Tratado de la envidia[1]
La envidia: esa doncella castamente llagada.
Ana Enriqueta Terán
Tal vez le sorprenda recibir esta carta sin la intermediación de los editores, pues no es común que los correctores nos escribamos con los autores consagrados, con los mimados de la editorial. Le ofrezco excusas, pero es necesario que le escriba. Durante años he tenido el privilegio de corregir sus textos y puedo decir que conozco mejor que nadie su trabajo tan alabado por estos días, luego del premio internacional de novela que acaba de recibir.
Déjeme decirle que he admirado su escritura desde que llegó a mis manos el primer manuscrito y yo misma solicité después que me fueran asignados todos sus libros. Algo de responsabilidad y pericia en el oficio me lo garantizó y, no la voy a engañar, también mediaron las buenas relaciones con el editor.
Nostalgia por lo gris me impresionó. Considero que es su obra más lograda, sin desconocer un destacado valor en las obras anteriores: Días fecundos, La linterna del cochero, La falsa historia de Anaïs Nin y el de poemas La ventana que nos muestra el paisaje. Todas, en verdad, son extraordinarias. Y en cierta medida mías. Siento que algo de ellas me pertenece porque fui yo su primera lectora y algún error tuve que enmendar en aras de la perfección que usted ansiaba pero que en ningún grado alcanzó.
Usted, con imaginación y talento desbordantes, logra armar historias en efecto malvadas, perversas, que nos dejan una sensación de asalto y perplejidad. Déjeme decirle que a mí me hubiera gustado escribir Nostalgia por lo gris. Es sin duda una gran novela. O tal vez debería decirle ya, confesarle ya, que pudo haber sido, a mi juicio, la gran novela de este país.
Mi historia de vida es miserable y ella me conduce a cometer el acto infame de atentar contra usted que ni siquiera me conoce y por tanto nunca me ha provocado ningún mal. Pero en esto hemos terminado por convertirnos todos los que habitamos esta ciudad pequeña, carcomida por la sal que viaja desde la península que tenemos al frente. Una ciudad de poetas malditos por la peste, el insomnio y la futilidad. Incapaces de defender los méritos que otros nos reconocen y que a nuestra vista nos parecen insustanciales porque la ambición que nos mueve es superior a cualquier gesto de virtud. Lo acepto. Soy una mediocre incapaz de consentir con naturalidad que otra persona tenga lo que anhelo para mí. Y esto explica mi actuación contra usted. En mi descargo solo puedo apelar a la cruel sinceridad, escudo atroz de los desahuciados. Tarde será cuando descubra que su gran obra entró a los talleres de impresión sin las modificaciones que le hice. Luego de leerla y completar mi labor, la guardé y ahora reposa en una gaveta de mi escritorio, este desde donde le escribo esta carta. A veces me detengo para observar allá abajo, en la calle, a los hombres y mujeres que caminan presurosos hacia sus casas, distraídos e ignorantes de lo que nos ocurre a usted y a mí.
Esa última versión que usted leyó y que todos en el consejo editorial celebraron como su mejor trabajo, esa no es la que el público en este momento arrebata de los anaqueles en las librerías. Déjeme informarle que resolví enviar la versión primera: la defectuosa, la que usted escribió. No la última: la que yo perfeccioné. Aunque sé que esta decisión me costará mi trabajo y una parte del prestigio alcanzado en el medio editorial, no me siento ni inquieta ni arrepentida. Por el contrario, estoy convencida de haber obrado con integridad. Siento que he sido justa conmigo y con mi talento desperdiciado.
Tal vez piense usted que actuar de esta manera me llevan la envidia y la venganza. No estoy segura de eso. En todo caso, poco beneficioso resultaría descubrir las causas de mi proceder. Sobra decir que no asistiré a la gala que preparó la editorial en su honor, y me permito advertirle: si yo estuviera en su lugar, tampoco asistiría.
Pero ya es tarde, y, como en las malas películas me gusta imaginarla bajando de un automóvil con su acompañante, alisándose los cabellos en un gesto exagerado de coquetería. Alrededor de usted flotará la fragancia de una flor ignota. El vestido oscuro impecable, las uñas retocadas y tal vez de su cuello cuelgue un dije antiguo que alguna de sus abuelas habrá consentido en heredarle. La supongo entrando al gran salón, los aplausos, las fotos, los periodistas, la sonrisa congelada, el ceño fruncido del editor, el gesto de tomarla por un brazo, de llevarla hacia el fondo, los murmullos entre algunos que están hacia la izquierda. Percibo su confusión, su no entiendo crispado, pero en voz muy baja, y ahora un mechón de cabello fuera de sitio, una molestia sutil causada por la trabilla de una de sus sandalias, un poco corrido el rímel hacia el borde exterior del ojo, un poco suelto el dobladillo de su vestido también, un tropiezo imprevisto sobre la alfombra del salón y finalmente, en el momento de comprender lo que ocurre, un ahogo.
