literatura venezolana

de hoy y de siempre

Era un mundo de rieles

Carmen Mannarino

El tiempo de la infancia se presenta asistido en mi memoria por una insinuación de rieles. Por razón de ellos vino mi abuelo desde el puerto francés de Marsella. En los trajines de puntualidad por causa de llegadas y salidas de trenes invirtió muchos años mi padre. En la vida de mi madre fueron  obligado sitio recreacional y hasta de destino. Los rieles presidieron mis horas de expansión cuando niña. Mis pasos sobre ellos u orilleándolos siempre tuvieron sabor de aventura, de gozo o de necesidad. Después fueron nostalgia.

Lustrosos al sol, ocultos en la niebla, sumergidos en los pozos dejados por las lluvias, perlados de garúas o aéreos en el viaducto, vivían esa alternancia de apariencias como variación del estatismo. Luego del ajetreo de las locomotoras parecían la estela dejada por la vida en deslizamiento, rozadura apenas con aquella otra estática y silente, soledosa, propicia para la rememoración o la melancolía más que para el estremecimiento.

Los rieles eran el aguardo paciente de la agilización y el silencio en acecho de nueva algarabía. El paso de vagones con pitos estridentes, sonido de metales y penacho de humo negro evidenciaba la existencia de otros mundos, nos aguijoneaba el interés por lo desconocido. En la contemplación del paralelismo adelgazando en la distancia saboreé lo inapresable, la sensación de poseer lo  huidizo. Los rieles son mi inevitable recurrencia. Como si mi vida siempre partiera y siempre regresara a través de esas líneas adheridas a un microcosmos oculto, resguardado en el tiempo. Permanente imagen que de modo irremediable me posee y revive ataduras telúricas.

Rieles. Siempre rieles.

PUEBLO DE RIELES Y NEBLINAS

Un pueblo es apenas una casa, un solar, una cuadra, un río, una plaza o una totalidad. El ámbito raigal de cada vida. Para mí es una estación  en medio de verdores expandidos, con llegadas y partidas de trenes que a través de unos rieles, perforando neblinas, insertaban en el letargo la evidencia de un mundo desconocido, incitante.

Bajo las frondas y por las veredas de eucaliptos, pinos y datileras de penachos nos acostumbramos a convivir con personas de muy variados tipos, edades y lenguas. En aquel recinto natural, creado por un fundador de profundos amores vegetales, en total ignorancia de contenidos, percibíamos como familiar la sonoridad de lenguas nórdicas, germanas y eslavas. Nos parecía natural ese medio de comunicación entre ellos, como entre nosotros,   a ratos y por conveniencia, el lenguaje del cuti o el del re: cuti me – cuti bus – cuti cas – cuti ma – cuti ña – cuti na – cuti más – cuti tem – cuti tem – cuti para – cuti no. Hasta la lluvia se nos hizo hermana de tanta garúa  descendida a diario, empañando la visibilidad de los cerros contorneados de espigas luminosas y encendidos capinmelaos. Para qué paraguas, si ella siempre era inesperada y nos había habituado al humedecimiento de la ropa que luego el sol se encargaba de secar. ¡Cuántos aguaceros bajo limoneros franceses, nísperos del Japón, pomarrosos o granadillos!, hasta -a falta de mar- en el pretendido fondo del mar: honda y olorosa alfombra de residuos de pinos, nos guarecimos de los palos de agua, niños temerosos en la oscuridad provocada por el impedimento del follaje de conáceas a la entrada de los rayos de sol. Otros niños macilentos y descalzos que miraban nuestros juegos desde sus viviendas al otro lado del lindero, eran nuestros posibles salvadores. Al cese de la lluvia, de regreso a las casas, nada había sucedido; en cambio, ellos permanecían con el alambre de púas ante sus mradas.

Muchas correrías por el descampado de la estación en busca de viejitas. De pronto, la alegría y el miedo confundidos en gritos anunciaban hallazgo.

Habría entonces trofeo para exhibir ante los desconocidos del andén y los curiosos de las cuadras vecinas. En deseos de más riesgos, la audacia conducía al viaducto, imaginando y hasta oyendo voces  que anunciaban la súbita cercanía de una locomotora. Los burlados guardias, ocultos en neblinas, estimulaban el aprendizaje de una serenidad  aparencial, luego del terror perseguido.

La agudeza del pito anunciador del tren que raudo deslizaba a nuestro lado, interrumpía el encantamiento de juegos a príncipes y reinas en aéreas raíces de árboles centenarios. Cuando la humareda nos envolvía ya no veíamos más brujas encima de las copas, ni sentíamos los pliegues de tules y terciopelos sobre armadores, ni los polisones, los cuellos erectos, las coronas, los encajes ni los rizos. Los remolinos de humo germinaban en otra ensoñación más etérea y difusa: ansias de vuelo, ímpetu de ascenso.

