Antonia Palacios
La placita de la Candelaria
Ana Isabel siempre ha vivido frente a una plaza. Esas plazas caraqueñas con su ambiente aldeano, rodeadas de casas, que se apretujan las unas contra las otras. Casas iguales, con aleros de tejas y ventanas con balaustres. Las ventanas están pintadas al óleo. La lluvia y el sol tuestan la pintura y Ana Isabel se entretiene en desconcharla para ver surgir su corazón de madera. Esas plazas caraqueñas invadidas por la hierba, con ceibas, con higuerotes, con bancos descalabrados, donde se sientan hombres marchitos y tristes. Con chiquillos que juegan al gárgaro malojo, al ladrón y policía o a las cuatro matas. Con estudiantes que madrugan y leen sus embrollados textos, a la luz amarilla del farol municipal.
La placita de la Candelaria, ¡todo un mundo en la vida de Ana Isabel!
La placita de la Candelaria tiene una iglesia. En la neblina de la madrugada y a las doce, cuando el sol cae perpendicular y la plaza desierta se agranda por la soledad, las campanas repican. De tarde son los bronces sonoros y broncos que llaman a la oración. Ana Isabel echa un vistazo hacia la ventana donde asoma el rostro de la señora Alcántara.
—¡Ana Isabel, entra, que ya son las seis!
Ana Isabel echa a correr como si no hubiese oído. Cruza la plazoleta que está frente a la iglesia y se dirige hacia lo que ella llama su escondite. El escondite de Ana Isabel es la callejuela que está detrás de la iglesia. Allí hace frío. La torre impide que el sol penetre y caliente las piedras y la hierba crece raquítica. El alto muro hace de bóveda por lo angosto de la calle y el eco ensordece las voces. Ana Isabel se siente pequeña, pequeñita, ¡las paredes son tan altas! y se dice que es una gruta, una gruta guarida de ladrones como la de Alí Babá, o más bien una gruta donde Fabrá de llegar un hada con su varita mágica para transformarla en un palacio. Ana Isabel sabe vagamente que las hadas no existen o por lo menos que si existen no se ven nunca, pero conserva la esperanza de que haya alguna rezagada y surja un día, tan sólo para ella. Ana Isabel lo espera firmemente sin confesárselo a nadie.
Acostada sobre las piedras frías arranca la hierba menuda. Es una callejuela sin salida por la que casi nunca pasa nadie. Á un lado, el largo paredón de la iglesia, con su puerta baja, por donde entra y sale el monaguillo, Ana Isabel le conoce y hasta habla con él casi todas las tardes. Llega con su franela sudada y sus pantalones deshilachados. Se llama Pepe y juega con otros chicos en la plaza, quienes a veces le tiran de la manga y le empujan, riéndose y llamándole:
—¡Monaguillo! ¡Monaguillo!
—No vale. ¡Suéltenme que me van a hacé tumbá las velas!
Porque Pepe es quien lleva las velas y también el incensario, balanceándolo y golpeando con él a sus compañeros. Hasta se lo había prestado una tarde a Ana Isabel. ¡Y cómo le pareció de pesado al tratar de balancearlo sobre las piedras! Ana Isabel no se intimida con el monaguillo, A veces ha entrado a la iglesia con Estefanía y ganas le dan de reír al ver a Pepe, muy serio, vestido de rojo, con túnica de encajes. Pepe pasa junto a ella y le guiña un ojo. Lleva en la mano un platillo con muchos centavos y muchas lochas.
¿Para qué será ese dinero? Una mañana, durante la misa, Estefanía tuvo que hacerla salir, porque Ana Isabel no se sabía conducir en la iglesia. ¿Por qué ha de causarle tanta risa que el monaguillo diga: amén?
—¿El monaguillo, Estefanía?, ¡pero si es Pepe!
El señor cura es ya otra cosa. Este sí la sobrecoge y hasta le da un poco de miedo. Además no le ha visto nunca entrar por la puerta de atrás con la franela sudada, ni jugar al gárgaro con los chicos de la plaza.
