literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos crónicas de Armando José Sequera

Inundaciones y neveras

Durante la pasantía periodística que hice al término de mis estudios de Comunicación Social en un noticiero televisivo, en 1976, presencié u ofrecí testimonio de varios acontecimientos más propios de la ficción que de la llamada vida real.

Entre ellos figuraron la fuga de un tigre del zoológico caraqueño de El Pinar, al que quienes laborábamos en el noticiero debimos buscar durante horas en las montañas cercanas; un asesinato que dejó las paredes, el techo y varios muebles de un apartamento como un cuadro abstracto en rojo; y el que por todos los bordes derramó el tazón de la locura y es objeto de esta crónica.

Ocurrió el quinto día de dicha pasantía.

A mi llegada al noticiero fui asignado a uno de los reporteros de planta. Se suponía que debía enseñarme los rudimentos de la cobertura en vivo de sucesos para la edición nocturna del noticiero. Jamás lo hizo ni mostró intención de hacerlo.

No expongo su nombre porque, aunque no me maltrató ni me hizo mal alguno, tampoco me transmitió el menor conocimiento, y su paso por mi vida –y supongo que igual el mío por la suya–, fue absolutamente nulo.

Su primera y única enseñanza –si acaso se le puede dar esa denominación–, se refirió a la cantidad de alcohol que un periodista debe ingerir durante el desempeño de sus funciones: seis cervezas.

Y, ojo, empleo la misma forma verbal que utilizó, debe, porque él consideraba que el ejercicio periodístico y la ingesta diaria de esas seis cervezas –o, en su defecto, igual número de tragos de ron–, eran complementarios y de obligatorio acatamiento.

En lo personal, nunca me llamó la atención el consumo de sustancias que me alegraran, me hicieran olvidar, me calmasen los nervios o produjeran un estado de euforia o paz artificial en mí.

Creo que éste es un trabajo conjunto de la mente y el espíritu y que, por no saberlo ni advertirlo, la mayoría de las personas que buscan respuestas o salidas en las drogas –legales o no–, sale mal parada.

Pero no es éste el tema de esta crónica sino y como adelanté, algo ocurrido el quinto día de mi estadía en el noticiero. Esa quinta mañana mi supuesto mentor no se presentó a trabajar. Sí lo hizo el equipo que siempre lo acompañaba, compuesto por un camarógrafo, un iluminador y un sonidista.

Tendría yo unos veinte minutos en la oficina cuando el director del noticiero me preguntó si había viajado en avión. Le respondí que no.

–¿Por qué? ¿Te da miedo?

–No he tenido la oportunidad.

–Entonces, ya la vas a tener.

Al instante, convocó al camarógrafo y al sonidista a una reunión entre los cuatro.

Nos encargó trasladarnos hasta el río Apure, en el estado del mismo nombre, a cuyas orillas se encuentra San Fernando, la capital de esa entidad. Debíamos reseñar una crecida de la corriente, ocasionada por las lluvias.

Por ser el periodista, apuntó, yo comandaría al grupo en el lugar de la noticia, aunque dicho comando, en la práctica, lo asumió en todo momento y sin concederme el derecho de pataleo el más veterano de los tres: el camarógrafo.

En la media hora siguiente preparamos todo lo necesario para la rápida excursión, habida cuenta de que teníamos que regresar tan pronto filmáramos la inundación. Entonces no había reporteros locales, salvo en dos o tres regiones del país. Tampoco la posibilidad de enviar vía Internet el material para que fuera procesado en Caracas, pues la red era apenas un conjunto de solo tres computadoras universitarias conectadas entre ellas en California, Estados Unidos.

El viaje fue en una avioneta privada que abordamos en el aeropuerto La Carlota, al este de Caracas.

Debido al mal tiempo y desde que se elevó, la avioneta se comportó como una hoja de árbol en un túnel de viento. Nunca he experimentado una situación más espeluznante: fue como hallarme en una batidora con ínfulas de licuadora, sometido más de hora y media a una sucesión de sismos de ocho o más grados en la escala de Richter. Agradecí que ninguno de los viajantes, incluyendo al piloto, fuéramos propensos al vómito. Al horror profundo se le habría sumado el asco.

