Leisie Montiel
La novia
Los velorios a los que recuerdo haber asistido en mi infancia, como parte de los compromisos sociales que tocaba cumplir en familia (porque así lo dictaba el deber ser de las buenas costumbres), no fueron en verdad pocos. Pero entre ellos, recuerdo particularmente uno que me dejó impresionada durante mucho tiempo por tratarse del de una muchacha de apenas diecinueve años: el de N., quien, apenas despertando a la vida, tuvo que renunciar a sus sueños de ser modelo profesional debido a los fuertes dolores provocados por un cáncer que padecía y que acabó por fulminarla.
Como en vida fuera tía de una de las compañeritas de clase de mi hermana menor, se dio la oportunidad de que N. llegara a visitarnos. Tenía para ese momento tan buen semblante y tan alegre actitud que hasta pensé, para mis adentros, que el asunto de su enfermedad no era más que un mito. Aunque lucía muy delgada –cualquier aspirante a modelo debía serlo-, lo cierto es que estuvo de excelente ánimo en esa ocasión y toda nube de desenlace fatídico se escabulló de mi mente como si a ella entraran rejas de un sol cálido que todo lo aplacaban, para abrir paso sólo a una vida resplandeciente y hasta entonces ajena a lo que vendría después.
Una rodilla vendada no era necesariamente un signo de gravedad en nadie, pero, según nos contaba mamá, N. comenzó a sufrir el calvario del cáncer tras caerse desde lo alto del camión de su papá, lo cual le lesionó una de sus rodillas hasta el punto de que requirió de varias intervenciones quirúrgicas. La recuerdo claramente apoyando sus brazos sobre dos muletas y, aún así, arreglada con el cuidado que pone toda muchacha a su edad, presta a darle la mejor cara al mundo para insistir con el reto de destacar ante las cámaras y frente a un público ávido de belleza y glamour que la aguardaba.
A pesar de todos los esfuerzos puestos por su parte y por los médicos que atendieron su caso, las crisis de dolor se fueron agudizando hasta el punto de que ya los analgésicos no surtían su efecto. Únicamente la morfina le proporcionaba alivios muy efímeros que, al desaparecer por completo, la llevaron a tal grado de desesperación que lo que más ansió en el mundo fue morir, para así poder dar fin a su agonía.
Nunca olvidaré el momento en que, en compañía de mis padres, me acerqué a la urna con el propósito de descubrir cuál había sido su último gesto en vida, como suele ocurrir siempre en esas circunstancias en las que se quiere deducir si la muerte de la persona había sido tranquila o tormentosa.
Además de la fea contracción de las comisuras de sus labios (producto, probablemente, del formol) que en efecto revelaba un deceso en extremo insufrible, había en todo su rostro una expresión espeluznante que resultaba del excesivo maquillaje aplicado a la difunta: párpados de un intenso azul celeste, cuyas rígidas pestañas de aspecto pastoso contrastaban con unos labios muy rojos, todo ello en el marco de unas mejillas avivadas artificialmente con el carmín característico que usaban las mujeres en esa época.
En general, se trataba de un semblante que no correspondía al aire pueril de novia que se aspiraba tuviera N., al ser preparada con el atuendo acostumbrado para los casos en que el cadáver en cuestión fuera el de una virgen. Su traje nupcial blanco contrastaba en demasía –ya lo he dicho- con su rostro hórrido, y este efecto hizo que tuviera el impulso de huir de esa escena hasta el círculo de sillas que habían sido acomodadas en el patio de la casa paterna, para quienes acudieran al velorio. Pero desde allí, el cuadro dantesco que recién comenzaba a formarse ante mis ojos empeoró, pues hacia el costado del lugar en el que nos encontrábamos se exhibía el colchón que –infería yo- había soportado todos los martirios de la difunta. Sobre este se proyectaba una luz amarillenta y opaca que se cortaba con el revoloteo de algunos insectos enloquecidos por el halo de los bombillos y, alrededor, quedaba una oscuridad tan cruda que crispaba los nervios hasta del más escéptico. Todo ese paisaje tétrico devenía en una especie de gran boca que amenazaba con deglutir a todos los que hacíamos presencia en el patio, con un vasito de café sostenido a pulso y en mi caso, con los oídos abiertos a su máximo estado de alerta.
