literatura venezolana

de hoy y de siempre

Clamor Campesino

Jun 26, 2025

Julián Padrón

I El general Saturio Cuaima

El valle del Guarapiche limita por el cielo con las montañas. Y des- de el fondo del valle por donde corre el río míranse a lo lejos las cimas del Turimiquire y las Lagunas con su elevada meseta de Cocollar; los cerros de Los Corocillos, La Cagua y la Loma de la Virgen con sus sabanas de pastos; la fila de La Cuchilla y los cerros de Periquito con sus faldas que vienen a morir a los pies de la Cueva del Guácharo; la montaña de El Aguacate con sus valles de Teresén; la mole azul de Cerro Negro y las montañas de La Guanota y Santa María que encierran las mesetas de San Agustín. Y más cerca los pequeños cerros de El Copey, El Perú, la Cueva del Guácharo y Buena Vista, que son las campanas de la pequeña iglesia del valle extendido en el fondo de todas aquellas alturas y a lo largo del río Guarapiche. Y detrás de todas las cimas, más allá, el mar Caribe, los Golfos de Paria y de Cariaco, Los Llanos, el Orinoco y el Caño San Juan.

En medio del valle se levantan las oficinas de la hacienda La Trinidad. Un arroyo del mismo nombre baja de la montaña y viene a regar los terrenos de sus márgenes, donde los plantíos de cañas y frutos menores verdean bajo la sombra de árboles frutales. Pero antes que el arroyo pasara de largo frente a las casas, la voluntad del dueño de aquellas tierras enrumbó una parte de sus aguas, derivándolas por un canal de ladrillos hacia la turbina que mueve el ingenio de cañas.

Cuando el general Saturio Cuaima se radicó en el valle del Guarapiche había por todas partes multitud de pequeñas y medianas propiedades y ranchos de conuqueros dispersos entre el monte como venados. Al principio tuvo que internarse en la montaña obligado a huir de las fuerzas del Gobierno que lo perseguían desde la lejana capital del estado. Y en el va- lle, protegido por la selva, levantó su vivienda, dispuesto al menor asalto a esconderse en la montaña para salvarse del tirano de su tierra. Más de una vez tuvo que hacerlo así.

A todo lo largo del curso del Guarapiche y a uno y otro lado de las riberas del río se extienden las haciendas de cañas. El Guarapiche viene desde las Lagunas, y de los otros cerros y montañas bajan a acompañarlo multitud de ríos, riachuelos y quebradas que van engrosando aquel pequeño cauce, al principio sólo un arroyo blanco y frío. Hay un momento en la geografía local en que parece que los cerros no quisieran dejar pasar el río, pues uno de ellos, alto y pétreo, se interpone en su camino. Pero la pródiga naturaleza abrió las entrañas del cerro, y un largo túnel sin techo para dejar que el cielo se mirara en sus aguas, da paso al Guarapiche y recibe el nombre de Las Puertas, al mismo tiempo que el río bautiza con su nombre el valle donde desemboca. Desde aquí vienen entonces a aumentar el caudal de sus aguas los ríos que dan nombre a los valles vecinos. Y como tributo de la tierra a la generosidad del Guarapiche por darle la gracia de sus aguas, de una piedra enorme del cerro que limita los valles de Tristé y Campo Alegre, mana un caudaloso arroyo, que tiene más de mil metros de extensión, para ir a aumentar las aguas del río.

Entre tanto las cosas de su país y las cosas de Cuaima empezaron a cambiar. Alguna tregua del tirano en su persecución y cierta indiferencia del Presidente del Estado le permitieron asentarse en aquellas tierras, y, aprovechando una reconciliación política llamada amnistía, se quedó allí, al parecer entregado a las labores agrícolas. Entonces tornose Saturio Cuaima en el caudillo de sí mismo, y se puso a sembrar cañas en aquellas vegas y a apropiarse más allá de los conucos de los campesinos, a. medida que el Gobierno le daba garantías bajo la condición de vigilar a los revolucionarios de la región, a la vez que acusaba tierras baldías en los alrededores del valle. Así logró al cabo de algunos años formar un vasto latifundio en el cual fomentaba una gran hacienda de caña, café y ganado.

En efecto, sólo desde la loma que domina los edificios se pueden divisar algunos linderos de La Trinidad. Por los cuatro vientos limitan la propiedad del general Saturio Cuaima las filas de las montañas que hacen horizonte contra el cielo, y en muchas partes la voz que señala tiene que pasar por encima de una fila para decir que el lindero no es la que se mira, sino la que está por detrás de aquélla.

