Clara Posani
Capítulo 1
No recuerdo con exactitud la hora, fue por la mañana cuando me encontré con Pedro Duno en la Universidad. Lo esperaba cerca de le central telefónica. Lo vi desde lejos cuando estacionó su Volkswagen verde y caminó con la cabeza baja, un poco encorvado, con unos libros debajo del brazo. Primero se dirigió a un muchacho que lo esperaba y luego de hablar rápidamente con él se dirigió a mí. Con ese nerviosismo que lo caracterizaba, con ese brillo en los ojos y en su acento medio francés (tiene frenillo), me dijo:
—Quisiega que te encaggagas de un compañego.
—¿Cuándo?
—Ven esta targue en el local del edificio Guagimba en el apt…
Para esa época, hablo del año 62, yo vivía cerca de Petare en un conjunto de tres edificios con piscina, árboles, grama. Ahí vivían empleados de diferentes embajadas: americana, española, etc. Esa tarde antes de le hora indicada, salí a la Avenida Francisco de Miranda y tomé un carro por puesto.
Recuerdo que a pesar de ser el 13 de enero una época fría, hacía mucho calor, o a lo mejor eran mis nervios, pero es raro, en esa época yo era mucho más joven y menos nerviosa. Como era temprano y para dar tiempo, bajo del carrito cerca de la bomba de gasolina y camino los escasos metros que me faltaban para llegar al edificio. En aquel momento me sentía orgullosa de pertenecer al partido comunista y eso me daba una gran seguridad.
Llegué al edificio Guarimba; como no vi el carro de Pedro entré en la pastelería «Doris» y pedí un refresco. Otra vez a Pedro se le había hecho tarde. La mayoría de los que entraban en el local eran italianos.
Me asomé a la puerta y vi a Pedro llegando a estacionar, me dirigí a la entrada del edificio caminando con pasos lentos para dar tiempo a que él me alcanzara y cuando entramos en el ascensor no nos dirigimos la palabra; me di cuenta que tenía los ojos somnolientos, se había quedado dormido. Al llegar a la puerta del apartamento no recuerdo si él abrió con la llave o abrieron desde adentro, sólo sé que en el interior había un hombre flaco, no más alto que yo (1,50), de ojos intranquilos, que por momentos podría decir que tenía un tic nervioso; no saludó, una gran intranquilidad lo invadía. Ese lugar era como tantos otros que tenía el partido de pantalla, esta vez era una librería, y por su ubicación en el sexto piso de un edificio, era un negocio a simple vista muy raro. Generalmente las librerías están en las plantas bajas. Cuando uno está metido en el aparato armado las presentaciones están demás, Pedro dijo:
—Clara, este compañero estará desde hoy bajo tu responsabilidad. Busca una concha, un lugar seguro donde él pueda reponerse pues está recién operado. Le he dicho que puede permanecer aquí por un tiempo, que este lugar es seguro.
—Pero, ¿cómo crees tú que me voy a quedar a vivir aquí?, este lugar lo limpia la conserje y esas españolas están llenas de malicia.
—Eso no importa, yo le puedo decir a la conserje que no venga más.
—Eso sería muy sospechoso, además, ¿qué hago con las armas?
—Las escondes en una gaveta del escritorio.
—No, no, Pedro, eso no es posible; además, aquí viene una cantidad de gente, esta mañana se apareció Usejo y me ofreció una concha en su casa, pero esa concha no la puedo aceptar, la casa tiene dos cuartos alquilados y yo tendría que hacer una vida normal, familiar, pero bien sabes que no estoy en condiciones de hacerla, si pudiera hacerla no estaría aquí, hubiera alquilado un apartamento, ¡dinero no me falta! Además, esto vive lleno de gente conspirando, ¡me has tenido todo el día con un tremendo nervisismo!, tú me dejas aquí solo en este negocio, con esa puerta abierta y si entra alguien a comprar un libro no sé el valor de ellos, no dejaste ninguna lista de precios, además tengo que atender a todo el que llegue, y una de tantas personas que entraron hoy por esa puerta fueron tus sobrinas que vinieron a buscar la plata del alquiler.
—¿De qué sobrinas estás hablando?
—De un par de muchachitas entre 14 y 15 años que vinieron esta tarde buscando los doscientos bolívares.
—¿Y tú qué hiciste?
—Se los di, ¿qué más podía hacer?
—¿Que tú le diste el dinero?
—¡Claro!