Al bajar la mirada, lánguidos rostros de tuberculosos, con fe en el milagro del carbón, aspiraban el pretendido humo sanador. Eran los mismos que en romería se iban también al matadero a ingerir sangre de res recién ultimada, y los que en cuartos con ventanas hacia la calle, cubiertas por blancas cortinas de visillos, permanecían en sus camas, meditabundos, aguardando la curación o la muerte, imprecisos como el tiempo de espera, y mientras languideces y ensimismamientos iban colmando sus paciencias.

Cada enfermo era personaje de una historia de vida trunca, de posibilidades cercenadas. Parece que historias semejantes a la de la dama de las camelias, con variantes sociales, se sucedieron en el pueblo; y otros muchos amores inconclusos, por causa de la tuberculosis, derivaron en resignados celibatos y viudeces sin consuelo.

Muchas familias llegadas de todas partes a ese Leyzing venezolano continuaban en el pueblo después de muerto el familiar enfermo, ya habituadas a aquel entorno de vegetación, de rieles y de brumas. Gentes con destinos semejantes advertían la posibilidad de una digna existencia con escasos recursos. Desde entonces y para siempre, montañas y neblinas se anteponían a lejanas transparencias.

TREN DEL ENCANTO

Los domingos estiraban el tiempo del fastidio. El día, liviano de atareos, extendía el silencio por el  pueblo. La inercia colectiva pesaba, porque las distracciones eran reserva familiar.  Las voces masculinas aglomeraban sus murmullos en sitios distanciados y fijos, donde grupos afines compartían alguna diversión de tiempo libre en galleras, bares y clubes. Un objeto rodante alteraba el silencio con su ruido metálico y de viento. El silbato anunciaba la cercanía de un cargamento de alegría bulliciosa. Verlo siquiera, aunque no se abordara, era como el desquite de la pautada inercia, de ese descanso semanal ayuno de emociones. El chirrido de raíles se hacía imperceptible  bajo la algarabía de gente ilusionada con un día vegetal decorado por cascadas. Las manos aleteantes eran aves ocultas en círculos de humo. La bandada se nos iba acercando y descendía completando figuras dispuestas al saludo, al baile, a consumir bebidas contra el frío, previos a la esperada estancia con más densas neblinas. Las novias, habitantes del pueblo o llegadas días antes para un temperamento, acudían a esperar a  sus enamorados que viajaban a verlas los domingos. Años atrás, iban ataviados con pajilla o camarita, distintivos de sociedad que adornaban el sencillo ambiente pueblerino.

En el andén se producía una fiesta improvisada antes que los viajeros se internaran en espesos verdores, túneles y viaductos. En el trayecto se encendía la mirada con la múltiple llama de bucares en flor. Eucaliptus y pinos  prodigaban los aires de pureza que sólo aquel Halcón contaminaba. Árboles centenar0ios expandían sus ramajes hasta hacerlos techumbres, reunidos en parajes para el feliz descubrimiento estaban los helechos, musgosos escalones conducían hacia un encantamiento de pozos y cascadas o a quioscos donde se compartía el bastimento.

De tanto encuentro y atrevimiento a cortar con audacia el susurro de las hojas y la canción de pájaros del frío, ya la locomotora era una hermana. Ir y venir era la obligación de la esperanza, porque después de un día en El

Encanto el deseo de volver surgía renovado.  Gratuita recreación en permanente oferta cuando viajar era privilegio de ricos. Nuestro campo de cerros, garúas y neblinas, tan cercano a Caracas, con un tren incansable,  convocaba  por medio de los rieles para sentir a Dos en sus creaciones y era marco de paz a los afectos.

Por la tarde, cuando el último tren cumplía su regreso, se reanudaba en el andén la fiesta. Todo eso se acabó. Quienes un día asaltaron el tren como tributo a una violencia estéril hizo inolvidable la masacre y el poder miró corto: hizo tapiar los rieles. El viaducto quedó como mudo testigo de la vía clausurada. Feneció la estación y sus verdores y el andén sólo existe en el recuerdo. El tren, después de reconstruido, tuvo que recortar su itinerario, aunque mantiene, en su humilde presencia, el eco de infinidad de voces de existencias concluidas, de imposibles regresos.

Y SIEMPRE LA ESTACIÓN

Los rieles se quedaron en el pueblo. Yo partí. Igual mis compañeros. Por años escapé a su enmarcamiento. Variados incentivos me atraían como delta en oferta de rutas tentadoras, por igual absorbentes.

Con los rieles nació en mí un ansia de viajar, de desplazarme, una sed de horizontes, aquel deseo de transponer la niebla y abordar los vagones hacia las lejanías donde iban los rieles trazados por mi abuelo.

Mi regreso a la estación de ferrocarril, inexistente ahora, persiste sólo en vaguedad de nieblas. La evolución de una vida transformada por el aventamiento y la estancia en otros mundos, asomados antes a través de los trenes, y en otros paraderos sin rieles y sin brumas, impelida por recuerdos vuelve insistentemente a su lugar de origen. Reiteración de andén, de paralelas líneas aceradas, de aleros y locomotoras que inevitablemente nos hablaron con pitos, penachos de humo negro, chirriar acompasado de metales, de la certeza y de la tentación por lo desconocido.

*Tomado de: http://circulodescritoresvenezuela.org/

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