Todos temblábamos, teníamos tres motivos para hacerlo: los movimientos alocados de la avioneta, el miedo y, para colmo, un frío que se colaba hasta regiones corporales desconocidas por la anatomía.

Las veces que cerré los ojos tuve la impresión de hallarme a bordo de un refrigerador al que un río arrastraba delirantemente hacia una catarata. No lo supe en ese momento pero tal imagen resultaría profética.

Los cien minutos exactos de vuelo transcurrieron en total silencio, pues ninguno de los pasajeros, al no ser pollos y estar extremadamente asustados, dijimos ni pío.

Desde nuestra salida hasta la llegada viajamos rodeados de nubes grises repletas de humedad. De no ser por el instrumental del avión, no hubiéramos podido orientarnos dado que la visibilidad exterior era nula.

Ráfagas de lluvia se estrellaban cada tantos segundos contra el parabrisas de la avioneta y el fuselaje mientras, a nuestro alrededor, las nubes circundantes se iluminaban por fogonazos internos, como si pretendieran indicarnos el camino. Los truenos nos llegaban apagados, como lejanos redobles de tambor, absorbidos por la distancia y el ruido monótono que hacía el motor de la avioneta.

La hojalata rechinaba como si estuviera a punto de partirse y tanto los tornillos, las tuercas y los remaches, así como las alas chillaban igual que ratas en un barco sometidas a una montaña rusa de olas.

Al aterrizar en San Fernando de Apure comprendí por qué los papas besan la tierra cuando arriban a cualquier aeropuerto. Yo también lo hice, para jolgorio de mis acompañantes. Por cierto, en la porción de suelo que besé no solo había grava y varias generaciones de aceites, sino también un desgastado chicle de menta al que aún le quedaba algo de sabor.

Como debut aéreo no fue la mejor bienvenida que los cielos me pudieron ofrecer.

A casi doscientos metros nos esperaba una camioneta van, hasta la que corrimos bajo una frenética lluvia que en ningún momento de nuestra estadía en Apure dejó de caer. Esos doscientos metros resultaron interminables, debido a los equipos de llevábamos. Los tornaba incómodos una cubierta de plástico grueso transparente que pretendía aislarlos de la lluvia. No me correspondía, pero creí necesario ayudar a su transporte.

En la camioneta había varios impermeables también de plástico, pero delgados, como el usado entonces para forrar cuadernos escolares. Nos los colocamos, aunque ya no teníamos espacios secos ni en el cuerpo ni en la ropa.

Debí usar uno amarillo que me quedaba pequeño, dado que al parecer todos estaban destinados a usuarios de menor estatura que yo. Honestamente, me sentía –y seguramente me veía–, como un embutido tapa amarilla.

Al aproximarnos al río, advertimos la magnitud de la crecida. Las reposadas aguas, habitualmente de una tonalidad gris azulosa, semejaban un café con leche bien cargado. No corrían como quien se sabe libre y fuerte, dueño de su presente y su futuro, sino como aquel o aquella que escapa de un secuestro en mitad de la noche.

Un hombre cuarentón que acompañaba al chofer de la van nos informó de dos personas muertas y cuatro desaparecidas en las últimas horas. También que nos dirigíamos a un pequeño muelle protegido por una de las curvas del río, donde nos esperaba una lancha.

–¿Una lancha? –tronó el camarógrafo–. ¿Ustedes pretenden que yo me meta en ese río así como está? ¡Mi mamá no parió suicidas!

El hombre, que se había identificado como representante de la televisora, nos dijo en tono imperativo que debíamos hacer lo que no hacía la competencia, es decir, realizar tomas desde el interior del río y no solamente desde sus riberas.

La discusión entre él y el camarógrafo duró lo que el traslado hasta el muelle, a unos treinta metros del cual se alzaban varias casas. El espacio intermedio lo ocupaba una arboleda regada a lo largo del cauce.

