literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Gabriel Payares

Abr 16, 2022

Nagasaki (en el corazón)

Para Ednodio Quintero

El hombre lo vive todo a la primera y sin
preparación. Como si un actor representase
su obra sin ningún tipo de ensayo. Pero ¿qué
valor puede tener la vida si el primer ensayo
para vivir es la vida misma?
Milan Kundera
La insoportable levedad del ser

Esta no habría sido nunca la ciudad que escogiera para envejecer. Si algún emisario del destino hubiese tenido a bien consultarme, mi dedo habría apuntado sin vacilar hacia el oriente, hacia ciudades lejanas en un país inverosímil, hacia lugares en donde ser extranjero y alcanzar la madurez son, al final del día, condiciones indistinguibles. Siento una desconfianza sincera hacia ciudades como esta, construida en el constante recuerdo de la caída; una ciudad en la que se va por ahí con la sensación de que un tropiezo inesperado significaría rodar a trompicones hacia el infierno, sin que nada pueda detener el cuerpo que se desploma como un peñasco. A ese vértigo se debe, seguramente, el andar sereno de quienes han nacido en estas montañas: se aferran bien al asfalto en cada paso y no ven nunca hacia atrás –hacia abajo– a menos que ya hayan alcanzado su destino. Solo entonces se permiten una rápida mirada hacia el vacío. Y es que sus ojos, fijos en el suelo, no parecen hechos para mirar hacia el sol, sino a la propia sombra en la tierra que les da de comer, la misma que algún día los recibirá entre sus brazos.

Aunque habito entre ellos mi propio destierro, producto de malas decisiones tomadas en aún peores momentos, no suelo realmente quejarme demasiado: he podido siempre abandonar estos rincones empinados con la frecuencia y el ímpetu del momento, con ese gesto de bumerán humano que persigue durante años una patria lejana y no logra devolverse sino con unas cuantas postales y un par de rollos de fotos. Y es que al final uno se cansa de apostar todo al desenfreno del viaje: a menudo me pregunto si la patria no será más bien ese suelo blando en el que menos duele echar las últimas raíces, y el hogar el sitio que se escoge para darle la bienvenida a la muerte. Mi problema es que desciendo de una estirpe mucho más cálida que esta, una concebida en el galope andariego de la llanura, entre distancias que se miden con el viento y un padre que predecía la llovizna con solo ver los zamuros a lo lejos. Provengo de una familia que criaba caballos ajenos. Yo preferí enseñar literatura.

Mis clases son lo único que oxigena el día a día. La pasión y la curiosidad que alguna vez me lanzaron de cabeza a la lectura se han ido extinguiendo a lo largo de los años hasta convertirse en brasas sosegadas: ideales para cocinar y digerir, pero de una presencia apenas notoria. Mis alumnos, en cambio, exhiben semestre tras semestre la llama estéril que caracteriza la veintena, esa época en que los varones persiguen la inconsciencia y las mujeres a un padre sustituto al que destrozarle el corazón. Y la literatura, esa cosa odiosa e inasible, al mismo tiempo serpiente y encantadora, es el sitial desde donde contemplo sus epidérmicas pasiones, con una mezcla de deseos y emociones que he preferido pensar como envidia. No deja de sorprenderme, año tras año, la reacción casi idéntica que obtengo de ellos a partir de la lectura de ciertos poetas, casi siempre los mismos: Baudelaire, Rimbaud, Ramos Sucre. Siempre esos tres, en cualquier orden. A los jóvenes entusiasma sobremanera el sufrimiento de la figura del poeta, el atrevimiento que muestran sus versos y el trágico destino que le aguarda. Les encanta la muerte, un concepto abstracto sin vínculo real con su existencia, y la nombran en casi todos sus ensayos finales. Ojalá pudiera conservarse toda la vida esa visión romántica del destino, en vez de este pánico ciego a la desaparición de los sentidos.

A menudo explico en clase que la vida, de no ser por la memoria, sería apenas una breve alternativa al vacío: cada amanecer sería siempre el último, pero cada verso leído sería siempre el primero. Mis alumnos fingen entender, asienten y fruncen el ceño; pero sé que hace falta mucha maestría en el arte de perder para entender las redes engañosas del recuerdo: eso que Dalí vio en relojes derretidos, un tiempo dúctil y tramposo que promete dejarnos eternamente en nuestro propio y mismo punto de partida. Nos aterra, en el fondo, que la muerte sea el único recuerdo imposible de formular; nos aterra que no podamos ni siquiera soñarla. «Pero los poetas pueden, profesor», me interrumpe su voz y dirijo hacia el final del aula la mirada, tropezándome con su rostro por primera vez. No es difícil, eso: en cada salón cabe una treintena de chicos diferentes y me ocupo al menos de tres cursos a la vez. Pero entre los noventa y tantos alumnos de ese año, ninguno me ha dado la impresión inicial que ella me da, ni me ha sabido responder jamás a nada, como no sea repitiendo lo que yo dijera minutos antes o a lo sumo haciendo preguntas necias e insistentes, que hay que arrancar de raíz para proceder con la siembra y el arado. Quizás sea mi propia extranjería, reflejada en sus facciones cetrinas o en sus ojos y vocales alargados, lo que me seduce de ella al instante: algo en sus ademanes parece invitarme al juego, una cierta ingenuidad que ha abandonado ya su etapa larvaria, pupa de futuras perversiones, y se me ofrece con un aire irreverente y dulce al mismo tiempo, como una mueca de rabia en una declaración de amor. O quizás sea su avidez de reconocimiento, promesa velada de otro tipo de seducciones. No lo sé. Asiento de inmediato, no sé si avalando su intervención o mis propias cavilaciones, y con la cruel determinación que da el poder le pido que comparta con la clase algún ejemplo de lo que dice. Mi tono inquisitorial la intimida, no sabe si recular o si alzar un estandarte. Finalmente traza una línea en la arena: nombra con timidez a Ramos Sucre. Ese habría sido el instante apropiado para darle la razón con un gesto condescendiente y dejarla correr como a la lluvia. Pero no: prefiero encapricharme con ella y llevarle la contraria durante el tiempo suficiente para entusiasmarla con un ensayo final sobre el poeta cumanés. Le digo, a modo de juego, que si logra convencerme de su punto de vista tendrá la máxima nota; pero que de lo contrario tendrá que volver a cursar conmigo la asignatura. Ella acepta sin rechistar. Entiendo, a fuerza de retrospectivas, que lo hace empujada por alguna instancia secreta y artemisal, por una voz interior que la convence de que no hay forma de perder esa apuesta, que se trata de un juego de tontos, ganado desde el instante mismo en el que yo lo formulo.

Y es así como las cosas suceden, con una violencia silenciosa que ambos parecemos propiciar. Aunque precario, mi dominio de su lengua es suficiente para iniciar un juego de espejos: traducir implica saber reflejarse en el otro y ambos parecemos muy dispuestos a asomarnos en las esquinas contrarias. Un par de tímidas conversaciones, bajo la excusa del café, dejan el panorama lo suficientemente claro para los dos; pero reacios a interpretar el papel desabrido de la Lolita, mantenemos nuestros labios lo más limpios de tiza posible. Nuestros encuentros ocurren lejos de la academia, amparados vertiginosamente en la excusa del azar y del pueblo pequeño, hasta convertirse en noches que cierran en espiral, como en barrena, cayendo hacia mi apartamento y hacia mi cama.

En pocos días, su compañía se hace notablemente grata: jamás pregunta sobre mi divorcio, aunque a menudo aprisione entre sus labios la marca del anillo en mi dedo, ni alude a los rostros en mis escasos portarretratos, a pesar de que muchos tengan más o menos su edad. La dejo pasear por mi memoria con la delicadeza de un gato, indiferente a todo excepto a mi vocación por el oriente del mundo, un rasgo que pronto se hace notar en mi desordenada biblioteca y que a ratos parece llamarle la atención. Mientras recorre los anaqueles, asomándose a uno y otro libro con brevedad y con el aire de confianza que da el reconocimiento, me pregunto si algunos de aquellos nombres la hacen sentir quizás un poco más en casa, si sus padres acaso nombrarían alguno durante la cena o si leían en voz alta sus apellidos en el periódico. Pero no me atrevo a preguntárselo; la juventud lleva siempre su patria entre las piernas. Prefiero en todo caso contemplar su recorrido con discreción, divertirme con su aire semejante a la soberbia, un respeto similar al del conquistador que inspecciona las ruinas aborígenes. Agradezco hasta cierto punto ese silencio, cara falsa de la moneda, porque me provee de tiempo adicional para el recuerdo: ese tiempo que a ella le sobra todavía, pues tiene aún demasiadas memorias por construir.