Por supuesto, usted jamás conocerá el contenido de esta carta que redacto frente a una ventana, por la cual entra una brisa seca y tibia, que baja del cerro Pan de Azúcar y baña de polvo los muebles amados de la sala de mi apartamento, donde antes solía dedicarme a trabajar en sus libros maravillosos. Aquí, en esta ciudad pequeña, la de las grandes traiciones, donde somos todos cada vez más miserables.
Respetuosamente suya,
Eduarda Camino.
El mismo mar contra la noche
Para Ana María Oviedo Palomares
Cumplo mi oficio cerca del mar porque ese es mi destino. Me dedico a recoger pájaros muertos, maderos que floten y las más raras estrellas marinas, las cuales se distinguen porque no conservan la pestilencia de los animales muertos. Me llamo Bruna Limoti y es el único nombre que acepto, aunque a otros les haya dado por llamarme loca. Antiguamente fui leedora en una fábrica de tabacos que se encuentra en tierra firme. Pasaba allí mis días como quien se prepara para emprender un viaje largo, a los confines de sus insondables temores, y recoge todos los datos que puedan contribuir a un recorrido sin tropiezos. Aquel oficio, profundo y olvidado, infinito y humano, me esclavizaba, pero yo lo asumía con devoción y agradecimiento, como si una gracia me hubiera sido concedida.
Compensada y serena, me entregaba a suprimir mis días entre altas paredes. Cada faena realizada al pie de la letra, abría mi comprensión hacia las cosas que resultaban de mi interés, como era el caso expreso del mar. Así supe que sus incandescentes y numerosos colores, vivos y hondos, se originaban en la intensidad del sol agobiante. Suponía que me dirigía a encarnar una historia donde obtendría cierta eminencia, como si alguien existiera para esperar mi llegada. Pero una desobediencia natural en mí, cultivada desde niña, me hizo retrasar lo más que pude el encuentro con mi destino. Entretanto leía con dedicación historias escritas para mí.
La Cruz. A lo lejos, por la ventana de mi cuarto, veo un barco que enfila la proa hacia la ciudad en tierra firme. Me incorporo totalmente sobre la cama mientras dejo pegada a las sabanas de hilo parte de la costra que he construido durante la noche. Me siento en el borde del lecho para mirar mejor. Las plantas de mis pies llagados reciben el frío de la loza de barro. Mi cuerpo agoniza, no así la voluntad. Espero. Es la hora en que aparece la figura querida de mi hermana, quien trae alivio para mis heridas. He soñado hoy que desde la otra banda llega un bote y que en él viene la niña vestida de luto. Intuyo que es ese su destino. Pobre niña mía que me reza. Voy deseando su arribo mientras espero el agua que mi hermana volcará sobre mis heridas. En el horizonte del mar se desplaza un barco y yo lo miro embelesado.
Bruna. Las luces, en la casa de allá abajo, se han apagado. Tarde se han ido los amigos, pero yo he presentido desde temprano la presencia de Bruna en el corredor, en el zaguán y más allá del cerro. He convenido con ella que, cuando todos se marchen, venga hasta la parte por donde el roble ofrece a todos el placer de su sombra. El árbol es cómplice de Bruna, que llega callada y me despoja de los paños con los cuales mi hermana y mi madre me consienten. En la bañera de hormigón Bruna va lavando mis heridas, que han vuelto a ser nuevas y sangran. Mi hermana duerme soñando con remedios para mi mal y Bruna, en tanto, cuece sobre mi piel las viejas pociones del amor.
Un pájaro. Sumergido en el agua ya fría voy repasando unos versos que he borroneado esta mañana. Presiento que las costras de las llagas que laceran mi espalda están sedimentadas en el fondo de la bañera donde me encuentro. Escucho el chillido del pájaro que todas las noches viene a hacerme compañía. Entiendo entonces que es la hora de salir del agua y actúo en consecuencia. Dejo que mi cuerpo desnudo se seque sobre la cama con la brisa que entra a la habitación desde el corredor. El pájaro lanza su grito de despedida y vuela hacia el cerro situado detrás de la casa. Volverá mañana, como siempre, para recordarme que todavía estoy vivo. Volverá mañana para asegurarse de que sigo aquí, esperando.