En todos estos hermosos y fértiles valles poblados de caseríos, se extienden las haciendas de caña y los conucos de frutos menores. Unas producen papelón y otras aguardiente y, según las circunstancias del mercado, las pequeñas venden a las grandes sus mieles para la fabricación de ron. Todos los terrenos de estos valles son propicios para cañas, pero aseguran los campesinos que Guarapiche abajo, a partir de Las Puertas, los terrenos son todavía mejores, lo que da una gran preponderancia a las tierras del valle del Colorado. Sin embargo, aseguran otros, caña es planta de vega y no hay vegas mejores que las de Guarapiche, cuyas tierras son tan buenas que producen al mismo tiempo la caña para el ron y el berro para el gusto.

En la lejanía la montaña parece inmóvil, apenas con señales de vida en las copas de los grandes árboles que se mecen y dan un nuevo verde bajo la dirección de la brisa. En esa montaña están las haciendas de café del general Saturio Cuaima, cuyo fruto va a concentrarse en el patio de otra oficina. Y disperso bajo la montaña el mundo de los cogedores, con el canasto colgado de los hombros, realiza el trabajo que produce su comida y la prosperidad del general Cuaima y su familia.

Bajo el sol que cae sobre el patio llegan de la montaña unos peones con burros cargados de café maduro. El valle alrededor de la oficina verdea con todos los verdes. Entre el ruido del rastrillo sobre el patio de café, las voces de los hombres y el sonido del agua que mueve la turbina, domina el ruido del trapiche que derrama en las pailas el guarapo, y el de la trilla, que bota en las cajas el grano, mientras las conchas van a caer al arroyo. Por eso hasta las casas el agua del arroyo es blanca y de allí en adelante el lecho está cubierto de conchas de café, que se ponen negras con los días, y las aguas se miran renegridas sobre las piedras y tienen un sabor amargo. Pero el mismo lecho del arroyo las purifica filtrándolas en la arenilla del cauce, y más adelante los vecinos la toman para beber.

El amo de aquellas vastas tierras es un montañés de unos cincuenta años, genuino hombre de campo, de mediana extracción social. De regular estatura y fuerte complexión, su rostro mongólico es de ojillos pequeños y vivos, aparentemente más pequeños y menos vivos por el peso de los párpados. Tiene toda la vida condensada en aquella mirada oblicua, que infunde miedo bajo la cabeza cuadrada coronada por un cabello negro y liso de indio.

-¿Qué hago con los hombres que están en el calabozo, general? -pregunta Leopoldo Pinza, el jefe de los mayordomos de la hacienda. -Dentro de unas horitas les vamos a abrir las puertas.

Porque el general Saturio Cuaima es bueno con los hombres aficionados al aguardiente, sobre todo si son trabajadores como él, que se entregó a fomentar aquella propiedad, y por lo que ahora se puede dar el gusto de divertirse en parrandas.

Eso lo puede hacer el general con más derecho que nadie en todo el Estado. Para eso tiene dinero, poder y amigos incondicionales que lo acompañan y lo cuidan. Amigos más que amigos, porque quién sabe cuántos de aquellos hombres que trabajan con él en la hacienda son sus hijos. Hablando con el hombre que lleva oculto detrás de aquellos ojos taimados, el general sabe que uno de los que más han contribuido a aumentar la población de su hacienda y el número de los peones, es Cuaima, el general Saturio Cuaima. ¿En qué casa o rancho de La Trinidad no entra él cuando quiere y a la hora que le da la gana?

¿Cuántas casas de aquellas que forman el caserío y pueblan la montaña no son de su propiedad?
Detrás de los edificios extiéndense los campos de caña, con sus tablones divididos por hileras de plátanos o de mangos, entre los cuales pasa el sendero que conduce a cada uno de ellos. Allí se destacan los tablones ya cortados, con su color de hoja seca, donde empiezan a brotar los retoños. Más allá, los de plantilla, de cañas tiernas con nudos cortos, que parecen las piernas de una niña. En otra parte los tablones a cuyas cañas se les ha dado la primera limpia. Y por fin los tablones de corte, donde a las seis de la mañana, con los primeros rayos del sol, los cortadores doblan el lomo y empiezan la brega tumbando cepas, limpiando el tallo, cortando el cogollo, y lanzando las cañas a un sitio donde se forman los montones. Después vienen los burros de la hacienda, arriados por los cargadores, y éstos las meten entre los garabatos colgantes del sillón y las llevan al trapiche. Aquí descargan los haces y tiran las cañas a la pila, de donde los molenderos las van tomando para meterlas entre las mazas. Estas giran por la fuerza de los caballos o del motor, y de un lado va saliendo el chorro de guarapo, que pasa a una canoa para después seguir a las pailas; mientras por el otro sale el bagazo, que se transporta a los patios y después de seco irá a alimentar el fuego. El guarapo hierve, mientras los paileros, con el remillón, van quitando la cachaza y echándola en una canoa colocada en una esquina del tren de pailas. El fuego hace sudar la cara de los paileros, a pesar de que por debajo de las pailas tiene su respiradero hacia el torreón, que bota al aire el humo y el rescoldo.

