de amarrar un extremo, lo fue lanzando al mar.

Comenzó a descender… él mismo no sabia para qué. Confusamente sentía que así podría salvarse. Se escondería. Esperaría la mañana. Quizás lograra después desamarrar un bote…

Seguía descendiendo… Un polvillo como de agua pulverizado, comenzó a mojarle los pies…

Entre la oscuridad, metida en el mar, estaba la hélice dando unas volteretas vertiginosas.

Seguía descendiendo… descendiendo,,. No tenía ya fuerzas ni deseos de sostenerse, hacia allí, bajo la curva de la popa, una frescura deliciosa. Unas oleadas mansas y tibias le bañaron las carnes que le ardían.

Paf… un pie. El dolor le hizo aflojar las manos…

Paf… una pierna… Intentó subir a lo largo del cabestro gordo… No pudo…

Paf… el pecho… Paf… la cabeza… Paf… Paf…

Entre la oscuridad, metida en el mar, estaba la hélice dando unas volteretas vertiginosas.

Agonía al fondo

I

Primero la mano sobre la gastada tela de la cortina, después esa tos convencional de quien anuncia su presencia estableciendo una pausa discreta, suficiente como para que las bocas se alejen o las palabras, demasiado desnudas, se vistan a toda prisa de banales adornos. Al fin, la cabeza rapada y el cuerpo enjuto, deslizándose por la cortina en rendija, cuyos aros de cobre despidieron un deslizado y agrio chirrido.

– Ustedes perdonen, pero hoy no habrá música… El viejo se está muriendo… Ustedes comprenden… ¡si por mi fuera!… los familiares están arriba con el médico. Les pregunté si debía cerrar el restaurante y hubo una discusión entre ellos, sobre todo entre las mujeres que son muy sentimentales… Ja, ja… ¡Sentimentales! No se quitan el pañuelo de los ojos pero no abandonan al abogado que hizo el testamento… ¡y cómo lo sondean! «Doctor, usted sabe que el pobre no tuvo hijos. ¡Qué lástima! ¡Con lo que le gustaban los niños!… Menos mal que hay sobrinas que valen por las mejores hijas». «Yo lo quería mucho, pero no le veía casi nunca. Usted sabe que la vida está muy complicada y mucho más para las que tenemos maridos pobres…» «Él siempre me decía que era el vivo retrato de su hermana… Sería por eso que me distinguió tanto, a pesar de no estar de acuerdo con mis ideas… Usted sabe que una mujer moderna, choca con un familiar ya mayor, de ideas atrasadas” “A nosotras nunca nos interesó el dinero del tío… esa es la pura verdad… pero ya que la fatalidad nos ha puesto en  este trance… Este… Usted comprende, doctor, usted comprende”

Ella, con la mirada perdida, no recogía en sus oídos sino el abejeo de las palabras que subían y bajaban, como banderines, a lo largo del mástil cabeceante de la voz del hotelero. Ese pequeño oleaje de las palabras la transportaba hacia un mar distante, detenido en una tarde distante, cuando supo que la embriaguez que le inundaba el cuerpo no provenía del mar, del hálito del mar, envolvente y táctil, de su poderoso aliento cálido, traspalado de algas, de adioses, de peses en celo, de ramajes sumergidos, de saladas estrellas. Hasta aquella tarde creyó que toda su embriaguez indefinible, su mundo de sensaciones inapresables, provenía del océano y que lograba expresar lo Inexpresable cuando repetía con los ojos entornados: Me fascina el mar, me fascina…» Pero, ahora, sabía que no era así porque, desde esa tarde, cada vez que él se le aproximaba, a cualquier hora, en cualquier sitio, se repetía la misma misteriosa embriaguez y la misma deliciosa turbación la invadía y, por eso, él nunca podría comprender el mensaje y la entrega contenidos en aquella sofocada frase, que ella solía repetir a la orilla de sus caricias: «Me fascina el mar, me fascina…»

Esta noche, oía sin oír y la contemplaba desde el otro lado de la neblina de un recuerdo, que no era recuerdo, sino vaporosa Intimidad, alado deseo. Entreveía su perfil y adivinaba sus pensamientos  siguiendo la línea de sus labios, que vibraban siempre para ella, aun cuando permaneciera silencioso, escuchando el despezado e interminable discurso del hotelero.