Frente al paredón de la iglesia hay un solar vacío donde el monte crece alto. Ana Isabel no ha entrado nunca allí pero se ha asomado por una hendidura entre dos ladrillos.
Al final de la calle está la casa de Francisco el zapatero. Francisco hace toda clase de remiendos y pone medias suelas y tapitas de tacón a los zapatos de todo el vecindario. La casa de Francisco es un casuchín pintado de azul. No tiene zaguán, la puerta está siempre abierta y puede verse a Francisco sentado en un taburete, trabajando, al mismo tiempo que canturrea. Á su lado hay un montón de viejos zapatos. Zapatos torcidos, encorvados, sin botones, sin trenzas… Zapatos que «se están riendo solos» como dice el humor del pueblo de aquellos que llevan la suela despegada. Zapatos de pacotilla, comprados con dinero reunido centavo a centavo, que se estrenan los domingos para ir a la retreta o dar la vuelta en tranvía por El Paraíso y cuando están nuevos, los llevan cuadras y cuadras en la mano para no ensuciarlos… Zapatos que pisan piedras puntiagudas y se encharcan cuando llueve, cuando por las calles de tierra corre un agua negra, arrastrando latas vacías y cáscaras de plátanos. Las calles que están siempre llenas de chiquillos andrajosos, de mujeres mugrientas asomadas a las puertas. Los clientes de Francisco son gente muy pobre, pero que usa zapatos, al menos los domingos. Porque también hay quienes usan alpargatas y los que van siempre descalzos.
A veces, Francisco compone zapatos de señoras y la madre de Ana Isabel le mandó a tirar una media suela a sus zapatillas marrones que tenían dos años y aún servían.
Junto a las zapatillas de la señora Alcántara están los zapatos del carbonero, el mismo que tiene un chico llamado Perico y una chiquilla llamada Carmencita, y otros cuatro que «se le fueron pal cielo».
Carmencita llevó los zapatos de su padre y Ana Isabel la contempló con envidia desempeñando mandado tan importante. És verdad que ella también llevó las zapatillas de la señora Alcántara, pero acompañada de Estefanía, mientras que Carmencita fue sola como una persona grande. Además Carmencita no tiene nunca quien la acompañe y no va a la escuela como Ana Isabel, ni siquiera conoce las letras; pero va a la pulpería y compra tres centavos de manteca y dos de papelón. Carmencita juega muy poco y Ana Isabel piensa que será por eso que está siempre triste, con su carita tiznada y dos trenzas, tan enredadas, como si nunca la hubiesen peinado. Pero sí la peinan, porque Ana Isabel la ha visto los domingos, muy alisada con aceite de coco y dos lazos rojos en las puntas de las trenzas, dando la mano a Perico que también va vestido de limpio y con alpargatas nuevas. Ana Isabel y Jaime los encuentran cuando van de visita donde sus primos los Izaguirre y Ana Isabel los sigue con los ojos hasta que se pierden de vista.
Ana Isabel preferiría irse con ellos a volar papagallos al cerrito de Sarría, en lugar de ir a la casa de los Izaguirre, encontrarse con Josefina que sólo habla de sus vestidos y de las piñatas, donde a ella y a Jaime no los invitan, porque son pobres, según dice Josefina.
Francisco clavetea con la boca llena de tachuelas. Le está poniendo una tapita al tacón de los zapatos de Amelia. Amelia es quien carga agua y la sube hasta el cerro y la vende a una locha la lata.
—¡Esa gente del cerro es tan floja! —dice Amelia. Viven allí, en lo alto, en aquellos ranchos, en los que de noche brilla una luz pequeñita, como si fuese un lucero más. Con el frío que hace en enero, acostados sobre la tierra dura y comiendo tan sólo guarapo y casabe.
Y es flaca, muy flaca, esa gente del cerro. Los chiquillos tienen la barriga grande y prensada como un tambor. ¡Pero son tan flojos! —dice Amelia.
