literatura venezolana

de hoy y de siempre

Venganza literaria, autoritarismo y corrupción política

Abr 18, 2022

(«Política feminista o el doctor Bebé», 1913)

Luis Barrera Linares

Introducción

Suponemos que nunca imaginó José Rafael Pocaterra (1889-1955, en adelante JRP) que su primera novela —publicada inicialmente como Política feminista (Caracas, 1913) y posteriormente intitulada El doctor Bebé (Madrid, 1918)— podría ser leída en línea, a través del archivo digital de la biblioteca de una institución académica del país en el que tuvo que residir durante diecisiete años de su accidentada trayectoria vital y en el que, aparte de otros oficios, ejerció como profesor de español. La Universidad de Toronto conserva una copia digitalizada de dicha novela, correspondiente a la versión madrileña de la editorial América. Así son los destinos de la literatura: inciertos, impredecibles, enigmáticos y misteriosos. Este tipo de acontecimientos imprevistos, pocas veces presagiados por los autores, hacen que las obras imperecederas permanezcan para la memoria de muchas generaciones. Más allá de constituir la primera obra narrativa del autor, El doctor Bebé se insertó en la literatura latinoamericana, sin que hasta ahora haya merecido la debida atención de parte de quienes estudian la narrativa venezolana del siglo XX.

De JRP y de la novela referida trata este ensayo. Debido a que deseamos relacionar parte de su propia experiencia con la trama de la novela, inicialmente, aludiremos a su particular vida como trashumante incansable, motivado casi siempre por razones políticas. Seguidamente, nos aproximaremos a la concepción de la novela y su desarrollo argumental y organizacional. Luego, resaltaremos algunos otros tópicos referentes a lo sociopolítico, para cerrar con la relación persona-personaje y las conclusiones. El objetivo final es mostrar que, mediante la autoficción, el escritor se enmascara con el autor implícito, a fin de desentrañar las distintas aristas de un régimen dictatorial, corrompido y en decadencia.

Un novelista con vida de personaje trashumante

JRP nació y murió un día 18 (diciembre/abril), en Valencia, estado Carabobo, Venezuela. Iba y venía. Salía del país voluntariamente o forzado por los gobiernos a los que adversaba. Regresaba. Un día era prisionero político; otro, diplomático. Nació en el año 1889. Huérfano de padre desde muy temprano (1890), deberá ejercer múltiples oficios. Quizás por ese motivo, apenas logró culminar la educación primaria. Su actividad periodística comienza en 1907, en Caín, periódico opositor del régimen de Cipriano Castro (1899-1908). Lo que implica que se inicie también su calvario como prisionero político, en el castillo Libertador, de la ciudad de Puerto Cabello, ubicada en el centro-norte de su país. En 1908, la caída de Castro lo pone fuera del calabozo y pasa a ocupar diversos cargos públicos en el estado Zulia, en Carabobo, en Caracas, hasta que, en 1918, sus colaboraciones con la revista Pitorreos (fundada por el humorista Francisco Pimentel, alias Job Pim, mayo, 1918 – enero, 1919) lo conducen de nuevo a la sombra, tras ser censurada y suspendida la revista por la dictadura gomecista. Una vez liberado, en 1922, su crítica periodística mordaz lo obliga a dejar Venezuela. Se marcha primero a Estados Unidos y luego a Canadá.

En el extranjero ejerció como vendedor de seguros en 1926, y profesor de español en 1928; participó en el fallido asalto del Falke en 1929[1]. Estará de nuevo en Venezuela al caer Juan Vicente Gómez, para marcharse otra vez, ahora en condición de agente comercial. Regresa y se desempeña como parlamentario, ministro de Trabajo y presidente del estado Carabobo. Sale una vez más del país como ministro plenipotenciario y, después, embajador. EL 8 de octubre de 1945 será recibido como el primer diplomático venezolano en la antigua U.R.S.S., designado por el presidente Isaías Medina Angarita, quien, habiendo sido electo para el lapso 1941-1946, es derrocado pocos días después por un golpe de Estado del ejército. JRP renuncia a su cargo. Vuelta a la patria en 1948 para ser designado embajador en Brasil, posición que ejercerá hasta otro derrocamiento, el de Rómulo Gallegos (noviembre de 1948). Nuevamente es designado embajador, ahora en Washington, pero, motivado por el asesinato en Caracas del general Carlos Delgado Chalbaud (13/11/1950), renuncia al poco tiempo y retorna a Canadá. Vuelve a Venezuela en 1954; le hacen un homenaje. En 1955 regresa a Canadá. Volverá ese mismo año a su país, solo que para ser sepultado en su ciudad natal.

Como se ha visto, su vida fue un auténtico subibaja, un recorrido propio de un personaje de novela, movido recurrentemente por el pensamiento antidictatorial, el antigolpismo y la vocación democrática. Tal vez por esto, su interés literario se alejó muy poco de lo personal, al tiempo que se concentró en la microhistoria del país para, a través de ella, desarrollar una propuesta estética. Así lo expresa abiertamente en el preludio de la novela que analizaremos en este ensayo:

[…] la desnudez, la flacura casi de estas vidas que corren por las páginas de la novela, sencillamente, como el agua de las calles por sus cañerías; y no muriéndose nadie de amor en ella —ni hay mártires de melodrama ni perversos de folletín—, me asalta el temor de que el jovencito intelectual, la señorita romántica, el crítico hacedor de frases, envenenados por ese literaturismo agudo de prosas «preciosas» y juegos malabares de palabras, no gocen el solaz de la risa un poco triste, un poco alegre, pero siempre sincera que junta en un romance desaliñado y usual algunas vidas venezolanas: gentes observadas en la calle, en la esquina, en la iglesia, en su vivir íntimo… (Política feminista…, p. 29; subrayado añadido).

Escribió casi siempre ajustado a su programa. Eso lo ha convertido en uno de los novelistas venezolanos que merece un lugar especial en la diacronía de la narrativa nacional. No solo debido a que, por ir a contracorriente, su estética sobresale notoriamente en el ambiente de principios del siglo XX, sino también porque, además, la propuesta literaria de su primera novela quedó mucho más que ratificada en la obra posterior, incluida su cuentística. Políticamente, JRP convirtió la literatura en un mecanismo recurrente de protesta contra el autoritarismo. En tal sentido su estrategia retórica más notable sería la autoficción, aunque entendida esta de una manera muy particular. A falta de mejor expresión, aquí la denominaremos venganza literaria.