– Dos martinis- fue el comentario a su larga peroración.

– Está bien, señor – desde la cortina volvióse y añadió: – Les ruego excusarme si la atención hoy es deficiente. Subo a ver cómo sigue el viejo. Además, es bueno que los parientes me vean allá arriba, porque soy casi de la familia… – subrayó el tono cínico de la frase con un leve guiño de ojos y desapareció.

Permanecieron muy juntos, repentinamente silenciosos. Diríase que una fina escarcha había descendido sobre la invisible hoguera de sus vidas, sobre aquella coruscante realidad, que su confluencia engendraba a cada encuentro. Entonces, toda la intensidad de su existir individual se multiplicaba, se refractaba de uno al otro, fundiéndolos, arrebatándolos, completándolos. Dejaban de ser cada quien para convertirse en un solo y poderoso ímpetu vital que, naciendo de ellos, los destruía en sí mismos para hacerlos renacer, más allá en la deslumbrante profundidad de una nueva existencia, subyugadora y compartida.

Ahora, una vaga congoja esfumaba sus palabras, sus miradas, sus gestos. Una indefinible sensación de cansancio invadía sus cuerpos, en los que un segundo antes, la vida se afirmaba crepitando. Sufrían la transparente presencia de la muerte, sin advertirla, equivocándose, asombrándose más bien del marchitar súbito de su dicha. Al mismo tiempo, nueva melancólica sorpresa, todo el cursi ambiente del reservado se había ennoblecido imperceptiblemente. Aquellos paisajes de brocha gorda, los absurdos muebles tapizados de telas inverosímiles, los aburridos floreros con sus rosas de papel, el espejo de roído azogue, y hasta las consolas con su falso oro, toda aquella pacotilla escogida con un tino tan seguro por algún genio de desván, que les había hecho sonreír y que habían llegado a querer a fuerza de quererse, adquiría bruscamente un equilibrio solemne. Toda aquella decoración detestable que la vida y el amor no alcanzaban a embellecer, se había impregnado de una serenidad imprevista que suavizaba las formas y los colores, comunicándoles una delicada armonía: y era que alguien, un ser humano, allá arriba, agonizaba.

II

Hacía mucho rato que, sumergidos en sus pensamientos, dialogaban sólo a través de sus dedos entrelazados, cuando una voz de mujer, en francés, rompió el silencio desde el reservado vecino.

Se intrigo, más por su naciente curiosidad, que se le antojaba una forma de la vida en aquel vago dominio de la muerte, que por el tono de la voz o el contenido de las frases, en sí mismas. Su instinto amoroso le impulsó a compartir con ella la inesperada ventana que unos desconocidos abrían y que, quizás, renovara el aire que la muerte habla enrarecido. Como ella ignoraba el francés, sin musitar palabra, vertíale mentalmente el diálogo, como si aun así  pudiera escucharlo y hasta entender algunas expresiones que no traducía. Decía la mujer:

– Le aseguro que todavía no sé cómo me encuentro aquí, lejos de esa pesadilla. Si usted viera a París no lo reconocería, porque algo está ausente o algo distinto lo habita. Después de la liberación estábamos seguros de que nos volveríamos a encontrar en nosotros mismos. Pas du tout. Somos unos fantasmas rodeados de fantasmas.

