Ramón Díaz Sánchez
I. Encuentro al atardecer
Desde la ventana grande de la casa se domina el monte extendido al otro lado de la carretera. La ventana grande mira al norte y por su forma alargada parece que se la hizo a propósito para que en ella cupiese todo el paisaje con sus miles de palmas ondulantes, su cielo pálido y los perezosos zamuros que se deslizan en él. Allí está don Federico como todas las tardes, con su perfil de Greco, su encanecida barba y su blanca mano cuyos dedos tamborilean suavemente sobre el cristal.
Don Federico contempla la lejanía y sueña hacia atrás, removiendo el pasado. Quizás inventándolo. En el dedo anular de su mano derecha un gran diamante despide afiladas saetas de luz. Yo le miro desde la penumbra de la biblioteca y detallo una vez más sus puros rasgos adelgazados por la intensa vida interior; su recta nariz romana, sus ojos profundos y azules ennegrecidos ahora por las sombras que se depositan en ellos; sus labios finos y exangües. Nadie conoce como él la historia de este pueblo, de este país, de esta heredad. Yo, Natividad, que he vivido a su lado toda mi vida, no puedo olvidar esta historia. Si tuviese hijos se la referiría a mi vez para que también ellos la conocieran. Es una historia larga y agitada, hermosa y melancólica, digna de ser conocida.
A esta hora no se ven ya pájaros en el cielo ni en las matas del monte. Lo que queda del sol es como la huella de un labio roto apoyado en la copa del horizonte. Del mar, al otro lado de las malezas, sube en estos momentos un bilioso vapor que va envolviendo la tarde. Hay sobre las ásperas crestas de los cardones y los cujíes y en el dorso de las palmas maduras, un resplandor amarillo que chisporrotea por momentos y que rápidamente pasa por todos los tonos del verde hasta volverse azul, índigo y negro. Yo no sé, ciertamente, qué papel represento aquí mientras observo a don Federico.
No sé si soy un vulgar espía o si realizo una función digna de la antigua solicitud que los siervos sentían por sus amos. Lo cierto es que desde hace más de veinte años hago lo mismo todas las tardes. Dentro de pocos instantes don Federico empuñará su bastón de cerezo, se calará su sombrero de paja fina y saldrá al camino para emprender su cotidiano paseo por el campo. Entonces su alta y delgada silueta, toda vestida de blanco, vacilará entre las sombras como si se asfixiara en medio de ellas. Y yo le seguiré una vez más a través de la noche costeña, inmensa, hueca, salobre y llena de pesados reflejos azules. Marcharé en pos suyo procurando que no me vea ni me sienta. Las sombras se adherirán a nuestros cuerpos como blandas membranas y el mundo nos parecerá más ancho y vacío. A lo lejos el sordo zumbar de las olas irá aumentando de volumen y los dos avanzaremos guiados por las estrellas, sin reunirnos un solo momento, fingiendo ignorarnos, pero sabiéndonos protegidos el uno por el otro.
Si don Federico experimentase lo mismo que yo cuando se acerca la noche, debiera sentir ahora como si un frío taladro perforase sus huesos. No es miedo precisamente; no es ese terror impreciso pero vehemente que se apodera del alma de los negros ante la oscuridad. Es una especie de angustia consciente e incluso desafiadora que nos impulsa a explorarla, ora por el camino que va hasta la playa, ora por entre los huecos tenebrosos de los cocales.
Familiarizado con ella desde su juventud, don Federico conoce la noche hasta en sus más ocultos repliegues. Puede identificar cada una de sus palpitaciones, cada uno de sus suspiros. Sabe distinguir la comprimida risa de la lechuza, el helado graznido del chupahuesos, el roce de la mano del viento en las caderas de los árboles, la ondulante caricia de la mapanare y el maraqueo impaciente de la cascabel. Siempre vestido de blanco, con su corbata negra y su cabellera nevada, su cuerpo se rodea entre las sombras de un halo que le forma uno como segundo relieve. Así le miramos todos: yo que le sigo en silencio y los otros negros que le atisban desde sus ranchos, a través de las rendijas de sus puertas y de las grietas de sus paredes de barro. Estos dicen:
— Ahí va don Federico caminando… ¡Ave María!
Y se persignan.