La venganza literaria como recurso de la autoficción

Sin querer decir que sea el único, mediante la parodia, JRP ejerció de «vengador» antidictatorial a través de la narrativa. Lo demuestra casi toda su obra de ficción y lo ratifica el desarrollo de sus Memorias de un venezolano de la decadencia (1927), que no es, al menos en su apariencia y propósito, un libro ficcional, pero en el que sí se aprecian el entorno sociopolítico y muchos de los personeros públicos o estereotipos sociales que ya habían sido caricaturizados en sus novelas y cuentos[2]. Aunque no sea así para el lector profesional, sabemos que quien se acerca a la literatura con la finalidad de recrearse busca, por lo general, alguna referencia de «su» realidad (o la de otros) con la cual asociar los contenidos del texto. Si no ha sido suficientemente alertado, no es extraño que quien lee intente asimilar, por ejemplo, la voz textual del narrador con la persona que ha escrito el libro (Lejeune, p. 50), sin dejar de lado que, finalmente, con el paso del tiempo, el autor empírico se esfuma y termina convirtiéndose en un sujeto abstracto que solo representa una cultura (Casas, p. 2)[3]. Tampoco es extraño que busque asociar a ciertos personajes con seres reales a quienes conoce o de quienes ha tenido noticia (Reisz, p. 77). No faltan quienes asuman que, a partir de una consideración general de la autoficción, todo texto literario podría ser autobiográfico o autoficcional (Alberca, p. 7), independientemente de que incluso, a veces, sea el mismo autor o autora quien se resiste a aceptar dicha posibilidad (Bettina Pacheco Oropeza, p. 119)[4]. A veces no les falta razón, solo que la autobiografía podría distanciarse de algún modo de quien la ha escrito[5].

Sacando provecho a esa creencia, hay quienes se dedican a utilizar la escritura literaria (sea cual sea su género) no solo para liberarse de sus traumas y demonios (Raymon Williams, p. 16), sino también como recurso para expresar desavenencias, saldar discordias, aclarar posiciones ideológicas, exponer puntos de vista o, simplemente, ajustar cuentas (consciente o inconscientemente) en contra o a favor de personas, procesos o contextos. En cuanto a personas, toman como referencias algunas de sus características; las sacan del universo físico, las aderezan con otros rasgos (que pueden ser también de otros u otras), a veces las disfrazan y, mediante la parodia, la ironía, el sarcasmo u otros recursos retóricos, las convierten en personajes y las ponen a convivir en esos pequeños mundos de papel (o, ahora, de electrones) que son las obras literarias.

En este trabajo se asume la autoficción desde esa perspectiva general, incluso en casos en que no sea posible asimilar algún personaje con el autor concreto. Surgiría desde el momento en que se dé la posibilidad de “[…] abrir dudas en el lector por parte de un escritor poéticamente interesado en hacer caer las barreras entre discurso histórico y ficticio” (Alicia Molero de la Iglesia, párr. 7). La relación identitaria se daría entre quien ha escrito el texto y el ente de papel (Carmen Bustillo, p. 23) que relata la historia metadiegéticamente. Es testigo, pero parece no hacerse presente en la trama; se oculta, aunque puede intuirse su “presencia” a través de las evaluaciones que hace sobre las conductas de los personajes y la valoración de los espacios y del tiempo en que transcurre la trama.

Como hablamos de venganza, debe quedar claro que, al menos para esta aproximación, la noción no siempre tiene significado negativo. Adquiere más bien una acepción muy amplia ―como se la usa, por ejemplo, en Claudio Magris y Mario Vargas Llosa (p. 19)[6]—, en cuanto recurso que parte de una realidad cercana a quien escribe, ingresa en la ficción y, finalmente, hace difícil diferenciar una de otra. En suma, la utilizaremos como variante de la autoficción, focalizada en la parodia y la ironía como recursos estéticos, sin llegar necesariamente a la metalexis discursiva[7] (Alberca, p. 8).

Así, por mucha ficción y/o fantasía que contenga un texto literario, siempre ha partido de la realidad y, expresa o tácitamente, sea consciente o no, podría contener un mayor o menor grado de cercanía con la vida del escritor, pero este puede asumir, incluso, roles que en muchos casos no se relacionan con su personalidad pública: «En la literatura, el escritor no tiene por qué aguantar el fastidioso aburrimiento de una sola vida y una única personalidad. Ostenta el privilegio de poder clonar tantos dobles y disfrutar de tantas vidas como le plazca, sin arrostrar las molestias o perturbaciones» (Alberca, citado en Pacheco Oropeza, p. 124).

Quien escribe puede modificar, parcial o totalmente sus vivencias, puede convertirlas en supuesta «fantasía pura», en ciencia-ficción, en parodia, mas siempre por detrás estará la inevitable experiencia que le ha servido de punto de partida. No obstante, tampoco implica eso que determinados textos literarios constituyan «espejos» fidedignos de aquello que les ha servido de referencia. A fin de cuentas, la palabra más cotidiana constituye una metáfora del referente que le ha dado origen. Esto se acentúa mucho más cuando se trata de la literatura. Aquí cabría perfectamente aquella observación que alguna vez hizo Umberto Eco sobre la falacia referencial: «… el referente puede ser el objeto nombrado o designado por una expresión, cuando se usa el lenguaje para mencionar estados del mundo, hay que suponer… que, en principio, una expresión no designa un objeto, sino que transmite un contenido cultural» (p. 121).

Esto permite inferir que ni siquiera eso que, por comodidad metodológica, se denomina “realismo” (en novela, en cuento, en [auto]biografía, en cine, en teatro, en la ópera o en cualquier otro género narrativo) alcanza la posibilidad de la simple denotación. Los contenidos de un texto pueden parecerse a lo que imaginamos como realidad, mas no son un retrato unívoco de ella; no podrían serlo, puesto que está de por medio el recurso que se ha utilizado para transformarla y convertirla en algo distinto, el lenguaje (Luis Barrera Linares, p. 49). Las palabras solo simbolizan. Y cuando se entra en el terreno de lo ficticio, se trata de una representación mediada, adicionalmente, por las características retóricas de lo literario, lo estético. Por eso es discutible la afirmación de María Josefina Tejera según la cual: “Para Pocaterra no es la literatura un modo simbólico de expresarse ni una fuente de evasión o de compensación; por el contrario, se ciñe a los modelos reales, de suerte que sus personajes, ambiente y lengua están tomados y reproducidos con fidelidad. La fuente de su realismo fue una actitud vital: la literatura y la vida, lado a lado” (p. 152; cursivas añadidas). Aquí la autora asume una noción algo simplista del realismo. Según hemos expresado, la realidad no puede literalizarse a través de la escritura.