Nos ignoramos durante el día, tan ajenos el uno del otro que sus visitas nocturnas parecen ecos de sueños afortunados. Y aunque nunca me atrevo a intentarlo, tengo la sensación constante de que el más leve gesto de indiscreción de mi parte desencadenaría una respuesta airada de la suya, quién sabe si incluso alguna denuncia pública por acoso; como si el día borrase en ella las huellas de la noche anterior sobre mi parquet. Sus intervenciones en clase se sostienen, igualmente, discretas y distantes, actuando a perfección su papel de alumna protagónica; a veces me da la impresión de que se trata de dos personas enteramente distintas. Todo en ella es peculiar: demuestra un escaso interés por los lujos y las experiencias que pueda ofrecerle, negada a la perspectiva de viajar o de salir juntos más allá de nuestras cacerías nocturnas, o incluso a recibir regalos como no sean libros o algún pequeño detalle. Me extraña también la ausencia de un novio joven y celoso que dificulte nuestro romance: a fin de cuentas se trata de una chica atractiva, dotada de una belleza inusual, contraria a la voluptuosidad del trópico; pero una chica ante todo solitaria, a la que nunca veo formar parte de grupos, ni involucrada en fiestas, ni estableciendo ningún tipo de nexos duraderos. Uno diría que se sabe transitoria, indispuesta a dejarse anclar entre nosotros.

Con el pasar de los días, sin embargo, sus barreras ceden, mostrándome zonas blandas casi imperceptiblemente, con el mismo afán de la abeja que ha clavado el aguijón y corre el riesgo de rasgar su propio vientre al emprender el vuelo. Demasiado viejo como para no darme cuenta, dejo el puñal en el fondo del bolsillo, seguro de que será ella quien intente clavarlo primero: tarde o temprano sabrá quién soy y de dónde vengo, por qué razones sufro y con qué fantasmas hablo durante el sueño; tarde o temprano lo habrá conquistado todo y se aburrirá de prestarme su cuerpo. Sé muy bien que seducir consiste en mantener una sombra de misterio en lo que se devela, en restar un poco a todo lo que se da para mantener al otro esperando la migaja faltante; y es que la ignorancia propicia el amor tanto como el entendimiento lo mutila. Pero aunque al superar los cincuenta años se resigne uno a ocupar el lugar que tiene en el mundo y abandone la ansiedad juvenil por resonar en él como un gigantesco diapasón, hay cosas de uno que nunca pierden su fuerza primitiva: una mirada joven y lujuriosa no es algo a lo que se renuncie sin un instante sincero de duda. Decido, pues, aguardar la estocada; decido dejármela asestar.

Abundantes incursiones en el mundo de los amantes me enseñaron a fijarme bien en los minutos posteriores al sexo. Esa pausa en el furor de los sentidos contiene la serenidad agotada del reencuentro: con el propio cuerpo, con las propias dimensiones, con el silencio ronco de la respiración. Y en contraste con mi usual adormecimiento, a ella le da en cambio por hablar, como si algo atragantado en su vientre se hubiese liberado durante el orgasmo. Hipnotizado por el olor que dejamos el uno en el otro, acepto una y otra vez el papel distraído del escucha: la acompaño a una niñez de perros diminutos, de flores dibujadas en la pared, a una adolescencia abundante en timidez y frustraciones, a una violenta relación con un padre pusilánime y manipulador, a una primera vez dolorosa y abusiva en manos de un primo mucho mayor, silenciada por el temor irracional a la deshonra. Por último, me relata sus estudios inconclusos de idiomas modernos, puente hacia una beca caída del cielo para estudiar español en el extranjero. Hay algo de Ulises en su cuerpo lampiño, una cierta curtimbre que me hace preguntarme si seré Calipso o Polifemo cuando llegue el final de la aventura. Aun así, escucho su recuento como a través de la portezuela de un submarino: lo he oído todo antes, en montones de rostros diferentes. Si la gente supiera lo parecidas que son nuestras vidas, lo indistintos que podemos llegar a ser al cabo de algunos años, como ondas similares sucediéndonos en un estanque, llegaría tarde o temprano a las mismas y exactas conclusiones: no existen buenas y malas iniciaciones, pero sí primeras y segundas veces, y entre una y otra puede mediar solamente el tamiz de la memoria. Es por eso que la vejez consiste en repeticiones: recuerdos de recuerdos, anécdotas contadas hasta el hartazgo. Una vida larga es como una enorme caverna: en ella todo hace eco. Finalmente, su relato se interrumpe en pos de la palabra adecuada y se detiene, excusándose en la gramática furiosa del español. Por mi parte, me limito a asentir en silencio; pronto ese mutismo la contagia.

La convenzo de cenar en mi casa el fin de semana siguiente. Me agrada la idea de hacerla probar sabores inéditos, de recetas silenciosas que acuden a la memoria canturreadas por mi madre los domingos, único día en que sus seis hijos compartían la casa y sus atenciones. De mi madre me quedan la sazón y la piel áspera del llano, y a lo sumo un par de fotos comidas por los ratones; retratarse, en aquella época, era aún algo exclusivo de los ricos. Y para quienes crecimos sin el respaldo del obturador, sin poder quedarnos con fragmentos de la vida, la memoria resulta una especie de evanescencia, de fantasma muy poco confiable: los rostros y los detalles se difuminan con el tiempo, hasta dejar en su lugar apenas ideas y sensaciones, débiles borraduras de los ausentes. Los jóvenes, en cambio, carecen de este defecto: vinieron al mundo a registrarlo todo en sus teléfonos celulares, a adueñarse de lo que ocurre como si lo real les perteneciera de siempre. Eternamente hambrientos, les han prometido el mundo entero: uno tan grande que sus vidas no alcanzarán para soñarlo siquiera. Pongo en duda, por ejemplo, que mi amante extranjera pueda tan solo imaginar el lugar en el que crecí; y eso asumiendo que comprendiera las palabras que preciso para describirlo. No todo, por lo visto, puede realmente compartirse.

Adivinando mis reflexiones, esa misma noche me entrega el relato de sus más recientes pesadillas: se imagina abandonada en el patio interno de alguna cárcel o fortaleza, quizás un antiguo monasterio desierto, invadida por un terror invisible en la boca del estómago. Y aunque dice estar plenamente consciente durante el sueño, de tanto que ya se le ha repetido, no logra volver a la vigilia sino hasta descubrir una gigantesca ola que a lo lejos se avecina. La escucho con ceño fruncido, pero es poco lo que pueda decirle; ella se muestra, en todo caso, preocupada por empezar cada día con la misma sensación brumosa de desastre. Dice sospechar de las imponentes alturas que rodean la ciudad: la suya, me explica, duerme sobre una llanura costera, de colinas cordiales como el tamaño de sus senos, muy lejanas a la furia de las afiladas cumbres andinas. Le pregunto si extraña mirar al horizonte, libre de las murallas verdes que se lo impiden, y ella asiente poniéndose ambas manos en el pecho y asumiendo frontalmente, por primera vez desde que nos frecuentamos, su de todas formas evidente condición de extranjería: «Nagasaki está siempre en el corazón».