–¡Yo no me meto en el río, ni que me paguen todo el oro del mundo! –repitió el camarógrafo por enésima vez, mientras bajábamos los equipos.

El diálogo de sordos continuó hasta que el representante nos llevó hasta una de las casas. Allí llamó al director del noticiero y éste confirmó la orden: debíamos subir a la lancha y presentar la noticia desde el interior del río.

Cuando nos dirigíamos al muelle, observé que el oleaje golpeaba la tierra cada tantos segundos, con un sonido similar al del choque de dos cuerpos que hacen el amor.

La lancha que nos esperaba era de las usadas para la pesca. Eso sí, dotada de un motor fuera de borda. Tendría unos siete y medio u ocho metros de largo y contaba con cuatro asientos: uno en la proa y otro en la popa, más dos en el medio. La habían pintado recientemente de blanco y azul celeste. El piloto nos esperaba en el asiento de popa. Era tan flaco y alto que, cuando se levantaba, semejaba un mástil enano. No tendría más de treinta años y sonreía extrañamente, como un chofer sádico que conduce su primer cargamento de cerdos al matadero.

En la proa estaba sentado un gordo que, aunque nos fue presentado como ayudante del piloto, tuve la impresión de que su responsabilidad consistía en servir de contrapeso para que la lancha se mantuviera estable.

Si en la avioneta habíamos escaneado el rostro de la parca, hueso por hueso, ahora casi la veríamos por dentro, tal como si nuestros ojos actuasen como un entonces no inventado aparato de resonancia magnética.

Pese a que la embarcación se comportaba igual a un toro salvaje, saltamos dentro de ella. Increíblemente, ninguno cayó al agua, y eso que nuestros movimientos estaban coartados por el miedo y los impermeables.

En la lancha debimos ponernos, además, chalecos salvavidas anaranjados, no de talla única sino para hobbits, que nos hicieron lucir como momias de exportación. A decir verdad, los chalecos se veían inútiles ante la energía que desplegaba el Apure.

Mientras me colocaba el mío, una ola levantó la lancha por la popa y me sacó del asiento. Caí en el suelo de la lancha y me golpeé las rodillas. Por suerte, el camarógrafo me tomó por un brazo mientras la gravedad me atraía con todo su encanto y no pegué los dientes con la parte libre del asiento donde él se hallaba. En la prueba de grabación que hizo minutos después, aparecí sobándome la rodilla derecha.

Gracias a la destreza del piloto, sorteamos los escollos que la corriente nos proponía: troncos de árboles arrancados de cuajo; ramas verdes y ramas sin hojas; basura de todo tipo y calibre; reses vivas mugientes y reses muertas; objetos de madera y hasta prendas de vestir. Estas últimas aparecían de improviso en la superficie, igual a mantarrayas de colores dibujadas en un libro infantil.

En los minutos siguientes, el aluvión fue aumentando lenta pero visiblemente y estoy seguro de que si no hubiésemos salido tan rápido del río, ni siquiera la extraordinaria habilidad del lanchero nos hubiese sacado con bien de allí.

Supongo que algún día, cuando viajar por el Sistema Solar sea una realidad cotidiana, habrá pilotos de naves interplanetarias que se desplacen con igual maestría por el interior de los cinturones de asteroides y planetoides, entre Marte y Júpiter, entre Urano y Neptuno e, incluso, a través de la Nube de Oort.

Después de la prueba conmigo, la cámara –envuelta en una bolsa plástica, de las empleadas en lavanderías, para su mejor manejo–, se negó a funcionar. Tras varios minutos de incertidumbre, bastaron tres insultos y un par de coscorrones que le dio el camarógrafo a su fuselaje, para que trabajara sin problemas.

–¡Hay que enseñarle quién es el que manda! –comentó éste, mostrando triunfante los nudillos del puño derecho.