Muchas veces he oído a estas gentes, en medio de sus corros vespertinos, manosear entre el humo de sus tabacos una pregunta medrosa en la que parecen buscar la clave de algún enigma:
— ¡Válgame Dios! ¿Por qué no se habrá casado don Federico?
Yo bien comprendo que esto les apasione. Los antepasados de don Federico fueron casados y tuvieron hijos. Él, en cambio, permanece soltero, solitario en las siete leguas de su heredad. Todavía viven algunos ancianos que recuerdan a su abuelo, don Lorenzo Lamarca. Yo conocí a su padre, don Guillermo Zeus, y a su madre, doña Beatriz.
—¿Por qué no se habrá casado don Federico, santo cielo?
Es una pregunta arisca que se disuelve en sombras como la noche. Quizá sea yo el único que pueda responder de una manera satisfactoria.
Ya sale don Federico. Marcha. Por la calzada, en sentido contrario, avanza la delgada figura de un hombre. Viene caminando de prisa. Al pasar junto al caballero se detiene a mirarlo. ¿Por qué le contempla con tan sostenida atención? ¿Qué ha visto en él que mueva así su curiosidad?
Lejos va ya la figura de don Federico, la cual comienza a vacilar entre las sombras, y todavía está allí el transeúnte, mirándole. Cuando llego al lado de este advierto que se estremece como si despertara de un sueño.
—¿Y usted —pregunta— es también de Cumboto?
Su pregunta se dirige a mí. Sus ojos me miran. Yo le contemplo a mi vez y experimento un desasosiego en todo mi ser. ¿Dónde he mirado antes este rostro delgado y estos ojos verdosos, fosforescentes? ¿Dónde he oído esta voz que acaricia como el filo de una navaja? Se trata de un joven. De un niño casi.
—Sí —le respondo—. Ese es don Federico.
—¿Y usted — insiste — es también de Cumboto?
—También…
—Yo necesito hablar con don Federico.
Antes de responderle de nuevo miro su rostro con más atención, buscando en él la respuesta a las interrogaciones que interiormente me he hecho. En realidad no sé si este muchacho me inspira simpatía o no. Su silueta fina, sus manos largas, sus movimientos felinos despiertan en mí recuerdos remotos y dolorosos. No quisiera acertar en la secreta sospecha que se ha deslizado en mi corazón.
—¿Cree que podré hablar con él?
—No lo sé; vaya a la Casa Blanca, mañana.
Por la noche vuelvo a construir la escena de la calzada y la voz del adolescente resuena en mis oídos con una lentitud que me obsesiona. Los recuerdos se agrupan y crecen con ella como una catarata que amenazara ahogarme. Toda nuestra vida pasada, con su alucinante y cruel incoherencia, incorporase en mi memoria mientras mi cuerpo fatigado se inmoviliza en la cama.
En el cielo sin nubes brilla una luna redonda cuya luz traspasa las hojas de los árboles que circundan la casa. Yo miro esta luna a través de la abierta ventana y me digo a mí mismo que así debió brillar cuando éramos niños, mucho antes aún, en la época en que saltaron de sus cayucos a las costas de Cumboto los primeros pobladores negros. Muchas lunas como esta debieron contemplar aquellos seres martirizados, perseguidos como las bestias, evocando sus lejanas tierras mientras el tiempo operaba su lenta transformación.
La presencia del muchacho de la carretera ha tenido la virtud de remover en mí este dormido légamo.
III. La casa blanca
La casa de los señores está rodeada por un corredor español cuya techumbre de obra limpia sostienen redondos pilares de mampostería, fuertes como árboles. En la mañana el sol entra por este corredor y visita el salón principal. También se cuela por las ventanas y curiosea en las habitaciones como un niño convaleciente. Del centro de la techumbre, exactamente frente a la puerta, prende un antiguo farol de hierro forjado que alumbra el lugar por la noche.