Hablaba cansadamente. «Tiene arrugas hasta en la voz», pensó él. Se la imaginó muy maquillada, disimulando años y fatigas a fuerza de cosméticos. Había algo de marchito y desgarrado en su acento, de mujer que ha esperado noches enteras, en andenes helados, la llegada del tren. Un tren que la conducirla a cualquier parte en el desierto de su destino, ya que su destino estaba en cualquier sitio que no fuera aquel en el cual se encontraba. Que la alejara de aquellos duros bancos, de aquel enorme reloj que no marchaba, de aquel gendarme que la miraba tan extrañamente que no sabría decir si le proponía un encuentro o si escudriñaba sus falsos papeles escondidos en el seno.

– Sí. Es terrible, pero siempre exageramos cuando recordamos. La realidad no da tiempo para verificar la magnitud del drama que vivimos en el instante mismo en que somos actores. Después, cuando recordamos, creemos reproducir fielmente lo vivido pero nos traicionan otros elementos que intervienen entonces: lecturas, sensaciones, episodios narrados por otros, que confundimos con los propios…

El Interlocutor se expresaba trabajosamente, como algunos asmáticos. Su francés había perdido el matiz característico, quizás por su prolongada permanencia en el extranjero. Parecía culto por sus comentarios y dejaba traslucir cierta autoridad en su tono.

– Lo que usted dice puede ser cierto, pero es más cierto lo que be sufrido. Usted sabe muy bien lo que una mujer sola, en un mundo revuelto, tiene que soportar…

– Y más si tiene su físico…

– «Merci». Su galantería no va a devolverme cuanto he perdido como mujer. Pas du tout. En otros tiempos, a pesar de que la cortesía es un hábito muy francés, hubiese creído en mis encantos… Ahora, bah… Por mi cuerpo han pasado demasiados extraños sin rostro y sin nombre como para conservar alguna ilusión sobre el particular. Tras cada puerta que se ha abierto ante mí, en estos horribles años, he ido dejando cuanto el espejo decía que era mío. – Calló. Hubo una pausa.- Sigamos con nuestro asunto – concluyó sarcástica.

– El champagne devuelve muchos encantos. Bebamos otra vez, por nuestro encuentro y por los fantasmas que no volverán.

Al otro lado, ella no entendía el idioma, pero conocía admirablemente el lenguaje de los latidos de la sangre en la yema de los dedos, y se impacientó:

– No estás conmigo. ¿Es acaso más interesante lo que hablan esos que mis labios?

La besó con una intensidad distante. La comparó, fresca y ardiente, con la mujer desconocida y una brusca oleada de simpatía compasiva le aguzó el oído.

La otra hablaba de nuevo y hacia pequeñas pausas como si apurase la champaña en lentos sorbos, con una fruición temerosa.

– Trabajé muy duro y con mucho riesgo. Con la Gestapo era suficiente para vivir en zozobra, pero además estaban los otros.

– ¿Cuáles otros?

– Los otros… hombres y mujeres, nuestros semejantes – rió histéricamente.- Más champagne, por favor – añadió, ronca.

– Va usted muy de prisa, amiga mía, tenemos mucho que hablar y el vino siembra la anarquía en el espíritu. Me interesa mucho, mucho, que su memoria se estimule y que todos los detalles del pasado estén presentes ahora; pero, eso sí, en orden, sin confusión. Además, no olvide que ustedes las mujeres son animales sentimentales y el sentimiento desfigura los hechos, trastorna las ideas… – su fatigosa voz, gris y mesurada, había adquirido ese duro acento metálico de alguien que, de pronto, quiere hacer sentir su jerarquía.

Un súbito silencio dejó caer su impalpable distancia entre los interlocutores, cortando el diálogo. La vaga cordialidad anterior se fue con la última burbuja que hizo estallar el ámbar de la copa, al borde mismo de una boca sedienta, de unos ojos nostálgicos que, esta vez, seguramente, lanzaban imprecisos enconos. Diríase que ambos se observaban, cautos, a través de la frágil muralla de cristal, brusca trinchera ahora.

