Luis Barrera Linares
Capítulo 8: Paloma mensajera
al comienzo pocas personas hubieran sospechado que estaba hablando en serio, pero el rescate del niño y de su hijo extraviado se convirtieron en una verdadera obsesión para Paloma de Caballero. Fue así desde el mismo instante en que abandonó Cataño y se dirigió hacia Venezuela. Llegó a Caracas sin rumbo preciso, pero estaba segura de que pronto lo encontraría. Entonces se dejó llevar por la intuición y se confió a los caprichos de un taxista para que la subiera desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad. Al comienzo se abrumó con tanto edificio disperso por aquí y por allá sin orden aparente. La organización urbana le pareció un terrible laberinto y se le ocurrió que sería una gran desventaja para sus propósitos de búsqueda.
Hileras interminables de construcciones modernas parecían desafiar la estampa de un pasado reciente, reflejado en pequeñas casas construidas durante las décadas intermedias del siglo anterior. Los ventanales sucios y desconcertantes, repletos de ropa colgada, daban la impresión de una ciudad dejada al arbitrio de sus desordenados habitantes. Paloma de Caballero sintió por primera vez la cosquilla de la duda al proponerse una indagación que a primera vista resultaba imposible.
Sin embargo, confiaba en la buena estrella que siempre la guió por las rutas de la fortuna y juró que detalles tan estúpidos como el caos urbano y la desidia oficial no serían suficientes para hacerla desistir. Como no supo decir al taxista a dónde se dirigía, este decidió abandonarla con sus maletas en pleno centro de la ciudad. La exdistribuidora de condones antisida no se amilanó por tal cuestión. Al contrario, reflexionó otra vez en torno a su valentía innata. Vaciló apenas por unos segundos, pero finalmente un pensamiento renovador la retornó al camino: «No declines, a esta ciudad le hace falta una Paloma que la gobierne». Se llenó de coraje y dedujo que aquella amalgama de concreto y aquel torrente de personas que iban y venían hacia ninguna parte, no podían ser obstáculo para alguien como ella, entrenada en las corrientes turbulentas de miles de marineros que cada día desembarcaban en las costas de Puerto Rico. Veía las caras de la gente y ahora encontraba explicación posible para los lamentos borincanos que su hijo expresaba en la correspondencia. Imaginó que la confusión y el despiste del cual le había hablado en una de sus primeras misivas habían sido causados por la ficción extraña y abrumante de aquella ciudad cuyos habitantes simulaban fantasmas caminando siempre de prisa. Para orientarse, o para ver si la casualidad la ayudaba, detuvo a algunos de ellos con la intención de preguntar por el paradero de Marcos Knight y no se llevó más que sorpresas y decepciones. Lanzados y abusadores, como si la conocieran de toda la vida, los transeúntes a quienes detuvo hasta se atrevieron a tutearla:
—Si buscas al tipo ese del carajito, ya yo me conozco la historia, debe andar en las páginas amarrillas- le respondió un bromista.
Otro la instó a jugar a «la candelita», a «las cuarenta matas» y hasta a «la gallinita ciega», para ver si así lo encontraba. No sabía ella que la fábula del parto de los Caballero (¡Parto de Caballeros!, ¡ahí está el título!) se había convertido a esas alturas en un motivo permanente para actitudes de cinismo y picardía. La gente se había cansado de los ires y venires de los medios de información, una veces para ratificar que el parto sí se había dado, otras, para volver con que el misterio de las tres torres había sido una invención igual a la del regreso del dólar a tres treinta o a la historia inverosímil de la gallina petrolera de los huevos de oro.
Entonces Paloma de Caballero erectó su figura, alzó la cabeza con orgullo y se incorporó al flujo de caminantes que bajaban por la avenida. Después de vencer los empujones de una catapulta humana que en ese momento salía de una estación del metro, observó casi angustiada los avisos llamativos de varios hoteles que garantizaban un “estricto ambiente familiar”. Evocó de nuevo su recorrido por el mundo de las francachelas en su isla natal y recordó que la designación «ambiente familiar» siempre se había utilizado exactamente para que las parejas de enamorados se familiarizaran suficientemente. De cualquier manera, cuando ya se sintió cansada de buscar el lugar adecuado, decidió entregarse a los designios de la casualidad y tocar a la puerta del próximo que encontrara en su camino. Al poco rato, un nombre llamó su atención por lo descarado y aplicó entonces la hipótesis opuesta: «si lo dice, es porque no es»: entra y verás. En efecto, entró y vio hacia la recepción, donde la esperaba un hombrecito de corbata mal amarrada, con una sonrisa de caricatura.