Cuando JRP quiere distinguir su producción narrativa de lo supuestamente “literario”, establece una frontera entre la escritura intimista o narcisista, la que el artista escribe para sí mismo, con escaso interés por los destinatarios (prosa “preciosa” la llama sardónicamente [Política feminista o el doctor Bebé, p. 29]), y la que se traza como meta cierta función social (preocupación por plantear un diálogo con el receptor y que intenta llamar su atención sobre algo; mostrarle, aunque sea indirectamente, un determinado asunto, para hacerlo consciente de su existencia). Con base en Giorgio Agamben, Julia Musitano aclara que el escritor que se vale de este recurso ofrece su visión como testigo, a diferencia del que asume el desarrollo de la narración como testimonio (p. 112). Veamos entonces lo atingente a la novela que aquí analizamos.

Estructura y desarrollo de Política feminista o el doctor Bebé

Política feminista se publica muy cercana a ese lapso hispanoamericano que Ángel Rama denomina de modernización literaria (1870-1910), caracterizado por el logro de autonomía o independencia artística y con base en la formación de un nuevo público para la literatura, esto a su vez sustentado en planes educativos y en la expansión y crecimiento de comunidades urbanas. Dicho autor resalta, además, la formación de unos destinatarios de la escritura formados a partir de la prensa (pp. 55-69). El caso no fue extraño a Venezuela. Los periódicos abrían el camino hacia la literatura, no solo para los lectores, sino también para quienes la producían. Dos revistas venezolanas de la época, emblemáticas, El Zulia Ilustrado (1888-1891) y El Cojo Ilustrado (1992-1915), contienen evidencias de sobra para ratificar esto.

Rama destaca como muy importante la relación entre la escritura de creación y la prensa, en cuanto canales interconectados. La última sirve de fuente inicial para establecer nexos con los lectores[8]. De allí se da la transición hacia el cuento, la novela, el poemario y el ensayo, en formato de libro independiente. Además, en el ambiente literario venezolano de principios del siglo XX, hay un mosaico de posibilidades literarias; no existe una sola y única opción para relacionarse con quienes podrían tener interés en lecturas, más allá de los periódicos.

Dentro de ese contexto, el texto novelesco iniciático de JRP comparte el espacio cultural con obras de José Ramón Yépez (Anaida, 1872), José María Manrique (Los dos avaros, 1879), Eduardo Blanco (Zárate, 1882), Manuel Díaz Rodríguez (Ídolos rotos, 1901; Sangre patricia, 1902), Rufino Blanco Fombona (El hombre de hierro, 1907; El hombre de oro, 1915).

La naturaleza de las obras referidas es evidencia de que no era momento de una estética única, sino de la convivencia de varias corrientes, a veces bastante lejanas. Baste con mencionar solo la diferente perspectiva retórica y estilística entre JRP y Díaz Rodríguez, como dos extremos entre los que oscilaba el resto[9]. La obra de JRP resalta dentro de ese conjunto, no tanto porque fuera mejor o peor que aquellas con las que convivía, sino por su condición autoficcional. Si comparamos algunos rasgos biográficos del autor con hechos y personajes de la novela, podríamos darnos cuenta de esta aseveración. Desde el título y su alusión al personaje, resaltan en ella la intención paródica y la remisión simbólica a la supuesta persona concreta que le diera vida (el doctor Samuel Eugenio Niño Sánchez).

Más adelante, ese supuesto rótulo disyuntivo se reitera en 1956, cuando la editorial española EDIME pone a circular las Obras selectas del autor. Será el mismo que adopte Monte Ávila Editores (Caracas), al reeditarla de nuevo, en 1990, a propósito del centenario del nacimiento de JRP.

Se publica por primera vez como Política feminista (Caracas, editorial Cultura, 1913); aparece fechada entre 1911 y 1912, en Calabozo, estado Guárico. Esto implica que su autor la escribe mientras trabaja, primero, como secretario privado del presidente del estado (Roberto Vargas) y, luego, como tesorero general. Podría parecer casual, pero ambas referencias laborales aparecerán simbolizadas en la novela: un gobernante local y la manera como se administra el presupuesto oficial. Baste resaltar las veleidades «presupuestívoras» (Política feminista…, p. 49)[10] del doctor Manuel Bebé (el personaje) y la manera como de ello se benefician algunos de sus allegados: Pepito Salcedo Gutiérrez y la familia Belzares. Esto contradiría la asimilación postulada por Juan Liscano, porque la simbología implícita en el doctor Bebé no tuvo su origen único en la figura del funcionario gubernamental Samuel Eugenio Niño Sánchez.

Ya lo hemos dicho antes: ejercida a conciencia, la venganza paródico-literaria es difícilmente retratista. Recoge su materia prima de varias fuentes, para materializarse estéticamente en una sola instancia ficcional. Por eso, el resultado adquiere carácter abstracto. Lo usual es que se sustente en varios referentes y que, en la ficción, no sea específicamente ninguno de ellos. Es una venganza sana, si se quiere, que alude más a un colectivo que a individualidades específicas. Con base en su experiencia de vida, el autor abstrae y crea estereotipos. No apunta a nadie en particular, pero, a través de ella, muchas personas podrían verse en el espejo. Y en eso consiste el acierto de quien la ha escrito, aunque públicamente lo niegue (Pacheco Oropeza, p. 119). Por ejemplo, en las páginas iniciales, preludio dedicado a Rafael Jiménez Valero, aparece una aclaración de Pocaterra que, aunque parece indicar lo contrario, ofrece un indicio de su carácter autoficcional: “…si alguno se viera retratado en estas páginas, no lo considere oficiosidad del autor, quien no se ha propuesto retratar personas, sino fijar tipos” (p. 30).

Entre un título y otro: la trama

En 1913, Pocaterra se va de nuevo a Caracas, pero muy pronto regresa a su estado natal, a ocupar otro cargo público (recopilador de leyes de Carabobo). Poco durará allí, dado que Pedro Emilio Coll (1872-1947), a la sazón ministro de Fomento del régimen del dictador Gómez, lo nombra intendente de tierras baldías del Zulia, estado donde, aparte de haber publicado otra de sus novelas emblemáticas (Vidas oscuras, 1916), ejercerá diversos cargos públicos, hasta 1919, cuando debe ingresar de nuevo a la cárcel. No obstante, dos años antes, en una carta con fecha 12 de noviembre de 1917, manifestaba lo siguiente a Rufino Blanco Fombona, en su condición de editor asentado en Madrid: “Por este correo despacho, certificado, un ejemplar de Política Feminista (que ahora se llama El Doctor Bebé) y sólo lamento no haber terminado mi última novela Tierra del sol amada, que es ésta, la que usted tanto conoce” (El doctor Bebé, p. 7; cursivas añadidas)[11]. Nótese que para nada indica el autor que ahora se le asigne el doble título.

La editorial América respetará la sustitución de uno por otro, cuando, en 1918, aparezca publicada, de nuevo, como parte de la colección Biblioteca Andrés Bello (Fig. 2). Si  de parodia se trata, el título sustitutivo dice mucho más y es más directo que el primero.

Entre la primera y la segunda edición, n o podríamos tampoco hablar de modificaciones sustanciales de contenido que incidieran en el cambio de título. Ni se agregaron ni se omitieron personajes. El escenario es idéntico y la historia también. Más allá de mínimos e insignificantes cambios puntuales, la novela permaneció inalterada desde su edición príncipe, constituida por trece capítulos. Durante los siete primeros se va desarrollando la presentación de los personajes y el marco en el que se desenvolverán. En primer plano estarían Pepito Salcedo Gutiérrez y la dinastía de las Belzares (doña Justina, orgullosa viuda de don José Antonio Belzares, Carmen Teresa, futura esposa de Pepito, Josefina, predestinada para el doctor Bebé, y Bella, solterona a sus treinta y siete años).

A partir del segundo capítulo, sobresale la presencia de Pepito Salcedo Gutiérrez. Comienza también la parodia contra la corrupción política. Primero aparece dicho personaje como escribiente de la dirección de Estadística; después, por obra de su adulancia e incondicionalidad hacia el doctor Bebé, ascenderá a flamante director; fanfarrón, orgulloso, un poco haragán y vividor, de madre viuda y pobre, que hizo lo imposible por mantenerlo y «educarlo». Se le configura tramposo, mendaz, mala paga (adeuda dinero a muchos, desde el cochero que lo traslada hasta el dueño del restaurante donde a veces come). He aquí algunos trazos de su caricatura:

Hijo de un comerciante quebrado, que luego se mezcló en la política, llevándose a la tumba algunas canas y siete mil pesos de la renta de Instrucción […] (Política feminista…, p. 40)[12].

Su apellido sirvió a Pepito Salcedo Gutiérrez para ingresar en la política […] (p. 40).

[…] a los veinte años, sabía leer mal, confundía la c con la s, y en espléndida letra cursiva copiaba versos de Julio Flores[13] en los álbumes de las muchachas de barrio (p. 41).

Públicamente, se rehúsa a utilizar el apellido de la madre (Barrios). Por motivos de prestigio social se adosaba los dos del padre (Prudencio Salcedo Gutiérrez), bajo la excusa de que «no había sido anónimo en la política» (p. 40). Aquí el narrador satiriza indirectamente la costumbre de ciertas familias para valerse del linaje de la ascendencia (por motivos sociales, políticos, económicos). No son pocas las familias latinoamericanas que han practicado este curioso sistema de adoptar de modo compuesto los dos apellidos de algún ascendiente destacado en algún campo, a fin de utilizarlos durante varias generaciones como carta de presentación y constancia sobre la procedencia. He ahí uno de sus antecedentes paródicos de  principios  del  siglo  XX[14].  Mucho  más  «aristocráticos»  (p.  40)  resultaban  los  dos patronímicos de su progenitor.

En el tercer capítulo aparecen el doctor Bebé, su recibimiento en la estación de ferrocarril como nuevo presidente del estado y otra familia que, a lo largo de la novela, se disputará sus favores con las Belzares: los Montesillo (don Cruz, doña Justina y sus hijas). Verdú, maestro de escuela y poeta (pretendiente de una de las Belzares), ha elaborado un texto de bienvenida que habrá de leer Pepito, a fin de homenajear y recibir al nuevo funcionario. No puede haber mayor sarcasmo y humor en la manera de diseñar estas escenas. Primero, por el estilo pomposo como ha sido diseñado el discurso. Veamos una pequeña muestra: «»[…] y ungido por el voto de los pueblos —empató el infeliz mientras tres gotas de sudor gordísimas le perlaban la frente— trazaréis una nueva era de honrada administración, secundando así la labor grandiosa de ese hombre […], de ese hombre que hoy fatiga» —y se volvía hacia Verdú». (p. 56).

En segundo lugar, hay que mencionar la manera burlesca como se va narrando la accidentada lectura que del texto hace un nervioso Pepito Salcedo: «“¡Se le trancó el máuser!», dice alguien del público allí presente» (p. 56). Sobresalen sus vacilaciones y dislates; el modo como va atorándose, hesitando con las palabras, mientras intenta leer, y la actitud de Verdú, quien de vez en vez acude en su ayuda, cual apuntador teatral.

Finalmente, el objetivo se logra; sinceras o no, el discursante recibe las loas y aplausos hasta que “[…] cayó en brazos del doctor Bebé y así fue, de pecho en pecho, estrechando una emoción desmesurada, sonreído, feliz…”. (p. 57). Más adelante, el conflicto que justificará el resto de la novela tendrá su inicio durante una sesión de cinematógrafo a la que asiste Josefina Belzares con las Montesillo. La insistente mirada del doctor Bebé hacia Josefina será suficiente para que esta mande a Guillermo, su actual novio, a paseo. En busca de complicidad para conquistar a Josefina, Bebé asciende a Pepito y lo incita a casarse pronto con Carmen Teresa (novia de Pepito). Comienzan las «ayudas oficiales» hacia las Belzares:

Cada día, pródigamente, las Belzares recibían atenciones de este [Bebé], que Pepito agradecía solidario con la familia y «como más viejo en la casa». Ahora aquella protección se extendía hasta él, ¡y de qué modo! Ya no era la escuela de corte y costura para Bella, la inspectoría de escuelas para misia Justina, y la pulsera, la cadena y el solitario para Josefina y Carmen Teresa… También hasta él llegaba la onda de bienestar (pp. 81-82).

Tras ires y venires, coimas, despilfarros del presupuesto oficial y chantajes sentimentales, mediante diversas estrategias (quejas, arrumacos, generación de celos con Isolina Montesillo), Bebé logrará finalmente su propósito de intimar sexualmente con Josefina.

El VIII es el capítulo cumbre de la novela. A partir de aquí, el narrador pone en juego toda la tensión de la historia. Resaltan los mejores momentos de Pepito Salcedo como protegido de Bebé, su aumento de sueldo y su afiliación ya definitiva al gremio de los «presupuestívoros». También es de notar la bonanza de la que, debido a ello, disfrutan las Belzares, con misia Justina como matrona (a quien, como vimos, sin tener que ver nada con la educación, se le asignó la supervisión de dos escuelas) y Josefina, cual novia de Bebé, con mucha influencia. Pepito hace muy poco de su trabajo y disfruta plenamente de la sinecura; su misión se reduce a adular al jefe y vanagloriarse de su posición ante los parroquianos. También los compositores lisonjeros hacen lo suyo. Este es otro elemento importante para la relación entre ficción y realidad. La biografía del doctor Niño Sánchez destaca su labor de médico, político y compositor (Diccionario de historia de Venezuela, párr. 1). En la novela, esto  es objeto de burla, pero se atribuye el oficio a personajes secundarios, obviamente cameladores y muy circunstanciales. Un tal Samuel Poncio compone el vals Josefina (dedicado al doctor Bebé). Otro, Díaz Peña, pergeña El colaborador (alusivo a Pepito, pero dedicado a misia Justina).

Destacan también las cualidades humorístico-discursivas de Pocaterra, al diseñar escenas de corte cinematográfico. Resumamos una sola como ejemplo. Bebé ha estado encontrándose furtivamente con Josefina. Usualmente, deja sus ropas muy cerca de la ventana y, en una ocasión, estas desaparecen, obligándolo a salir en paños menores, cuando descubre que un intruso se ha posesionado de ellas. Persigue al ladrón, quien logra escaparse, pero en la carrera suelta el paltó (chaqueta). Un parroquiano de nombre Guillermo Huertas González, que está sentado por allí, recoge la pieza y, ante el reclamo, se la entrega «quedándose admirado ante aquella rara indumentaria» (p. 127). Ha reconocido al presidente del estado y, sin que nadie se lo pida, decide «acompañarlo» hasta su casa, mientras van charlando. Pocos días después, como compensación por su silencio, el mismo sujeto es designado para un cargo público.

El conflicto narrativo se agudiza cuando Josefina se descubre embarazada y lo participa a Bebé. Hay propuesta de aborto de parte de él y negativa rotunda de ella. Nadie más lo sabe en la familia. A fin de esconder momentáneamente el sobrevenido percance, Bebé propone a Pepito que se la lleve con Carmen Teresa, a temperar en Puerto Cabello. Buena ocasión para alejarla y poder seguir viéndose con otras. Lingüísticamente, destaca la descripción para ofrecer cada detalle alusivo tanto al puerto y sus alrededores como a la casa a la que llegan, procedentes de Valencia, Pepito, Carmen y Josefina (acompañados de su sirvienta Petronila).

Dos días después, ya instaladas, una tregua afable en ocupaciones, el aspecto nuevo de las cosas y aquella visión de una vida distinta que cada mudanza inspira, se dejó sentir. Las siestas, muy calurosas, adormecían la voluntad. En la mañana percibíanse los ruidos del puerto: crujían poleas, puntualizando su crujir gritos en lenguas extrañas; golpeaban los martinetes del dique astillero, o las sirenas anunciaban, junto con el humo negro, que se elevaba por encima de las casas, la entrada de algún vapor. Por las tardes, una languidez adormecida sobre las aguas invadía la ciudad lentamente… (p. 149).

También habría que destacar las reflexiones que mueven los sentimientos de Josefina sobre su inesperado embarazo; meditaciones que, desde ya, preanunciaban su futuro.

Comienza entonces el desenlace. Aunque se sabe estéril, pero a fin de evitar la vergüenza de la familia, Carmen Teresa propone a Pepito asumir ella el embarazo como si fuera producto de su matrimonio. Pepito se comprometerá a ir a Valencia a ajustar cuentas con el doctor Bebé y “meterle una bala a ese vagabundo” (p. 166). Lo hace. Ante un tímido y sumiso reclamo, Bebé se enfurece y lo conmina a buscar otra solución. Dinero de por medio y en actitud de total obediencia, Pepito le ofrece la posibilidad de asumir él la paternidad (con Carmen Teresa). Acuden a una partera caraqueña para que los asista. Nace Eduvigis y al principio logran mantener la farsa. Mediante telegrama, el doctor Bebé felicita a Pepito por el nacimiento de su «primera hija».

El capítulo final marca la decadencia de la familia Belzares. Ha caído el régimen de Cipriano Castro (1899-1908). Josefina es echada de la casa por Pepito, quien argumenta no tener por qué cargar con la hija de otro. “A mí no me pesa el matrimonio [se defiende Pepito, quejándose], porque Carmen es buena; pero si no me hubiera casado hoy sería una alta figura en el Estado; y para colmo de desgracia, tener que cargar con una muchacha que no es hija mía, que con sus lloros no me deja dormir de noche” (p. 187).

Realmente él mismo se ha venido a menos; ha sido también arrojado del cargo: «…le quitaron el puesto porque lo necesitaban para otro Pepito» (p. 184). Metafóricamente, la repentina depauperación de la familia refleja la extinción y degradación del régimen. Con el nuevo gobierno (también dictatorial) pierden todos sus privilegios y canonjías. Se dedican a labores menores en las que fracasan; ya nadie va en su auxilio. La misma metáfora vale para el ascenso/descenso de Pepito Salcedo Gutiérrez. Curiosamente, nada se sabe en este cierre sobre el doctor Manuel Bebé y su destino. Presumiblemente, ha sufrido la misma suerte de su protegido, pero su participación como personaje se había esfumado en el capítulo anterior.

Así, JRP diseñaba a principios del siglo XX un fresco novelístico que supera en mucho la lectura como cuadro (realista) de época o reportaje al que, explícita o implícitamente, se refieren algunos críticos (Larrazábal, p. 11; José Ramón Medina, p. 78; Mariano Picón Salas, p. 272). En realidad, la excusa de una historia de provincia le sirvió como «arma de combate» (Liscano, p. 33), al planteársela cual obra narrativa ajena a los preceptos modernistas, imperantes dentro del ambiente literario. Para ello acude a la autoficción. No aparece como personaje de la historia, pero se intuye su presencia como testigo en cada hecho relatado. Como diría Molero de la Iglesia (párr. 7), en su discurso se difumina la relación entre historia y hechos ficticios: “En la práctica, se trata de anteponer un artilugio retórico donde tenga cabida lo biográfico (hechos, evocaciones y reflexiones personales); de este modo el discurso referido a sí mismo tendrá lugar dentro de una situación narrativa supuesta, convirtiendo el enunciado en una ficción” (párr. 7).

Tampoco hay que dejar de lado que el argumento de la novela es la parodia de un melodrama, como esos a los que alude su autor empírico en el preludio, según citamos antes, una indiscutible ópera bufa. Aunque no haya sido su objetivo primario, en ella se burla incluso de la poesía imperante, al aludir siempre sardónicamente a ciertos poetas cursilones, a quienes en alguna página de sus Memorias de un venezolano de la decadencia cataloga como «soneticidas». Menciona este neologismo en esa obra, al comentar sobre el poeta Frank García Pregal, compañero de celda, a quien tenía en muy poco aprecio, durante uno de sus tantos pasos por la cárcel, en condición de prisionero. No desperdicia la ocasión para considerar la relación entre algunos poetas y sus modos poco éticos de plegarse al gobierno de turno, independientemente de su inclinación ideológica o modo errático de entender la gobernanza: “Es indudablemente un ‘tipo’ [una persona] de estudio. Representa una juventud sin camino, cansada, absurda: de ella saldrán mañana los amorales, los ‘plumarios’ de asalto en las secretarías de gobierno, los soneticidas” (Memorias, p. 54).

Aunque parece un efecto casi imperceptible para el lector, en la novela también abundan indicios que generalmente apuntan hacia la conducta y presencia gris de los bardos; de nuevo, la relación entre el testimonio del autor concreto y la (auto)ficción asumida por el testigo:

[Pepito]… atisbaba tras las columnas de la iglesia o fumaba cigarrillos en la esquina acompañado de un poeta inofensivo (p. 42; subrayado añadido).

De lejos se oían conceptos enconados, se injuriaba a los plumíferos, a los escribidores de no sé qué, que no van al plomo, que se les agua el guarapo, que se les caen los pantalones (p. 52; subrayado añadido).

Tras ellos, un poeta grasiento asomábase para despreciar el país (p. 72; subrayado añadido).

La ociosidad le trajo [a Pepito] sus antiguos gustos literarios. Aquellas cóleras contra los «clásicos en desuso» resucitaban en él con más furor. Todavía Valencia no era decadente y en literatura juzgaba más borracho a Rubén Darío que a Julio Flores (p. 184; subrayado añadido).

Desde el comienzo, una de las metas fundamentales de su obra narrativa fue burlarse y caricaturizar el ambiente literario del momento, relacionándolo casi siempre con lo político, muchas veces con el foco puesto en el movimiento modernista y sus estilos grandilocuentes. En esa misma orientación, podríamos recordar una estrofa extraída de otra de sus novelas (Tierra del sol amada), en la cual el autor ridiculiza a un “poetica” de apellido Céspedes: “El bardo que te adora tenazmente / dice su verso en tu loor, divina, / que a tu gracia gentil y palatina / unes una mirada opalescente” (Tierra del sol amada, p. 354).

Otro aspecto temático que se desliza casi subrepticiamente a través de los capítulos es el referente a las críticas a la Iglesia, especialmente a los sacerdotes. Aparte de aludir a este tópico solo referencialmente, el tono burlesco se focaliza esencialmente en la figura del padre Benítez, cuya enfermedad aparece mencionada por primera vez a finales del capítulo VI, para cerrarse en el siguiente. Hilaridad podría ser la mejor palabra para referirnos a las escenas tragicómicas mediante las cuales se escenifica su estado final y fallecimiento, momento en el que algunas damas han acudido a auxiliarlo; una de ellas asevera que no está agonizando, que su situación obedece a un «viento encajado» (p. 117).

En síntesis, para justificar la inclusión de esta obra dentro de la diacronía de la novela venezolana del siglo XX, bastaría la mención de cinco palabras clave, aplicables a ella en su conjunto y no solamente por la temática: parodia, caricatura, burla, sarcasmo y, por supuesto, humor. A fin de ampliar nuestro supuesto sobre la venganza paródico-literaria y sus efectos, el recorrido realizado hasta aquí nos permite ahora recapitular algunas ideas sobre la relación entre persona y personaje.

Persona/personaje, intrahistoria y microhistoria

Valerse de los insumos del entorno y utilizarlos para la ficción es un recurso que pudiera ser atribuido a toda la narrativa pocaterrana. Tanto es así que a veces se hace difícil separar nítidamente su obra autoficcional de la que se presenta aparentemente como documental o histórica (el testimonio, las memorias), caso, por ejemplo, de sus Memorias de un venezolano de la decadencia (Omar Osorio Amoretti, p. 61). Parece haber consenso de la crítica en cuanto a la parodia que logra el autor cuando se alude al doctor Samuel Eugenio Niño Sánchez como una de las personas que da vida al personaje principal de El doctor Bebé. Es significativa la relación fonético-semántica entre el primer nombre y apellido de la persona: Samuel Niño, y el del personaje: Manuel Bebé.

Niño Sánchez, médico y compositor de origen tachirense, fue contemporáneo del autor, vivió entre 1867 y 1937 y formó parte del régimen de Cipriano Castro, como gobernador del estado Carabobo. Llegó a Valencia en 1907 a encargarse de la presidencia del estado. Más allá de haberse casado en 1909 con una dama de la alta sociedad valenciana, María Cristina Passios, nada dice la historia oficial acerca de su vida privada ni sobre su actuación como funcionario público. Estos últimos rasgos sí que resaltan en la novela, una vez que se lo asume como uno de los referentes principales, para ponerlo a vivir en el plano ficcional, convertirlo en personaje. De ese modo, JRP se erige en vengador paródico literario al incorporar exprofeso rasgos de esta y otras personas, recursos impensables en otro tipo de documentación. De ellos los más resaltantes son la conducta de donjuán del personaje, el modo como administra de manera poco honorable los bienes del estado (su vocación «presupuestívora») y el ámbito de corrupción inherente al desempeño de cargos públicos.

De esa manera, como testigo directo, el escritor convierte en ficción lo que la historia oficial jamás registraría, sea porque no ocurrió, sea porque no le interesa, sea por tratarse de hechos que pueden empañar la figura de alguna personalidad relevante o de sus descendientes. Si se quisiera considerar así, es una manera hacer ficción, utilizando como fuente lo que Miguel de Unamuno denominara la intrahistoria —no importa si esta fue real o ha sido (re)creada— y que se focaliza en esa actividad social menuda, pequeña, aparentemente insignificante y quizás de poco interés para los historiadores profesionales, pero importantísima para los estudios culturales[15]. Una noción bastante más rigurosa y desarrollada de este mismo fenómeno prefiere la denominación y el concepto de «microhistoria»: la mirada del investigador focalizada en hechos mínimos, si se los ve en términos dimensionales, pero utilísimos para explicar aspectos quizás intangibles cuando ponemos la mirada en lo macro (Arturo Almandoz, p. 10)[16].

Se trata de una estrategia que será marca implícita en toda la narrativa corta y extensa del autor. Y no es poco que la haya propuesto desde su primera novela, diseñando unos personajes que simbólicamente representan a un régimen del que JRP era un notorio y público oponente, incluso teniendo algunas veces que trabajar para él. El mayor aporte estaría en la manera de utilizar esos recursos para, desde la perspectiva paródica, ofrecer una narración en la que es muy importante el circuito espacio-personajes-contexto cotidiano. Amparado en la excusa de dos tramas amorosas superpuestas: Pepito Salcedo / Carmen Teresa Belzares; doctor Bebé / Josefina Belzares; y dentro de un entorno sociopolítico corrompido, se muestran las estrías de una ciudad venezolana, durante la primera década del siglo XX.

Ese mismo propósito se repetirá en sus narraciones extensas posteriores: Vidas oscuras (1916), Tierra del sol amada (1918) y La casa de los Abila (1946), e incluso en buena parte de sus Cuentos grotescos (1922). Además, eso permite catalogar a JRP como uno de los narradores venezolanos que estéticamente propone un coherente programa narrativo-geográfico, diferentes espacios nacionales en los que se desempeñó, llevados a la ficción novelesca: «Cada una de sus novelas es una radiografía psicológica de la sociedad venezolana de un período determinado. Son cuadros animados que reflejan sus experiencias en Valencia, Caracas y Maracaibo, ciudades donde vivió y que sirven de marco para recrear minuciosamente las distintas facciones en oposición» (Piero Arria y Valmore Muñoz Arteaga, párr. 37).

Entre otros, más adelante, esto será fundamental en la obra de Rómulo Gallegos, incluida la oposición civilización/barbarie (cf. Pocaterra, Vidas oscuras). Y, además, permite proponer a JRP como uno de los más tempranos y perspicaces narradores urbanos de Hispanoamérica, retrospectiva y literariamente emparentado literariamente con otro autor venezolano, Miguel Eduardo Pardo, y su novela Todo un pueblo (1899).

En la narrativa pocaterrana, realidad microhistórica y ficción constituyen una argamasa en la que podrían no quedar nítidas las fronteras entre ambas instancias. Para percatarse de ello, bastaría pasearse por las páginas de las Memorias… y cotejarlas con el contenido de algunas de sus novelas y cuentos. Vivencias directas o indirectas (a veces hiperbolizadas, recreadas y hasta posiblemente fabuladas) recogidas en las mordaces Memorias… parecen haber servido de soporte para el resto de su obra narrativa. Antonio Guzmán Blanco, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez y sus regímenes autoritarios son referencias recurrentes en la narrativa de ficción del autor. Quizás lo único que a veces permite cierto distanciamiento es la posición asumida por el narrador (más que explícita en las Memorias…y, a veces, ficcional y metadiegéticamente solapada en las novelas y cuentos). Esto ya aparece reflejado en El doctor Bebé. Desde esa obra primigenia se evidencia lo que será el programa narrativo del autor: asumir el despótico entorno sociopolítico y su propia experiencia de vida como referentes y parodiarlos mediante la escritura, convertirlos en símbolos.

Conclusiones y proyecciones

La venganza literaria, que aquí hemos propuesto como variante de la autoficción, no es un procedimiento retórico atribuible exclusivamente ni a la literatura venezolana ni a José Rafael Pocaterra. Tampoco la hemos entendido con carácter negativo, sino más bien como recurso paródico para contextualizar la literatura y fusionarla con la experiencia vital del autor o autora. Si nos ceñimos al español, podríamos retroceder varios siglos y llegar hasta las “discusiones” entre Francisco de Quevedo y Luis de Góngora (“Góngora, Quevedo y Lope…”, párr. 5). En cuanto a narrativa, valga el recordatorio del Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita (1330) y de los textos resultantes de las diatribas entre Cervantes y Lope de Vega (Tomás Tómov, p. 618). Siendo estrictos, podemos decir que constituye una praxis usual en el ámbito de las artes en general, solo que algunas veces se la desarrolla conscientemente y otras no. Hay autores/-as que parodian incluso su propia vida, “vengándose” literariamente de sí mismos o de sus familias[17]. En el caso de la narrativa venezolana, podría postularse a JRP como autor que acudió a dicha estrategia, explícita y abiertamente, exprofeso, sin falsos pudores ni recursos inextricables.

Con una orientación paródica innegable, El doctor Bebé, es una novela relevante de la década de 1910 en Venezuela. Un marco de referencia sobre las implicaciones entre autoritarismo, corrupción política y deterioro social. Más allá de su estructura, que no deja de ser convencional, habría que resaltar los recursos narrativos y estilísticos de los que se vale el autor para desarrollarla; la manera de plasmar caricaturescamente el ambiente, las costumbres de la época (intrahistoria), y de convertir a personas en personajes de ficción, siempre con la salvedad de que en ello no hay necesariamente correspondencia unívoca. Esto será respaldado por el hecho de que, en la misma década, publica una segunda novela en la que aplica estrategias narrativas similares, pero ahora ambientadas en otra ciudad venezolana, Maracaibo (Tierra del sol amada, 1918).