III

-Excúseme, señor -dijo azoradamente y todavía encogido añadió-; No estoy acostumbrado a trabajar así. La muerte es una cosa muy seria, señor. Esas mujeres llorando mientras sirvo una langosta a la vinagreta o este aperitivo, me descomponen. ¡Cuándo terminará todo esto! El viejo lleva todo el santo día boqueando… y después dicen que la vida cuelga de un hilo… ¡Qué de disparates!… ¿Verdad, señor?

“Nuestra noche, aquí, parece naufragar” – pensó él en tanto el mesonero desaparecía y se contemplaban de nuevo, ávidos, como si anhelasen recuperar su alegría de siempre, su ardiente goce de estar juntos. Cada mirada, cada contacto les defendía de aquella turbia atmósfera que les cercaba y que, una y otra vez, lograban disipar a trechos, alejando a la muerte, afirmando su vivo vivir.

Movido por el hábito, tomó el mondadientes a cuyo extremo una aceituna gordezuela se chapuzaba en el Martini y lo alzó hasta la boca de ella, de carnosos labios. Sus menudos dientes cercenaron, en un raudo centelleo, la pulpa verde y compacta y se retiraron luego, dejando la aceituna guillotinada por el medio. Maquinalmente hizo otro tanto y su paladar, al recibir el zumo aceitoso, percibió, fino, ese sabor que no era sabor sino perfume, sino aliento, sino dibujo de la boca de ella. Entonces, como siempre, comenzó a volar su imaginación hacia ese mundo de las tenues sensaciones en que el recuerdo es un pasado encendido de presente, hacia aquellos distantes parajes que lo hacían regresar hasta ella. A ella que no existía cuando él vivía en ese otro mundo desaparecido y, con todo, era el único rostro conocido que le salía al encuentro cuando a él retornaba, evocándolo. Ese mismo rostro que en este instante contemplaba y que se iluminaba gradualmente, a medida que su mirada lo recorría, poro a poro.

Viajar su rostro era siempre una aventura deliciosa, cuyo gozoso secreto jamás le confiaría por temor a romper su mágico encanto y sobre todo porque intuía, sin confesárselo a sí mismo, que revelarle su magia era, quizá, convertirse en un prisionero. Pero era cierto, terriblemente cierto, que aquel ingenuo rostro asombrado estaba pleno de complicados mensajes que no alcanzaba a descifrar sino poniendo en juego todas sus facultades, sus sentidos, su cultura, su experiencia.

“Me hace soñar con los ojos abiertos”, se repetía cada vez que ese estado de trance, de lucidez delirante, le transportaba y a él se entregaba voluptuosa y desmayadamente. «Pienso sin pensar… Desde lo más recóndito de mi ser acuden las palabras no dichas, los pensamientos dormidos en el légamo de mis antepasados, la partícula de memoria que flota, imperceptible, en el olvido. Vivo lo que no pude vivir, recobro y doy lo que no di antes”.

La aceituna crujía y el huesecillo, casi mondo, rodaba entre el paladar y la lengua y las papilas, al contacto del zumo, hacían del paladeo un placer más que sensual que se transformaba progresivamente, multiplicándose, diluyéndose, hasta convertir todo su ser en una tensa vibración resonante. Allí estaba ella aún. Sí. Pero ya casi no la veía de tanto mirarla o más bien, tal vez, porque ya él se desdoblaba y se alejaba, quedándose. Tapices transparentes desfilaban entre el rostro de ella y sus ojos. Gobelinos de agua, con figuras, con paisajes, de apagados o violentos tonos, pero siempre de agua porque su rostro no se enturbiaba y permanecía, tranquilo y bañado, estrella en remanso.