La Casa Blanca —así la llaman en la comarca por el color de sus paredes— es vieja de más de cien años. Se halla enclavada en un parque abierto en medio de la floresta, a un tiro de fusil de la carretera. En el parque hay naranjos, granados, guayabos, pomarrosos y otros frutales. Existe igualmente un jardín poblado de rosas, magnolias, jazmines y palmas de distintas clases. La Casa Blanca tiene dos plantas y, distribuidas en éstas, numerosas habitaciones. El salón, la biblioteca y el comedor están en la planta baja; los dormitorios de los señores y de los niños en la alta. Yo duermo en un cuartito de tablas construido entre la cocina y el baño, fuera del cuerpo principal del edificio. Cuando llueve no puedo llegar a mi habitación sin mojarme, pero así y todo no la cambiaría por la mejor de la casa. En sus oscuras paredes, pobladas de caprichosas manchas y figuritas, ha creado mi fantasía un mundo de amigos discretos sin los cuales la existencia se me haría muy insípida.
En el interior de la casa respírase un perfume suave pero persistente y original, que parece haberse ido creando en la atmósfera, a través de los años, con las fragancias que vienen del campo. Un perfume grave y discreto que me llena en espíritu de reverencia. Las paredes están siempre limpias y el piso brilla como un espejo. Cuando yo era pequeño me provocaba echarme en él y ponerme a nadar. Recordando una estampa iluminada que la cocinera conservaba junto a su cama, me imaginaba a Jesús caminando en aquella sala, sobre las olas.
El techo de la casa es tan alto que cuando cae la tarde no se distinguen los detalles de las molduras. Esto solía producirme vagos temores. Sin embargo gustábame mirar hacia arriba para ver cómo se adensaban las sombras e iban absorbiendo las cosas. Recuerdo que una vez penetró por una de las ventanas un murciélago que, luego de hacer una amplia evolución en la sala lanzó un agrio chillido y clavóse como una saeta en el golfo negro. «Se ahogó», pensé yo temblando. Pero en seguida rectifiqué. «No, no se ha ahogado; se ha confundido con las sombras, se ha diluido en ellas como un trozo de jabón en el agua. Porque los murciélagos, reflexioné gravemente, son seres diabólicos que están hechos de la sustancia de la oscuridad.»
Durante mucho tiempo después, al caer la tarde, no pude cruzar esta sala sin sentirme agitado por una desconfianza medrosa. Miraba de reojo hacia arriba y me decía interiormente: «Si no fuera por el miedo que tengo, me pararía aquí hasta ver cómo se forman los murciélagos.»
Seguramente lo que daba a las alas su aire misterioso, era, más que otra cosa, la forma y distribución de sus muebles. El piano de cola, en el centro, semejaba un buque fantasma anclado en la inmensidad del océano. Había tres mullidos sillones de cuero negro, un diván de lo mismo, y, en la pared del fondo, un arcón también negro sobre el cual brillaban sordamente dos candelabros de plata. Para ir al comedor se cruzaba una puerta de arco alargado y para subir al piso superior había que recorrer cuarenta y seis escalones de madera barnizada que crujían levemente cual si se burlasen de lo que veían subir y bajar. La puerta de la biblioteca era de caoba tallada.
En aquella época la encargada de la limpieza interior era una negra cenicienta, con cara de flauta, la que con sólo estirar el brazo dominaba la altura de las puertas y alcanzaba los marcos de los cuadros colgados en las paredes. Llamábase esta mujer Eduvige y andaba sin hacer ruido, escurriéndose como una mentira. Al ver sus ojos inexpresivos y su boca amargada y muda, me preguntaba yo si estaría realmente viva. Y dejaba correr mi imaginación ideando en torno a ella las conjeturas más caprichosas. De un momento a otro esperaba ver a Eduvige dispararse hacia el techo con el brazo extendido y evaporarse allí, dejando como único rastro de su existencia el trapo blanquísimo con el que limpiaba los muebles.
Siempre me había intrigado la biblioteca. Cuantas veces me era posible —cuando Eduvige se hallaba ejerciendo su oficio—, me situaba estratégicamente en la puerta del comedor y desde allí espiaba a mis anchas. La heterogeneidad y confusión de las cosas acumuladas en aquel recinto, el imponente aspecto de las vitrinas llenas de libros, las mesas, las lámparas, los cofres, los bustos amarillentos diseminados aquí y allá, los oscuros cuadros que colgaban en las paredes, la esfera geográfica encaramada en lo más alto de un estante, los mil y un objetos de formas y colores diversos, se confundían de tal manera ante mi mirada, que nunca, por más empeño que puse en retenerlos, pude formarme una visión coherente de aquel universo fascinador.