—¡Adelante, damisela! –le dijo el recepcionista con una voz casi apagada, como nerviosa. Ella se envalentonó y entró escoltada por su par de maletas y con la intención de demostrar que no les temía a los tigres por la pinta.
—¿Viene sola, acompañada, o viene sola buscando compañía? – le preguntó aquel insignificante hombrecito peinado a lo Elvis Presley.
—No, no, vengo sola y sola me quedo. Yo me resbalo en lo seco y me paro en lo mojado – respondió velozmente, recordando lo que alguna vez le contestara un marinero venezolano a quien ella hiciera la misma pregunta. Entonces el recepcionista sospechó que podía bromear más pesado y volvió por sus fueros:
—¿Y ni siquiera quiere que un bombón como yo la acompañe?
Ella se percató de que aquel imbécil no había entendido a cabalidad su frase célebre y fue al grano:
—¡Solo quiero saber si tiene una habitación para mí sola y cuánto vale!
—Bueno, bueno, vamos por partes, eso depende de cómo la quiera. Por delante es más caro, por detrás es más barato y menos riesgoso. No sé, no sé, usted decide…
En efecto, Paloma de Caballero decidió acabar con el juego y se impacientó. Cuando ya recogía sus maletas para irse, el enano se dio cuenta de la inefectividad de sus bromas y se enserió.
—Okey, okey, teikirisi, venga acá, no se enoje, doña, usted parece turista, es turista ¿no? Sí, claro que sí, tenemos habitaciones de sobra. Quiere una sencilla ¿verdad? Muy bien, vamos a ver, nombres y apellidos.
El estado de furia en que había comenzado a ingresar desde que el taxista la dejara, la obligó a reflexionar. Aceptó las disculpas torpes del bromista y sin preámbulos explayó con sonoridad muy firme su nombre casi mítico.
—Plácida Paloma de Caballero Augusto.
El tipejo se rascó la cabeza al pensar que ahora era ella la que seguía en la onda de la chanza. Sin embargo, la seriedad con que se expresó lo hizo suponer que si era una broma, por lo menos era bien seria. Preguntó otra vez:
—¿Número de pasaporte y nacionalidad?
—Tres dos seis cinco cuatro veintiocho, norteamericana.
—¿Norteamericana? ¡¿Con ese colorcito y ese acento dice que es norteamericana?!
Ella se impacientó aún más por el rumbo que estaba tomando la conversación. Explicó entonces el problema de su nacionalidad, la rareza de su nombre y otras cuestiones relacionadas con lo que significaba haber nacido en un estado libre asociado que, además de no ser estado, ni era libre ni estaba asociado. El recepcionista pareció conformarse y se dispuso a cerrar solemnemente su discurso burlista: le exigió un adelanto de quinientos dólares, le «leyó » sus derechos como turista, la instó a pagar los impuestos y le recordó que si algo le ocurría en la calle no tendría derecho ni a permanecer callada ni a llamar a su abogado, ni a nada que no fuera ir arrestada aunque tuviera razón.
Muy cansada, superada su capacidad de tolerancia, hizo caso omiso y continuó en el juego. Le respondió que no se preocupara, que en su país era igual y le solicitó un teléfono y una guía de subscriptores. Otro turista que entregaba la llave en ese momento le señaló hacia la derecha, a la entrada del bar, donde se podía ver una hilera de teléfonos.
Superados los diversos malentendidos, pidió que la condujeran a la habitación. El recepcionista le entregó una llave adherida a una caparazón de tortuga tamaño natural y después de hacer señas a un cargador de maletas que llegaba en ese momento, bromeó por última vez:
—Es para que no se la lleven por descuido. Si necesita un guía, un masajista o algo más, ya sabe, estamos a la orden, señora gringa.
Llegaron al cuarto y, para no perder la costumbre, allí le mostraron el baño, le abrieron la ducha, bajaron la palanca de la poceta y le indicaron el modo de abrir las ventanas. El maletero finalizó su rutina y la miró con unos ojos fulminantes de lascivia. Estiró la mano para recibir algunos billetes con que ella lo estaba despidiendo y salió con el rabo y la vergüenza entre las piernas, convencido de la poca pegada de su mirada de idiota. Finalmente ella se quedó sola y comenzó a buscar las razones para tanta insinuación de parte de aquellos empleaduchos de hotel: «¡Ay, bendito! Si una se descuida, se la follan por la boca, ¡puñeta!».