Por otra parte, su aporte sería precisamente haberse desprendido explícitamente de los estándares modernistas y románticos, de las tramas abstractas y los rebuscamientos retóricos, para narrar sus historias burlándose con desparpajo del lenguaje literario de su época. En esto, JRP muestra su programa estético desde la primera novela. Muchos de los planteamientos, historias y personajes implícitos en esa opera prima serán además la base no solo de su novelística posterior, sino también de su futura cuentística.

Queda pendiente una importante tarea: buscar los nexos con otros escritores venezolanos y /o hispanoamericanos contemporáneos suyos, o posteriores, a fin de establecer una red que, desde la autoficción, permita entender mejor las razones por las que los regímenes dictatoriales utilizan los flagelos de la corrupción y la descomposición social como armas de supervivencia política. Resta también investigar si, a más de un siglo de haberse publicado El doctor Bebé, los estereotipos de Pepito Salcedo, Manuel Bebé y el resto de los personajes formaron parte de una distopía y han viajado en el tiempo para permanecer instalados en el contexto literario venezolano de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI.

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NOTAS

[1] La expedición del Falke se denominó así debido al nombre del barco en que viajaron desde Europa un grupo de venezolanos, dirigidos por el general Román Delgado Chalbaud. Ocurrió en 1929 y constituyó un intento insurreccional contra el régimen del dictador venezolano Juan Vicente Gómez. En ella participó Pocaterra con muchos otros venezolanos exiliados. Valga citar a propósito de dicha expedición lo que escribe JRP a Rufino Blanco Fombona antes de partir: “Mi querido amigo: Esta noche zarpamos. Le recuerdo cuanto hablamos en París. Venezuela y nosotros lo esperamos en la segunda expedición. Tanto al doctor Dominici como al coronel McGrill les he advertido que le prevengan a tiempo para que usted arregle sus asuntos. Rufino: la hora es nuestra. Yo lo espero allá. Suyo. José Rafael Pocaterra” (Blanco Fombona, Diarios de mi vida, p. 3).

[2] Aunque en el enfoque de este trabajo las hemos asumido dentro del testimonio, a decir verdad, nos preguntamos a veces si, leídas desde nuestra distancia temporal, no contienen entremezclados hechos ficticios, lo que las acercaría igualmente nuestro tema, la autoficción. Para la discusión sobre el carácter genérico de las Memorias… (testimonio, memoria, historiografía, autobiografía, novela autobiográfica, crónica, etc.) y de cómo fueron leídas en diferentes momentos, remitimos al exhaustivo recuento de Osorio Amoretti (pp. 66-82).

[3] “La autoficción puede interpretarse como la formulación de una pregunta que queda sin responder en torno a quién escribe el texto” (Casas, p. 2).

[4] Pacheco Oropeza refiere en su trabajo el caso concreto de la española Rosa Montero, quien parece negar el carácter autobiográfico de algunas de sus obras (p. 119).

[5] No es nuestra intención disertar aquí sobre la relación entre autobiografía, diarios, memorias y/o autorrepresentación. Una puesta al día sobre estos tópicos aparece en Javier Sánchez Zapatero (p. 8). En cuanto a la relación entre autorrepresentación y vida, puede verse también el trabajo de Pacheco Oropeza (p. 119) referido antes. Para una discusión acerca de las variantes de la autoficción, sugerimos revisar Manuel Alberca (pp. 7-8) y Susana Reisz (pp. 83-86).

[6] “Existe el intelectual que se entrega esencial y explícitamente a la causa pública y existe el escritor que se halla esencialmente cautivado en el combate con sus propios demonios” (Magris y Vargas Llosa, p. 19). Sin duda, JRP desempeñó paralelamente ambas funciones.

[7] Aquí se entenderá por tal el recurso narrativo mediante el cual un autor empírico crea un personaje que es su alter ego, hasta el punto de conflictuar la interpretación del lector con respecto a quién es quién en la narración: si el autor de carne y hueso o el personaje, como creación ficcional del primero.

[8] Respecto de esto, ya hemos hablado antes de la intensa actividad periodística de JRP, desde 1907.

[9] Jesús David Medina ofrece una aproximación al contexto de la novela de finales del siglo XIX e inicios del XX. Allí ofrece una categoría que oscila entre lo “mimético elevado” y lo “mimético bajo” que, lamentablemente, parece aplicar solo a los personajes y no amplía teóricamente (p. 2). Tampoco menciona la novela de JRP, a nuestro juicio, importante para sus planteamientos de carácter socioliterario.

[10][10] El neologismo es de JRP; lo utiliza varias veces en la novela.

[11] La carta aparecerá después incorporada a la edición de la Editorial América (1918). De esa fuente es la cita, p. 7.

[12] Esta y todas las citas textuales de la novela que siguen proceden de la edición de 1990 de Monte Ávila Editores, la cual, como ya se ha mencionado más arriba, lleva el título doble Política feminista o el doctor Bebé.

[13] Julio Flores (1867-1923), poeta colombiano.

[14] Situación similar a la que Isaac Pardo (1899) plantea en una novela venezolana anterior, Todo un pueblo, relacionada con las aspiraciones del personaje Anselmo Espinosa de tener un apellido notable, distinto del que le había legado su padre (inmigrante): «[Anselmo Espinosa]… hubiera dado la mitad de su hacienda en cambio de un nombre sonoro, de un segundo apellido que le diera visos de nobleza» (p. 15).

[15] El Diccionario de la lengua española (en línea) define el término «intrahistoria» del siguiente modo: «Vida tradicional, que sirve de fondo permanente a la historia cambiante y visible». Este concepto es mucho más que conocido y resulta posteriormente utilísimo para estudiar los textos literarios, contemplado y ejemplificado suficientemente por Miguel de Unamuno en su libro En torno al casticismo. También ha sido utilizado por Luz Marina Rivas en el estudio de autoras venezolanas.

[16] El autor desarrolla una muy pedagógica y detallada explicación sobre los alcances de la microhistoria, con base en los planteamientos del historiador italiano Giovanni Levi.

[17] Hay múltiples casos, pero, respecto de esto, podría citar algunos ejemplos concretos, contemporáneos, interesantísimos, al comparar sus (auto)biografías o memorias con la obra: Jorge Luis Borges (argentino, 1899- 1986), Rosa Montero (española, 1951-), Gabriel García Márquez (colombiano, 1927-2014), Roberto Bolaño (chileno, 1953-2003) y Renato Rodríguez (venezolano, 1927-2011).

Sobre el autor

*Contexto, vol. 26, n.° 28, 2022, pp. 143-163.

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