Nuestra aventura por el río, para una decena de tomas o poco más, estaba prevista que durara un máximo de diez minutos, ante el riesgo de que aumentara la magnitud de la crecida y nos condujera a una muerte segura, pues como llovía sin interrupción desde hacía más de diez horas, se esperaba un aluvión mayor al que circulaba entonces. El inconveniente con la cámara había aumentado ese lapso varios minutos más.

Cuando ya habíamos concluido nuestra tarea, vimos venir hacia nosotros a un hombre que, como si viajara aferrado al techo de un automóvil, se mantenía en el más precario de los equilibrios sobre una nevera rosada, de tonalidad carne.

Dada la fuerza de la corriente, el electrodoméstico cambiaba de posición cada tantos segundos, rotando de izquierda a derecha o en viceversa, pese a lo cual su improvisado jinete siempre lograba mantenerse caballero.

En un rodeo, aquel hombre hubiese salido en hombros de los aficionados pues su desempeño era extraordinario. Después de superar nuestra estupefacción, el camarógrafo lo enfocó y yo hice el comentario respectivo con el micrófono a mi cargo.

Luego intentamos pasar de reporteros a rescatadores y, pese a lo difícil que resultaba la maniobra, quien conducía la lancha la colocó a menos de dos metros del hombre y la nevera, y a gritos descoordinados lo instamos a abandonarla.

–¡No puedo –respondió, también a gritos–, esta nevera me costó el sueldo de nueve meses!

Insistimos, manteniéndonos a su lado durante al menos un minuto, advirtiéndole que estaba condenado a morir si seguía en el agua, diciéndole el camarógrafo que una nevera se podía reponer, pero no la vida. Sin embargo, el hombre se mantuvo firme en su decisión, convencido de hacer lo correcto.

En vista de ello, dado que nuestras vidas también estaban amenazadas y a que, durante la frustrada maniobra, nos golpearon algunos troncos y el corpachón de una vaca muy asustada, desistimos de ayudarlo y vimos consternados cómo desaparecía corriente abajo.

De nuevo, el lanchero mostró su formidable destreza para esquivar objetos y logró arrimarnos a la orilla de la que proveníamos, varios kilómetros –nunca supe cuántos–, más allá de donde habíamos subido a la lancha.

Mientras respirábamos con tranquilidad por primera vez en los últimos catorce o quince minutos, el conductor de la lancha y su ayudante la sacaron del río, mediante una guaya y un juego de poleas, usando como apoyo el tronco de un árbol.

A pesar de los impermeables, chorreábamos agua como si nos derritiéramos. Si alguna vez he lamentado no tener limpiaparabrisas en los lentes ha sido esa. Bajaba tanta lluvia por ellos y por mi rostro que por momentos tuve la impresión de hallarme en el interior de un acuario.

Esto me había obligado, en la lancha y ante la cámara, a exponer lo que sucedía, despojado de ellos.

Tirados en la orilla y de un instante al siguiente, todos –excepto el lanchero–, entramos en un torneo de estornudos. De haber sido real la competencia, habría ganado y por paliza el camarógrafo, ya que fue el único cuyos estallidos fueron ininterrumpidos durante varios minutos y capaces de acallar todos los ruidos circundantes.

Las recámaras de estornudos las había provocado una brisa tan fuerte que remecía los árboles, los arbustos y las hierbas a nuestro alrededor y nos estremecía de frío, como cuando se recorren los páramos andinos bajo una nevada.

Esto hizo que nuestro descanso fuera brevísimo y buscáramos refugio detrás de los troncos más gruesos del lugar. El problema es que ninguno lo era. Los árboles más rollizos apenas cubrían una mínima parte de nuestros torsos y espaldas.

En vista de que daba lo mismo quedarnos allí que ir en busca de un verdadero refugio, marchamos un rato por la ribera del río y, menos de trescientos metros más adelante, encontramos un camino de tierra. Lo seguimos y, después de atravesar terrenos lodosos, cuando no plagados de matorrales, arribamos a una carretera.

Esta marcha espontánea lució planeada de antemano porque, tan pronto salimos a la vía, apareció la camioneta van, a la que subimos con desesperación.