Ana Isabel pega el oído a las piedras para sentir cómo vibran con los martillazos de Francisco. A veces, hay grandes y largos silencios y Ana Isabel mira el cielo donde comienzan a brillar las estrellas. Las campanas repican.
—¡Ana Isabel! ¿Onde estás? ¡Miren qu’esta niña, gustále está siempre aquí metía. Tu mamá está ronca de gritá pa que te vengas pa dentro, niña!
La silueta de la vieja negra se recorta contra el cielo tibio de junio. Los grillos cantan en el solar vacío…
Dos entierros
Ana Isabel corre hacia la galería. Echa la aldaba a la puerta, cierra los postigos y la penumbra invade la estancia. Tirada en el suelo, con la cabeza entre los brazos y el rostro pegado al cemento, está llorando. Jaime la quiso consolar pero Ana Isabel, a todo gritar, corrió hacia la galería.
—Déjala mi hijito, que ella quiere estar sola. ¡Déjala!
Una nube negra y pesada oculta el sol. La trinitaria del patio adquiere un rojo sombrío. Los pececitos han dejado de girar y están todos unidos en un solo grupo, temblando bajo el agua. De la boca del Cupido de cemento se escapa un hilillo de agua que traza circunferencias sobre la tranquila superficie de la pila. En la casa de los Alcántara, en la penumbra de la galería Ana Isabel llora con un llanto suave, tenue, casi un susurro.
—Jaime, hermanito, ¡qué mala soy contigo!
¿Por qué será ella mala? ¿Por qué siente deseos de golpear, de morder? ¿Se parecerá a su padre? Ana Isabel se estremece. Si se parece a su padre, cuando sea grande será como él. Y será mala como lo es su padre. Aunque muchas veces es bueno y cariñoso con ellos, con Ana Isabel y Jaime.
—¡Ven aquí a pasear en este caballito, Ana Isabel!
De un salto, Ana Isabel trepa a las rodillas de su padre, y éste hace brincar las piernas mientras canta:
Cuando yo fui a los llanos
Orí, orí, orí, orión…
En mi caballito andón…
Sí, en esos momentos es bueno su padre y ella siente que le quiere y le echa al cuello sus bracitos flacos.
—Yo te quiero mucho papaíto…
Pero Ana Isabel esconde el rostro para impedir que su padre la bese. Su padre tiene un aliento fuerte y metálico y unos bigotes ásperos que la rasguñan.
Ana Isabel se pasa la mano por la cara. ¿Por qué le duele la cara? ¡Ah, sí! ¡La mano de su padre! Esa mano grande, huesuda, con enormes coyunturas. Ana Isabel se pasa la mano por la frente y siente la piel abultada. Tal vez ha sido con la sortija. La sortija de oro ancha y pesada, con el escudo de los Alcántara, que su padre lleva siempre consigo. ¿Cuántas veces Ana Isabel le habrá escuchado explicar el escudo de los Alcántara? Sin duda ha sido el escudo lo que la ha golpeado. ¡Golpea fuerte, el escudo de los Alcántara! Y Ana Isabel siente que una rabia sorda le seca las lágrimas. Una oscura rabia venida de lo hondo, de lo más hondo de sí misma. Contra su casa ¡la casa de los Alcántara! con sus próceres muy tiesos dentro de sus marcos carcomidos. Contra la serena y mansa resignación de su madre. Contra su padre… ¡Oh, su padre! Una rabia y un odio, un gran odio turbio e infantil…
—¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir!
¿Cómo? ¿Morir? Sí, morir. Esa será su mejor venganza. ¡Morir! En la casa de los Alcántara habrá un silencio largo, tan largo, que podrá escucharse con toda claridad el gotear del agua sobre la tranquila superficie poa pila. Pasos apresurados atravesarán el patio y llegarán a la puerta de la galería.
—¡Ana Isabel! ¡Ana Isabel, abre!