Reconocía en cada imagen un rasgo, un matiz, un como aire familiar, no obstante la aparente extranjería de muchas de entre ellas. De pronto, cuando ya se esfumaba, pudo detener la última, esa que, un segundo antes, le regalaba su impagable policromía de vitral. La reconocía. ¡Desde luego! Pero, ¿cuándo, dónde? Aquel cielo azul, coagulado de tan azul. Ese tropel de toros, mugidores, negrísimos, de babeantes belfos rojos. Este andaluz, sí, ese mismo, el de cordobés y barboquejo, cabalgando la jaca tresalba, de la oreja fina, finos remos y músculos en relieve. Y aquí mismo, inmóvil a fuerza de correr vertiginosamente, de un confín al otro, la llanura, la interminable llanura verde, a la jineta de su propia yerba, corre que corre hacia el norte, hacia el sur, hacia el centro, sobre sí misma, corriendo su verde, verde en carrera, verde, verde. Allá, lejísimos, en la comarca de más nunca, el límite verdinegro de los olivares retorcidos, aplastados de soportar tanto cielo. ¡Ah, los olivares! Su fragante aceite embestía como un toro la criba del aire y pasaba al otro lado vuelto grumos, trompos giradores que el torno de la distancia rebajaba más y más y ya eran nueces, avellanas, ya aceitunas eran, en lluvia sobre la llanura, sobre el rebaño y el jinete, sobre su boca.

-Más champagne, otro sorbo, por favor -dijo la rota voz. Se enturbió el paisaje de agua.

-No. Ya basta -dijo otra voz. La semilla de la aceituna le maltrató el paladar. Regresó violentamente a la realidad inmediata con una indefinible sensación de contrariedad. No podía precisar si ello provenía de su destruido espejismo o de las últimas frases escuchadas que acudían, nítidas, a su memoria. ¿Sería acaso?… Pero ya el misterioso diálogo se reanudaba y la atención tenía la fuerza de un mandato:

-Animales sentimentales… ¡Qué risa! ¡Qué asco! ¡Animales nosotras, las mujeres…! ¡Pas du tout! ¿Lo oye? Pas du tout, du tout… ¡Animales todos, todos esos que se llaman nuestros semejantes! Vivimos en un jardín zoológico camuflado y por eso no les vemos las garras, las fauces, los nauseabundos apetitos… pas du tout… Pero ya a mí no me engañan… Yo he vivido la guerra. Sí, señor… La guerra… La guerra. -Deletreaba la palabra en un tartamudeo ebrio y su rota voz ronca se hacía masculina, desagradablemente masculina.

-Mi querida -intervino el hombre con un colérico acento que se ajustaba mal a esos vocablos- Amiga mía –continuó con temerosa amabilidad Ud. me está demostrando que tengo la razón. Vea usted a lo que hemos llegado por su culpa. Vámonos. Esta entrevista ya es un absurdo. Venga conmigo.

-¿Con usted? Y ¿quién es usted? Ah, sí… usted es mi jefe. ¡Qué risa…!

-Le ordeno que me siga -el tono alterado del hombre se acompañaba de un ruido sibilante como de crisis asmática- Levántese. Tome su abrigo. Vamos, vamos.

-“Merci». Qué galante… Ah, lá, lá… Todos los caballeros son así… pero cuando llega la guerra… Pas du tout… Animales todos, hienas todos… Por un pedazo de pan, por un pasaporte, por… cualquier cosa que les alargue su cochina vida… venden a su prójimo, a su hermano… a… patria… ¡Qué asco! ¡Qué soy yo sino eso… una vendida! ¿Y usted? ¿Qué es usted?… ¡Un traidor! ¡Eso mismo! un canalla… suélteme, ¡suélteme…!

Su incoherente discurrir se prolongaba sobre un creciente rumor de sillas que se desplazan, de sofocados forcejeos, cuando unos pasos presurosos se aproximaron hasta penetrar en el reservado.

-Ayúdeme, Boris -dijo el asmático, ahogándose Madame está un poco indispuesta y excitada. No sabe bien lo que dice…

La voz de la mujer se extinguió repentinamente como si una mano la amordazara. Luego, unas pisadas confusas y un descenso vacilante por la escalera. Después, un silencio bochornoso colmó el revuelto reservado donde una botella de champaña, panzuda, derribada, dejaba escapar su líquido enigma.

