Otrova Gomas
CAPÍTULO I LAS ENTRAÑAS DEL LOBO
KURLO MASTRODOMÉNICO tenía algo que le diferenciaba de las demás personas: apenas se empezaba a poner nervioso, tomaba el dedo meñique de su mano izquierda y, lo forzaba hacia atrás hasta sentir el sonido del metacarpo al fragmentarse. A diferencia de individuos inestables y de los masoquis-tas principiantes, cuando notaba que ya estaba desprendido, no se quedaba quieto, seguía con el pulgar y luego intentaba amarrarse las dos extremidades sueltas hasta calmar el estado de ansiedad.
Quienes lo conocían desde los días de la juventud, comentaban en las chácharas de sobremesa que eso era anécdota, y lo que realmente le caracterizaba era su irascibilidad extrema, un estado de cólera que, en cuestión de segundos le hacía pasar del trato cordial y las sonrisas, a una agresión brutal e inmisericorde contra quienes le llevaran la contraria. Pero sin duda que fueron su inteligencia, el sentido de la justicia y una frialdad incrustada en lo más profundo de su alma, lo que lo llevó a terminar en el sórdido mundo de los asesinos por encargo de Runa Town.
Su historia era una de esas que producen desazón. Un caso más en las conjuraciones de la fatalidad para poner a prueba la voluntad de los protagonistas del drama social. Su madre, harta de vivir esclavizada en las cocinas y lavando ropa de terceros, se drogaba en los fogones. Allí se metía dosis despiadadas de ajo y cebolla cruda, absorbía aliños y comía manteca pura y, en el paroxismo de aquel viaje hacia mundos fantasmagóricos, bebía lavaplatos que la hacían derrumbarse en ataques epilépticos de placer. El padre solo trabajaba medio tiempo en los días impares debido a un juramento que le hizo al abuelo, un eterno desempleado, que no solo odiaba el trabajo, sino que iba a las fábricas a las horas de salida de los obreros y les insultaba, acusándoles de desperdiciar la vida sin darse cuenta. Tal actitud rebelde, le hizo sufrir días de penuria, escasez y sufrimientos, en los que arrastró a toda la familia hasta la noche de su muerte.
Fue en los tiempos de su infancia y por las carencias que tuvo que soportar, cuando Kurlo aprendió a sobrevivir apoyándose en un dueto infalible: el cálculo y la inteligencia. En esa época conoció las riquezas culinarias que atesoran las hojas de los árboles, cazar pequeños animales de los bosques y beber el agua de los ríos. La supervivencia se le volvió un deber por necesidad y una obligación para forjar futuro y, con ella, se estrechó la mano.
En su inquietud, además de la dificultad de convivir con la madre, apenas salió de la adolescencia tuvo que abandonar el hogar por los continuos enfrentamientos con el padre. Bastaba que los dos se encontraran, para que su progenitor le pusiera un tema conflictivo y empezaran a discutir en un crescendo de violencia. Lo que se iniciaba como una discrepancia tonta, terminaba con insultos, groserías, acusaciones y el lanzamiento de objetos contundentes, algo que apenas apaciguaba el llanto de la madre drogada pidiéndoles que se calmaran, pero solo terminaba cuando el joven se iba de la casa tirando la puerta y amenazando con quemar el sitio mientras durmieran.
Fue después de una agria pelea, en la que casi mata al padre y a dos vecinos que trataron de salvarlo, cuando tomó la decisión de irse para siempre del rincón familiar, aun sabiendo que perdía aquel contrincante cómodo y dispuesto a saborear la caricia incondicional de sus agravios.
El día de la partida, el sol se le ocultó con nubes tormentosas y, la melancolía, que nunca conoció en la vida, ocupó por breves instantes el lugar de su ímpetu agresivo, aunque solo soltó una lágrima. No por los que le dieron la vida. Era el adiós postrero y tributo silencioso a Marlene, la hija del vecino que, religiosamente, se desnudaba frente a su ventana antes de acostarse sin saber que él la miraba detrás de las cortinas.
Si al principio pasó dificultades por la falta de dinero y la ausencia de una mujer que le lavara la ropa con el cariño materno, a los pocos años la vida le dio cartas de ganador y empezó a hacer fortuna. Su primera incursión en el mundo de los negocios fue una exitosa cadena de retretes femeninos que, dotados de una red de tubos plásticos individuales, permitía que varias damas pudiesen compartir el mismo baño al mismo tiempo.
Años más tarde, un trabajo inesperado amplió la holgura de sus finanzas: los cobardes del barrio que deseaban darle una paliza a alguien que no les respetaba, encontraron en la habilidad y la violencia de Kurlo el instrumento perfecto para el ejercicio de una venganza de altura y ejemplarizante. Esto, además de llenarle los bolsillos, le sirvió para aumentar el extraño sentimiento de justicia que tenía anclado en el corazón desde los tiempos de la escuela.
Era un espectáculo patético ver a aquel joven fornido cuando se enfurecía a nombre de otros y, les pegaba a sus enemigos quebrándole los huesos, mientras, a su lado, el que le había contratado insultaba a la víctima y le hacía sombras de boxeo como si fuera él quien le pegara.
