Rafael Arráiz Lucca
No sabría responder porque no somos diligentes en la búsqueda de nuestro tesoro, pero tampoco podría explicar la razón por la que, una vez hallados, somos tímidos divulgando la noticia. La poesía venezolana no es una excepción: coincidimos propios y extraños sobre su valía más allá de las fronteras y, sin embargo, no hacemos de ella una de nuestras cartas de presentación.
Me entusiasmó el proyecto de escoger sólo poetas que han publicado su obra a lo largo del siglo XX, no porque desdeñe el siglo XIX, sino porque la selección se limita a un universo más reducido y, en consecuencia, los criterios de escogencia se hacen más severos. Son prescindibles aquellos que insuflan la organización de una antología generosa y, por el contrario, no se levanta frente a nosotros ninguno que nos lleve a considerar poemas que no sean memorables. He trabajado con un cuchillo muy afilado con un mango de nácar y una punta que parece un diamante. Me he detenido en una cifra con resonancias escolares: veinte.
Comienzo con Salustio González Rincones, a quien juzgo uno de los poetas más significativos que ha dado el país. Este juicio habría sido prácticamente imposible hace más de veinte años, ya que sus libros constituían curiosidades bibliográficas difíciles de apartar. Gracias a la antología de su obra que preparó Jesús Sanoja Hernández para Monte Ávila Editores, ésta pudo ser leída. En las selecciones de poesía venezolana anteriores a la suerte de descubrimiento de su obra, su nombre no aparece. Quizás sea éste el momento de confesar que para los integrantes del grupo Guiare la poesía de Salustio fue una revelación, un puente entre la estética que buscábamos desarrollar y nuestro antecedente venezolano más lejano. Pasó a ser de los nuestros, y a gozar del mayor amor que puede profesársele a la obra de un autor: ser leída y releída. La conversacionalidad, las máscaras, los pseudónimos, el humor, la desfachatez son algunos de los ingredientes que hacen de la poesía de Salustio un cuerpo modernísimo. Quizás le fue propicia a su obra la larga estadía parisina, donde finalmente falleció por causa del mal de la época. En la capital de Francia fijó su residencia luego de contribuir con la creación de la revista y el grupo caraqueño Alborada. Fue de todos ellos el único poeta, y compartió cónclave con el entonces joven Gallegos, con Julio Horacio Rosales, con Henrique Soublette y con Julio Planchart.
Caso similar al de González Rincones lo ofrece José Antonio Ramos Sucre. La analogía estriba en el silencio que se hizo alrededor de sus obras, para el momento en que fueron publicadas. Los libros de Salustio, impresos en París, casi no circulaban en Venezuela; los de Ramos Sucre sí, pero cosecharon la displicencia de la crítica. En una de las inolvidables sesiones del taller Calicanto que dirigía Antonia Palacios, Arturo Uslar Pietri dio una explicación sincera: les parecía un autor demodé, que de ninguna manera seguía los postulados de la vanguardia de su tiempo. Un anacrónico. Pues aquel inadvertido es hoy considerado por los lectores el dueño de una de las voces principales de nuestra poesía. Al estudio de su obra que le dedicara Carlos Augusto León en la década de los años cuarenta, le siguió un verdadero coro de exegetas asombrados, a partir de los años sesenta. Su palabra pasó de la soledad a la que reduce cierto silencio negligente, a la celebración entusiasmada de la lectura fervorosa. Culta, intertextual, literaria, clásica, arquetipal, medievalista son algunos de los calificativos que suscita la obra del cumanés insomne. Su obra para la que podría desbordarme en elogios, es de las mayores felicidades a las que puede acceder un lector dispuesto a llegar al fondo del pozo.