No se le había ocurrido que su antiguo oficio de expendedora de preservativos y sus pasantías por los cabarets de la isla, no habían sido actividades tan fuertes como para acabar con los encantos que le sobraron desde joven. Medía uno sesenta y cinco de estatura y sus formas se habían conservado lo bastante bien como para llamar la atención de cualquier hombre, aún a sus cuarenta y cinco años de edad. Mantenía un atractivo aspecto de protagonista de bolero: tez morena, labios rojos, caderas amplias y retumbantes. Pero aparte de eso, nadie dudaría en el futuro que era una mujer de coraje, una doña Bárbara aclimatada en el calor del trópico caribeño.
Volvió al presente para sacarse el vestido y echarse en la cama a reflexionar otra vez sobre sus planes de rescate. Repasó una a una las palabras que había leído en las cartas de Yoni, antes de perder por completo su pista. Recordó en detalle las noticias de los periódicos de la isla que habían difundido el acontecimiento y comentado las incidencias legales de la situación de su hijo. (No sabía que este último finalmente había quedado ante la opinión pública como un vulgar estafador que se atribuía la paternidad de un niño de probeta, producto de los experimentos del desaparecido doctor Carmelo Morales Cachacour).
Por supuesto, entre la tergiversación de las notas de la prensa y las palabras de su hijo, ella no tenía más remedio que aceptar estas últimas como válidas. Aunque en el fondo conocía a Yoni mejor que nadie, y a veces llegaba a preguntarse si de verdad aquella no habría sido una más de sus trampas para ganar la notoriedad que siempre buscó y que jamás le dieron sus incursiones por el mundo de los homosexuales. Sin embargo, pensó que no. No podía Yoni haber llegado a tanta genialidad. No era suficiente su talento para armar un novelón tan espectacular como aquel. No estaba mintiendo su hijo. Ella estaba segura de ello, y se encargaría de encontrarlo, liberarlo si fuera necesario y, además, reclamar ante las leyes el cuido y la educación que deberían dar al pequeño. Un rasguño de originalidad cruzó por su mente cuando se dijo a sí misma que si la naturaleza se oponía, lucharía contra ella y haría que le obedeciera.
Se levantó y ahora se desnudó hasta sentirse completamente libre, se duchó a toda velocidad, agitó la toalla en el aire antes de comenzar a extinguir la humedad que la cubría, después inundó sus senos y su pubis con talco, para vestirse de nuevo y disponerse a bajar hasta el lugar de los teléfonos. Allí revisó por unos minutos el directorio telefónico hasta que encontró un número y lo marcó:
—¿Hola…, hola?
—¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?¿?…
—Yes, Mister…,Ayám…, Ayám, Ayaám de piyon of de Yentleman, ¡yiu nou, yiu nou!, Ayám founing bicós Ay niid som informeshon, yiu anderstan, Mister? Ar yiu de man Ayam luking for?
Habló de este modo para despistar a los que pudieran estar escuchándola (frases memorizadas, armadas a la luz del caletre). Era ese el acuerdo al que había llegado con sus contactos insulares.
El recepcionista y el maletero, miraron hacia donde ella estaba, pero no entendieron absolutamente nada de aquel inglés caribeño mezclado con español tropical. Si hubieran podido escuchar también la voz que respondía al otro lado del auricular, se habría acrecentado mucho más su confusión («Sí, sí, Ay anderstan, Misis Yentleman, yiu ar rait, esta noche le tendremos la informeshon. Dis ívining, Misis Yentleman. Serán tres lucas esterlinas por los datos, sí, sí, yes, tri tausan qüins, tri tausan ¿okey?»).
Colgó el auricular y expulsó una inmensa bocanada de satisfacción por lo efectivo del contacto que le habían recomendado. No sabía que en realidad parte de la información que buscaba era conocida por la mayoría de los habitantes del país y que sus sabuesos puertorriqueños no habían hecho más que montar una falsa farsa para convencerla de la bondad del servicio que le prestaban. Sin embargo, no entendía la razón para que los datos que buscaba se cotizaran en libras esterlinas, aunque en realidad le importaba muy poco con tal de dar con el rumbo de sus familiares. Observó entonces la puerta del bar, volteó hacia la recepción y para compartir su alegría con alguien, decidió sonreírse con el recepcionista, entró al salón, se colocó en la barra y, como en sus buenos tiempos por los varaderos de Puerto Rico, pidió que le sirvieran una bebida caribeña, algo así como “un destornillador de estrías anisadas con bastante limón”.