literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Antonio López Ortega

Abr 9, 2022

Retrato de Patricia

Andrés anunció haber conocido a una francesa en Châtelet. En pleno verano, hurgándola con los ojos desde una mesa cercana, le buscó conversación. Andrés echó mano de sus habituales artificios: se inventó una vida de administrador de empresas, confesó estar de paso por París, admitió ser un conocedor de arte contemporáneo. Del café fueron caminando hasta una fuente cercana donde sobresalían unas imitaciones de esfinges egipcias. La francesa terminó bajando las defensas y Andrés logró su objetivo: penetrar en su apartamento de la avenida Parmentier y gozarla hasta el amanecer.

Al día siguiente, entre eufórico y orgulloso, Andrés nos relató la hazaña. Detallando el ejercicio de su masculinidad hasta el asco, pudimos rescatar que la francesa respondía al nombre de Patricia, que sus ojos eran de un gris estrellado, que pronunciaba cada palabra como si la dijera por primera vez y que trabajaba de asistente con un grupo de arquitectos.

Andrés la siguió frecuentando y ella fue desentrañando lentamente la maraña de mentiras que aquél había tejido en torno a su vida. Al final, se conformaba con el estudiante que era, residenciado en Londres y de vacaciones en París. La vimos incluso en algunas fiestas comunes en las que —nos dimos cuenta— le gustaba ser bien atendida: buenos platos, buen vino, gestos refinados.

Andrés regresó a Londres y, unos meses después, volvía definitivamente a Caracas. Desde allí, fogosa aún la imaginación, le enviaba algunas postales en las que insistía en invitarla a pasarse un mes bajo el sol del trópico.

Sorpresivamente, cayendo en la dimensión de su torpeza, Andrés recibe un telegrama en el que Patricia anuncia su inminente llegada. No pudiendo alojarla en casa de sus padres —donde aún vivía—, Andrés llama a Gustavo y le suplica que le preste por unos días su cabañita de la Colonia Tovar. Gustavo no sólo se la ofrece sino que, días después, lo acompaña a Maiquetía para luego llevarlo directamente a la cabañita e indicarle todos los pormenores: ruta precisa, llave de gas, llave de agua.

Enrumbados ya hacia la Colonia y entendiendo apenas lo que hablaban, Gustavo percibe la incomodidad creciente de la francesa. Patricia deseaba llegar a Caracas, ser presentada a los padres de Andrés, ocupar el cuarto de huéspedes y cenar con la familia. Andrés contesta poca cosa, se sumerge en un extraño letargo y, de vez en cuando, repite las estupideces de un guía turístico. Llegan por fin a la cabañita y, apenas Gustavo abre la puerta, Patricia se escurre hasta la única habitación y se cierra con llave. Gustavo alza los hombros y busca a Andrés con la mirada. Este sábado —le dice— tengo una fiestecita en la casa; ¿por qué no se vienen y cambian un poco de aire?

Patricia aparece en casa de Gustavo sin Andrés. Gustavo no halla cómo explicarle a sus amistades esa presencia, Patricia se le acerca y, utilizando palabras elementales, le confirma que las cosas no andan bien, que el asunto de la cabañita no funciona, que Andrés no sabe qué hacer… Gustavo le dice que no se preocupe y le pone en las manos una copa de ron añejo con hielo.

Patricia se convierte rápidamente en el centro de la fiesta: la invitan a bailar, le piden que hable en francés, le enseñan una Caracas iluminada desde la terraza, le reponen la copa apenas se vacía.

Los últimos invitados se despiden y Andrés aún no busca a Patricia. La música de fondo queda sonando y Patricia, con el ron en la cabeza, le pasa los brazos por el cuello a Gustavo. Ambos cuerpos se deslizan hasta la cama y se desvisten con furia.

A la mañana siguiente, Gustavo intenta localizar inútilmente a Andrés. Con caballerosidad y convicción, le explica a Patricia que él trabaja para una empresa petrolera, que actualmente está asignado a Valencia y que no tendría ningún inconveniente en llevarla consigo. Cuentan, pues, que Patricia culminó su mes de estadía al borde de la piscina del Intercontinental, pidiendo cocteles exóticos y esperando todas las tardes a Gustavo, quien llegaba sudoroso hasta su cuerpo para arrancarle el bikini con los dientes. De vuelta en París, Patricia nos habló de la gentileza de Gustavo, de las olas de Patanemo y de la vivacidad de la gente. No obstante, algo en el recuerdo la perturbaba.

