literatura venezolana

de hoy y de siempre

La casa de los Abila

José Rafael Pocaterra

Capítulo I

Entre las demás fachadas del barrio, modernizadas o reconstruidas, la casa de los Abila parecía conservar como un reto su arquitectura churrigueresca y linajuda; sólo que una capa de pintura gris la hacia estar más a tono con el vecindario, a pesar de sus enormes ventanas de repisa y gruesos barrotes cuadrangulares, del portón conventual chapado de clavos cabezudos y bajo cuyos aldabones—dos delfines de retorcida cola—brillaba el cobre de una cerradura inglesa incrustada allí, irreverentemente.

Corría el pesado alero sobre ménsulas que iban tendiendo una serie equidistante de quimeras, y al remate de las cinco ventanas uníase toda la línea que bajaba por las juntas hasta el zócalo, saliente, liso y corrido como el alero. Seis dragoncillos vomitaban el agua de las lluvias sobre la acera; seis dragonzuelos de piedra; seis pequeños monstruos desdentados, con las fauces llenas de tierra y de yerbajos.

El aspecto de aquella vivienda hacía suponerla amueblada en igual orden. Allí debían de estar las alacenas empotradas en el muro; los armarios de roble, las cómodas de caoba oscura; todo un mobiliario grave de cerda y de antiguas maderas. En la sala, desnuda y fría, los sillones de brazos, el enorme sofá algo cojo, las consolas con sus briserillas y sus candelabros, las redomas bajo las cuales lucen el reloj de cobre soportado por un atlante y los pájaros disecados y el racimo de frutas del trópico reproducidos en cera. Una «araña» colgada en mitad del salón, desde la obra limpia del techo altísimo, daría una nota cristalina, vetusta, con sus largas lágrimas de vidrio. Habría también al acaso, sobre el piano de cola, entre los cuadernos «Poliuto» o «Lucia di Lamermoor», el álbum negro, descuadernado donde la mano enamorada de alguna abuela copió las antiguas canciones españolas y los ingeniosos versos de su acróstico compuesto por el licenciado Briceño y Briceño.

Y las noches de luna, todas las albahacas del patio inhalarían la casona. Una voz seca y áspera. Los «Quince Misterios» en un rumor monocorde, soñoliento, piadoso.

Pero el desconcierto comenzaba en el zaguán de mosaicos multicolores, en el anteportón barnizado con su botón fantasista del llamador eléctrico. En vez del clásico santo Patrono una bombilla incandescente figurando un lirio. Y luego el corredor, los pilares estucados, columnas soportando jarrones de plantas extrañas, lámparas de latón dorado, butacas de mimbre amplias y cómodas para exhibir un cojinete oscuro—hall de un balneario de segundo orden— cancelas labradísimas, decoración molduras a punta de pincel gordo con medallones de una heráldica de pastelería; vidrios esmerilados, algún mueble absurdo, difícil, enojoso de tropezar. Y la jaula de un pájaro —canario artificial de peluche amarillo con los ojillos en cuentas negras— complicado alcázar de alambres y cristales. Todo flamante, pulquérrimo, como acabado de adquirir a fuerza de dinero y por lotes, oloroso a quincallería.

Apenas un cuadro grande en la pared del sombrero —suerte caprichosa de juncos y argollas de cobre que colgaban del belfo de un jaguar y en el cual era de lo más laborioso suspender el sombrero o meter el bastón— un cuadrazo, un paisaje que suele estar en la tapa de las cajas de bombones. Lo demás eran chucherías, cuadritos «alegres» en vidrio repicado que evocan las ensaladas rusas, una japonería «made in Germany»; la trípode de búcaros pequeñines—pueril concesión criolla— variedad infinita de helechos. Alguna revista de modas a medio abrir y los diarios de la mañana tirados en una butaca, doblados de prisa en la página de las «sociales».