En el interior de la misma había toallas, café caliente, y unas franelas blancas listas para estrenar, con el logotipo del partido Acción Democrática –que era gobierno en el estado y el país–, estampado en el pecho. Teníamos tanto frío y estábamos tan abatidos por la humedad que ninguno objetó ponérselas.

–¡Así se hacen las noticias, carajo! –nos felicitaron a coro el conductor de la van y el representante de la televisora.

Volvimos al aeropuerto al que habíamos llegado un rato antes y regresamos a Caracas en la avioneta, en similares condiciones meteorológicas a las de la ida.

Esta vez y pese a que el traslado fue igual de angustioso, agitado y casi purgante, no besé la pista al descender, para no dar pie a más burlas.

Meses después, debí ir a la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela a buscar un certificado de calificaciones y, a la salida, me topé a orillas del río Guaire, a pocos metros de la Plaza Venezuela, con un grupo de bomberos que preparaba un rescate.

Esperaban a un hombre al que había arrastrado una crecida del río Macarao, afluente del Guaire, desde unos dieciséis kilómetros del lugar, tras llevarse su vivienda, construida en el hasta ese día seco cauce.

Un detalle de lo que me refirió uno de los bomberos hizo que me quedara junto a una ambulancia que acababa de llegar: el hombre venía montado en una nevera.

Lo primero que se me ocurrió fue que el jinete apureño, con seguridad descendiente de los extraordinarios lanceros del siglo XIX y mediante una impensada combinación de ríos, había llegado hasta Caracas, a bordo de su rectangular cabalgadura.

–¿Saben de qué color es la nevera? –pregunté.

–¡Nos dijeron que blanca!

En vez de asumir que se trataba de otro hombre y de otra nevera, pensé que eran los mismos del río Apure y que al electrodoméstico lo había decolorado las aguas del tiempo. Minutos después de un enfrentamiento tan encarnizado que temí perder el poco cerebro que poseía, se impuso la lógica: no podían ser ellos. Sin embargo, decidí quedarme. Quise ser testigo del nuevo episodio de la refrigeronavegación venezolana y no tardé en presenciarlo.

Tal como el anterior, el hombre que oscilaba entre los lomos y los costados de la nevera se sostenía como el mejor de los equilibristas  de circo, aunque el objeto se movía sin control según los dictámenes de la física de fluidos.

Para su fortuna, los bomberos habían colocado una malla amarilla, de orilla a orilla del Guaire, y lograron capturarlo, pero no salvar su refrigerador. Iba sin camisa y mostraba en el rostro las huellas del combate con las aguas, la gravedad y los objetos sólidos que arrastraba la corriente. Su párpado derecho estaba amoratado y el ojo totalmente cerrado. Tenía la apariencia de un boxeador que baja del ring luego de perder no solo un combate sino la dignidad.

Tras cubrirlo con varias toallas y ofrecerle un bebedizo caliente –me pareció que era café–, un bombero y una enfermera llevaron al desusado y maloliente náufrago hasta la ambulancia, en cuya entrada posterior exclamó al abordarla:

–¡Lo que más me duele es que esa condenada nevera, me costó un ojo de la cara!

 

La comida de la abuela

Hace algunos años, en 2005, me hallaba en Maturín, la capital del estado Monagas, llevado allí por la editorial de la mayoría de mis libros, para hablar en seis colegios, precisamente sobre ellos.

Mi estancia en la ciudad debió ser de cuatro noches y tres días pero, por un error de la persona que gestionó el hotel, solo tuve habitación la noche de mi llegada y las dos siguientes. Por eso, luego de salir del último de los colegios visitados, al inicio de la tarde del tercer día, me encontré prácticamente en la calle.

En la recepción del hotel me esperaba mi maletín, en posición de firmes, ajeno a ese extraño destierro al que me veía sometido. Era viernes y mi vuelo de retorno a Caracas estaba previsto para el sábado a media mañana.