Nadie responderá. Forzarán la puerta. Sobre el cemento caerá la aldaba con un golpe seco y su madre gritará:
—¡Está muerta! ¡Está muerta! ¡Dios mío!
Y llegará su padre temblando, con los ojos muy abiertos.
—¡Fue por mi culpa! —exclamará—. ¡La he matado! ¡Fue por mi culpa! ¡He sido yo quien la ha matado!
Y la casa se llenará de gritos y de llantos y nadie escuchará los sollozos de su hermanito que no quiere mirarla…
La vieja negra, la vieja Estefanía, gritará, con voz ronca:
—¡Mi niña, mi niña! ¿Quién me la ha matao?
Y hasta Gregoria que no llora nunca, enjugará una lágrima con la punta
del delantal. Al oír los gritos, Vicente, el sirviente de la casa de al lado, llegará corriendo, y Chucuto tras él. Chucuto la mirará con sus ojos tristes y le lamerá la mano, a ella, a Ana Isabel, que estará tendida inmóvil y fría sobre el cemento.
¡Y le harán un entierro muy hermoso! ¡Con un gran carro blanco! Los caballos estarán vestidos y sacudirán sobre sus cabezas grandes penachos de pluma. Hombres con trajes oscuros y botones dorados, cargarán sobre sus espaldas, pesados candelabros de plata. Las llamas de los cirios, chisporroteantes, alumbrarán un crucifijo de marfil. Y coronas, muchas coronas. Habrá tantas, que hasta el cuarto de la tía Clara, estará perfumado con nardos. Y cuántos landós…
Ocho, nueve, diez, once…
Once, como en el entierro de la hermana del Ministro, la señorita Ercilia. Ercilia Fajardo.
Ana Isabel la encontraba siempre camino de la iglesia, a la señorita Ercilia, con el negro cabello partido en dos bandós, lisos y simétricos, que asomaban entre los pliegues de la andaluza. La señorita Ercilia pasaba su vida en la iglesia y era mucho el dinero que daba al señor cura. Y era ella quien había regalado a la Virgen aquel traje todo de seda y piedras brillantes.
—Es una santa, una verdadera santa, decía el señor cura juntando las manos. Una santa llanera…
Porque los Fajardo eran del llano y Don Celestino, amigo del general. Don Celestino Fajardo, hermano de la señorita Ercilia.
—Sí, esos no son nadie, Federico, —comentaba la señora Alcántara—. Años atrás andaban descalzos y ahora hay que ver los humos que se gastan. No hay más que tener dinero y estar bien con el General…
Años atrás andaban descalzos por las tierras anchas. La señorita Ercilia no tenía esos bandós lisos y simétricos entre los pliegues de la andaluza, porque no llevaba andaluza bajo la brisa llanera, sino dos crenchas negras y pesadas que le caían hasta los hombros y, en veces, tenía prendida en ellas la llama de una flor colorada. Y tenía novio, la señorita Ercilia, un llanero como ella, flaco y garboso, que le cantaba coplas que se extendían sobre la ancha placidez del crepúsculo. Pero el novio había muerto de fiebre. Se muere siempre de fiebre en los llanos, La señorita Ercilia habíase puesto flaca y pálida. A Don Celestino le nombraron Ministro y la familia regresó a la capital. En Caracas, Ercilia no salió más que a la iglesia, cada vez más flaca, cada vez más pálida. Las trenzas se deshicieron y en su lugar surgieron aquellos bandós lisos y simétricos…
Fue un entierro muy hermoso el de la hermana del Ministro. Ana Isabel lo había visto al regreso de la escuela. Las calles estaban llenas de gente y los policías no dejaban pasar a nadie hasta que no saliese el entierro. Al parecer, el General se encontraba entre los asistentes. Ana Isabel se había detenido junto al panadero que colocó su cesta en el suelo. Una mujer gritaba que la dejasen pasar que su hijo estaba mal y moriría sin verla. Pero los policías formaban un cordón unido e inquebrantable. En la esquina un chiquillo lloraba porque quería comer caramelos en palito. El caramelero ostentaba, en alto, el blanco vástago de maguey, todo erizado de caramelos rojos y amarillos, y las moscas se paraban golosas sobre ellos…
—Cállate m’hijo que yo no tengo centavos con qué comprá caramelos. Ven pa cargate. Ven pa que veas el entierro.