Nagasaki: las cuatro sílabas de aquel nombre tan lejano y tan conocido, tan mío y tan suyo a la vez, se repiten en mis labios con indiferencia, veloces a pesar de sus consonantes. Na-ga-sa-ki, cuatro sílabas apenas, suficientes para evocar una ciudad entera que conozco y desconozco a la vez, así como a una mujer toda, desnuda y bajo mis sábanas: una jovencita engendrada en el horror. Le pido en un susurro que me repita ese nombre – su nombre, de ahora en adelante–, como si fuera algún hechizo u oración que solo conocieran aquellos criados en las cicatrices del mundo. Y al instante surgen entre sus labios generaciones enteras nacidas de esos cuatro aleteos de mariposa: camadas de niños bautizados con las cenizas de sus ancestros, crecidas mirando hacia el cielo con desconfianza; familias enteras marcadas por dentro, teniendo hijos y más hijos deformes como momias, viviendo una ciudad en ruinas, un hogar que otros les entregan ya roto. Aquel nombre desata una fiebre en mi interior, contagiado tal vez de alguna maldición milenaria encerrada en sus consonantes rotundas, Na-ga-sa-ki, una palabra repetida por los niños del África depauperada, por quinceañeras vietnamitas estrechando a sus hijos contra el pecho para impedirles ver el rostro de la muerte, por hombres resignados a dormir en trenes para el ganado o en camiones herméticos cargados de familias sufriendo el horror de una frontera, por el viento en pequeñas aldeas arrasadas por el fuego de la conquista; una misma palabra siempre, dicha desde el inicio de los tiempos, en lenguas primitivas, en aullidos lastimeros, en el silencio agotado del cementerio. Nagasaki: cuatro sílabas repitiéndose en la boca de aquellos que perecen, pocos sonidos para nombrar la crueldad humana. Ante el desconcierto total que su mirada me profesa, alcanzo apenas a musitar unas sudorosas disculpas. Su hogar se ha convertido en mi pesadilla; su nostalgia, mi violenta vergüenza. Dos caras de la misma moneda.

Le explico que no ha habido gesto más cruel en la historia de la humanidad que esa segúnda bomba atómica, arrojada apenas tres días después de perpetrada la primera masacre nuclear de la historia. Pero si Hiroshima significó el despertar de la humanidad a su propio fracaso moral, como un niño que abre por primera vez los ojos, Nagasaki fue entonces su primer parpadeo, su primer instante de duda, primera repetición de un error ya cometido, de una pesadilla desde entonces recurrente y por lo tanto su más grande sentencia de eternidad. ¿No fueron advertencia suficiente el horror y la vergüenza de la primera detonación, como para impedir la segunda a toda costa?Fooled me once, shame on you; fooled me twice, shame on me, recita un proverbio inglés, pues reiterar el error es lo más humano que existe. Nagasaki es a la vez un gesto humano por excelencia y un fracaso rotundo de la existencia moral de los hombres: la segunda oportunidad desperdiciada, el segundo chance que se deja pasar para repetir estúpidamente el primero. Nagasaki es la negación de la experiencia y del aprendizaje: es aquello que decidimos volver a vivir. No existen buenas y malas iniciaciones; tan solo primeras y segundas oportunidades.
Estoy a punto de retractarme, avergonzado, seguro de haber pisoteado bestialmente las fibras sensibles de lo patrio, cuando ella simplemente se encoge de hombros. La bomba atómica y sus horrores forman parte de un pasado remoto, de una vida que ella no solo no ha vivido, no recuerda y no comprende, sino que además conoce, probablemente, a través de las mismas fotografías que yo. Y confirmo con ese gesto el abismo que nos une y nos separa: somos, en el fondo, igual de extranjeros, el uno para el otro, ambos provenientes de un mundo alienígena; aventureros extraviados, como Gulliver, en un mundo por completo irreconocible. Con dos frases apenas, ella esquiva el tema a toda marcha, algo que consigue sin hacer demasiado esfuerzo: un pequeño mohín, un movimiento apenas perceptible del rostro le bastan para despertar en mí las partes adormiladas por el horrendo panorama de la bomba, y en pocos instantes mis labios silencian las posibles respuestas de los suyos. La dejo hacer, abandonado a ella como de costumbre. Nagasaki se duerme entre las sábanas mojadas.

Entiendo ahora que hemos asociado nuestras mujeres y nuestras ciudades por una razón específica. Empeñados en que el mundo decaiga y muera con nosotros, hemos querido ver la vejez de las primeras en la decadencia de las últimas; por eso cada generación venidera tiene una mejor ciudad que recordar en su niñez, y una realidad un poco más triste que vivir: las naciones se fundan a la sombra de su propia nostalgia. Las ruinas del bombardeo para el que nacimos muy tarde, la guerra en la que no participamos, la debacle económica que nunca presenciamos, todo eso que nos perdimos sin saberlo y que ocurrió antes de que ocurriéramos nosotros, nos niega el recuerdo del paraíso perdido, del tiempo mejor al que le puso punto y final: el Jardín del Edén es apenas un recuerdo ajeno, un préstamo, una herencia imposible que muere con nuestros padres. Y el hogar, entonces, es ese lugar en el que jugamos a repetirlos: tenemos descendencia, les ofrecemos un mundo y les contamos cómo es una sombra apenas del que nos fue encargado a nosotros. «Llegaste tarde», es la bienvenida que les damos.

Dudando, en aquel instante, de la sinceridad de sus ignorancias, insisto en descubrir los detalles que mi alumna olvida, en aseverar otros que desconozco y en preguntar los tantos que tengo ya muy en claro: jamás he estado en Nagasaki, pero existen máscaras de elocuencia. Algo malsano en mí, me doy cuenta ahora, querría tomarla de la piel y de los pechos y abrirla, como a un saco de cuero o a una lonchera infantil, y tenderla sobre la misma cama en que momentos antes me derramara gruñendo entre sus muslos. Pero mis juegos extraños no tardan en desconcertarla, o aburrirla o intimidarla, no sé qué es peor, y a partir de entonces me dosifica sus respuestas, fingiendo olvidar ciertas palabras o no entender mis preguntas sobre su tierra, sobre sus padres, sobre sus abuelos calcinados en una fracción de segundo. Me niega su hogar, y con él la posibilidad de repetirla en otras como ella: desea ser única, todas lo desean. El español, dice a modo de excusa, es un idioma irregular y caprichoso, y mi acento es rápido y serpentino; le doy la razón, aun sin creerle una sola palabra.

Nos sumergimos así en un duelo prolongado del que ninguno logra sacar una ventaja definitiva: el arrojo de la juventud compensa el cinismo calmo de la madurez, que deja entrever en el pasado golpes mucho más fuertes. Asumiendo aquel combate sensual, retraso lo más posible el instante de entregarme a sus carnes magras y voraces, a sus manos huesudas como de madera; sé bien que una vez dentro de ella poco durará la resistencia, y que al vencido le queda tan solo el honor de una larga batalla ofrecida. Sin embargo, la Guerra Fría no dura demasiado: ella a los pocos días desaparece, sin explicaciones, de mi clase y de mi cama y de todos los lugares comunes. No contesta llamadas ni mensajes, como si jamás hubiera existido. Y después de un par de días de paciencia, resiento en silencio sus silencios.

Pero es poco lo que puedo hacer, más que abandonar día a día el aula de clases mirando atrás por encima del hombro, como la mujer de Lot, temiendo dejar su rostro olvidado entre la multitud. Y es que lo vivido parece hecho para mirarse de esa manera, como quien huye de alguna bestia que lo persigue y tuerce el cuello para constatar que aún le lleva una cierta distancia. Finalmente, ya vencido, pregunto por ella a sus compañeros, disfrazando el interés por mera preocupación académica, y me responden a medias, evasivos, cómplices parricidas que empiezo a odiar de inmediato. ¿Cuántos de ellos sabrían lo que creí un secreto entre nosotros? ¿Cuántos se reirían, a mis espaldas, del vacío que mis preguntas ponen en evidencia? Las peores torturas, sin embargo, me las inflige mi propia mano: día y noche la imagino en brazos más jóvenes, más fieros, que hacen ver los míos como legajos débiles y resecos en comparación; y aunque la mueca de los celos se haga presente con cada pensamiento, con cada sospecha, poco a poco la rutina impone finalmente su regreso.

La he dado ya por perdida, cuando una tarde toca a mi puerta, oculta tras el ojo enorme de una cámara instantánea. La observo unos instantes, escondido detrás de la mirilla, tentado a dejarla afuera y así cobrar una estúpida venganza. Pero el reconocimiento tiene sus propias leyes: los dos cíclopes se sonríen. La dejo pasar sin decir una palabra y me roba un par de retratos juguetones con la Polaroid. No sé si darle la bienvenida, como al hijo pródigo, o si intentar exigir algunas explicaciones; opto por sonreír en silencio. «Son para llevarte conmigo a casa», responde a mi extrañeza frente al inesperado gesto de atesoramiento. Le pregunto a quién se las piensa mostrar, y ella contesta que no hay nadie esperando su regreso. Entonces le pido la máquina fotográfica y cambiamos roles durante unos instantes: no cabe duda de que era esa su verdadera intención, la de ser fotografiada. Vino a dejarme sus retratos, a perdurar en mi memoria y a despedirse. Quiere ser única, tal y como todas lo desean.