Durante mucho rato permanecí presa del estupor de la imagen que se había clavado en la caverna de mi cerebro, mientras los demás hablaban en un tono de voz bajo tan forzado, que acabó por confundirse con el coro disperso de chicharras que flotaban muy cerca de allí, en los retazos de una brisa hosca y bajo un cielo cruzado de nubes blancuzcas y desgarradas. Medio abobada ya por el sordo canturreo, emergió de repente el recuerdo de un sueño cuyo contenido o mensaje no he logrado aún descifrar: me veía entonces corriendo a mitad de la calle de un lugar inubicable y, luego, apurando el paso del vehículo donde yo viajaba ansiosa por llegar adonde iba, con una agitación en el pecho muy fuerte que, al despertar, comprobé era tan real como la amarga sensación de haber estado allí, en efecto. Al detenerse el vehículo en mi sueño y justo en el impulso de abrir la puerta con la intención de continuar corriendo hasta el interior del cementerio en cuyo frente me encontraba, exclamé con frustración: “¡Ya se la llevaron!”, al mismo tiempo que veía partir una carroza fúnebre con el medio cuerpo de una novia que, de espaldas a mí, se salía de la ventana trasera arrastrando un larguísimo velo blanco como el que lucen las novias en las bodas reales.
De esa escalofriante noche han transcurrido ya muchos años, pero cuando siguen ocurriendo eventos de difuntos y mi memoria se resbala hasta el recuerdo de las exequias de N., vuelvo a revivir el episodio de mi mirada hundida en el rostro de la novia cadáver y en el círculo de sillas que, como un carrusel macabro, nos pasea ante el lúgubre espectáculo donde tiene lugar una de las muchas batallas que se libran entre la vida y la muerte.
(De Cuentos de miedo, 2020)
Hijos de mis entrañas
prefiero estar dormida
que despierta
de tanto que me duele
que no estés.
Rocío Durcal
Un intenso dolor del bajo vientre (de esos que también llaman de madre) fue el despertador que sentí detonar una de las ya incontables mañanas de cuarentena, cuando me hallaba en la escena clímax de mi sueño. Inoportuno y raro –no cabe duda-, pues hasta donde podía recordar no estaba yo en ninguno de los días rojos del ciclo que lo justificaran, ni en esos otros cuyo súbito aumento de la temperatura me condenaban a andar siempre de tan mal humor. Probablemente, ese relámpago idéntico al que viví tras ponerme de pie luego de la cesárea, un 3 de abril o al día siguiente (no lo recuerdo bien), era el salvoconducto o la penalidad que se me había impuesto a cambio de lograr “salir” a este lado de la historia, el que nos ubica en las coordenadas de una realidad controlada y, por lo tanto, mucho más segura.
En el sueño me veía yo, como en cualquier margen de rutina doméstica, asando unos cortes de carne con la mirada puesta sobre ellos, a fin de asegurarme de que el punto de cocción máxima ocurriera bajo mi supervisión directa y no olvidado a su suerte, mientras daba la espalda a ocupar el tiempo en otra actividad simultánea, como mirar mensajes de WhatsApp o algo por el estilo. Pero, de repente, de entre ese amasijo de bistecs jugosos que chirriaban desde hacía rato, vi un homúnculo que se retorcía como un feto salido a destiempo, no se sabía de dónde. En el acto, comencé a paralizarme de miedo no por el hecho de haber encontrado sobre mi almuerzo a uno de esos hombrecitos en los que no había reparado sino años atrás, cuando leía los cuentos de Hoffmann para una clase de Literatura Occidental. Me aterraba, más bien, oír los pasos de otro homúnculo que ya por su tamaño de adulto normal entraría, forzosamente, en tal clasificación humanoide. Lo “veía” avanzar como una de esas momias que despiertan no sé cuántos siglos después de haber sido guardadas en cofres exóticos, tampoco sabía yo por qué razón. Al parecer, mi obstinada falta de certezas en las cosas me mantenían instalada únicamente en el instante presente de estar yo en una crisis de pánico que terminó por llevarme a apretujar y a esconder en el horno, con movimientos muy torpes, la sartén de carne con todo y homúnculo. Lógicamente no podía arriesgarme a ser sorprendida con las manos en las masas, en plena ejecución de un acto criminal que no tenía perdón de Dios. Hasta ahí mi sueño.