¡Mira m’hijo, ese montón de coronas!
¡Cuántos landós! Ocho, nueve, diez, once…
¡Y qué casa más grande!
Ana Isabel la conocía aunque ella no era amiga de Cristina, la hija del Ministro. Había estado allí acompañando a la prima de Cristina, Cecilia, quien iba en busca de unos trajes ía que ésta le prometiera. Cecilia entró sola, dejando la puerta entornada, y Ana Isabel se asomó para mirar la casa. ¡Qué casa más grande! ¡Toda de mosaicos! Hasta en el patio, en lugar de plantas, había mosaicos. ¡Ni una mata de guayaba, ni de malagueta, ni una flor, ni siquiera una mata de corazón floreado! ¡Y es tan rico el Ministro! Ana Isabel piensa en lo que escucha repetir con frecuencia a su padre.
—Ese es un ladrón, Ana, un ladrón y un pillo. Un solemne pillo.
— ¡Jesús contigo, Federico! Para ti todo el mundo es ladrón, sólo los Alcántara te parecen honrados.
—¡No, señor! Te digo que es un pillo que ha hecho su fortuna robando sacos de cemento.
¿Sacos de cemento? Ana Isabel no comprende cómo se pueden robar sacos de cemento. ¿Dónde se ocultan? Es verdad que aquel patio es muy grande, pero, triste y desnudo. Ni una pilita en el medio, ni helechos, ni una sola hoja verde… ¿Sacos de cemento? ¿Dónde los esconderá?
—¡Apártense, apártense, que va a salir el entierro!
Los policías empujaban a la gente y una mujer se resbaló volcando la cesta del panadero. Los panes rodaban por el suelo y los chiquillos se abalanzaban sobre ellos y echaban a correr.
¡Cuántos landós! Ocho, nueve, diez, once… Sí, once. Ana Isabel los había contado.
Un entierro como el de la hermana del Ministro…
Porque Ana Isabel había visto también otro entierro. Aquel día, las calles estaban solas. Cuatro hombres iban, rodeados de chiquillos, sosteniendo una caja blanca y pequeña, pequeña como Ana Isabel. Los hombres eran flacos y de rostros sudorosos. Sobre la caja, amarradas con hilos, marchitábanse dos cayenas.
—¿Qué es eso? —había preguntado Ana Isabel.
—Un entierro.
—¿Un entierro sin coches ni coronas?
—Guá, niña, un entierro e pobre…
Y luego Gregoria había añadido:
—A ése lo llevan pa Tierra e Jugo. Lo mismito que a los reyes. Toíto er mundo va pa onde mismo, blancos y negros, ricos y pobres. Allá to er mundo es iguá…
Ana Isabel se ha puesto a temblar. «Allá to er mundo es iguá»…
Entonces ya no quiere morir. Si ha de volverse igual a Gregoria ya Ana Isabel no quiere morir. Ella no quiere parecerse a Gregoria, con esos ojos llorosos, enrojecidos por el humo, y con esas manos… ¡Oh, las manos de Gregoria!
Con uñas saltadas y venas gruesotas y aquel dedo negro y cabezón, por culpa de un panadizo del tanto lavar… Si ha de parecerse a Gregoria ya Ana Isabel no quiere morir…
El sol se va alejando del patio, sube hasta los tejados rojos por las paredes encaladas. El agua gotea lenta, monótona. En la casa de los Alcántara, invadida por el silencio, Ana Isabel se ha quedado dormida sobre el cemento frío, en la penumbra de la galería.