Sus primeros retratos son lúgubres y lejanos, como si se hubiese quedado de pronto sin baterías; así que dirijo el objetivo hacia otras partes de su cuerpo: muslos fuertes y blancos, pechos apenas haciéndose notar bajo la blusa o un cuello minado de pecas rojas, hasta finalmente convencerla de modelar para mí. Al principio con poses tímidas, atiborradas de sonrisas y muecas adolescentes, o de gestos falaces de seducción. La dejo exagerar a su antojo, pues pocos clics del aparato bastan para arrancarle el rojo vivo de sus entrañas: un pezón escondido entre la tela, un asomo de vello púbico o una espalda completamente desnuda. Su cuerpo se me ofrece a trozos, y los cuadritos plásticos que los contienen revolotean a nuestro alrededor, cayendo sobre las prendas de su ropa en el suelo. La imagino como un árbol desnudo, postrada de rodillas, sosteniendo la mirada de mi único ojo abierto a medida que sus manos se alzan para liberar mi sexo. La imagen es casi religiosa. La cámara funciona a todo dar, y la retrato devorándome, entregada a sus caricias caníbales hasta extraer de mí la última gota. Ella se yergue relamiéndose mientras yo me derrumbo, ahora un árbol talado, y entonces, victoriosa, me anuncia lo inminente de su partida.

Mis ofertas de acompañarla al aeropuerto son rechazadas con amabilidad: no amor, ni desespero, ni pasión; amabilidad, como quien agradece un asiento en el autobús, y con un gesto gélidamente cordial, japonés. Su único regalo de despedida consiste en el puñado de fotos que yo mismo le tomé: pechos, piernas, labios, manos, segmentos disociados de su cuerpo, a veces mezclados con el mío, rectángulos de cartón sin dedicatoria, sin marcas de pintura de labios, ni la desgarrada escritura manual de un tenebroso juramento de amor. Solo retazos de un brevísimo collage, que dejo guardados en el bolsillo de la chaqueta.

No vuelvo a verla ni a saber de ella.

Entrego los días siguientes a una soledad inusitada, intentando escuchar algunos ecos interiores revueltos durante su segunda partida. Es un lugar común que la vida rara vez otorgue segundas oportunidades: en realidad se compone de ellas. Un debut se aprecia solo al ver de nuevo representada la obra, una receta se comprueba después de haberla probado una primera vez en manos ajenas y un abandono se padece realmente en la medida en que es eco de otros anteriores; pues toda segunda vez entraña el espíritu de la primera, la persigue y la pretende: nos exige ignorar lo sabido y hacernos la vista gorda, mirar hacia el otro lado en vez de dar el grito de alarma. El lugar de las segundas oportunidades es siempre el mismo de la primera: siempre idénticas, siempre inéditas, las segundas veces son el tiempo que tardamos en darnos cuenta del déjà vu, de aquello que decidimos, de una u otra forma, no prever.

Seducido por estas ideas, me pierdo entre mis polvorientas enciclopedias y deambulo horas enteras en el computador, rastreando un rumbo desconocido hasta penetrar sin notarlo en territorios otrora velados: gavetas prohibidas, libretas sentenciadas al ostracismo en algún armario, dedicatorias arrancadas a libros regalados o desechados. Persigo alguna respuesta al enigma de Nagasaki en mis viejos apuntes de clase, en mis diarios de investigación, en las cartas que debí echar a la basura o en ese tímido poemario que preferí jamás publicar. Todo vuelve a mis ojos, viajando hacia atrás en el tiempo, hacia atrás en los rostros perdidos: el amor es la eterna promesa de un nuevo intento, de un segundo chance compuesto de olvidos y de perdones: todos los amantes están en

Nagasaki. Recorro montones de líneas escritas por un yo ahora distante, con la esperanza de hallar en mi propio puño respuestas viejas a preguntas recientes: alguna clase de alquimia que convierta el doloroso pasado en clave mágica para el presente, pues ¿qué valor tiene si no la memoria, esa memoria expandida con que llenamos cuadernos, libros y libretas? ¿De qué sirve tolerar el sufrimiento, sino como una promesa de paz en la experiencia?

«Los poetas pueden, profesor», me susurra al oído su recuerdo. Los poetas pueden obrar esa alquimia. La belleza salvará al mundo. Me río, finalmente, de mis propias reflexiones, dictadas en clase con grandilocuencia a quienes ven el mundo por primera vez: si toda segunda vez es cruel, es porque en ella se ponen a prueba la memoria y la experiencia. Y la repetición del error es la prueba misma de su inexistencia, el triunfo final del vacío: envejecer es cometer los mismos errores una y otra vez, despiadadamente consciente de ellos pero anhelando la trágica frescura de la juventud. Toda vejez insiste en el error, somos ecos agotados de nosotros mismos.

Extraigo sus fotografías una por una y las coloco, saboreando su conocida dulzura, en el marco de mis antiguos portarretratos, en las estanterías de mi biblioteca, en la mesita del comedor. Y renunciando silenciosamente a lo demás, reemprendo la rutina, tristemente sonriente, de recorrer esta ciudad propia y ajena, este camino transitado hasta el hartazgo. Viajar, a fin de cuentas, ha perdido ya todo el sentido: donde quiera que me encuentre estaré siempre mirando el final del día sobre mi hombro, a la espera lánguida de volver a verlo acontecerse. Adonde quiera que vaya, me digo con una amarga sonrisa de resignación, me encontraré siempre, de nuevo, en Nagasaki.

Los payasos

Este cuerpo no volverá a empezar

Cesare Pavese

Los payasos llegaron un sábado, cuando habíamos salido de la ducha y recién comenzaba el horario de visita. Era un fin de semana fresco, de enero o de febrero a lo mejor, es difícil saberlo en este lugar. Los días empiezan aquí de la misma idéntica manera: yendo al baño uno por uno en una fila larga y lenta, cogidos de la mano de las cuidadoras, que a esa hora tienen peor humor que de costumbre. Están obligadas a madrugar para dejarnos limpios y perfumados antes del cambio de turno y hay que decir que esa no es tarea sencilla: a algunos hay que arrastrarlos hasta la ducha y bañarlos a juro, como a los animales, mientras que a otros basta con seguirles la corriente y empujarlos con cariño hacia el baño. El problema viene después, a la hora de desnudarlos o ponerles el champú, o sacarlos del agua una vez terminado el asunto. Y supondrán la delicadeza con que nos tratan estas hijas de puta. A mí no, debo decir, yo aún me baño por cuenta propia y a un ritmo decente, sin tardar mucho, sin tratar de escapar, sin que tengan siquiera que ayudar a desvestirme. Por eso no me joden tanto como a los demás, sobre todo a los que ya ni caminan pero se cagan encima y, de paso, luchan cuando hay que cambiarles la ropa: gritan, gruñen, llegan a embarrarlas de mierda. «Casos difíciles», los llaman, que terminan con un jeringazo y a dormir otra vez hasta bien entrado el mediodía. Aquello empeora los sábados y domingos, cuando tienen encima la presión de la visita semanal: nadie quiere ir al ancianato y encontrarse al abuelo hediondo porque no hubo forma de meterlo a bañar, pero tampoco verlo noqueado en el sofá, mascando por horas el vaporón de la anestesia. También hay algunos que prefieren esa última alternativa. Dormido el viejo se acaban las quejas y las discusiones, se evita volver a oírle el mismo cuento repetido de siempre o que les pida con lágrimas en los ojos que lo dejen volver para su casa. Será por eso que a mí ya nadie me visita, porque hace rato me dejé de hipocresías y los mandé a todos al carajo. Es preferible así, es más sincero. Lo encierran a uno para que no estorbe en sus casas o porque no soportan la idea de que uno se muera tranquilo viendo televisión y se enteren cuando nadie conteste el teléfono, y encima pretenden que uno los reciba bailando de alegría y agradecimiento cada vez que vienen de visita, cargados de pastillas, lociones y champú para bebés. Por mí que no lo hagan más, así mismo se lo dije. Y ellos en el fondo agradecidísimos. Qué importa, no sólo de amor vive el hombre.