El resto fue caer de nuevo en el tema del dolor de matriz y en recordar que tenía pendiente realizarme un ecograma pélvico de control, para llevarlo al ginecólogo. Nunca he sido muy dada a cumplir al pie de la letra con agendas médicas, de modo que, una vez más, sólo tendría la intención de asistir si llegaba a encontrar algo fuera de lo normal que no pudiera resolver explorando las páginas de Internet.
No pasaron muchos días hasta que tuve los resultados en mis manos y, oh sorpresa: desde entonces, no paro de hacer conjeturas entre lo que en ellos encontré y mi sueño con los homúnculos, durante los inéditos días de cuarentena por el Coronavirus.
Los resultados revelaron que mis tres miomas subserosos (entre los cuales logré, incluso, el embarazo de mi Mariana) habían desaparecido. Uno de ellos siempre fue casi del tamaño de mi útero; los otros dos eran más chicos y, por lo tanto, menos alarmantes. Ninguno de mis ginecólogos consideró la necesidad de una intervención quirúrgica, puesto que no presentaba hemorragias escandalosas que amenazaran la estabilidad en mis niveles de hemoglobina y, además –ya lo he dicho- no soy amiga de pasarme temporadas de hospitalización si está en mis manos evitarlo.
Al mirar sorprendida los resultados, no sé por qué recordé la frase (más sabia que un templo) que llegó a mí de algún lugar de mi caótica memoria: la de que los miomas son hijos que no se logran. ¿Mioma o Momia?: he allí la cuestión. Dos más dos son cuatro: si mis tres miomas se habían esfumado sin estar todavía en la fase de una menopausia que los iría disminuyendo de tamaño hasta, incluso, hacerlos desaparecer tal como lo habían vaticinado los doctores; y si en mis sueños con los homúnculos había logrado deshacerme de dos de ellos (el de tamaño humano equivaldría, claro está, al supermioma), ¿dónde habría quedado el tercero?
Quiere decir esto que, oh alegría de tísico, continuaba instalada en una realidad alterna en la que, de un momento a otro, podría toparme con el tercer homúnculo. Tal como van los escalofriantes experimentos de hacer mutar virus que saltan de murciélagos a humanos o a cualquier otra cosa que escapa de mis registros de información, no debería condenarme a la angustia de renunciar a mis alegrías ordinarias por ser portadora y testigo de otras experiencias mutantes que nadie –salvo algún curioso sensibilizado con mi causa- tendría la paciencia necesaria para entender.
Mi vida quedaría ahora a merced de una amenaza ¿o dicha? latente, pues aunque los otros homúnculos hubieran quedado atrapados en el sueño, esta capa de realidad habría quedado en entredicho con ese personaje en fuga que, indudablemente, había heredado mi actitud de darme constantemente a la huída (dicho por el maestro Enrique Arenas, cuya penetración psicológica era tan abisal como nunca antes vi en ninguna inteligencia humana).
De ahora en adelante, no me quedará más remedio que estudiar si existe la manera de jugar con universos paralelos donde sea posible encontrarme con mis tres criaturas, pero sin la más remota probabilidad de exponer a mi bella y feliz Mariana a un peligro parecido a la travesura macabra de los hermanos idiotas que concibió Quiroga en su cuento “La gallina degollada”. Dios y la Virgen de Chiquinquirá me la protejan y le sigan dando salud.
(De Cuentos de pandemia, 2020)
Serendipia
Hoy, 12 de abril, se cumple un aniversario más del fallecimiento de Hermágoras, mi abuelo materno, a quien apenas recuerdo en la lejana claridad de mi niñez, pero del que tuvimos noticia de haber sido maestro de vocación y muy cariñoso con sus hijos. De él, por cierto, mi madre y yo heredamos esas terribles crisis de migraña que me inhabilitan para hacer lo que más me gusta: leer y escribir, dos hábitos que requieren tener la mente despejada de todo boicot tensional o muscular que pueda inducirnos el mal humor.