Yo hubiese querido entrar allí y detenerme largo rato frente a cada uno de esos objetos, observarlos, palparlos hasta familiarizarme con todos ellos. Sospechaba que debía haber cosas maravillosas, reveladores de una existencia que yo ignoraba y que sin embargo presentía vagamente. Pero había de pasar mucho tiempo antes de que lograse ver realizado este anhelo. Durante todo ese tiempo conservaría la impresión de haber estado frente a algo terrible, trágico, escalofriante, sin que pudiese precisar de qué se trataba.
El comedor caía hacia el naciente y por sus ventanas abiertas penetraban la brisa del bosque y la suave música de las palmas. En una gran mesa cubierta con un impoluto mantel de lino, sentábanse los señores, los niños y la institutriz. Allí comían en silencio. Eduvige servía y yo la ayudaba trayendo el agua y llevando los platos vacíos a la cocina. Las órdenes me eran dadas por señas, por medio de miradas breves y rápidas que aprendí a interpretar admirablemente. Empero, cuando había invitados el carácter de Don Guillermo cambiaba. Entonces poníase locuaz y trataba con gentileza a su esposa. Hasta la invitaba a tocar al piano.
Olvidaba decir que en el piso bajo tenían también sus dormitorios la silenciosa Eduvige y la descolorida institutriz, una mujer blanca y pecosa, con cabellos color de paja, a la que oí siempre llamar con este exótico nombre: Frau Berza. Cual si con ella se hubiese querido completar la gama de la taciturnidad, Frau Berza también era casi silenciosa. Sin embargo, sabía sonreír y no pocas veces la sorprendí sentada en el comedor con la mirada perdida en la lejanía de los campos. Era ella quien enseñaba a los niños a leer, escribir y contar, quien los hacía tararear canciones para mí ininteligibles y les obligaba a permanecer largas horas golpeando las teclas del piano. Nunca olvidaré la entrevista dulzura con que esta mujer matizaba su voz cuando repetía las notas de la escala para grabarlas en los oídos de sus pupilos:
Do… do… do… do…
re… re… re… re…
mi… mi… mi… mi…
Federico aprendía con facilidad; Gertrudis, por el contrario, era torpe e indiferente. Cuando no se hallaba ante el piano o repitiendo las lecciones que le dictaba Frau Berza, aquél se distraía dibujando animales y paisajes con sus lápices de color. Este era el momento en que yo podía aproximarme a él para verle y hablarle. Me paraba a su lado y con los ojos muy abiertos seguía los trazos de su mano, veía brotar y correr sobre el papel las líneas multicolores y asistía a la creación de pequeños mundos en los que me hubiese gustado vivir. Él sonreía complacido y, a cada trazo que daba, levantaba su cuadro para que yo lo admirase. Entonces mi impaciencia se desbordaba y olvidando todo comedimiento me permitía interferir en el proceso de sus creaciones.
—¿Por qué no le pones más verde a esta palma?
—Porque está bien como está.
—¿Lo crees tú?
—Claro que sí.
Incluso solíamos discutir:
—¿Pero quién te ha dicho que las hojas del níspero son verdes?
—¿Y cómo van a ser? ¿No las estás viendo tú mismo?
—Yo no las veo verdes sino azules.
Una vez me largó una pregunta que me dejó confundido:
—¿Quieres pintar un cuadro tú mismo?
Me entregó su cuaderno y sus lápices y se puso a mirarme. Sudé tinta aquella tarde. Cuando hube concluido y le mostré mi trabajo, Federico rompió a reír.
—¿Pero qué es lo que has hecho? ¿Son hojas estas que salen del palo? ¡Dios mío! Parecen burros. ¡Burros azules!
Su risa atrajo a Frau Berza, la que frunció el ceño y le dijo algo que no entendí pero que hizo a mi amigo bajar la cabeza. Después dirigióse a mí mismo:
—Este no es tu lugar. Vete a limpiar el piso.
Mi consternación no puede ser descrita. Aquellas palabras me hirieron en lo profundo y despertaron en mí fibras desconocidas, sentimientos nuevos e inexpresables. Comprendí en tal momento que era posible morir de vergüenza, y el pequeño mundo de mi infancia, lleno de extrañas resistencias pero matizado a sí mismo por los más hermosos colores, se me puso de pronto negro.