—Esas no son sobrinas mías ni nada parecido, son simplemente unas muchachitas que andan pidiendo dinero por todos estos edificios, siempre se meten aquí y logran sacarle dinero a los compañeros haciéndome pasar mucha pena por eso.
—Bueno, ya no hay nada que hacer, todo esto es muy infantil y el primer error de todo es haberme dejado esa puerta abierta y yo encargado del negocio. ¿Qué piensas hacer conmigo?
—Esta compañera, Clara, se encargará de ti, cualquier cosa que necesites elle te lo facilitará, casi todas nuestras relaciona serán a través de ella.
—Todo eso está muy bien, ¿pero cuándo me voy de aquí?
—Clara, ¿tendrás un lugar seguro donde llevarlo hoy mismo?
Rápidamente miré al hombre, quise descubrir con velocidad quién era para luego saber a quién recurrir. Por el nerviosismo la intranquilidad en que habían estado envueltas sus palabras anteriores, me imaginé que debía ser un enconchado de cuidados especiales.
—Podría hablar con un matrimonio, ellos son ingenieros, la señora está esperando un niño y están sin servicio, por el momento se podría llevar allí.
—¿Por qué no consultas con ellos y después regresas?
—Sí, regresaré dentro de un rato, y además traeré el carro, pues ando a pie.
Cuando llego a la planta baja del edificio me encuentro con Jorge Castillo, un arquitecto que tiene su oficina en el mismo edificio, nos saludamos con la mano y sigo, en la acera tomo un taxi y le pido que me lleve a Las Mercedes bajándome en la avenida principal. Entré a una Clínica y esperé un momento para despistar a alguien que me estuviera siguiendo, salí de nuevo y caminé dos cuadras, volví a tomar un taxi y le pedí que me llevara a Petare; en la avenida Francisco de Miranda, a la altura de la inspectoría de vehículos, me bajé del taxi y caminé varias cuadras hasta llegar a las residencias donde viven los amigos míos. Es un edificio muy grande, en una ala viven ellos y en la otra nosotros. Después de consultarles lo del enconchado y estando ellos de acuerdo con su traslado, me fui de nuevo al Guarimba pero esta vez conduciendo mi carro Volkswagen blanco, un carro nuevecito que habíamos comprado recientemente por tres mil bolívares y que por cierto era robado. En esa época casi todo el partido comunista andaba en carros Volkswagen robados que vendía un mayor del ejército, el cual tenía una banda de ladrones de carros y había una señora del partido que hacía el contacto con ellos. Recuerdo esto de los carros porque es un dato importante.
Eran casi las seis cuando entré de nuevo en el edificio Guarimba y estacioné el carro; me extrañó ver unos tipos con caras de policías en la planta baja del edificio: pero en una actitud pasiva, su actitud era de espera; a uno de ellos le pude ver el arma enfundada en la sobaquera cuando gesticulaba con los brazos. Me bajo del carro, miro hacia arriba y como no veo ninguna señal que me anunciara peligro, paso al lado de estos hombres y entro al ascensor. Desde lo alto me habían visto llegar y me esperaban con la puerta semiabierta, entré y les informé de los hombres que estaban abajo. Pedro dice:
—No pueden salir ahora, es mejor esperar que sea de noche. Esos hombres siempre están por ahí.
Reinaldo (que era el seudónimo del enconchado) cuando escuchó lo referente a los individuos caminó nerviosamente en la penumbra y se asomó a la ventana para cerciorarse de lo dicho. Pedro no le dio importancia alguna y siguió hablando:
—¿Hay algún problema en la concha?
—No, ninguno, ellos nos están esperando.
—¿Tienes equipaje? (me dirijo al compañero).
—Sí, pero es poco, un maletín.
—Pedro, ¿no será mejor sacar el maletín primero?, ¿que tú lo lleves? (soy interrumpida).
—No, yo no me separo de él; ¡yo muero con esta vaina!
Esa reacción junto al silencio de Pedro me pusieron en alerta, y pensé: éste no es un verdadero político, parece no darse cuerna que está poniendo en peligro las medidas de seguridad, pero, ¿quién es? ¿por qué debo esconderlo? A este extraño compañero lo saqué del edificio esa noche, pero cuando estamos saliendo del lugar pasamos por la puerta de una oficina que se encontraba en el sótano y él desde lejos ve los ocupantes de la misma, dándose cuenta que es una oficina de la Judicial; le señalé a los hombres que había visto esa tarde en la entrada del edificio y él reconoció a dos de ellos, con los cuales en una ocasión había tenido un altercado. Salimos rápidamente del lugar.