Desde los cerros todo el valle del Guarapiche se mira como una sola hacienda de caña sembrada en la superficie de las vegas del río, apenas interrumpida por los plantíos de maíz, yuca y otros frutos menores en las partes altas, y por los cortes de yerba y los latales en las orillas de los caños y brazos del río. El río corre por la pata de los cerros o por en medio de las vegas, botándose sobre las playas de arena o custodiado por los latales espigados de las orillas. Entre los cerros poblados de conucos, con su rancho en las faldas, y sus potreros en la cumbre, donde pastan los animales de las haciendas, alárgase el valle, unas veces extenso, cuando los cerros se separan para irse hacia lejanos lugares, y otras angosto, cuando los cerros se juntan en los banqueados y meten en cintura al río, cuyo cauce es entonces todo el valle. Más allá, lejos y contra el cielo, se levantan las cimas de las montañas.

Un caserío de unos mil habitantes se fundó alrededor de La Trinidad. Un caserío cuyo jefe es Saturio Cuaima, investido por el Gobierno con las atribuciones de Comisario y autorizado para portar armas y ar- mar a sus espalderos y capataces, y para impartir justicia sobre sus vecinos. Un caserío que no puede comprar ni vender sino en la bodega de la hacienda.

Alrededor de la pulpería aún se ven las huellas de los hombres y animales que ayer domingo vinieron a arreglar su cuenta de la semana y a gastar el saldo favorable en artículos para la casa y en ron. Bajo un árbol están las cenizas del fuego donde se hizo un gran almuerzo y se frieron los chicharrones del marrano recién muerto. Y en un caney cercano se miran las manchas de sangre del novillo que se mató para suministrarle carne al peonaje.

En la colina del valle, rodeadas del verde de los árboles y del color de los rosales y de las trinitarias florecidas, se alzan las casas y las oficinas de las haciendas. En las casas, a orillas del camino real, vive la familia de los hacendados. Sus paredes encaladas, su piso de ladrillos y sus techos de teja roja, las destacan entre el conjunto de los ranchos de los campesinos.

Al fondo de las casas se levantan las oficinas. El trapiche es un largo caney donde se halla instalado el molino, con sus mazas de madera o de hierro, que muelen las cañas movidas por fuerza animal o fuerza motriz. En una punta del caney están situadas las pailas, que con fuego directo de madera y bagazo cuecen el jugo destinado a fabricar papelón o aguardiente. Alrededor del caney se arruman las pilas de bagazo, que durante el día se sacan a los patios para que las seque el sol. Y en la prolongación del tren de pailas se alza fuera del caney el torreón por donde sale hacia el cielo el humo de la candela que cuece el guarapo.

En la oficina del alambique está instalado el aparato de destilación. En la pieza contigua se encuentran las dos hileras de cubas de la batería donde fermentan las mieles. Y en el depósito se hallan las barricas de aguardiente, semejantes a las cubas, en cuyas paredes exteriores figura el número de litros de su capacidad y la llave de cobre goteando sobre el embudo del barril. Y en un rincón del corredor está una pequeña mesa donde se escriben las cartas, se llevan los libros de contabilidad y se llenan los esqueletos de las guías.

En el patio de La Trinidad, de unos cien metros cuadrados, se yergue la figura del general Saturio Cuaima y las de los peones que trabajan en la labor de extender el bagazo para secarlo.

-La bebezón como que fue grande ayer. Todavía se les mira el estrago en la cara y en esa flojera que les corre por todo el cuerpo -dice el general.

Los hombres, sintiéndose descubiertos, pretenden desmentir las palabras del general activando el trabajo, que se oye rendir en las ganas con que de pronto comienzan a darle al rastrillo para extender el bagazo; mientras los otros apresuran la labor de echar el verde al patio y de ir apilando el seco de las partes en que ya se ha asoleado lo suficiente.

-En el calabozo hay unos diez arrestados-responde pausadamente el mayordomo Leopoldo Pinza-. Son de los que formaron más bochinche, y hubo que encerrarlos para que no se cayeran a machetazos.