Esa mañana yo estaba sentado allá atrás, en las sillitas plásticas que hay en el patio de tierra, esperando a que nos sirvieran el desayuno. Los fines de semana ponen cruasanes con queso blanco y jugo de envase, que yo aprovecho para comerme lo más lejos que se pueda del grupo. No hay forma de estar mucho rato ahí, sentado a la mesa entre un montón de viejos locos ensuciándolo todo, gritándose necedades o queriendo pararse a cada rato a caminar. Así es Irma, una mujer bajita y achinada, parecidísima a un duende, que no para de reírse a cada rato con picardía, como si le contaran chistes groseros al oído. Tiene tan mal la cabeza que no sabe explicar de qué carajo se ríe ni tampoco reconocer a sus sobrinas, la única familia que tiene y que la visita sin falta los fines de semana. Del resto, Irma es puro caminar. El instante que le toma a la cuidadora ubicarla en un puesto a la mesa y darse la vuelta para servir la comida, le basta al duende para empezar su maratón por toda la casa, arrastrando consigo a quien tenga la desgracia de estar a su lado en el momento. Entonces tienen que perseguirlos a ambos y devolverlos al asiento, del que ella intentará levantarse en el próximo minuto y medio y así sucesivamente, en un episodio eterno de Los Tres Chiflados. ­Otro que jode a menudo es Álvaro, un calvo flaco y largo parecido a una iguana, que en vida fue un arquitecto famoso, de los que le hacen plazas y mansiones a los ricos, pero ahora no hace más que gritarle al mundo su nombre completo y su profesión, cada cinco minutos, atrapado en una entrevista de trabajo. Lo peor es que se trata de un tipo manso, al que las cuidadoras alimentan como a los bebés, metiéndole a juro la comida entre un grito y el siguiente. De otro modo, Álvaro ni comería. A veces tampoco duerme, a pesar de los calmantes que nos obligan a tomar cuando cae la tarde, y se le escucha gritando, una y otra vez, dándole su santo y seña a la noche. Las cuidadoras ni se inmutan, claro, pero pobre del que comparta su habitación.

Este zoológico de casos perdidos sigue con la madám: una ballena blanca y mofletuda encallada para siempre en su silla de ruedas, desde donde escupe todo el día maldiciones en francés; y también con la timidísima Amalia, de ojos saltones como los sapos, obligada por el Alzheimer y la hipertensión a pasar todo el día sedienta, quejumbrosa, sin importar cuántos vasos de agua seguidos se llegue a tomar. De sus vidas pasadas no se puede saber ya demasiado: ninguna ha recibido visitas desde que ingresé a este moridero y ya están demasiado perdidas para siquiera contestar una pregunta. Así está también el pobre Gutiérrez, uno de los pocos del asilo que me cae bien. Será porque no se mete con nadie. Sus hijas me contaron que era maestro, profesor universitario o algo parecido, y la ironía está en que dedicase su vida a formar mentes despiertas y ahora esté casi en el hueso por su total indiferencia ante todo, absolutamente todo lo que no salga en la pantalla del televisor. No importa qué estén transmitiendo ni en qué canal sintonice: cada mañana Gutiérrez se sienta en el sillón de la salita y se niega el resto del día a abandonar ese lugar, e incluso a intercambiar más que unas poquísimas palabras. Si uno insiste demasiado, lo manda a callar con un gesto de fastidio, como espantándose de encima los zancudos. Del resto ni come, ni bebe agua, ni hace nada de nada de nada: figúrense un faquir, pero muchísimo más aburrido. A sus hijas las recibe en ese mismo sillón y nunca duran más de una hora compartiéndole el silencio o mirando con él las telenovelas, que al mediodía dejan puestas las cuidadoras.

Por último estoy yo, el único viejo cuerdo en el asilo y por lo tanto el que más sufre. Porque no sería lo mismo si no me diera cuenta de nada, si fuese un vegetal más tendido en una silla del patio, viviendo más allá de todo gusto y toda tristeza. Mi único pecado fue caerme en la ducha, abrirme la cadera contra el suelo y quedarme allí casi tres horas tendido bajo el agua helada, porque no podía pararme, ni siquiera arrastrarme como una lombriz hasta el teléfono. Y ya, eso bastó y sobró para que me declararan inútil: una caidita en la ducha, algo que le pasa a cualquiera. Eso y la bronquitis que vino después y que casi me lleva a la tumba, junto al maldito médico empeñado en que me daban mareos porque me fluctuaba el azúcar. Lo peor es que al final tenía razón. Diábetes, así, sin anestesia.

Del resto, a decir verdad, no hay más que un montón de muertos en vida, tan abstraídos de todo y de sí que es inútil aprenderse sus nombres: duran poco y es como si nunca estuvieran. Lo único bueno de estar encerrado con ellos es que uno pasa completamente desapercibido: basta con callarse la boca y caminar. Claro que al principio no era así, yo era muy rabioso, daba mucha lidia y las cuidadoras me odiaban y me atendían de mala gana, me negaban atención o me sentaban junto a los más insoportables nada más que para verme sufrir. Ahora lo llevo con más calma, les doy los buenos días, les pregunto por sus docenas de hijos de nombre impronunciable y a cambio ellas me dejan estar un poco a mis anchas. Incluso a veces logro fumarme un cigarrito en paz, de los pocos que les robo del bolso a las del turno de la noche. Y que no me vengan a esta edad con el cuento de que el tabaco da cáncer. Cuarenta años fumando son prueba contundente de lo contrario y perro a cagar.

Pero si sigo divagando así no voy a contar un carajo. A esta edad cuesta ser lineal en lo que se dice, los recuerdos son necios, se atraviesan, se enredan en la lengua como telarañas. Lo importante, decía, fue que llegaron los payasos y que llegaron armando alboroto, con sus vestidos estrafalarios y sus sonrisas de cartón, dándole un susto a más de uno que por poco lo mata de un infarto. Eran cuatro en total, contando al chofer de la camioneta blanca en que vinieron, un gordito odioso con mirada de asesino. Los otros tres estaban disfrazados, dos jovencitos y una muchacha, ninguno superaba la veintena. Ella de rojo, ellos de amarillo y azul, de un patriotismo asqueroso. Las cuidadoras les abrieron la puerta rebosantes de alegría, no sé si por el aire de fiesta y la enorme torta que nos traían, o más bien por el ratico que iban a estar sin trabajar. «Ah, carajo, ¿y cuál de los niños cumple años hoy?», pregunté yo, asomándome de pronto cuando los vegetales anónimos aplaudían, como títeres cuando arranca la función. «Ay, ¿no es lindo, señor Fernando? Nos vinieron a alegrar la mañana. Hay que hacerlos sentir como en su casa», me respondió la jefa de cuidadoras, una mulata trigueña y avispada, haciendo hincapié en la última frase como en una advertencia. Ni que pudiera yo echarlos por cuenta propia, yo que no puedo pasar mucho tiempo de pie porque la ciática me empieza a latir como un motor. Total que con un mugido y la media vuelta los dejé entendiéndose, payasos y cuidadoras, mientras volvía hacia el fondo y trataba de no oír el trompeteo de los primeros globos inflados. Claro que pensé en replicarle al instante a la jefa de las carceleras, en decirle que no era a nosotros sino a ellas a quienes les iban a alegrar la mañana o que la mitad de los «abuelitos» no podríamos probar la maldita torta sin envenenarnos la sangre con el azúcar. Lo pensé, claro que sí, pero me mordí la lengua. ¿Qué iba a ganar con eso? Más bien opté, como ya dije, por el silencio y la retirada, negándome a formar parte de aquella fiestecita ridícula que los payasos le imponían a los presentes, arrancándole a cada viejo una sonrisa con bailecitos y voces chillonas, con unos minutos de falsa atención y preguntas bobas, o en los casos más desesperados, con un truco de magia y unos globos de colores. ¿Se ha visto estrategia más cruel y minuciosa? Hasta que el carcamal no se rendía a la metamorfosis de viejo amargado en muchachito risueño, no pasaban los malditos payasos al siguiente ni lo dejaban rumiar en paz los minutos que le quedaran de vida. Para colmo se repartían entre los tres la tarea, de modo que ninguno pudiera escapar a sus encantos, ni siquiera los pocos que ya estaban en compañía de su visita.

