literatura venezolana

de hoy y de siempre

Gente extraña que regala pastillas

Alejandro Reig

Una doctora sigue a un niño yanomami por la selva, en ruta a un shapono aislado. Tropieza con lianas, se atasca en el barro, hace rebotar su caja de medicamentos contra los troncos de los árboles, aparta una cortina de jejenes para no perder de vista la espalda desnuda del infante que sigue una pista invisible para cualquier blanco. Si el niño se aleja un poco, luego se ríe ante los llamados de la doctora, y al volver le pide, con voz dulce y cómplice:

–Totora, dame galleta.

¿Quién podría criticar el malhumor de la doctora, sola en el Alto Orinoco, desde hace meses, atendiendo a un pueblo que recibe, con naturalidad pero sin agradecimiento, una medicina que le salva la vida? Se puede admirar a un zapatero por hacer zapatos, o a un médico por salvar vidas. Pero nada justifica caer rendido de admiración ante las dificultades que enfrenta cada quien en la vida que eligió. ¿Cuántos médicos caraqueños remontarían el río Mavaca, a las 10:00 de la noche, para ir a visitar a un enfermo grave de malaria, con un motorista torpe y con la perspectiva de que el paciente, después de su partida, no siga tomándose la cloroquina recetada? Los médicos en Caracas engordan. Las doctoras de Parima-Culebra adelgazan a ritmo de reclamos yanomamis.

Encefalograma

El visitante explora los baches en la formación antropológica de una docto­ra, su conocimiento de un grupo humano radicalmente diferente a cualquier otro, gente para la cual llamarlos por su nombre en voz alta es un insulto, re­cordarles que van a morir. ¿A qué arrogancia puede treparse el visitante para no entender el silencio de la doctora cuando la acompaña a pasar consulta en los shapono? Al fin y al cabo, toda crítica está hecha de la materia ligera, efer­vescente y corrosiva de las palabras.

El visitante no hará más que un «vuelo rasante» de dos semanas, y parece sospechosamente encantado por el trabajo de los misioneros. Los médicos de­penden de ellos para reparar sus motores, pero no están del todo de acuerdo con su trabajo: «Tienen mal acostumbrados a los yanomamis».

La presencia misionera seguramente produce la dependencia a su alrede­dor. Pero, ¿no están fijadas estas universitarias a una ideología arcaica cuan­do critican el trabajo misionero? Sí y no: versiones de la verdad que saltan de un lado a otro del canal de la experiencia como el impulso nervioso por la mielina.

Consuelo radial

Las medicaturas de Ocamo y Mavaca tienen mejor aspecto que las de Dos Ca­minos, Guárico. Las doctoras de Parima-Culebra (más mujeres que hombres, ¿acaso el temperamento femenino acepta mejor abandonar durante un año la caza de oportunidades para la carrera en Caracas?) empiezan la consulta a las 8:00 de la mañana, con los pacientes que llegan de las comunidades cer­canas.

Ni todos los que vienen están enfermos, ni todos los enfermos vienen: re­cibir pastillas es a veces el único fin del paciente yanomami, recolector al fin. A las 2:00 de la tarde salen en voladora a visitar las comunidades cercanas. Al llegar a un shapono, al llamado de «hariri, hariri, ¿donde están los hariri?», todos se arremolinan alrededor. Auscultan, inyectan, medican temblores pa­lúdicos, bazos e hígados hipertrofiados, «prisi prisi» –fiebre– y «toco toco»–tos–. Recetan pastillas, sin ser escuchadas siempre. En la noche, revisan en el microscopio las láminas tomadas en la tarde, localizando casos de paludis­mo. Al otro día, vuelven con el tratamiento.

Un niño palúdico es atendido en un shapono aislado por una doctora de Mavaca. Administra una dosis cargada de cloroquina e instruye al padre: una semana de reposo absoluto. La doctora se va y, a los tres días, el padre, viendo al hijo mejorado, se lo lleva en medio de un aguacero al shapono, distante, en que vive. A los cuatro días llega con el niño moribundo a Mavaca y le reclama a la doctora su responsabilidad. Nada más santo que la furia de esa doctora ante el reclamo, y nada más imposible de saltar que la distancia que sepa­ra las dos culturas: la irresponsabilidad del yanomami no puede verse desde afuera. A los dos días de internación, el bebé muere.

La Esmeralda: límite del territorio yanomami y del alcance de Parima-Cu­lebra. Un paciente deja de respirar a las 2:00 de la mañana, ante una docto­ra de 23 años que sabe que con un entubamiento adecuado puede salvarle la vida. Las paredes de la medicatura retumban de silencio y la muchacha abre la puerta a la noche de La Esmeralda.

El cerro Duida sigue imponente, lejano y oscuro. El único calmante para la frustración y el desencanto es la onda de radio a las 8:00 de la noche, en la cual las doctoras de Ocamo, Mavaca, Platanal, La Esmeralda y Culebra se con­sultan los casos y se consuelan a kilómetros.

Esfuerzos conjuntos

Que venga ahora alguien a decirle a Sayonara Pérez, Maribel Gallardo, Cris­tina Boccalandro, Liliana Labarca, Silvia Espinoza, Tamara Zagustin e Igor Donis que un año de presencia entre los yanomamis apenas si permite que empiece a surtir efecto la relación médico-paciente. Y, sin embargo, ¿no tie­nen razón los misioneros, Lizot y las religiosas cuando dicen que al esfuerzo le falta permanencia, que hacen falta más médicos, para una población de 10.000 yanomamis amenazada de paludismo y formas de hepatitis que avan­zan en el abecedario?

Para los doctores Thodardo Marcano y Héctor Padula, que junto con Silvia Pérez y Magda Magris iniciaron el proyecto en el año 86, llegó el momento de superar diferencias. Han sido asesorados por Lizot, pero también por Chag­non. Piensan que la política misionera no ha cambiado en 500 años, pero valo­ran el consejo y la ayuda de José Bórtoli. Buscan fondos en Caracas y planean la construcción de un hospital en La Esmeralda, para evitarles a los enfermos el choque del traslado a Puerto Ayacucho o Caracas: «La prioridad es frenar el cólera. Si llega, nadie va a poder parar la mortandad de los yanomamis».

Nadie sobrevive preso en posiciones dogmáticas y altos contrastes, y los yanomamis necesitan sobrevivir. Asombrada, una doctora descubrió que los misioneros de las Nuevas Tribus podían ser solidarios a la hora de trasladar a un yanomami grave en sus «Alas de Socorro». Quizá sea el momento de mirar los claroscuros y aprender de las diferentes perspectivas. Al fin y al cabo, los hombres no podemos ver la realidad con los 3.000 pares de ojos de la mosca.

*Esta crónica fue publicada en Domingo Hoy el 27 de septiembre de 1992. Foto: Emilio Navarino / Legion-Media.

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