El bordado. Esta noche Bruna ha venido cuando ya no la esperaba. Me ha despertado su aliento sobre mi cabeza. No he querido que me toque, pues me dormí con la rabia que siempre me causa su ausencia. A veces temo que no vuelva para traerme el reposo que me dejan sus caricias. Sabe que la miro desde la cama. Se ha sentado lejos, donde puede tener luz para continuar el bordado que realiza. Elabora unos pañuelos de lino crudo en los cuales entrecruza nuestras iniciales. Me resisto a su presencia distante cuando ella sabe lo que deseo. Me levanto con lentitud. Llego hasta donde ella sigue sentada sin detener el bordado. Toco sus pies descalzos. Ella prosigue su labor, pero yo sé, por su respiración, que desea que avance más allá de sus pies. Para complacerla, le beso las rodillas. Ella responde haciéndome camino y soltando la tela entamborada, que cae a un costado de la silla. La rabia me abandona y comienzo a bordar en su cuerpo, con mi lengua, nuestros nombres completos.
Una mujer puede demorarse de muchas maneras y aplazar las tareas que le fueron asignadas como ventura. En mi caso, mi tardanza se debió a que me entretuve leyendo para mujeres esclavas de un jornal, historias que contaban libertad y belleza, amor y poesía, y que hacían más llevaderas las horas de trabajo. Lo único que interrumpía mi lectura, a media mañana o a media tarde, eran las campanas de la iglesia cercana, cuando tocaban a muerto mientras séquitos caminantes acompañaban a difuntos, para consumar una despedida, dentro del cementerio, en las afueras de aquella ciudad. Al finalizar, recogía en una pequeña maleta de cuero los libros de turno y me disponía a atravesar la plaza, contando que los pájaros negros que anidaban en los robles no acudieran a picotear mi cabeza, como acostumbraban. Tuve que empezar a protegerme de los furiosos pájaros y esto hizo que, por alguna razón, la gente a mi alrededor comenzara a creer que mi cordura se marchitaba, que cedía bajo la copa de aquella pamela de fibra y cañamazo a la que recurrí para mi protección. Ya me habían echado de la fábrica donde por años trabajé como leedora. Ya los niños me apedreaban en la calle y en ninguna casa de alquiler querían recibirme, por lo cual terminé durmiendo en angostos zaguanes, donde el frío y la lluvia calaban en mi cuerpo, que se apagaba envejecido y sin dignidad. Y fue entonces cuando una mañana me encontré en el puerto mirando hacia la península.
Ahora recojo plumas y caracoles vacíos en los que puedo escuchar, en vez del mar, las historias que ya nadie relata y que yo atesoro. Recorro a diario la orilla de la playa frente a la casa del cerro y llego hasta la bahía, cerca de la ciénaga y su marisma de sal, rosada y pestífera. Desando el camino cuando el sol, somete el horizonte a mi espalda y mi sombra empieza a borrarse. La nasa que arrastro, cargada de maderos y leños, despojos de pájaros y conchas, ha dejado en la arena un rastro que es necesario desandar. Toda sombra es un defecto de luz, me digo. Por eso, a veces, cuando me envuelve la oscuridad y no me duermo, vuelve a mí en forma de pájaro, un recuerdo incierto y tembloroso que me cuenta historias del mismo mar contra la noche. Me llamo Bruna Limoti y ese es el único nombre que reconozco aunque otros insistan en llamarme loca.
El maldito
Delante de mí callaba eternamente un mar inmóvil y cristalino.
Una luz muerta, de aurora boreal, nacida debajo del horizonte,
iluminaba con intensidad fija el cielo sereno y sin astros.
Aquel paraje estaba fuera del universo y yo lo animaba
con mi voz desesperada de confinado.
A. Ramos Sucre
Era esta una ciudad empobrecida por el permanente desdén de sus gobernantes, que padecía además de una antigua enfermedad: la superchería. En principio nada de esto me resultaba especial pero vivía en la convicción de que con los años nos vamos volviendo cada vez más intolerantes. Las personas que me rodeaban en mis horas de trabajo eran los principales en provocar en mí este desprecio. La vulgaridad nacía desde el fondo de los gestos de mis compañeros de trabajo, de cada palabra dicha, de las buenas intenciones manifiestas a través de una artificial cortesía que me era insoportable. A este mundillo despreciable por desconocido, me negaba a dejarme arrastrar.
En un principio tuve como oficio ser ayudante en una droguería, pero tiempo más tarde debido a mi dedicación y perseverancia, fui ascendido a jefe de farmacia. Mis estudios, donde había destacado como discípulo ejemplar y meritorio, habían sido interrumpidos por la ruina inesperada de los negocios de mi padre y me vi en la obligación de buscar un trabajo de quinta que estaba lejos de merecerme.