IV

-¿Qué ha sucedido? —preguntó con un destello de alarma en los ojos, a tiempo que, con esa sorprendente elasticidad de su joven cuerpo se hacía un ovillo de fragante carne para guarecerse bajo el alero protector de sus anchas espaldas.

-Dime, ¿qué ha pasado? ¿Algo horrible? No he comprendido lo que ellos decían, pero esos ruidos, el tono de ese hombre, frío, despiadado. ¡Pobre mujer! Tan sola, tan triste… ¿Por qué vendríamos hoy aquí? Tengo miedo. Dime, dime…

Era tal la atracción que emanaba de ella, aún así, crispada, conmovida, que un dulce deseo apaciguó su sorda ira. Dominó sus impulsos hasta el punto de que, al disimular su estado de ánimo, él mismo se sorprendió de escucharse hablar con aquella naturalidad, cálida y tranquila.

-No se asuste, mi niña. Tenga calma. Ya le explicaré todo -la trataba siempre de «usted» cuando rebosaba ternura porque el tuteo le parecía entonces tan desnudo, tan piel a piel, que inventaba un cendal de próxima lejanía para hacer más delicada su amorosa solicitud para con ella.

-¿Por qué se preocupa? ¿Acaso no está conmigo? – Continuó con sonriente arrogancia y después de una pausa concluyó cordial, casi festivo-:Eso le pasa por perezosa, por no aprender francés, por no hacerme caso… ¿No? A ver, cómo se dice: Te adoro.

Acurrucada sobre sus piernas, con los ojos entornados, tibia y estremecida, permaneció silenciosa, invadida de una angustia casi alegre al borde del hálito viril que emanaba de su pecho poderoso, de los profundos acordes graves de su voz, de su mano que se perdía, segura y sabia, en su flotante cabellera. Su emoción callada se traslucía sólo en el temblor de los párpados, en el redondo sobresalto de sus senos, en la palpitación de su fino cuello.

En segundos se habían escapado, otra vez, hacia la vida, hacia la euforia que de ellos fluía incesantemente y era más avasalladora que aquella extraña realidad que les circundaba. Refugiados en ese ámbito inaccesible a los demás que su cercanía recreaba siempre, se habían aislado ya, tan vertiginosamente que, cuando el hotelero irrumpió, sin anunciarse, contra su costumbre, apenas le reconocieron porque apenas recordaban dónde se encontraban.

-Están pasando unos cosas hoy, señor. ¡Todo se complica, todo sale mal! El cocinero se cortó un dedo con el cuchillo. ¡Imagínese, nada menos que el chef, un auténtico chef! ¡El caviar salió rancio…! ¿Si usted supiera lo difícil que es conseguir caviar… nada menos que Romanoff y de contrabando? Están pasando unas cosas… ¡Hasta el sindicato de mesoneros me ha citado al Tribunal de Trabajo…! Todo lo malo viene junto. Si señor. ¡Y todo por culpa de ese viejo que no se quiere morir…! -retorcía el pañuelo en tirabuzón o lo hacía correr, en pequeños saltos, sobre la frente sudorosa.

-¿Y la mujer? ¿Dónde está? —preguntó ella sin prestar atención a sus excitadas frases.

-¿Qué mujer, señorita? —y los ojos le giraban en redondo como pescando en la memoria.

-Ella… la francesa del otro reservado -mientras inquiría se incorporaba lentamente con una expresión de extraña sorpresa. ¿Sería posible que Boris no la recordase ya, que todo aquel pequeño drama no existiese para él? Repentinamente, su pintoresco cinismo que en otros tiempos la hiciera sonreír, se le hizo repulsivo.