La sala, dividida en dos por un arco de yeso imitación mármol, y por un biombo de laca, presentaba un aspecto lujoso por la calidad de algunos objetos: había sillas doradas, butaquitas, poufs de raso estampado, «confidentes» ligerísimos para sentarse con mucha incomodidad; un juego Chesterfield, un sofá Luis XVI tapizado de grandes rosas chocolate sobre fondo pálido. Espejos altos, marquetería de una mesilla por cuyo tapete iban corriendo dos discóbolos de similor; el atril de ébano junto a la pianola arropada en un chal andaluz de Nueva York, última factura de Santana, rosaté y oro muerto; dos negros de terracota cazando sendos hipopótamos sobre la base de los floreros, un chinois, una cabeza de fauno en porcelana, mesas de toda forma y tamaño atestadas de bibelots, reproducciones de la torre Eiffel, de la gruta de Lourdes, Psiquis y el Amor, y entre esta una maqueta y una Dafne defendiendo de un Apolo urgido sus duros muslos de virgen, un Napoleón Bonaparte de yeso, pensativo y tricolor. Detrás, chiquillos rozagantes, haciendo un pupú graciocísimo en un sombrero de copa, celuloide de Nuremberg. Todo lo cual parecía presidir el gran retrato fotográfico, retocadísimo con tendencias al óleo, dentro de un marco dorado, sobre el testero de la sala —el principal, sin duda, porque allí había testeros por todas partes—. Era un señor de patillas; los ojos saltones, la boca grande bajo un bigotazo feroz. Se asomaba como asustado de hallarse tan a la vista de todo el mundo, ya que en su vida «el pobre Abila» a pesar de sus dos haciendas y de su floreciente capital en inmuebles se deslizó bajo el poder de «misea» Clarita con la humildad de una cañería. Así murió, de una malaria en Valle Hondo durante la molienda. Lo trajeron rígido, la nariz azul y las medias blancas a llorarlo un par de horas. Enterráronle de prisa y con lujo; ¡se empezó a podrir tan de súbito…! Un año y medio de luto elegante. Algunas cuatro semanas de «qué dirán». Y a ratos la viuda: «el pobre Abila», frecuentemente las hijas con aquella frase que se desliza entre dos excusas: «ya vez, chica, como estamos de luto por papá y tú sabes que la gente…»

¿Pobre? Naturalmente era pobre en sentido figurado, como así le decía su viuda. Dejaba no menos de dos millones de bolívares, todas las fincas saneadas, un chalet en Los Chorros, la «Villa-Clara» en Los Teques, el terreno en Macuto para hacer allí —gemía tristemente la señora— «un ranchito» cuando le llegara la hora de los reumatismos; papeles, valores, acciones en el Banco de Venezuela, y la hipoteca sobre una casa de catorce o diez y seis mil pesos cuyos intereses habían caído desde las manos patricias y marchitas de las nietas del general Zubiaurre—prócer la Independencia muerto, mediante cuarenta pesos mensuales hacía ya muchos años, en una silleta de la Corte Marcial.

Dejó también Abila en los estantes de las barberías, sucia la carátula de tiempo y de moscas, un «Método práctico para obtener caña de azúcar de más de nueve gradas en terrenos anegadizos».

Trabajador, acucioso, modesto, sólo crió cerca de sí a Juancito, el hijo menor, que no quiso «seguir estudios» y a quien tenia ya iniciado en el trabajo. León, el mayor, estaba en Europa «perfeccionándose» de ingeniero; y Carlos, el segundo, era «gente bien» en Las Gradillas. Circulaba en esa pequeña sociedad de «recibos», garqonniere a escote, camaradería con los toreros de temporada y con los diputados incidentales; todo lo cual, también, incidentalmente, hacíale perder cada año el curso vitalicio de Derecho que estaba siguiendo.

—¡Siquiera el otro se me graduó! —exclamaba su padre.

Y cuando quiso utilizarle en Valle Hondo para montar la maquinaria nueva, pasóse allá tres meses dictando órdenes, montando a caballo, jugando ajedrez con el experto cubano que fue menester traer para que le ayudase, y en definitiva se perdió la tercera parte del producto ese año, y se perdió Carmen, la hija de Cosme, mayordomo—y estuvo perdida algún tiempo—hasta que apareció por la Avenida de Diciembre, en la doble insolencia de su belleza y de un automóvil, bajo el nombre de guerra a la moda: «la Vallecito».