Regularmente era el primero en llegar al local donde se ubicaba la farmacia. Los siete repiques de campanas de la iglesia de enfrente se dejaban oír al mismo tiempo en que yo descorría en tres vueltas el cerrojo desvaído. Me gustaba entrar primero para poder disfrutar de ese olor que durante la noche y debido al encierro se había vuelto profundo, concentrado, agrio y astringente. La penumbra de la sala con sus pasillos gemelos, sus pisos de tablero de ajedrez verde y blanco, sus estanterías de caoba labrada, sus vidrios lisos y transparentes, libres de la mácula de una huella inútil. Frascos alineados perfectamente, de cristal marrón para salvar de la luz las esencias, los extractos, los jarabes y elíxires. Hasta el acto mecánico de encender las lámparas me hacía sentir reconfortado. Al final del segundo pasillo se alojaba, pegado a la pared, un escritorio de mediano tamaño donde yo elaboraba fórmulas, donde escribía los informes y el resto de las tareas que me correspondían. De la venta se encargaban otros empleados que no llegaban sino hasta las siete y media. La mujer de la limpieza entraba unos minutos después de mí. Sus pasos me los anunciaba el sonajero de cobre con forma de arlequín que sobre la puerta de dos hojas, de madera y cristal, habíamos colgado para saber cuando alguien entraba al local. Para ese momento yo había guardado las llaves en la segunda gaveta, había encendido los ventiladores que colgaban del techo de caña amarga y palo sano. Ya me había enfundado en mi impecable bata blanca de piqué.
Junto a ella entraba también el ruido y la vulgaridad. A veces, las menos frecuentes, disculpaba sus toscas maneras achacando mi irritación al hecho de haber sido criado en una casa grande, con padres educados en la meditación, lo que me obligó a vivir una infancia marcada por muchos años de silencio. Ella era el preámbulo de lo que seguiría con la llegada de los demás. Encendía la radio a un volumen insoportable para mis oídos y yo, procurándome salud, me esforzaba en mantenerlo bajo por el resto de la larga jornada. A pesar de mis intenciones y de mi nivel jerárquico, ella conseguía burlarme animada por las risas soterradas de los demás. Exigía a todos un trato respetuoso pero cordial, prohibía las charlas familiares ante la clientela. Me gustaba la reverencia ante nuestro oficio tan delicado. Pero era muy difícil hacerme entender. Cuando la sala de recibo se quedaba sola de clientes, arremetían todos con unas charlas procaces, plagadas de detalles e incluso de malas palabras. De risas vulgares y hasta de gestos ordinarios. Contaban entre ellos las cosas más inverosímiles.
Fue así como supe por primera vez acerca de la existencia del maldito, como ellos nombraban a esa sombra masculina que, en su decir, recorría las calles del centro de nuestra ciudad. Narraban los hechos que todos decían conocer de boca de los vecinos de la calle Los Peldaños y La Ermita. Era este el radio de acción de esa presencia mágica, marcada por la desesperación y la locura. Me horrorizaba ante tanta ignorancia que llegué a pedirles que no trataran en la farmacia esos temas de tamaño salvajismo. ¡Supercherías!, les decía para hacerme entender. Pero ellos me preguntaban con una ingenuidad inaudita, demostrando lo inútil de mi tarea, qué significaba aquella palabra. Tras de esto me aseguraban que los hechos eran del dominio de toda la población, que no entendían cómo yo viviendo tan cerca no los conocía. Que el maldito se había suicidado en una ciudad distinta a la nuestra pero que su espíritu vagaba por esas calles enloquecido de dolor. Que había dejado una novia en la ciudad antes de su viaje. Que había regresado por ella y que para entonces la muchacha, ante su muerte, se había convertido en monja. Que en la iglesia se hacían misas para que descansara en paz, pero que por las noches se le veía recorrer las calles atormentado por la pena. Que vestía siempre de traje oscuro, y que era poeta. Pobres gentes estas, me decía para mis adentros, no saben más que hablar de supercherías. No pueden ocuparse de otra cosa sino de la invención de historias falsas. Así disculpaba sus historias, y me esforzaba en la idea de aceptar su trato.
Desde siempre había habitado esta ciudad. Al quedarme solo me había visto en la necesidad de permanecer en la casa en la que nacieron mi padre y mi abuelo y el padre y el abuelo de ambos. Mi único hermano, Orestes, había viajado a Francia a estudiar medicina y allá había hecho su vida, para él no hubo ningún sacrificio y nunca regresó. Ni siquiera cuando murió nuestra madre. Había enviado un telegrama con sus condolencias y disculpándose por no poder viajar. A la muerte de mi padre, no quise incomodarlo con la noticia.