Una tarde de otoño, después de meses sin verla, telefoneó a la casa para invitarme a tomarnos un café. Me dio cita cerca de su trabajo. La encontré algo enflaquecida y sin el bronceado de la última vez. Comenzó hablando inconexamente: los recuerdos del Intercontinental, los recuerdos amargos de su infancia en el campo, la dulzura de Gustavo, la torpeza de Andrés, la rutina del trabajo, la manera de vivir en Caracas, las playas, los cocoteros… Del café pasamos al vino mientras la tarde va deslizándose lentamente. Patricia me pide que la acompañe a la oficina para buscar su cartera. Al llegar, me enseña las mesas de diseño, los proyectos en cierne, la remodelación de un museo. Luego se acerca a su escritorio y, abriendo una de las últimas gavetas, saca una botella de vino tinto y dos copas de cristal.

La noche cae y la conversación se transforma en confesión. El vino me hace percibir a una Patricia desconocida: torpe, simple, frustrada. Poco a poco, la vida que se ha inventado va desplomándose a pedazos: no es una asistente sino la secretaria del gerente, nunca pudo concluir sus estudios, tiene dos o tres amantes que le dejan remesas mensuales en algunos bares.

Con los labios entintados y los ojos acuosos, ensayando desesperadamente el último recurso, se desabotona la blusa y atrae mi rostro contra su pecho. Tiene que ser aquí —dice—, tiene que ser aquí. Patricia me sienta en la silla del gerente y, desembraguetando mis pantalones, cabalga agitadamente sobre mi cuerpo con los ojos entornados.

De los que intimamos con ella, nadie quiso asociar su desnudez a una desgracia, nadie quiso admitir que las dos enormes cicatrices de sus senos remitían a una cirugía plástica mal concebida, nadie hizo referencia a una extraña mueca de la boca que afloraba cuando se sentía a disgusto. La última imagen —me temo— es extrema: Patricia semidesnuda que solloza y camina ciegamente por la oficina, Patricia que habla de un viejo romance crucial en su vida, Patricia que describe a un joven aristócrata de Normandía, Patricia que recuerda el día en que el joven le dice que la dejará, Patricia que rememora las exactas palabras finales: eres lenta, Patricia, eres lenta; tendrás que verte con alguien; debe ser esa extraña enfermedad de cuando niña, debe ser esa meningitis mal curada.

 

El curso del Aponwao*

Quiero recordar a Nicole. Quiero recordar sus ojos azules, estriados, dos nebulosas que concentran gases y partículas errantes. Quiero oponer la quietud de su mirada a este vértigo que me consume y paraliza. Si veo a Hélène a mi lado, si la veo tiritar de frío —marcados sus senos en la blusa empapada— y estrujarme el brazo izquierdo como si sus manos fueran tenazas, siento que es más bien mi cuerpo extendido, mi cuerpo abierto que quiere absorber este espacio inextrincable, este paisaje abarrotado que parece devorarse a sí mismo. Y he visto los ojos de Nicole, mi hija de ocho años, como disueltos o devueltos por el agua. He recuperado una mueca precisa, austera —su nariz que se encoje ante un mal olor—, y en vano he querido oponerla a este precipicio. Porque todo es precipicio en este momento: el latido de mi corazón y el rápido fluir de las aguas, los loros cantarines que sobrevuelan y el rumor del río contra las piedras. He extraído el aguamarina de sus breves ojos y he querido proyectarlo como una cutícula sobre las aguas gruesas, raigales, que oscilan entre un marrón oscuro y un rojo emergente. Ejercicio inútil de quien sólo puede ver, de quien sólo puede pensar.

A estas alturas, Chantilly debe ser una referencia remota, un lugar de nacimiento en mi pasaporte, un pueblo de escasas calles y contadas casas. La gente del mundo —nos decimos— viene a probar nuestra afamada crema. De generación en generación, hemos batido esta leche con parsimonia, con sabiduría, buscando el punto exacto en el que la crema cristaliza y se devuelve con sus rizos amarillentos. Los visitantes en verano recorren las calles y van probando las diferentes texturas hasta que, agotados de caminar y degustar, terminan como lagartos bajo el sol en los alrededores del castillo, viendo las fuentes con sus nobles juegos de agua o recorriendo las terrazas pedregosas por donde alguna vez correteaban caballos. Imagino a Nicole batiendo crema con la abuela y esa visión me consuela.

Vinimos a parar en estas tierras extrañas por un empeño de Hélène. «Probar algo distinto» —decía risueña con su pelo recogido y su delantal bordado. Un año de trabajo, una ampliación del restaurante para tener una sección de cafetería, ameritaban ciertamente una tregua, un cambio. El aviso de prensa que ofrecía una ruta de turismo ecológico nos conduce de París a Caracas y, desde allí, en un santiamén, hasta la Gran Sabana. La frágil avioneta que supera la selva intrincada y nos va descubriendo los largos ríos serpenteantes esquiva las nubes con destreza y cae en unos vacíos que hacen temblar el fuselaje. Hélène se cuelga de la ventanilla y, extasiada, recorre con sus ojos el manto vegetal como buscando algún punto de tierra que no esté asfixiado por ese tentáculo verde e infinito. De pronto se vuelve de la ventanilla y, nuevamente risueña, me dice: «Parece brócoli; la selva parece brócoli».

Ya en el campamento, conocemos al guía Carlos y a una pareja de alemanes de Bavaria. Christian e Inken son algo inexpresivos y sólo se comunican entre sí. Christian, espigado y rubio, toma fotos sin parar: la mueca del monito capuchino que salta de rama en rama, el plumaje de la guacamaya enjaulada, la risa contenida de dos indios pemones que sirven bebidas y barren las churuatas. Inken, baja y algo gruesa de caderas, se mece en una lenta hamaca mientras lee una revista de farándula. Cuesta tragar el aire viscoso de estas tierras y resistir el calor pegajoso que arruina cualquier vestimenta. Hélène se inventa recorridos por los alrededores para terminar sumergida de vuelta bajo la ducha sin reconocer la resequedad de su cuerpo. Caemos de noche exhaustos en nuestras camas y comemos cuanto nos sirven en unas amplias fuentes de madera.

Liworiwo es la primera palabra que Hélène intenta grabar en su mente. La pronuncia por sílabas, lentamente, como si se le escapara. «Li—wo—ri—wo» —dice, y de seguidas se ríe sin razón alguna, como si la palabra fuera una cuerda vocal que hiciera resonar algo en su alma agitada de estos días. El guía Carlos ha anunciado una primera excursión y ha mencionado el puerto ribereño Liworiwo, a orillas del río Aponwao, como el punto de partida. «Ya verán el salto de agua —afirma confiado en la sobremesa—; es un espectáculo inolvidable.» Hélène duerme como agitada y esa noche alguno de sus resoplidos ha debido despertarme en plena madrugada. Veo aún bajo la lámpara de gas una gota de sudor que le surca la frente mientras afuera el zumbido unánime de millares de insectos tapiza mis oídos.

La camioneta rústica que nos lleva del campamento a Liworiwo va salvando charcos y triturando maderos caídos. Carlos conduce con dificultad y nos va bamboleando en los asientos traseros. El alemán Christian, alzado como un gigante en el borde de la cabina descubierta, enfoca ángulos en medio de la espesura: ramas salientes o floridas, otra vez monos capuchinos, aves suspendidas en los cielos como cabezas de alfileres. El trayecto nos deposita cansados y mareados a orillas del río Aponwao. Liworiwo se nos revela como un atracadero fangoso, con tres casuchas desechas y un muelle destartalado cuyas bases apenas resisten el empuje de las aguas. En este punto la selva se detiene, desalentada, y ofrece un respiro, un desfiladero donde los suelos secos se reconocen y se mezclan con las aguas de la orilla para formar pozuelos marrones, espejos turbios donde nada se refleja.

Serpenteando ya en bajada, cabeceando conforme las ruedas se hunden o afloran, hemos comenzado a oír el rumor del río. Primero una caricia en nuestros oídos, como de zancudo que va y viene, luego una vibración más homogénea, de susurro líquido, y por último, ya casi en la orilla, un tronar hondo, milenario, que se vuelve agudo cuando las rocas dividen las aguas y grave cuando el río corre a sus anchas. Ese bramido, que de tan regular se convierte en un segundo grado del silencio, nos ha atemorizado a primera vista (o a primera escucha). El majestuoso cuerpo de agua, que se arremolina por momentos en las orillas y corre raudo sobre el lecho salvando la gravidez de su propio tamaño, impone un sentido unívoco a las cosas. Se diría silencio congelado, quietud engendrada a fuerza de zozobra, vida arrancada a un cuerpo que elabora sus muertes sucesivas conforme avanza. Este es el río Aponwao y siento que Hélène lo percibe sin que pueda decírmelo: apenas me estruja el brazo izquierdo con mano nerviosa como si la sola visión del río pudiera arrastrarla hasta la caída y desmembrarla sobre las rocas filosas.