Yo confieso, por qué no hacerlo, que si me hubiese valido las atenciones de la payasita veinteañera únicamente, creo que hasta me habría dejado poner un gorrito de cartón, de esos que se amarran con una liga a la mandíbula. Y me importa un carajo que me digan viejo verde. A ver, ¿quién decidió que los ancianos no pensamos nunca en el sexo, que somos pura tensión arterial y cataratas, que nos dan igual unas nalgas bien firmes o unas tetas paraditas y respingonas? ¿De dónde salió que el tiempo vivido nos priva, por arte de magia, de los deseos que hemos sentido durante toda la vida? No es así, damas y caballeros, entérese quien aún no lo sepa: que se pierdan las erecciones, los dientes, el cabello y la flexibilidad sólo demuestra que estos cuerpos en los que nacimos son un préstamo mezquino de la naturaleza, que sus intereses se pagan en soledad, enfermedades y unas pocas horas de sueño. Y lo que es peor, cuando por fin los hemos aceptado tal como son, cuando nos hemos acostumbrado a sus recovecos y sus limitaciones, a lavarlos cada mañana y fijarnos en cada bulto inesperado en la ingle o en la encía, en cada lunar nuevo que aparece y cada meada más oscura y turbia que la anterior, entonces empiezan estos cuerpos a mostrar sus desperfectos de fábrica, a exhibir sus insuficiencias, sus taras irreparables y heredadas del desgaste, cuando no de algún ancestro muerto, enterrado y olvidado. En ese mismo instante una ley invisible nos prohíbe sentir más que dolor y fatiga, como si volviéramos a ser niños incapaces de rabias, de maldades, de pasión, viviendo la vida con una antorcha apagada en el pecho. Yo no me resigno a eso, no señor. No acepto convertirme en una maquinita defectuosa del recuerdo, en la que invertir unos minutos de afecto para amortizar esa deuda absurda de haber recibido la vida. Prefiero mil veces morirme entre las piernas de una payasita tetona que mirando el techo en una camilla de hospital, consumiendo la póliza del seguro mientras tus hijos te mandan bajito a caminar hacia la luz. Yo seré un viejo, un anciano, un carcamal, un dinosaurio, pero también un hombre, para lo bueno y para lo malo, y lo quiero seguir siendo hasta el instante en el que me muera. De eso no me cabe la menor duda del mundo. No pasé más de cincuenta años casándome y divorciándome como si el mundo se fuera a acabar, para terminar llevando pañales y sin acordarme siquiera lo que se siente tener un orgasmo.

Pero bueno, yo soy así y a estas alturas qué carajo voy a estar cambiando. Toda la vida he preferido siempre la soledad al ridículo y ese es un camino lleno de abandonos e ingratitudes. Para muestra un botón: nadie en el ancianato parecía dispuesto a perderse la visita de los payasos, excepto por mí y por el pobre Gutiérrez, eternizado en su sillón, mirando a su vez otros payasos a distancia. Cuidadoras, pacientes y familiares colaboraban con aquella invasión, entregándose sin resistencia al poder que tienen los payasos sobre la gente, ese talento tan suyo para arrancarlos de sus quehaceres y sus sufrimientos y convertirlos en público. Debe ser por eso que las funciones de circo comienzan siempre con ellos: son sus tropas de choque, que allanan la resistencia y abren camino al espectáculo. Claro que nadie piensa nunca en estas cosas. Pero como no creo en la bobería ésa de que si no puedes oponérteles entonces te les tendrías que unir, opté por volver aquellos minutos de desatención en verdaderos instantes de libertad y alegrarme yo mismo la mañana. Mientras allá en el porche unas voces carrasposas entonaban contra todo pronóstico la canción de la cucaracha, yo enfilé mis pasos hacia el cuarto de las cuidadoras, en donde nadie me vio entrar y adueñarme de una taza enorme de café negro recién colado y sin azúcar, y además, por si fuera poco, del periódico del día que estaba allí, virgen, perfectamente plegado en el mesón donde las hienas de uniforme guardan sus objetos personales. Si parece poca cosa aquel par de maravillas que me llevé apenas pude a mi cuarto, es porque nadie comprende que aquí, en este campo de concentración, son verdaderos tesoros los poquísimos instantes en que uno ejerce la propia voluntad y no la de los médicos, los hijos o las malditas cuidadoras. Me refiero a semanas sin probar un buen café negro, no esas imitaciones en polvo que tienen gusto como a hiedra venenosa, o sin leer el periódico temprano, libre de la torpeza de estas campesinas de ciudad que lo doblan mal y de paso equivocan hasta lo más simple del crucigrama. Se entenderá que aquellos minutos de plenitud que pude obsequiarme eran el verdadero milagro del día y por eso me entregué a cada segundo como si fuera el último.

Ay, pero la vejez es terreno muy árido, y estar mucho rato a solas lo lleva a uno siempre al mismo adormecimiento, al mismo sopor que se empeña en darnos pequeños amagos de muerte. Yo no sé si la gente sabe cuánto hay de tedio, del más puro aburrimiento de existir, en ese reloj interno que a cada rato nos sentencia a la siesta. Pero quedan los sueños, afortunadamente, los sueños o los recuerdos, que son lo mismo y a veces tan vívidos que lo hacen a uno dudar, al despertarse, si no será todo una horrenda pesadilla de juventud. Más aun en este manicomio, donde desde hace unos cuantos meses no hay una sola alma inteligente que le haga a uno compañía. Y tampoco es que uno sea Vargas Llosa, ¿verdad? Me conformaría con alguien que supiera escuchar, alguien que supiera de lo que habla. No como esos nietos necios, que pasan todo el día con unos audífonos puestos y un aparato chillándole entre los dedos. Recuerdo a un matrimonio de jubilados sin hijos, recluidos por propia voluntad en el asilo a partir del Alzheimer galopante del marido, con quienes llegué a hacer buenas migas en los almuerzos, a pesar de que yo vivía quejándome de todo y de todos, rumiando el día entero las mismas rabietas de siempre. La señora, una andina humilde y corpulenta que después de cuidar treinta años de su marido lo acompañaba también a esta última morada, se mostró agradecida de poder conversar de vez en cuando conmigo, sobre cualquier cosa en realidad, sobre nada, solamente para hacernos compañía por el rato. Aquellas charlas se fueron haciendo más y más frecuentes, no sé si porque nos caíamos bien o porque no había nadie más con quien hablar como se debe, y fue ella quien me enseñó a no desesperar tanto, a no pasar el día entero rugiendo, a resignarme un poco más a mi suerte. De eso saben mucho las mujeres. Pero todo se acabó cuando el marido empezó a celarla y a amenazarme con un puño triste cada vez que me cruzaba en el pasillo. No sé si me confundía con algún antiguo pretendiente de su mujer o si le daba envidia no poder ofrecerle lo que yo: una conversación sencilla y lineal que durara unos pocos minutos. La cosa se fue poniendo insoportable, pues yo no hacía nada por ahorrarle disgustos al viejo y poco tiempo después se retiraron ambos del ancianato. Más nunca he sabido de ellos. Las cuidadoras han cambiado desde entonces.