Consultando las raíces griegas del nombre de esta enfermedad y del de mi abuelo, resulta que uno significa “μικρανία” (hemi-crania), dolor que se produce en la mitad del cráneo, y el otro “ρμαγόρας” (la estatua de Hermes en el ágora, el gran orador). Es decir, que hay una profunda verdad en aquel versículo de Juan que reza “En el principio era el verbo”, lo cual traducido a mi destino personal revela que las cartas ya están echadas y nada puede hacerse. Mi abuelo quedaba ¿condenado? a ser maestro y yo, a profesar lo poco que he alcanzado a aprender a pesar de ese infierno pulsátil que fue parte de mi herencia familiar. Pero, en compensación, el nombre de mi abuelo materno también significa tanto un gusto ínsito hacia lo estético o gastronómico como por el cuidado exacerbado del orden y la limpieza, manía a la que me adscribo sin ningún prurito desde que tengo uso de razón. Algo así como si con ese esfuerzo redoblado hacia la pulcritud habríamos de hallar el alivio a las jaquecas.
En vista de que al igual que la esquizofrenia la migraña es una enfermedad controlable pero no curable, me di a la tarea de auscultar cuanto vademécum contribuyera a darme luces sobre los cuidados profilácticos más exitosos en esa materia y, además, sobre las sustancias que resultan eficaces cuando ya el dolor se ha instalado.
Este continuo ejercicio de ensayo y error, hasta ir separando la paja de la mies, lo he venido practicando desde los dieciocho años (como si se tratara de una penitencia que debiera cumplir por haber alcanzado la mayoría de edad) hasta hace muy poco.
En fin, entre tantos experimentos con medicamentos analgésicos, vasoconstrictores y oxigenantes, llegué al conocimiento de la ergotamina, un alcaloide presente en el cornezuelo del centeno (un hongo) y en la leche materna. Este segundo y reciente descubrimiento me llevó a revisar desquiciadamente las fórmulas infantiles que se expenden en las farmacias, sin tener el éxito esperado tras descubrir que en los contenidos de sus etiquetas no figura por ningún lado la fulana ergotamina.
Tenía entonces frente a mí dos caminos: o embarazarme constantemente (ahora me explico cómo mientras estuve embarazada con esa leche en mis pechos los dolores se esfumaron, en efecto, como por arte de magia) o cultivar un huerto con esa especie de hongos. Lo primero quedaba descartado por haber rebasado ya la edad decente para la maternidad, además del conflicto moral que se desencadenaría al arrebatar a mi criatura el sustento de mis entrañas en una loca supervivencia del más apto (me persigno aquí y pido perdón a Dios por haber considerado siquiera la idea).
La segunda opción -la del huerto- sería, a todas luces, la menos perniciosa pero tan poco probable como la primera dado que implicaría reunir las condiciones adecuadas para llevar a cabo este tipo de cultivo y contar con la facultad -y los implementos- de saber sintetizar dicho alcaloide como lo hizo su descubridor, Arthur Stoll, en los laboratorios Sandoz en 1918. Et alors, qu´est-ce qu´on fait?
Cuando ha llegado el punto de encontrarme en una encrucijada, me armo de valor para declararme a mí misma incompetente frente al caso y, acto seguido, le confío a las fuerzas del destino hacer el resto. Que Dios, el azar o los sueños fueran las puertas de acceso a esa última ficha que me faltaba por jugar no era algo que pudiera subestimar o tomar a la ligera, pues, al igual que en anteriores retos no resueltos a la luz de mi precaria razón, finalmente he podido hallar el tan ansiado elíxir que no sólo ha hecho desparecer el relámpago de cefaleas persistente (recuerdo, de modo especial, las producidas por el Covid-19), sino también el envejecimiento de todas las células de mi organismo y, por consiguiente, el descubrimiento sorprendente de habilidades que pensaba se habían extinguido o no habían existido nunca en mi fuero interior.
Así llegué entonces al término de mi búsqueda, por pura serendipia, y no digo nada más.
(De Cuentos de pospandemia, 2021)