Muy avergonzada, la promotora de la editorial en dicho estado intentó en principio cambiar mi vuelo para esa tarde, pero ninguna de las dos líneas aéreas que viajaban a Maturín tenía cupo. Ni siquiera le ofrecieron la ilusión de la lista de espera.

Tampoco consiguió que me restituyeran a la habitación donde había dormido las últimas tres noches, dado que todo el hotel estaba reservado para atletas –y sus familiares–, que participarían en unos juegos no recuerdo si nacionales o regionales.

Al salir, pasamos por más de diez hoteles, antes de conseguir otra habitación. Todos estaban igualmente reservados para los deportistas. Al fin, hallamos uno en las afueras.

Esto solo resolvió el problema de manera parcial pues, como el restaurante del hotel estaba cerrado por reparaciones, tanto el almuerzo y la cena de ese día, así como el desayuno del siguiente, tendría que hacerlos fuera de allí.

En cuanto a los pagos, tanto de la habitación como de las comidas, los cubriría la promotora y luego se los restituiría la editorial. Lo problemático eran los traslados, debido a que, si bien ella ofreció llevarme a restaurantes en las tres ocasiones, yo sabía que tenía dos niñas, la más pequeña nacida apenas cinco o seis meses atrás y en ese momento afectada por un virus.

Le dije que no se preocupara por mí, que me las arreglaría, y que los traslados los haría en autobús, ya que conocía la ciudad. Esto era cierto porque, a comienzos de los años Setenta del siglo XX, tuve allí una novia a la que visitaba una o dos veces al mes.

Convinimos en que ella solo me buscaría al día siguiente, para llevarme al aeropuerto.

Por supuesto, Maturín había cambiado mucho en los últimos treinta años, pero no tanto como para perderme en sus calles. Poco después de que ella me dejara en el hotel, salí y tomé un autobús que iba en dirección al centro. Bajé cerca de la catedral.

Mientras caminaba, iba viendo dónde podría almorzar. Por ser vegetariano no debía meterme en cualquier lugar sino en uno donde pudiera encontrar qué comer. No soy vegano ni macrobiótico, por lo que consideraba que mis opciones de comer bien eran altas.

Tras caminar durante cerca de media hora, di en una esquina con el que me pareció el lugar perfecto: un comedero en una avenida ancha, con un letrero enorme auspiciado por la Pepsi Cola que decía:

LA COMIDA DE LA ABUELA

Coma como en su casa

Eran más de las tres y media de la tarde pero, como el local estaba abierto, entré.

Las cuatro mesas del lugar se hallaban vacías. Sin embargo, el suelo de cemento rojo estaba suficientemente gastado como para comprender que allí entraban muchas personas, lo cual era una excelente señal. Todo en el salón, aunque humilde, estaba muy limpio.

Me salió al paso una señora de unos sesenta y tantos años, con el cabello totalmente blanco y recogido en un moño.

Le expuse mi necesidad y al instante me dijo que no me preocupara, que ella sabía de vegetarianismo porque –cito–, mi hija pequeña también me salió anormal.

Me senté ante la mesa que se hallaba junto a la ventana mayor. Ésta daba a la avenida. Otra ventana, más pequeña, mostraba el comienzo de la calle lateral.

La mesa estaba cubierta por un mantel tradicional de rayas rojas y blancas entrecruzadas. Sobre éste se encontraban un servilletero pequeño de aluminio, un salero de vidrio con cubierta agujereada metálica, un dispensador de vinagre y aceite comestible, compuesto por una base y un mástil de aluminio, y dos pequeñas jarras de vidrio, a medio llenar.

Las paredes del comedero mostraban varios cuadros con imágenes playeras al óleo, en una de las cuales tres niños desnudos jugaban con las olas. Un plagio o un homenaje –vaya usted a saber–, de “Niños en la playa” de Joaquín Sorolla, pintado por éste en 1910.

Esperé más de veinte minutos. Veinticinco tal vez. Me distraje leyendo El Diario de Oriente de ese día, que la señora me entregó antes de internarse en la cocina.