Pero lo que decía su padre al reprender a Carlos ahora:

—¡Siquiera se me graduó! ¡No se perdieron esos otros reales!

León regresó a Europa para seguir «perfeccionándose». De tarde en tarde recibíanse cartas suyas en que pedía dinero, anticipos de pensión, «extras»—cartas fechadas en Los centros industriales de Bélgica, de Alemania, de Italia, de Suiza—o lindas postales del Bois, de Monte-Carlo, al borde del Danubio, o en Biarritz, o durante una excursión a la Jung-Frau con su inevitable «edelweiss» reseca.

Una delicia para él la poca geografía económica de los de su casa. Y cuando le contestaba al padre remitiéndole el giro, pero algo sorprendido de tantos y tantos viajes a ooco llegaba un regalillo para la mayor, Inesita, recién casada con Oñate—de la firma Oñate, López y Compañía— comerciante calvo, reumático y enamorado. Una piel, un dije, alguna monada… Entonces ella tomaba de su cuenta el asunto:

—¡Eso no, papá!, es que tú estás acostumbrado a vivir en la hacienda, en esa vida tuya con los peones y no sabes las exigencias que tiene Leoncito en Europa, en el círculo en que está… ¡Cómo vamos a permitir que le traten como un pelagatos…! ¡Eso no…!

Carlos dizque era como era a causa de su madre—pensaba entonces el desolado Abila:—¡Si no le consintiera tanto! Porque inteligente sí; no podía negarse. Su espíritu práctico, adormecido en un orgullo paternal de no reconocerse en aquel antípoda de su vida, no se preocupaba por el porvenir de un muchacho rico, bien vestido, bien relacionado.

Clarita— ¡pues la chiquilla parecía de excelente índole, aunque algo viva de genio!— tenía, como su madre, un corazón-de oro y la cabeza muy en su puesto. Además, hablaba un poco de francés y tocaba al piano «La Estrella Confidente» que él, las raras veces que pasaba la velada doméstica después de la molienda, oíasela enternecido, contemplándose las pantuflas que le bordara la niña en el Convento para el día de su santo: un cuerno de la abundancia en terciopelo rojo. Y suspiraba chupando su capadare a escondidas:

—Bueno, ¡Dios es muy grande! No hay como la vida de familia…

Sólo a Juancito, raquítico, tímido, insignificante, pero tenaz y laborioso como una hormiga, no se le creyera ni prójimo de aquellas gentes tan bien instaladas en la vida y en la sociedad.

Momentos antes de perder el juicio por la horrible dolencia, apestando a fiebre y a aceite de almendras lo llamó cerca de sí su padre… Apenas pudo señalarle el armario y balbucir:

—Allí… Juancito… los apuntes… ¡que no se pierdan, hijo!

Murió esa misma tarde. Con los ojos llenos de lágrimas, temblándole las manos de filial emoción, halló en el armario tres manillas de papel florete cuya caratula rezaba en la letra grande y garrapatosa de su padre: «Apuntes acerca de la aplicación del licor de Fowller en la peste caballar denominada muermo».

Llamado por cable, vino León de Europa a la apertura del testamento… Fue un luto chic. La viuda decía a cada visita de pésame, ahogando el mismo sollozo tras la misma pausa:

—¡El pobre Abila, murió en el trabajo, como un héroe!

Y hubo una de abogados y de Registro civil durante la quincena, con papelotes y libracos misteriosos allá, celebrando consultas con el «doctor», discutiendo con Oñate y explicando a Carlos y a su hermanita lo relativo a «la legítima tutela natural de la madre sobre la menor Clarita», mientras la señora, presidiendo los consejos de familia, sonábase discretamente y gemía a cada instante:

—El pobre Abila, tan metódico, tan ordenado… todo tan bien previsto. ¡Murió como un héroe!

Para el efecto, el héroe legó un patrimonio que no llegara a suponérsele con aquel terno de cuadritos y los eternos botines amarillos.