Quién sabe cuánto después desperté, todavía en mi cuarto, con el mentón enterrado en el pecho y las hojas del periódico repartidas a los pies. El mundo se había estremecido en mi ausencia. Tardé varios segundos en orientarme, sin lograr que coincidieran mi memoria y lo que me dictaban los sentidos, algo que me ocurría con mayor frecuencia cada vez. A lo mejor me habían contagiado de Alzheimer. Por suerte, las risas que se colaron bajo la puerta me recordaron dónde y cuándo me encontraba, siempre es preferible estar en control. Me puse de pie y un eructo repentino me dejó en la boca el sabor a azufre de la acidez, señal de que el café ya me hacía estragos en las entrañas; por suerte las cuidadoras no guardaban bajo llave los antiácidos, así que uno podía ir y tomarse cuantos quisiera sin tener que estar dando demasiadas explicaciones. Pero y si no, ¿qué? ¿Me iban a dejar morir de úlcera como castigo? Envalentonado por el fuego en las tripas, escondí el periódico y enfilé de nuevo a la salita, que estaba vacía excepto por el mismo Gutiérrez de siempre, empeñado en ver televisión con el aparato apagado. Tenía puesto un gorrito en la calva, como un pararrayos de cartón, que con sus mofletes largos y su mirada lejana, sus tantas ganas de ya no estar, le hacían ver más miserable y se me rajó de inmediato la rabia. «Coño, Gutiérrez, qué cagada», le dije, acercándome al televisor y dándole de pasada un apretón en el hombro. Creí escucharle un bufido de agradecimiento cuando apreté el botón del aparato y las imágenes volvieron a bailar en pantalla. «Así está mejor, ¿no?», le dije al viejo lagarto, perdido ya en el brillo de la caja boba. Sintonicé un programa sobre la deforestación de la selva amazónica y le puse el control remoto entre las manos. Así su ausencia total de este mundo volvería a pasar desapercibida, pero al menos parecería una decisión voluntaria. Y eso ya es algo. Actos de piedad como ése no podían tenerse con todos los del geriátrico, o no por lo menos sin causar un cierto revuelo. Unos pasos más allá me encontré a Irma, por ejemplo, del otro lado de la salita y en el más resignado silencio, amarrada por la cintura a una silla plástica con una sábana, una toalla o cualquier trozo de tela que resistiera sin desanudarse a sus intentos de fuga. Una técnica ridículamente efectiva para no tener que perseguirla por el asilo y que ponía en evidencia, más que ninguna otra, la implacable debilidad de nuestras voluntades. Al menos no la ponían a dormir. Irma tenía también un gorrito, un sombrero pirata de globos de colores, y en la mano una espada del mismo material, lista para el abordaje. No sé qué me dio más rabia: que los payasos le dedicaran sus afectos de gomaespuma o que las amorosas cuidadoras la amarraran después, como a las vacas, para que no anduviera jodiendo por ahí. «¿Y a nosotros tres qué?, ¿nos castigaron?» le pregunté desde lejos, haciéndole una señal de complicidad. Respondió con una sonrisa de maniquí que me dio escalofríos. Al principio dudé entre acercarme a ella o seguir mi camino a la cocina, pero las carcajadas que retumbaron por toda la casa, como esas grabadas en los programas de televisión, me convencieron al instante de que algo tenía que hacer, por inútil que fuera, para iniciar la necesaria resistencia. ¿O íbamos a aceptar que nos trataran peor que a los muebles? Y así de golpe, como se mata a las moscas, me vino todo el plan a la cabeza.

El primer paso consistía en desanudar la tela que sometía a la pobre Irma. Eso no suponía mayores esfuerzos, pero corría el riesgo de quedar atrapado en su carrera cuando se levantase. Así que al final lo hice con la mayor celeridad que pude, como esos tipos que desarman bombas, pero no hizo falta tomar tantas precauciones: el nudo aflojó, las telas cayeron y ella no pareció darse cuenta de nada. Se quedó sentada, indiferente a todo como un juguete sin pilas. Un coro de aplausos estalló entonces en la entrada, mientras la voz del televisor insistía en la urgencia de salvar el último pulmón vegetal que nos queda y nosotros: Irma, Gutiérrez y yo, nos convertíamos en animales de zoológico, que después de tanto tiempo encerrados olvidan lo que hay más allá de sus jaulas. Quién sabe cuánto tiempo pasaríamos así, de no haberme indignado de nuevo, cosa que no me cuesta casi nada, y tomando a Irma de un brazo la puse de pie con un solo templón, mientras le decía al oído un «Nos vamos, mi reina» que le devolvió la electricidad a sus piernas. «¿Pa’ dónde?», preguntó con inexplicable lucidez mientras me aferraba un brazo con sus garras de pterodáctilo. Como no supe qué contestarle, ni tampoco importaba demasiado, insistí con un carrasposo «Nos vamos» al que ella respondió dando un paso en firme que no dejaba lugar a dudas, arrepentimientos ni tonterías. Creo que a Irma le faltaba era un compañero en la huida, una mano amiga que la sujetara y le abriera las puertas, tal y como lo hice yo, mientras buscábamos camino hacia el fondo y luego hacia el patio de tierra, rodeando la casa por un costado y de regreso hacia el frente a través del garaje, en donde paraban las ambulancias cada vez que a algún abuelito se le vencía la concesión. Me pareció de hecho que Irma ya conocía la ruta, que la había ensayado montones de veces en sus carreras disparatadas, preparándose como los maratonistas para el día en que por fin la pudiera correr por completo. A lo mejor no estaba tan ida como pensábamos. Su risa incontenible, más bien una especie de tos, nos acompañó hasta el garaje, en donde encontramos la camioneta blanca de los payasos. También una reja gruesa, normalmente cerrada con candado, que nuestros coloridos visitantes habían dejado sin cerrar. ¡Ajá, payasitos! ¿Un descuido imperdonable, culpa del nerviosismo antes de la función?, ¿o más bien del miedo a quedarse encerrados con los dinosaurios? Quién sabe, quién sabe, qué importa. Abrimos la reja y atravesamos hasta la parte delantera de la casa, nos detuvimos a unos metros de la acera y la calle, separados solamente por un portón corredizo, de esos que rechinan y se lamentan cuando los obligan a moverse. Un paciente más del moridero, digamos. Allí, con el estómago ya empezando a doler, me asomé unos instantes a comprobar que la atención de las hienas siguiera puesta por completo en los payasos, pero también que no estuviera llegando ningún visitante. El colmo sería que junto al odio de las cuidadoras me echara encima también el de los familiares. El plan requería de audacia, sigilo y precisión, pero al carecer de todo eso creo que simplemente se impuso la suerte. Haciendo un esfuerzo sobrehumano logré rodar el portón unos centímetros sobre el carril, lo suficiente para colarnos hacia afuera si aguantábamos un poco la respiración. Y aunque los brazos me quedaron adoloridos, estando afuera supe que valía la pena: ahí estaba por fin la ciudad a nuestros pies, con su aliento contenido de fin de semana, con sus carros corneteando a lo lejos como chicharras y sus aceras cuarteadas por las raíces de los ficus. Ahí estaba la libertad, pues, con toda su carga de decepción y de pesadumbre, con todo eso que lo obliga a uno a conformarse con respirar, con estar vivo un ratico más todavía. Una vez del lado de afuera del portón y sin tener idea de cómo iba a cerrarlo, me volví hacia Irma y le abrí las manos con lentitud, mientras le soltaba un «Bueno, mija, hasta acá nos trajo el río». Ella asintió con una risita y volvió a agarrarse con fuerza, así que forcejeamos unos instantes mientras yo me le volvía a escurrir. «Suéltame, Irma, que de acá en adelante sigues tú sola», le dije, pero nada, estaba empeñada. Sólo faltaba que aquella vieja de mierda me partiera un brazo allí mismo y tuviera que pedir a los gritos que me rescataran. Cuando por fin logré liberarme y dar un par de pasitos en reversa, Irma quedó paralizada en la acera, perpleja y todavía sonriendo. La espada hecha de globos se había perdido en algún lugar del recorrido, pero el gorrito pirata en su cabeza le daba el aspecto de una niña escapada de una fiesta. «Anda, pues, vete», insistí arreándola hacia la esquina a lo lejos. «Vete que tú eres libre, yo no. No te va a pasar nada cuando te agarren, pero a mí me van a joder si te acompaño». Se me antojaba indudable que la encontraran, tarde o temprano, más acá o más allá, y para ese momento era mejor que yo estuviera tranquilo y sin levantar sospechas en mi habitación. ¿Qué tanto podía correr una vieja con Alzheimer en, digamos, un par de horas? Sus sobrinas llegarían de visita en cualquier momento y la gracia estaba en que no dieran con ella sino después de revolucionar el asilo, armar un escándalo, hacer temblar a las cuidadoras y mandar a los payasos a la mierda. Era un buen plan. El asunto es que Irma seguía allí, de pie, esperando una señal divina, y entonces caí en cuenta de que razonar con el Alzheimer era declarar mi propia locura o al menos mi estupidez. Cogí las pocas fuerzas que me quedaban y tiré del portón lo más que pude, que no fue mucho, aguantando la punzada violenta con que la espalda empezó a castigarme. El metal chilló como un pájaro y se arrastró unos centímetros sobre el riel, hasta dejar apenas una rendija entre el asilo y la calle. No había forma de que Irma regresara al interior de la casa. Esperé unos minutos a que pasara un poco el dolor y me volviera el aliento antes de asomarme otra vez, a ver si Irma seguía en el mismo lugar; y de no haber estado tan hecho talco como ya estaba, habría bailado de orgullo al comprobar el éxito de la operación. De Irma no quedaba ni el rastro ni las huellas ni el olor a meados y a Jean Naté.

No pasaba lo mismo con mi acidez, que se había convertido en un dolor agudo en la boca del estómago. Deshice el camino por mi cuenta, hecho un guiñapo, justo a tiempo de ser emboscado por la turba feliz que comandaban los payasos y convidado a un pedazo de torta de manos de algún ingenuo familiar de no sé quién. Acepté el platito disimulando la fatiga, con una sonrisa triste de viejo miserable: no existe mejor disfraz a estas edades que el de la pobre momia infeliz. Pero me temblaban tanto las manos que empecé a tirar la torta al suelo y tuve que sentarme a descansar en un rincón. Lo más difícil estaba hecho, sólo hacía falta tomarme un antiácido y esperar a las sobrinas de Irma. ¿Cómo iban a explicar todo aquello las cuidadoras?, ¿qué cara pondrían los tan felices payasos? De sólo pensarlo ya me sentía un poquito mejor. Semejante jaque mate no sólo demostraría la negligencia y mediocridad de las cuidadoras, sino que además pondría final, quien sabe si para siempre, a la visita de aquellos energúmenos sonrientes. Y este viejo de mierda, este anciano, este carcamal, este dinosaurio tendría la última y gran carcajada. Pero mientras todo ocurría, la cosa debía marchar conforme al guion de los payasos, al cual me plegué como pude para no levantar las sospechas. Admití el horroroso gorrito de cartón, aplaudí cuando los otros lo hicieron, forzando una mueca alegre que fue lo más que pude conceder. Las cuidadoras intercambiaban miradas escépticas, mostrándose sorprendidas respecto a mi cambio de actitud; la más joven de todas, una que aún nos trataba como a auténticos seres humanos, me ofreció incluso bailar los pasitos de un ridículo pasodoble que habían puesto. La rechacé de inmediato aunque tuviera en el fondo unas ganas tremendas de celebrar, pero habría sido demasiado evidente y además sentía las piernas como de plomo. Preferí dar las gracias y mantenerme apartado. Si no puedes con ellos, tampoco te les unas demasiado.

La visita de los payasos se prolongó y retrasó el almuerzo, de modo que a la acidez vino a sumarse también el hambre. Me debatía entre el fuego en la panza, como si me la estuvieran lijando por dentro, y la angustia por el retraso en el plan, que me hacía voltear hacia la puerta cada vez que el timbre sonaba. Más familiares llegaban y se marchaban, como en una especie de estación de trasbordo, pero nada que aparecían las benditas sobrinas de Irma. Era el colmo que justo ese día llegaran inusualmente tarde. Los payasos siguieron siendo el centro de atención, aunque la merma en sus energías se hacía ya inocultable: preguntaban con mucho tacto la hora, recogían poco a poco sus cosas y así. Los familiares recién llegados, en cambio, se mostraban muy cómodos con el espectáculo, pidiendo más y más canciones y juegos; mientras los que tenían rato ya en el asilo disimulaban sus ganas de irse con una rodilla inquieta bajo la mesa, un vistazo repetido al celular o una mirada hacia la puerta, como advirtiendo conmigo la gran sorpresa que se avecinaba. Sin atreverme a pedir el antiácido, temeroso de que pudiera delatar de algún modo mi plan, me resigné al platito de torta en el regazo: ir al armario de las medicinas delataría que Irma no estaba ya en su silla de castigo, lo cual no podía ocurrir antes de que llegaran sus sobrinas. No había más opción para mí que aguantar el martirio, mientras los payasos terminaban al poco rato su función y se despedían uno a uno del público. Me estuve sentado, como una piedra en el huracán, con mi platito plástico y mis achaques, hasta que el tiempo pasó y al final se largaron, en la misma camioneta blanca, y las malditas sobrinas de Irma nunca llegaron. Tanto esfuerzo para nada, pensé, mientras las cuidadoras empezaban a retomar sus funciones. La normalidad se iría poco a poco apoderando de todo, empezarían los olores del almuerzo, alguna sopa de sobre con fideos y verdura, y se darían cuenta muy pronto de que Irma había desaparecido: lo triste es que entonces no habría rastro de los payasos ni de la fiesta, a excepción del gorrito en mi cabeza y el pedazo de torta en mi regazo, que ya empezaba a llamarle a las moscas la atención. Aferrado a esas evidencias como pude, cualquiera me habría creído el más entusiasta del ancianato, el viejo que más extrañaría a los payasos. «Ay, señor Fernando», me dirían al pasar, con ese dejo de lástima que tanto les combatí a mis propios hijos y nietos. Eso hasta que encontraran a Irma y sumaran dos más dos, y entonces vinieran derechito a joderme. El plan, amigos míos, había fracasado.

Mientras mis tripas ardientes se empeñaban en hacerme confesar, en postrarme ante las cuidadoras y suplicarles el perdón en un par de antiácidos, crecía también algo cruel adentro mío que me cerraba la boca, aunque el plan no tuviera ya ni el más mínimo sentido. Nadie se enteraría a tiempo del descuido de las enfermeras que había dado con Irma a la calle. Nadie lo vincularía con la visita de los payasos. Nadie cambiaría su manera de vernos ni de tratarnos, sino más bien al contrario, la realidad seguiría implacablemente parecida a lo que es. Y de cara a volver poco a poco a la rutina, a los alivios químicos tres veces al día, al sopor de la siesta y los dolores irremediables de la ciática, me fui convenciendo de que el triunfo de los payasos era implacable. Que consistía justamente en esa resignación en que convierten la vida, ese tierno convencimiento de que el mundo es lo que dejan al marcharse: una espera interminable entre un instante feliz y el que le sigue, entre una sonrisa repentina y la próxima que pueda, quién sabe cuándo, estar por venir. Sépanlo ustedes como yo ahora lo sé: la misión de los payasos no es hacernos soñar ni darnos ánimos para la vida, qué va, sino hundirnos en lo cotidiano, sentenciarnos a ser quienes somos, imponernos una larga resaca a cambio de pocos, poquísimos, minutos de fiesta. Los payasos son los más crueles esbirros de quienes gobiernan el mundo. Los médicos, los payasos, las malditas cuidadoras: parte de un orden único, total, irreversible.

Después de llegar a esa desoladora conclusión, resultaba imposible hacerme el tonto y acostarme a dormir la siesta, suplicando a las cuidadoras piedad para durar hasta el día de los pañales y la comida en la boca. ¿Cómo iba a vivir así, andando bajito como el volumen del televisor de Gutiérrez? Yo seré un viejo necio, artrítico y diabético, un carcamal, un fósil, un dinosaurio, pero también un hombre y lo quiero seguir siendo hasta el final. Y entonces, de golpe, me vino a la cabeza el último plan, ya no una huida del asilo sino de mí mismo y de todo. El primer paso era hundir lentamente los dedos resecos, salchichas con mucho tiempo en la nevera, en esa crema pastelera en el platito y volver a subirlos, impregnados, empalagados, supurantes de aquella dulcísima porquería que iba luego a explotar en mi lengua un sabor tan lejano, tan postergado y tan de la infancia, que costaba trabajo aceptar la alquimia siniestra que lo volvería veneno apenas entrara en la sangre. Las ramas secas se retiraron de mi boca, dejándole a la lengua la otra parte del plan y volvieron a sumergirse y a subir otra vez, arriba y abajo, adentro y afuera, a medida que el mazacote bajaba por la garganta en un gesto rápido, de despedida, que volvió a ocurrir hasta acabar con el platito, hasta congelar el incendio en el estómago y esperar a que empezara el hormigueo a trepar lentamente por la espalda, a volverse poco a poco temblores: primero los pies, quizá después una muñeca, un párpado, finalmente un sudor frío en la nuca y las manos, un hielo profundo en la calva, un subidón violento de la marea interior que lo colma todo, en muy pocos minutos, parece mentira, tan rápido todo, más y más hacia arriba hasta alcanzar la cabeza y allí estallar en migraña violenta, ciega y rabiosa, poniendo cemento sobre la lengua y los brazos y lentamente en el pecho, hasta que empieza a costar respirar, hasta que el pecho se encoge y, por fin, el mundo se disuelve en el alivio de la nada, sin ya nada más que contar, sin chances tampoco de arrepentirse: el plato cae de las manos y da con los restos de la torta en el suelo, segundos antes de que el tronco sin raíces se desplome, sin gritos previos, sin lamentaciones, con una mueca un poco dulce en el rostro, una sonrisa que a última hora salió mal. Con el volumen bajito, como por accidente, así termina para siempre la función. Se van los payasos, se corre el telón.

Los niños aplauden.

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