Salió de ella para colocar un plato vacío con cubiertos delante de mí, estos últimos envueltos en una servilleta blanca. En otro viaje trajo un vaso de vidrio y una jarra de jugo de lechosa.

Luego se presentó con dos bandejas contentivas de puré de papas, tajadas de plátano frito, ensalada mixta (tomate, lechuga y pepino) con aguacate, caraotas, arroz blanco y media docena de rebanadas de queso blanco. Las cantidades me parecieron exageradas. No parecían para ser consumidas por una sola persona, sino por una familia recién rescatada tras perderse una semana en la selva.

Comí, comí y seguí comiendo por lo que para mí fue mucho tiempo. Tenía hambre y creí que mi voracidad lo demostraba.

Sin embargo, cuando depuse el cuchillo y el tenedor, cruzándolos sobre el plato, como en una rendición, la señora se transformó en la Abuela.

–¡Mi’jo, pero no ha comido nada!

–¡Claro que sí –respondí, señalando las bandejas–, mire todo…!

No seguí alegando pues las bandejas, aunque parecían minas a cielo abierto, aún conservaban el rango de pequeñas montañas.

–¡Ya vi! –apuntó la abuela–.¡Tiene que comer. De aquí no sale nadie si no se ha comido todo lo que yo, con tanto gusto, le preparo!

–Pero, ya estoy lleno.

–¿Cómo va a estar lleno, si apenas ha comido?

–¡Estoy que reviento! ¡Todo estaba muy sabroso!

–¡Estaba no, está! ¡Me hace el favor y se come todo! ¡Tiene que dejar el plato limpiecito, como acabadito de lavar!

Aunque sentía que mi estómago no daba más, tomé otra tajada de plátano y la mordisqueé lentamente, al tiempo que intentaba, sin éxito, producir una sonrisa.

–¿Le sirvo un poquito más de caraotas y arroz?

–Está bien –balbuceé.

Nuestros conceptos de poquito diferían bastante. Sirvió dos porciones de cada alimento, como si pensara alimentar a un par de huérfanos recién llegados a un hospicio.

–Eso es mucho –señalé.

–¿Qué va a ser mucho si Raimundo, mi nieto que apenas tiene dos años, se come eso y repite?

Rumié la comida con tanta lentitud que cada bocado llegaba a mis labios más frío. Lo que unos minutos atrás me había parecido delicioso, ahora me resultaba torturante.

–¡No ponga esa cara, que no se está tomando un veneno!

Traté de sonreír por segunda vez, pero los músculos que posibilitan ese gesto se acababan de declarar en huelga.

–¡Siga comiendo, no me haga ningún desprecio!

–¡No la estoy despreciando!

–¡Vamos, coma más y hable menos!

La abuela se había sentado a mi lado y me aupaba a comer, asiéndome por el antebrazo derecho e impulsándolo en dirección a mi boca, cada vez que alzaba el tenedor.

–Beba ahora un poquito de jugo para que baje lo que se ha comido –puntualizó, mientras me entregaba el vaso lleno por tercera vez.

Después de ingerir dos tragos, volví a cruzar los cubiertos sobre el plato y entonces ella tomó el tenedor y con él algo de arroz y otro poco de caraotas:

–A ver, mi niño, cómase este bocadito… Abra la boquita,, no sea malcriado… ¡Abra la boquita, le digo…!

La abrí.

No sé cuántos bocados tragué así, pero hubo un momento en que me sentí groggy, como si hubiese estado en un ring de boxeo y varios peleadores hubiesen practicado sus mejores golpes en mí.

La abuela, sin embargo, no cejaba en su deseo de alimentarme.

–¡Abra la boquita, mi niño, que aquí viene el avioncito…! ¡Brrrrrruuuuuummmmmm! ¡Así me gusta! ¡Ahora el trencito…!

Recuerdo haber adelantado mis brazos hacia la abuela, pero ella me los bajó de un manotón y tomó nuevas porciones, ya no de arroz y caraotas, sino de puré de papas, lechugas y tomates. Mientras yo masticaba, ella permanecía con el tenedor levantado a la altura de mis labios.