Los dos hijos, también muy conmovidos, pasábanse días haciendo números y suspirando gravemente dentro de sus trajes negros, impecables.

A Juan hubo que llamarle de prisa de la hacienda —a la que regresara después del entierro para vigilar la molienda— con el fin de que pudiera asistir a la lectura de las disposiciones testamentarias.

Por ellas se enteró de que el grueso de la fortuna patera, a deducir las partes de de León y Oñate, este último como representante de su mujer, formaban un todo con la tutela de Clara, las gananciales y la legítima de su madre y lo que les correspondía a él y a Carlos su hermano; sólo que éste entraba a ser socio de la firma Oñate y Compañía y su cuñado quedaba como administrador general.

León volvería a Europa después de liquidar sus haberes: la hacienda vieja, tres fincas y algunos valores en buen papel.

—Yo no voy a estarme en la ceiba de San Francisco, de punto, ni a pelear con albañiles… Aquí no hay porvenir: este es un país muy atrasado.

Compraría deuda rusa—pensaba mientras el rábula, cabalgándole los anteojos en la grupa de la nariz, iba leyendo las cláusulas del documento con voz ultraterrena, como si el mismo difunto leyese: «y por cuanto» y «como quiera que»…

El tribunal se había constituido en mitad de la sala donde flotaba aún el vaho del ácido fénico, del tomillo y de las pavesas quemadas. Por el postigo velado entraba la luz de la calle, lechosa, trazando un camino de moléculas multicolores que iba a morir en la alfombra, al pie mismo de la mesa central en la que estaba instalado el juez. En sitio prominente, llevándose a cada instante el pañuelo a los ojos, languidecía la viuda entre sus dos hijas: Inés, rubia y apagada; Clarita, inquieta, siguiendo vivamente con la mirada todos los gestos, en tanto su hermano León, apoyándose con indolencia en el brazo de la butaca, le acariciaba los cabellos de tiempo en tiempo o dábase golpecitos en los nudillos. Carlos parecía fastidiarse, teniendo a su derecha al señor López—de la razón social Oñate, López y Compañía—, a su izquierda al abogado de la familia Patiño-Ríos y a un procurador de perfil huido y saco verdegay. Al fondo, en un sofá, como si les uniera un mismo ademán de tristeza y de abatimiento, estaban Juancito y un viejecillo pulcro, menudo, silencioso, que parecía examinar con curiosidad los muebles y las cortinas sin pagar mayor atención a la gangosa lectura.

Entre ambos grupos la calva de Oñate brillaba reflejando la luz del postigo. Establecía un punto de contacto luminoso y circular en el centro de las dos negras nubes que constituían la familia.

Cuando llegóse a la parte dispositiva del testamento, el lector se afianzó las gafas, inclináronse atentas las cabezas de los abogados, crujieron algunas sillas, fulguró, inusitadamente, la calva de Oñate y un hálito de inquietud, de angustia, pasó como una ráfaga por encima de los herederos que estaban trémulos, y que parecían irse bebiendo sorbo a sorbo las sílabas, tal si aquellas casas, aquellos predios y las riquezas que iba enumerando el largo documento, estuvieran allí, en tajadas, en pedacitos.

Y al terminar una cláusula, que comprendiera a algunos de los oyentes, casi sentíase un suspiro de alivio que estrangulaba la voluntad difícilmente; brillaban inquietas las pupilas de los que aún aguardaban su turno, con mayor ansiedad cada vez, como si los legados fuesen cercenándoseles en carne viva.

Iba a concluir ya el infolio sin que al joven ni al viejecillo del sofá se les mencionara para nada. Permanecían inalterables en su extraña y modesta actitud.

De repente todos los ojos cayeron sobre ellos:

—»A mi tío Teodoro… —leyó el rábula tosiendo —que quiero que viva y muera en nuestra casa como un padre, porque tal lo fue para mí a los comienzos de mi fortuna: una pensión mensual de doscientos bolívares para que disponga de ella como a bien tenga; y siempre y en todo caso deberá ser acatado, cuidado y respetado como lo merece…»

Lució una sonrisa de ternura en los labios del joven:

—¿Está contento, papá-Teo?