-¡Ah! ¿La que se acaba de ir? Pues, nada, señorita. Nada de particular… Hay mujeres que no saben beber… Já, já. Si usted hubiese visto la cara de susto que tenía su amigo… Já, já. Es un antiguo cliente, un excelente gourmet. Se lo digo yo, Boris, que le he dado la vuelta al mundo, que he pasado por los mejores restaurantes de las grandes capitales. Oiga, señorita. ¿Usted quiere saber si una persona es bien nacida? ¡Lea su menú…! Después, que le cuenten historias… Já, já. —Pero era tal el disgusto que reflejaba ella. en contraste con la ausente actitud de él y con su propio falso regocijo que, cambiando de tono y con aire compungido, añadió:

-No sé ni lo que digo. Usted perdone, señorita. Hoy es un día negro para mí. Yo comprendo que hay que cuidar el prestigio de la casa y que los parroquianos exigen buena atención y no tienen nada que ver con lo que está pasando allá arriba. Y no es que yo tenga, a estas alturas, muchos escrúpulos. ¡Pero, llevo tantos años con el viejo…! Primero que todo está el negocio. Esa es la verdad. Ellos son los deudos y ordenan. Yo no puedo contrariarlos porque, mañana, pueden echarme, a lo mejor. Aunque dicen que el viejo no me ha olvidado en su testamento… Pero hay cosas de cosas, señorita. Por ejemplo, cree usted en la mala sombra?

Decepcionada y con un vago asco, hacía tiempo que no le escuchaba y había vuelto a acurrucarse contra él, quien, ahora, seguía a distancia el discurso de Boris. Sobre todo, cada vez que decía «el viejo», la frase hería una escondida zona de su memoria y un desvaído retrato emergía borrosamente. Aquella nariz aguda y cerúlea era la misma de su abuelo amortajado. La misma piel exangüe, el mismo andar despacioso de los enfermos crónicos que continúan marchando, sin fuerzas, pero impulsados por un inconfesado terror al lecho, a ese albo yacer tan parecido a su propia muerte y del cual, quizás, no podrán arrancarse al otro día, ni al otro, ni al otro.

Boris, en tanto, aguardaba la respuesta que no llegaba, empuñando el pañuelo con ambas manos como una absurda venda, con una súbita expresión idiota en el semblante, cual si su misma pregunta le hubiese hipnotizado. Un inexplicable estrabismo hacía converger sus miradas hacia un invisible punto remoto y su actitud era ridículamente soñadora. Como un autómata, con esa voz embotellada y de singular timbre de los ventrílocuos, otro personaje insospechado comenzó a hablar por su boca:

-La mala sombra… En mi pueblo, allá en Schabac, los ancianos tienen una memoria prodigiosa y narran fantásticas historias interminables, al calor del fuego, en las blancas noches del invierno. A través de esos relatos aprendí la historia y la geografía de mi país, de una manera rara, porque los héroes y los reyes y los santos, los campos de tabaco y los bosques de ciruelas, las canciones populares y los nombres de mis abuelos, que eran todos más o menos verídicos, desfilaban entrelazados con silfos y duendes, hadas y vampiros, brujas y fantasmas. Como no pude ir a la escuela y me puse a correr mundo cuando era todavía un muchacho, cada vez que pienso en mi pueblo, en Schabac, como ahora, me parece que no ha existido nunca y que yo tampoco existo… No es mi culpa… Es la culpa de aquellos ancianos que escuché, en cuclillas, junto al puchero, mientras afuera aullaban lobos. Siempre aúllan lobos, para mí, hasta en las grandes ciudades.

Le escuchaban ambos esta vez, sobrecogidos por la presencia de aquel otro personaje que bajo la apariencia del cínico Boris, había irrumpido en su intimidad y salmodiaba sus frases con un inhumano acento de ídolo. Tenía algo de misterioso aquel nuevo Boris, tan exacto al otro por fuera y tan diferente por dentro. “Si se callase” pensaban. Pero, al mismo tiempo, una morbosa curiosidad les hacía desear que continuase hablando y así fue.