A estas alturas ya debemos semejar unos sobrevivientes, unos náufragos (o expulsados) del paisaje. Somos cuerpos sudados, resentidos, que pierden la memoria de sus hábitos y sólo responden a los impulsos del entorno. El guía Carlos le hace señas a un indio pemón y éste aproxima con no pocas maniobras una curiara al atracadero. Un motor fuera de borda de cuarenta caballos ronronea y expulsa escupitajos de agua que percuten en la superficie y enrarecen el espejo suspendido del río. La alemana Inken pisa los pocos maderos del muelle y logra abordar la curiara con la ayuda de su gigante Christian mientras Hélène y yo nos acomodamos en el otro borde para equilibrar la embarcación. Entre nosotros, todo ha sido hasta ahora señas y gestos amables. Nosotros hablamos alguna noche de Chantilly (que no conocían) y ellos de Munich (que sí conocíamos) en un código secreto donde algunas palabras francesas calzaban por entre vocablos alemanes. Seguimos a la espera de que Carlos se embarque cuando, de una de las casas de la orilla, sale un hombre con sotana y una mujer con un crío entre los brazos y otros cinco niños más que la rodean. Los veo conversando por minutos y luego aproximarse al muelle. Carlos nos presenta al párroco de Tumeremo, Ricardo Benedetti, y a la maestra Cruz Basanta con sus seis hijos. Entendemos de inmediato que todos abordarán la embarcación y compartirán con nosotros el viaje hasta el salto del Aponwao. Christian no se siente cómodo de lo que considera una intromisión y le dice a Carlos algo ininteligible que el ronroneo del motor disuelve en el aire.

La curiara construye su lenta deriva, como si sólo el impulso del río bastara para removerla. El puerto de Liworiwo es un punto de barro en el horizonte cuando Christian se va hacia la proa, se alza como un vigía y comienza a tomar fotos de las piedras sobresalientes y de las orillas saturadas de vegetación. Los niños traman un murmullo contenido pero no se separan de sus banquetas, como si un temor ancestral los retuviera y les indicara que la única libertad de la travesía es la mirada. De vuelta a su puesto inicial, adivinando los huecos que dejan entre sí las banquetas paralelas con los zancos que son sus piernas, Christian ha condescendido a tomarle una foto a ese grupo de lo que para él son nativos. El revelado posterior en Munich ha debido resaltar las cinco caritas mestizas, el rostro adusto de la maestra con el bebé envuelto entre telas y la circunspección del cura con no poco sudor en su frente que un pañuelo blanco sucesivamente seca. Inken llorará sobre esa foto y la colocará en el reborde de la chimenea casera al lado de sus abuelos germánicos y de sus futuros descendientes.

Río abajo, con una aceleración creciente y un rumor que las aguas enturbiadas amplifican como si de un eco permanente se tratara, la curiara avanza dubitativa. Por momentos, el motorista pemón ha jugado a poner el motor en retroceso para contener el empuje de la corriente y suspendernos en un solo punto. Esta estabilidad aparente nos ha maravillado y ha impulsado a Christian a tomar nuevas fotos. A sólo sesenta metros del salto, donde una cuerda suspendida de orilla a orilla señala el fin de la travesía y el comienzo de una imaginaria zona de seguridad, Christian ha enfocado las nubes de vapor que se desprenden al final del río y permiten adivinar la vertiginosa caída. Un ruido profundo, vertical, ensordecedor, se va apoderando del ánimo colectivo y nos paraliza como víctimas de una voluntad mayor. Los niños se crispan, endurecen sus bracitos a ambos lados de las banquetas y sienten cómo un rocío les limpia los poros de la piel. La mano extraviada de Karina, la niña de ocho años de la maestra Basanta, ha sujetado la mía con fuerza inconsciente y a mí me ha parecido ver (o sentir) la manito de Nicole, distante pero extrañamente cercana.