Solo de esa actividad pasó a vivir el joven Mastrodoménico, al fracasar el negocio de los retretes femeninos por la eterna desconfianza de las mujeres. Fue en esos días de ejercicio de violencia, y sin que nadie supiera sus razones, que incursionó como autodidacta en el apasionante mundo de la física.
Después pasó lo que pasó.
CAPÍTULO II EL DISGUSTO
A QUELLA NOCHE del 8 de abril había un descontento generalizado en la capital de Luxaria. Los diarios y, más tarde los noticieros de televisión, solo hablaban del descubrimiento de otro enorme desfalco al erario público por parte de un grupo de políticos vinculados al Gobierno. La gente, en las churrasquerías, en los bares, en el paseo Limón y por casi toda Runa Town solo se hablaba de lo mismo. Unos decían: «—¡Otro robo más!, ¡desgraciados! y seguro que no les pasa nada». Algunos se desahogaban con el clásico: «—Dios mío, ¿cómo es posible que esto ocurra en el país?», y en la intimidad de los hogares, por doquier se repetía el popular lamento: «—¡Qué dolor! ¡Con eso hubiéramos pagado la deuda externa!».
Mientras la onda de decepción y amargura colectiva se extendía por la noche luxariana, a la misma hora, en el apartamento de Kurlo en el barrio la Línea, había una calma fuera de lo común. Se encontraba en lo que él llamaba, una sesión de silencio absoluto. Un estado de concentración sistémica y de pensamiento cero, al que se sometía para atrapar la paz espiritual y reencontrarse con el sentido universal de la justicia. Algo que, según él, solo podía nacer en un estado de mutismo total y sin el más mínimo murmullo.
Gracias a una extraña y compleja hermeticidad física que había logrado, la presión ambiental de su apartamento llegaba a unos puntos que podían dejar atónito a un arquitecto aventurero. Pero aquella elipsis extrema, si bien parecía encadenada al mundo de los tántra hinduistas, al kalachakra tibetano o inspirado en el Libro de los Secretos, tenía una diferencia con todos ellos: a causa de las delgadas láminas de acero que había instalado en las paredes y, haber cubierto los vidrios de las ventanas con grafe-no, bastaba que se produjese un leve murmullo para que se inicia ra un eco, en el cual las vibraciones del sonido se propagaban rebotando por todas partes, y la resonancia iba aumentando hasta volverse insoportable al oído humano1.
Serían las ocho y treinta de la noche. El silencio ya estaba instalado en el lugar y empezaba el lento desprendimiento de Kurlo de su estado de conciencia, cuando justo en ese instante, sonó el timbre del apartamento sin que nadie lo esperara. Apenas lo sintió, su cuerpo sufrió un impacto. Sabía lo que podía significar aquel timbrar repetitivo. Cerró los ojos y, haciendo una mueca con la boca, se apretó los oídos con las dos manos. No se imaginaba el inoportuno recién llegado, el daño que podía causar al pulsar su dedo con la baquelita del timbre que desencadenó el estrépito.
Su reacción instintiva fue tratar de saltar hacia la ventana para despresurizar la habitación. Aunque existía el riesgo de que, al igual que en los aviones volara por los aires todo lo que estaba adentro, pensó que era menos peligroso que la fuerza cortante de aquel sonido de timbre suelto saltando entre paredes. Pero fracasó en su intento. La onda sonora, ya más penetrante y aguda que al comienzo, al tropezar con su cuerpo lo lanzó hacia un lado y casi lo degüella. Intentó pararse, pero ella regresó tratando de cortarlo y aumentó la sonoridad. Con las manos aún protegiéndole los oídos, Kurlo maquinó otra opción: crear un contra ruido. Tendría que llegar al tocadiscos y poner una pieza a todo volumen que, al enfrentarse con las ondas sonoras del timbre lograra restablecer la calma. Prácticamente se arrastró como una culebra y alcanzó el equipo de sonido que reposaba en la mesa, tomó un disco de los Rolling Stone y lo puso al máximo volumen.
El efecto esperado fue inmediato. Al oír a los ingleses saltarines gritando, la resonancia cesó como por decreto celestial y anuló también la de los roqueros haciendo que el silencio regresara al apartamento.
Pasados unos minutos y sobreponiéndose a los acontecimientos, Kurlo se levantó del piso, abrió las ventanas y, poseído por la furia, se dirigió a la entrada para verle la cara al que le había interrumpido la concentración.
Pero, a veces, la vida juega sola con sus cartas. Justo en el momento en que abrió la puerta y se enfrentó a cuatro inesperados visitantes, por uno de esos caprichos del cerebro, las dendritas de un axón del lado izquierdo, que en el de Kurlo eran las que desataban las furias, empezaron a ser penetradas sexualmente por el núcleo de una neurona del hipotálamo al que hacía rato estaban provocando. Aquello, en el acto, transformó la ira de Kurlo en una onda de paz y amor e hizo que les recibiera con la mejor de sus sonrisas.
Podríamos decir, para no minimizar la realidad y revelarnos como incapaces de definir los estados espirituales de la ternura y la misericordia, que en sus labios estaba dibujada esa expresión de perdón que solo es posible encontrar en un fanático de iglesia cuando dice que ha visto a Dios.