-Tienen razón los ancianos de Schabac y Boris vive huyendo de ellos… ¡Qué terror el suyo cuando los siente llegar con sus vampiros, con sus almas errantes en busca de un cuerpo deshabitado! ¡Por eso no se atreve a dormir sin pesadillas, por temor a su cuerpo vacío!… Y cómo se parece ese viejo que agoniza allá arriba a uno de los ancianos de su infancia. Boris cree a pies juntillas en la reencarnación y por eso está aquí en este restaurante cursi, él que podría estar en el mejor hotel del mundo. Pero el viejo no le deja escapar porque, con los ojos, le sigue narrando las mismas historias fantásticas al Boris niño de Schabac, en ese extraño idioma nuestro que no conoce y que los extranjeros nunca podrán aprender…

-Boris quiere vengarse, ultrajando al anciano a la hora de su muerte. Él sabe muy bien que, desde allá arriba, está escuchando con sus finos oídos los gritos de los borrachos en el bar, los besos de los enamorados, el chillido del aceite en la cocina… Sí, está escuchando, mientras muere, cómo la vida sigue su curso aqui mismo, en su propia casa profanada… Boris cree vengarse, pero tiene miedo, un horrible miedo a la muerte del viejo. ¿Qué pasará después? ¿Se irá con él Schabac? ¿Se irá todo su pasado, toda su infancia, toda su leyenda? ¿Y que hará Boris después, sin su raíz? Ya rondan los vampiros, los santos, los reyes y los silfos… ¡Boris, Boris! ¿Dónde estás…?

Las últimas frases las escuchaban lejanas, salmodiantes, desde la puerta. Sin ponerse de acuerdo, movidos por un mismo impulso, habíanse incorporado lentamente y de puntillas, esquivando la perdida mirada de Boris, habían atravesado la habitación cuyo aire estaba más y más enrarecido. Bajo la seda del traje, su brazo percibía el escalofriado sobresalto de ella, mientras rodeaba su talle. Al separar la cortina, volvió el rostro y aún pudo divisar a Boris que, con el pañuelo empuñado, continuaba hablando en un murmullo. En el pasillo, se cruzaron con un mozo que llevaba, en vilo, una bandeja humeante. A través del humo, como si caminase sobre la bandeja, él pudo divisar la silueta de un cura que descendía rodeado de enlutados acompañantes. El escalofrío de ella lo recorrió entonces y, tomándola en brazos, saltó peldaños hasta la calle.

Afuera, la noche, más noche bajo la gigantesca sombra de aquel samán desmesurado que le cautivara siempre, los saludo con su helada caricia espacial. La otra noche de su cabellera, vuelta ráfaga, se abatió obre sus sentidos, barriendo el polvo de la muerte, regresándolo a la vida, devolviéndolo a ella. Un deseo incontenible, fulgurante, los recorrió en llamarada. En aquel instante sintió como nunca la embriaguez lúcida de su carne, afirmándose, hundiéndose en su destino de hombre. Un hombre como todos los demás, pero que, cosa rara, había comprendido que vivir, dándose al mismo tiempo cuenta de ello, es un extraordinario privilegio que muy pocos alcanzan.

Tuvo que encender el tablero del automóvil porque no encontraba a tientas, con la llave, la cerradura. Abrazado a ella, conduciendo con la mano izquierda, hundía más y más el acelerador, abandonándose a la velocidad que zumbaba en el motor y lo proyectaba en la noche hacia ningún sitio. Ella estaba a su lado y con ella la vida, ubicua, inagotable, devoradora compañera del hombre.

Un aire marino silbaba en los cristales y les lanzaban serenís de espuma, bocanadas de salitre, playas vertiginosas. El aire traía la voz de ella, remota y próxima, entre jarcias, entre delfines, en arremolinadas sílabas:

«Me fascina el mar, me fascina»…

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