—Estoy muy triste, hijo.

Sobre ellos posaban la mirada cariñosa de Clarita, las pupilas miopes de Inés, la ojeada sorprendida de Carlos; León diríase que les ignoraba; la viuda habíase quedado muy grave; y Oñate, con tono amable y conciso, murmuró por lo bajo:

—Muy correcto… muy justo…

Terminábase el acto con las formalidades del caso. Y todos se miraban a las caras sin que nadie se atreviera a decir palabra. ¡Ni una sílaba en todo el extenso escrito que aludiese al hijo menor! Permanecía éste serio y callado al lado de su tío abuelo, contemplando la alfombra. Fue la voz clara y serena la que se alzó en medio de un rumor de extrañeza:

—Debe haber una omisión involuntaria, señor juez, en la lectura del documento.

El magistrado hojeó nerviosamente el legajo, leyéndolo por debajo de las gafas:

—¿Una omisión…? Caballero… dice usted que una omisión… ¿y dónde?

—No se ha dado lectura a la legítima que corresponde a mi sobrino Juan Domingo Abila, hijo—añadió en medio del asombro general.

Pero el funcionario, con un rubor levísimo en las mejillas descoloridas, exclamó de pronto sacudiendo los papeles:

—Aguarden ustedes… este caballero tiene razón… Había saltado este «otrosí»….—Y declamó, siempre solemne, campanudo, recalcando las frases, poniendo en las comas una pausa épica y dándole un valor verbal extraordinario al sustantivo—: «…a Juan, mi hijo, lego, a más de su legitima comprendida en la masa común de mis bienes, cuya parte escogerá de acuerdo siempre con su madre, los terrenos denominados «Los Terecayes», la casa de pulpería que poseo en el camino real del mismo sitio, los animales, útiles y herramientas anexos con más un vale por seis mil bolívares, que está entre los valores de caja, otorgado por don José Antonio Ledezma, criador, vecino de dicho terreno. Quiero que con dicha suma y la finca comience a trabajar en el mismo lugar en que yo comencé a formarme hombre y le encargo separar de este dinero lo necesario para publicar mis «Apuntes acerca de la aplicación del llamado licor de Fowller en la peste caballar denominada muermo».

—¿Es todo?—inquirió papá-Teo sin expresión.

Una idea burlona apuntó en la mente de los extraños. La familia estaba conmovida ¡hasta aquel detalle de querer que el hijo forjara la propia fortuna con su esfuerzo y la ayuda cariñosa y oportuna!, ¡veíase en ello al padre excelente, al marido lleno de delicadeza que hacia respetar en primer término la voluntad de su consorte!

—¡Era un héroe del trabajo!—prorrumpió la señora mientras se retiraban.

—¡Qué hombre!—comentaba Patiño-Ríos, saliendo.

Apoyado en el brazo de su sobrino, papá-Teo abandonó el salón:

—Y tú, niño, ¿estás satisfecho?

—Oh, sí, papá-Teo, ¡más que satisfecho!— y luego queriendo borrar el tono amargo agregó con humildad:—Más Contento que si me hubiera dejado casas y haciendas como a mis hermanos… con ese terrenito y esos reales, yo trabajaré, haré lo mío. Tú has de verlo; y quién sabe… ¡Quién sabe!

Su voz apágose, de súbito. Nunca le oyera hablar así nadie. Aquello había salido traidoramente de su corazón y volvía a sepultarse en en su silencio.

Quedó la sala desierta, más sombría, más triste. En la mesa central un pedazo de vitela rota, la mancha sangrienta del lacre de los sellos. Y en el testero, sobre el gran sofá Luis XVI, dentro de su cañuela de yeso dorado, el difunto, con las patillas aborrascadas y los ojos más saltones que nunca —efecto sin duda de la media luz— parecía consultarles a la pianola y a los dos sillones si su mujer estaría satisfecha de aquel testamento.

Sobre el autor

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *