literatura venezolana

de hoy y de siempre

Crónicas culinarias

Abr 15, 2025

Freddy Castillo

Apología del romesco

Si nos fuésemos de viaje a Tarragona en búsqueda del romesco original, seguramente encontraríamos numerosas versiones que se pretenden tales. Pasa con el romesco lo que ocurre con casi todos las recetas, para mayor vitalidad de la gastronomía: sin modificar sus principios básicos, varían de tiempo en tiempo y de pueblo en pueblo. Y más aún: de casa en casa. Así, habrá tantos romescos aceptables como tradiciones existan o búsquedas particulares se presenten, siempre en armoniosa combinación de creatividad y memoria culinarias, como debe ser.

Para algunos será el romesco primigenio, semejante a un sofrito con más ingredientes que el habitual. Para otros, la salsa en la que son imprescindibles el pimiento seco llamado nyora (ñora), el ajo y la almendra tostada. Y habrá quienes lo concebirán con todo eso, más un poquito de vino tinto, preferiblemente Priorato. Lo esencial es que no deje ser una salsa vigorosa, con picor o picardía, donde el tomate ejerza algún dominio.

También encontraremos una notable diversidad en su usos. Se dice que el romesco nació como el guiso apropiado para el pescado a la cazuela en Tarragona. Con los años pasó a ser la salsa ideal para acompañar la araña (pez popular de la Costa Brava), hasta convertirse en una salsa independiente apta para realzar platos compatibles con su fuerza y su sabor. En este instante la inercia del recuerdo me conduce hasta la mesa de un restaurante barcelonés donde una calçotada se me impuso como la más ilustre presencia del romesco y la cebolleta, mientras sonaba una de las canciones de Serrat que más me gusta: Aquellas pequeñas cosas. Podemos decir serratianamente que, de algún modo, el verdadero amor por la gastronomía se va conformando con eso, con las pequeñas cosas de la tierra y de la vida.

Ahora ensayan en Salsipuedes una salsa parecida, que en lugar de avellanas o almendras llevará merey tostado, ese tesoro de Guayana y de buena parte del oriente del país. También se atreverán a más. Prescindirán del pimentón y emplearán uno de los secretos más preciados de la gastronomía criolla: el noble y ya legendario ají dulce. No les va ni les viene que el resultado no sea un romesco venezolano. No andan buscando eso. Trabajan con la rosa de los vientos de la gastronomía (todas las direcciones), pero con nuestros productos, a partir de tradiciones y culturas que también nos pertenecen.

Mientras esperamos el resultado de esa salsa de Salsipuedes (valga la aliteración), les ofrezco una versión del romesco que tomé de Cuando sólo nos queda la comida, el insuperable libro de Xavier Domingo:

“Se pone a macerar durante un día un pimiento seco, de ésos que llaman nyoras, en vinagre y laurel. Al día siguiente, se pica todo hasta hacer una pasta. Se fríen o asan ajos y tomates pelados y, una vez finamente picados, se mezclan con lo anterior removiéndolo todo en un mortero. Se añade sal y pimienta, y si se desea más fino, se pasa por el colador exprimiendo bien el jugo”.

De no conseguir pimientos secos, digo yo, usen frescos. Agréguenle alguna rebanada de pan viejo y almendras tostadas y vayamos comenzando nuestra propia versión. Que les aproveche.

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El merey sirve para todo (y es amazónico)

y desprende el merey sabrosa almendra…

Cuando Alberto Soria le preguntó a uno de los anfitriones por el origen preciso del sabrosísimo postre que se estaba comiendo en ese momento, noté que yo tampoco había atinado con la procedencia exacta del sabor y la textura de esa natilla prodigiosa. Habíamos celebrado el impecable ajoblanco de la entrada, así como el suculento rabo en salsa de vino que nos sirvieron como plato principal. Pero no fue hasta la llegada del postre cuando sentimos que se nos había preparado una sorpresa. Lo primero ya lo dije: no supimos a ciencia cierta de qué plato se trataba. Y lo segundo: descubrimos que ese inesperado regalo era verdaderamente un hallazgo gastronómico.

El almuerzo que ahora refiero tuvo lugar en Salsipuedes hace un mes. Alberto Soria había impartido en la UNEY una de sus clases sobre educación sensorial y el Centro de Investigaciones Gastronómicas decidió invitarlo para conversar sobre los planes de trabajo que el destacado gastrónomo asesora. La gente del Centro quiso, además, compartir con el profesor Soria la más excelsa sopa fría del reino de los gazpachos y las excelencias de uno de los cortes de res más baratos y gustosos que podemos encontrar en el mercado, para deleite de quienes aprecian los más elevados placeres de la carne. Todo lo prepararon con esmero y sin contratiempo alguno, pero así como hay duendes en la imprenta, también los hay en las cocinas y algo pasó con el postre inicialmente previsto. De ese modo accidental, a última hora (muy a última hora) tuvieron los cocineros que hacer uso del ingenio para inventar algún postre salvador y salir a flote. Y salieron con creces.

Resulta que en Salsipuedes siempre disponen de merey en casi todas sus variantes: pasado, tostado, sin tostar y en mazapán, esa forma gloriosa de la granjería guayanesa, a la que, por cierto, me abonaría de por vida, dada mi condición de dulcera impenitente. Así que para subsanar el problema del postre, cuando ya casi no les quedaba tiempo, echaron mano del merey y felizmente superaron el percance.

El producto fue la conjunción armoniosa de una crema inglesa con mazapán de merey, es decir, una especie de natilla milagrosa. ¿Cómo la hicieron? Desmenuzaron el mazapán, se lo agregaron a la crema inglesa y batieron. Colaron para hacer la crema más fina y la sirvieron muy fría con tropezones de merey pasado y revelar de esa manera de dónde provendría el deleite seguro de los comensales.

El mazapán de merey, hecho de almendra de merey tostada y molida, con leche y azúcar, es, sin ninguna duda, una pieza fundamental del patrimonio cultural viviente de Guayana. Se come solo, en tortas, con helados, y ahora, maridado con la crema inglesa, en natilla de Salsipuedes. Tiene tantos usos como imaginación, gracia y gusto posea el cocinero.

Algunos cronistas hablan de su procedencia trinitaria, pero todos coinciden en que fue Nicolasa de Sutherland quien decidió un día sustituir las almendras importadas por las de merey para continuar haciendo en Angostura los confites que antaño elaboraba en su natal Trinidad. Lo cierto es que varias generaciones de Sutherland y de otras célebres familias guayanesas convirtieron al merey en un atractivo gastronómico de Ciudad Bolívar. Yo acostumbro adquirir el mazapán de Guillermina, por recomendación que una vez me hizo mi amigo César Reyes Chacín. Guillermina falleció hace unos años, pero sus herederos prosiguieron el negocio en su misma casa cercana al terminal de pasajeros de la ciudad.

Razón tuvo Francisco Lazo Martí cuando en su admirable poema Silva Criolla escribió el verso con que he titulado esta nota: “Y desprende el merey sabrosa almendra”.

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La hallaca: una ceremonia afectiva

Todos en navidad cedemos a los placeres de la mesa. No hay cuerpo que se resista ni dieta que se cumpla. Y es que la celebración decembrina no sería tal sin la felicidad de los condumios. Las promesas de austeridad en nuestras ingestas quedan postergadas para los buenos propósitos del año venidero. Nada de abstinencias gastronómicas en estos días propicios al exceso, durante los cuales parece que nos hubiese sido otorgada una licencia especial para los desafueros del convite. No es para menos. Se trata de una fiesta del espíritu cuyo centro se encuentra en la cocina, a la que acudimos en familia para dar cumplimiento a los rituales de una hermosa tradición. Por unas semanas somos todos golosos y hallaqueros.

Hemos ido perdiendo numerosas usos y costumbres, pero la secular hallaca no se desvanece. Ahí está, viva, manteniendo su lugar estelar en la navidad venezolana. En torno a ella giramos durante los días pascuales, intentando recuperar convivencias perdidas o espacios de amor lesionados y maltrechos. La hallaca hace el milagro de reunirnos. Y la cosa comienza desde los preparativos de su confección, pasa gozosamente por ésta y no concluye con su consumo. Se prolonga en los intercambios vecinales, amistosos, familiares, o simplemente, afectivos. La hallaca es un aguinaldo que se comparte y un gusto colectivo que nos damos una vez al año para disfrutar de la paz, o por lo menos, de la tregua.

Un tratado de sociología venezolana que se respete tendría que detenerse en la hallaca como un capítulo fundamental de la concordia criolla. Ver a los hermanos distribuirse las tareas en su elaboración, a la madre dirigir la brigada y al padre probar el guiso o amarrar torpe o diestramente, es un espectáculo de integración hogareña que no puede pasar inadvertido al estudioso de nuestro carácter como pueblo.

Hacer hallacas es, sin duda, una manifestación riquísima, que no se limita a la actividad alimentaria. Representa un acto de comunión con los ancestros y de reencuentro con nuestros contemporáneos. Es una expresión de patrimonio cultural material e inmaterial, a la vez. También lo son sus resultados. Y algo más, representa los más preciados orgullos caseros, los más célebres trofeos gastronómicos de varias generaciones. Las hallacas son simultáneamente vanidades comestibles y simbólicas. Son sabrosísimas querencias milenarias.

Plato barroco y rey de los tamales, la hallaca recorre nuestra historia y recoge a su paso lo mejor de las raíces de este continente. A partir de su presencia arquetipal, admite variantes de diversa índole, dejándole a la sazón de cada uno el secreto de su grandeza, que se revela de una vez en el color y la textura de la masa. Lo que sí no ha admitido aún la hallaca es la novelería. Así, cualquier intento de deconstrucción refistolero se estrella contra esta pieza monumental de la cultura venezolana. Y es que deconstruir afectos no puede ser impune. Y la hallaca, como se sabe, es sobre todo una ceremonia afectiva.

Este año, como siempre, ayudé como veterano amarrador, en la confección de las hallacas de Cuchi, en cuyo guiso la única carne que participa es la del cochino. La manteca de este soberbio animal (temida por algunos hugonotes de la alimentación) es la que se encarga de realzar la delicada masa de estas hallacas que son como las de mi abuela tocuyana, cuyos secretos alguna vez le confió a Cuchi mi tío Oscar Castellanos París, a cuya memoria dedico el esplendor de este momento sagrado.

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Por el camino de Proust

Debo a la conjunción de un leve resfriado y de una larga conversación con una amiga mi silencioso descubrimiento de Proust. El resfriado me mantuvo en cama durante un larguísimo día dentro de una quinta de la calle Motatán, en Colinas de Bello Monte. La quinta se llamaba San Eugenio y la amiga se llama Fernanda García, para ese momento mi compañera de estudios.

El hecho ocurrió hará unos veinticuatro años. Fernanda me había hablado la noche anterior de un libro que le fascinaba: una especie de Proust par lui-même, preparado amorosamente por Claude Mauriac.

La entusiasta referencia de Fernanda me llevó a curiosear las páginas de un ejemplar cuya lectura había venido postergando por falta de tiempo o por desgana, qué sé yo, a pesar de que Ludovica me lo ponderaba con frecuencia.

Abrí el libro y esa tarde leí sin parar Por el camino de Swann, en la legendaria traducción de Salinas. Al llegar a la página 91 un soplo de voracidad se apoderó de mi lectura. No sabía de dónde procedían tantos olores. Entonces Marcel Proust, con la morosa delectación de su escritura inigualable, me informó que una sacerdotisa de la gastronomía llamada Francisca había elaborado una lista de comidas al ritmo de las estaciones y de los episodios de la vida.

He aquí la lista: un mero porque la vendedora le había garantizado que estaba fresco; una pava, porque la había visto muy hermosa en el mercado de Roussainville le Pin; tuétano con cardos, porque todavía no nos los había hecho así; una pierna de carnero asada, porque el salir da ganas, y porque tenía tiempo de bajar hasta los talones de aquí hasta la hora de la cena; espinacas, para variar; albaricoques, porque eran de los primeros; grosellas, porque dentro de quince días ya no habría; frambuesas, porque las había traído expresamente el señor Swann; cerezas, porque eran el primer fruto que daba el cerezo del jardín, después de pasarse dos años sin producir; queso a la crema, porque me gustaba mucho antes; pastel de almendra porque se había encargado la víspera, y el brioche, porque nos tocaba a nosotros traerle.

La lista parecía interminable y me llevó a mundos imprevistos. Cada plato fue para mí una transfiguración de otros. Cada motivo, un capricho de mi abuela, de mi madre o mío. Se me reveló el universo entero en una mesa, en una fruta, en una cuchara, en un pan, en un salero. No podía verme nadie: en una desesperación de ternura me aproximé al libro y le di las gracias a las cosas que estaban a mi lado y bendije por un instante el poderoso olor del agua de azahar que percibí una remota mañana en la casa de mi Papabuelo.

Para el final, como debe ser, probé la crema de chocolate, inspiración y atención personal de Francisca, leve y fugitiva como una obra de circunstancia en la que hubiera puesto todo su talento. Era la apoteosis, el homenaje al padre, la delicia suprema, la medicina de los dioses.

Como escribió una vez Alejandra Pizarnik, sin pensar en Marcel Proust ni en comida alguna: «He de morirme de cosas así».

Sobre el autor

Textos publicados originalmente en: https://wwwconuqueando.blogspot.com. Foto: https://inmediaciones.org.

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