Una maniobra postrera del motorista nos acerca a un claro en la ribera izquierda. Suerte de mirador del salto, todos descendemos con ánimo de grabar esa última imagen de la cascada salvaje, acaso la más cercana. El cuerpo de agua se disuelve en una nube omnipresente como si los cielos hubieran bajado a tierra y el tronar de tempestades variables sonara al unísono. El silencio que impone el salto se sobrepone al nuestro y nos entierra en la orilla como estacas. Cuesta creer que justamente ahora, sobrecogidos como criaturas que abren por primera vez los ojos y descubren el paraíso, tengamos que abordar nuevamente la curiara y emprender el retorno. Cuesta creer que el motorista encienda con dificultad el motor ronroneante para que a los treinta segundos, ya ganado el curso central del río, la máquina se ahogue entre empujones falsos. El pemón rodea rápidamente con la cuerda el cabezal de arranque y tira una y otra vez. El cansado motor responde dando borbotones y agitándose como si tuviera escalofríos. La embarcación deriva hacia el salto, primero imperceptiblemente y luego con aceleración, cuando el pemón logra reanimar el motor y arrancarle otro soplo de vida. No han pasado otros treinta segundos cuando el motor vuelve a apagarse y el pemón reinicia la maniobra de la cuerda de encendido como si quisiera darle latigazos al aire.

Es difícil describir dónde estábamos mientras todo esto sucedía. Porque estábamos en la embarcación, sin duda, pero a la vez veíamos la cadena de acontecimientos como si estuviéramos afuera, como si nos hubiéramos quedado en la orilla con nuestro salto y quienes hubiesen reembarcado fueran otros, quizás nuestros cuerpos absortos, liberados del alma que ya flotaba junto al vapor del salto. No alcanzábamos a reaccionar y nuestros movimientos eran los del indio pemón. Ni el guía Carlos atinaba a decir palabra ni el párroco a pronunciar alguna frase, alguna súplica. La curiara deriva hacia la cuerda de seguridad y, justo al pasarla por debajo, el pemón logra en un latigazo extremo reanimar el zumbido y remontar el trayecto aguas arriba. Un suspiro tácito ganaba los corazones, una tregua de apenas treinta metros recuperados que se apagaba con el último empujón epiléptico del motor.

Al ganar nuevamente la cuerda de seguridad, a sólo sesenta metros del salto, el guía Carlos grita que tenemos que abandonar la curiara. No explica cómo ni hacia dónde pero argumenta que hay que ganar la orilla a nado. Christian es el primero en reaccionar: se yergue como un titán y se lanza al agua arrastrando a Inken de la mano. Bracean con dificultad pero la corriente, más benigna con los cuerpos que con la curiara, los deja detrás de la embarcación. Carlos le pide entonces al párroco que salte, que salve su vida, pero Benedetti ya ha juntado sus palmas a modo de plegaria para encomendarse al Supremo. «No nadan —alcanza a balbucear—; los niños no nadan. Salte Usted que mi salvación está con ellos.» Cruz Basanta aprieta el bulto viviente que respira entre las telas y los niños la rodean como una cadena humana. Es allí cuando el guía Carlos me increpa que salte y yo estrujo la mano de Hélène sin saber qué hacer. Faltando cuarenta metros para la caída libre, Carlos salta impulsándose desde la popa y nada como un poseso buscando la ribera izquierda.

Quise abrazar a Karina y llevármela. Quise tomarla de la mano y saltar junto a Hélène para salvarle la vida. Yo miro a la maestra Cruz (yo la estoy mirando todavía) como buscando su consentimiento, como aguardando un ápice de aprobación. Pero el padre me da a entender que es inútil, que no podré con ese cuerpo inerte y la furia de la corriente a sólo treinta metros de la catarata. Dejo entonces el bracito de Karina, lo sujeto nuevamente de la banqueta y lo abandono como un madero flotante. El agua que me recibe al saltar es un agua fría, viva, que me arrastra los pies a una velocidad mayor que la de la superficie. Intento flotar junto a Hélène y bracear y patalear con rabia hasta ganar con dificultad la orilla izquierda a sólo diez metros del salto.

La última imagen que retengo es móvil: quiere mostrarme la mancha oscura de la sotana al lado de otra multicolor que confunde carne y vestimentas, quiere mostrarme la curiara sumergiéndose en la nebulosa de agua y el pemón de pie que insiste en darle latigazos inútiles al motor. Ya de vuelta en Chantilly, no sé qué orilla verdadera habré alcanzado ni qué tipo de salvación. Sólo sé que el curso del Aponwao corre por mis venas en lugar de mi sangre. Al cabo de los años, me limito a abrazar a Hélène en las noches de invierno y a sujetar, camino del colegio, la manito fría de Nicole como si de la mano sumergida de Karina se tratara.

Sobre el autor

*Tomado de: ficcionbreve.org

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