–¡Yo no sé cómo mi niño ha llegado a la edad que tiene, si no le gusta comer! ¡Vamos, abra otra vez la boquita…!

Ahora, cada vez que llevaba el tenedor a mi rostro, golpeaba suavemente mis labios en dos ocasiones, al tiempo que decía:

–¡Tun, tun! ¡Abran la puerta, que es gente de paz!

–¡Tun, tun! ¡Abran que llegó la comida!

–Tun tun! ¡Hora de comer! ¡Vengan todos los dienticos a comer!

En cierto momento, indiqué que ya la comida estaba fría:

–¡Si quiere, se le caliento otra vez, pero después se la come todita!

Dije que sí, tramando dejar el pago sobre la mesa e irme, de ser posible a la carrera, pero la Abuela también pensó en eso.

–¡Venga conmigo a la cocina! ¡De aquí no se me va hasta que haya dejado los platos como si los hubiera lamido un perro!

Me estaba incorporando, con mi sistema digestivo próximo al vómito volcánico, cuando al lugar entró una mujer de unos treinta años.

–¿Qué haces, mamá?

–¡Es que el señor es de mal comer! ¡Mira todo lo que le preparé y lo poquito que ha comido!

–¡Usted es vegetariano? –me preguntó.

Moví la cabeza afirmativamente.

Supe que ésta era la hija anormal como yo. Gracias a su divina intervención, creo que estoy vivo.

–¿Y lo está obligando a comerse todo?

Otra afirmación de cabeza.

–¡Mamá, no puedes hacer eso a cada rato! ¡Si la gente quiere dejar comida, que la deje!

Luego, dirigiéndose a mí:

–Yo vivo diciéndole que sirva raciones más pequeñas, pero nunca me hace caso: ella piensa que todo el mundo es como mi abuelo, que en paz descanse, que no comía en platos sino en bandejas, y aún así quedaba con hambre!

Mientras escuchaba hablar a su hija, la abuela tomó las dos bandejas, molesta, y se adentró con ellas en la cocina.

Mi salvadora ofreció llevarme en su carro al hotel, cuando vio que yo no estaba en condiciones ni siquiera de salir a la calle a esperar un taxi. Al subir a su auto, me vi en el espejo tras el protector de sol del puesto del pasajero. Estaba al borde del nock-out. Dos o tres granos más de arroz, otro bocado de puré de papas o una última hoja de lechuga me habrían conducido a un shock anafiláctico.

La mujer a la que debía mi vida se desbordó en disculpas por el comportamiento de su madre. Cuando le señalé que me había ido sin pagar, me dijo que no me preocupara, que ya lo había pagado entreteniendo a su mamá.

–La pobre se sentía tan sola, después que murió papá, que entre mi hermana y yo le montamos ese negocio. La casa es de mi cuñado, que nos la alquila por casi nada, un precio simbólico. Como se habrá dado cuenta, mamá cocina muy rico y el comedor se llena al mediodía. Después de las dos, mamá no tiene nada qué hacer, pero se queda por si llega alguien hambriento, así como hoy llegó usted.

Esto último formó en mi mente la imagen de una araña que, al fondo de su tela, aguarda sus presas, pero no para comerlas sino para alimentarlas.

Cuando estuvimos a poco más de cien metros de donde me llevaba, me dejó, alegando que era una mujer decente y no podía permitirse que la vieran llegar a un hotel conmigo.

Nos despedimos con un abrazo como de viejos amigos y, mientras el carro se alejaba, la vi mirarme por el espejo a su izquierda, como quien lamenta dejar en el pasado a alguien que hubiera querido para su futuro.

Esa noche, por supuesto, no cené, y al día siguiente, en el aeropuerto, apenas bebí un vaso de jugo de naranja como desayuno.

Ahora, mientras escribía, se hizo la hora de almorzar y no he podido hacerlo.

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