Me gustaba la casa en la que habitaba, con sus grandes ventanales que daban a la calle Los Peldaños. Las habitaciones de techos altos con sus muebles de oloroso cedro, las camas con doseles, las sábanas de algodón puro. El jardín interior frente a los cuartos, con su mata de granada y los helechos. El gran comedor rodeado de vitrales multicolores, la única alegría extravagante. La cocina hacia el fondo, con sus estufas y horno de tierra. El patio en sombra, un roble que nadie recuerda quién sembró, y que servía de protector a contraluz de las orquídeas en el tiempo de mi madre. El viejo corral para la cría transitoria de animales domésticos, ahora vacío. El portón hacia el río por donde solía salir los domingos a dar un paseo y llegarme hasta el mar. Las tupidas frondas de los árboles, al margen de la ribera, me negaron cada vez toda aspiración de cielo. Siempre lamenté el eco que generaban mis pasos en los amplios pasillos de la casa. Me recordaba el miedo profundo que de niño padecía cuando tenía que ir de noche hasta la cocina por una jarra de agua. De adulto seguía siendo víctima del mismo pavor.
Lo que más lamentaba de mi existencia era la poca vida social de la que era objeto por mi forma de vivir. Fuera del trato con los viejos y fieles clientes de la farmacia, carecía de amigos que hicieran menos amarga mi soledad. Por lo tanto me veía obligado a la relectura de los clásicos que llenaban la biblioteca que habían nutrido durante años mi abuelo y luego mi padre. La música era el otro dulce consuelo al que había tenido que renunciar hacía ya unos pocos meses debido a un desperfecto en el viejo aparato y para el cual no se conseguían las piezas que lo harían funcionar de nuevo. Entonces en mi día libre me conformaba con el largo paseo por la ribera del río hasta la orilla del mar.
El trecho entre mi casa y la orilla de la playa estaba cercado por unas casas viejas y mal construidas. Sus habitantes exponían ante los ojos de todos unas precarias tarimas de palos torcidos donde colocaban a secar pescado rehogado en sal gruesa. Las moscas y el olor nauseabundo eran los únicos acompañantes en mi paseo. Nadie me saludaba y yo a nadie saludaba. Eran desconocidos para mí. Habitaban ese mundo de la ciudad al que le huía y del que me sentía absolutamente ajeno.
El mar se me presentaba como un enemigo. En cambio el río me era familiar. Parecía a mis ojos un noble compañero. Siempre arrastraba algún madero, algún lote de cañas, de restos vegetales que a mi razón venían de lugares lejanos, contando una historia de la ciudad y sus alrededores. Historias que me gustaba imaginar convertidas en felices aventuras, sueños que alguien lanzaba al río, recuerdos, esperanzas y también decepciones. Historias que viajaban libremente. No como las mías que guardaba con celo y que nunca lanzaría en él por miedo al mar. Semejante al miedo que sentía por el eco de mis pasos en el pasillo de mi casa. Mi casa, la de mis padres y mis temores de niño.
Por eso, al regreso, volvía adolorido. Mi falta de valor ante la presencia del mar inmóvil me atormentaba. Por eso regresaba así hasta mi casa en la calle Los Peldaños, desde donde se veía la iglesia, inmóvil, petrificada, quieta como el mar. Con sus cúpulas gemelas, plateadas, cristalinas. Por eso esa vez, al final de la tarde, quise entrar en ella y subir por el campanario. Sabía que el campanero, viejo cliente de la farmacia, dejaba los domingos su acceso libre. Solía referirme detalles de su vida, mientras yo le preparaba un jarabe para una tos vieja y mal curada. Como se lo obsequiaba, siempre se sintió obligado a establecer conmigo un trato más afable, familiar.
Sabía que los domingos el acceso al campanario estaba libre y que podía subir, sin que nadie se interpusiera en mi camino, que subiría todos los peldaños de la antigua escalera hacia el campanario, desde donde como decían todos, podría ver al maldito penando para siempre, como un loco desesperado por la soledad, mientras recorría las calles del centro de la ciudad. Subí hasta el campanario embargado de una profunda emoción. Con sigilo como temiendo su aparición, me asomé por un arco de la torre. Observé la calle vacía de los domingos por la tarde. Esperé largo rato, hasta que el cielo se vació de todo color y comenzaron a encenderse allá abajo las luces de la ciudad.
Excelente. Un trabajo maravilloso sobre literatura venezolana