La molienda acapara toda la intensidad de la faena campestre. Los tirantes del trapiche crujen bajo el esfuerzo de los caballos arreados por el látigo y los cantos del muchacho molendero, como crujen las cañas trituradas por las mazas del trapiche. Los paileros cantan canciones rústicas, mientras los cargadores de caña cuentan cuentos al tiempo de descargar los haces y apilarlos. Los molenderos gritan al muchacho que arree los caballos, o dicen una grosería cuando las mazas por un tris no les muele una mano descuidada. Los cargadores de bagazo maldicen cuando pi- san las pilas húmedas y resbalan. El fogonero abre la puerta del horno y da un salto atrás empujado por el rescoldo de las llamas; luego toma un palo, empuja el bagazo quemado y lanza adentro una brazada de leña o de bagazo seco, y envuelto en humo cierra la tapa del horno. El guarapo continúa su ebullición en las pailas, y es necesario trasegar a la canoa la cachaza que aumenta. En una de las pailas el guarapo ha llegado a punto de miel y comienza a hervir lanzando al aire gotas de melado que levantan una llaga si caen en la piel. Ya el «fondo» está a punto de tirarse, y el pailero le echa unos puñados de cal para clarificarlo. El pailero trasiega a una canoa grande el melado, y allí otro hombre con una pala de madera como un remo comienza a batir el melado hasta ponerlo amarillo y en punto de melcocha. Entonces llama a los dos peones que van a coger papelón, los cuales se sientan frente al hornero con sendas cucharas de palo en las manos, y van echando el melado en las hormas que, humedecidas en un balde, les pasa un muchacho. Tarea de veteranos, pues se debe tomar en la cuchara la capacidad justa de la horma, ya que si se coge menos el papelón sale quebrado, y si se coge más, la melcocha que desborda produce horribles quemaduras en las manos.

En el edificio del alambique la faena se desarrolla de otra manera, sin la rapidez ni la intensidad de acción que requiere la molienda, y también sin los cantos ni los chistes que le prestan a ésta un sabor de fiesta dentro del trabajo. Los cargadores de miel transportan a las cubas las mieles que se han cocido durante el día. En las cubas comienza la fermentación, y cuando llega al grado mínimo vierten las mieles fermentadas por un canal de madera en la caldera del alambique y atizan el fuego. Hierven las mieles en la caldera y comienza la evaporación del alcohol, que por refrigeración en el serpentín se condensa y sale por el chorro a llenar los barriles. Después el alcohol se combina con agua hasta obtener el grado de aguardiente, que va a los toneles del depósito, de donde se llenan los barriles para los detales de licores.

Y al día siguiente, como la noria del trapiche que los caballos hacen girar desde la madrugada, las faenas de la hacienda comienzan con el mismo ritmo, que hace del campesino trabajador la palanca que mueve la naturaleza.

En el corredor de la casa que da frente a uno de los lados del patio, sobre cuyos pilares y tarimas florece una hermosa trinitaria roja, aparece una muchacha que llama con su voz más cariñosa:
-Papá, el almuerzo está en la mesa.

-Ya voy, Carmen.

El general Cuaima se separa de los peones que trabajan en el patio, mientras la muchacha se dirige al interior de la casa.

-Vamos a soltar a esos muérganos, Pinza-le dice al mayordomo. Los dos hombres se dirigen hacia la casa de familia y pasando por el corredor caminan hacia el calabozo, que está construido en el jardín de aquélla, frente al camino y a la orilla del arroyo. El calabozo es un cuadrado de cemento techado del mismo material, que por una cruel paradoja se encuentra rodeado de trinitarias y de las más bellas flores del jardín que con tanto amor cultiva la hija del general Cuaima.

Llegan frente al calabozo. Leopoldo Pinza saca del bolsillo un manojo de llaves y abre con la más grande el candado de hierro que guarda la puerta de pesada madera. Los hombres encerrados van saliendo del fondo oscuro de aquella prisión, que echa sobre el jardín su bocanada de oscuridad y de torpeza humana.

-Por esta vez los tuve no más que una noche -les dice el general Cuaima-. Pero la próxima vez que me formen escándalos los voy a mandar presos para la Jefatura.

-Muchas gracias, general-murmuran a un tiempo los peones saliendo del calabozo, con cierto aire de esclavitud que les inyectó la prisión bajo los efectos del alcohol.

El general Saturio Cuaima se dirige al interior de la casa al dispersarse los hombres por el camino, al mismo tiempo que Carmen aparece en el corredor del jardín llamándolo nuevamente:

-Papá, que se te va a enfriar el almuerzo.

Y al compás de sus pasos y de los del mayordomo, el general murmura:

-¡Estos muérganos no hacen sino buscarme vainas!

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