Entre la Generación del 18 y el grupo Viernes pueden hallarse de los mejores poetas venezolanos. Entre ellos, el lugar de Fernando Paz Castillo es particular. No sólo se trata de un ensayista literario atento y prolífico, sino de un poeta interpelado por el misterio de lo sagrado. Puede afirmarse que su poesía es metafísica, como prácticamente ninguna lo fue en el país hasta el momento de su aparición. Sin embargo, esto amerita una aclaratoria: los poemas más representativos de un autor, por lo general, son escritos tiempo después de la iniciación. Paz Castillo no es la excepción de la regla. Su poema de mayor aliento fue publicado en 1964 y se titula El Muro, casi cincuenta años después de su incursión en el escenario poético. Es el momento de señalar que el poeta se caracterizó por ser muy cauto a la hora de publicar, característica que lo distingue de sus contemporáneos, y sus preocupaciones se ciñen a la circunstancia del hombre en tránsito. Su obra es la de un humanista, más que la de un estilista del idioma o un dramático o un sonoro versificador. Uno de los grandes, sin duda.
Si bien Enriqueta Arvelo Larriva no cerró filas con los muchachos del 18 (se encontraba lejos de la capital), es contemporánea de los integrantes de esta promoción. En cualquier caso, lo significativo es su obra: de ella puede decirse que alcanza los registros más altos. Antes que la suya, no destacan voces femeninas de tanta exactitud. Su poesía se alza a partir del tratamiento de la emocionalidad: está tallada por el sentimiento del solitario, del que ansía, del abandonado, del que ha sido postergado. En permanente diálogo consigo misma, la poetisa sostiene las cuerdas de su instrumento templadas. Es la precursora de las grandes poetisas venezolanas que despuntaron a partir de la mitad del siglo que terminaba.
Los críticos de literatura en Venezuela coinciden en cuanto a la importancia de Áspero, el poemario de Antonio Arráiz que, publicado en 1924, se convirtió en el estandarte de una generación. Así lo afirma Uslar Pietri en el prólogo que antecede la segunda edición, y no le falta razón. Este libro arroja una propuesta estética de consecuencias revolucionarias para la poesía nuestra. Fue el primer título nacional logrado dentro de los cánones del vanguardismo. Sentenció a muerte al romanticismo, y se irguió sobre los escombros de la rima, del parnaso, de la belleza convencional que alimentaban los bardos precavidos. Fue un libro emblema, confiaba en la fuerza que traía el viento del futuro.
Arráiz, cuatro años después de publicado su poemario, cerró filas en la revuelta estudiantil que dio origen a la generación política de 1928. Participó de la legendaria Semana del Estudiante y pagó su osadía con siete largos años en las cárceles gomecistas. Su obra poética se hizo acompañar de la narrativa y delo ensayo, siempre signada por la impronta del que busca la verdad. Ante su palabra puede sentirse el agua del río que no transige, que es impetuosa. Al momento de rendir su vida ante el cansancio de su corazón, dejó unos poemas inéditos, publicados luego bajo la denominación de póstumos, que pueden considerarse, sin temor a errar, como unas verdaderas joyas de la poesía contemporánea.
Vistos a la distancia, de los integrantes del grupo Viernes el que alcanzó las cimas más altas fue Vicente Gerbasi. Su vocación y la larga vida que Dios le permitió, se juntaron para dejarnos una obra de cerca de veinte títulos. Entre ellos destacan como piezas fundamentales de la poesía venezolana Mi padre, el inmigrante y Los espacios cálidos, ambos títulos expresan lo más significativo de su visión del mundo y de sus construcciones estéticas. El hombre maravillado frente a las operaciones mágicas de la naturaleza. El niño estupefacto frente al milagro de la mecánica del universo, el parroquiano deslumbrado ante las luces de la noche y la gestualidad del leopardo. Su obra es hermosamente americana, telúrica, y sostenida con una musicalidad envidiable, que hace de sus versos canciones de largo aliento. La última etapa de su poesía, no menos importante que la segunda, es proclive al poema breve, a la síntesis, al trazo del dibujante.
La obra poética del humanista Juan Liscano comprende más de veinte títulos. Su vocación poética ha recorrido paralela a la que anima el fuego del ensayista. Se inició a principios de los años cuarenta y militó en los grupos Suma y Presente que se propusieron reaccionar frente a Viernes, los animaba afirmarse rescatando la validez del soneto y la del verso castellano. Entre los muchos poetas que se iniciaron en estos años, Liscano es de los más representativos. Su búsqueda lo ha acercado al verso americanista, cuando Neruda diseminaba su catecismo y el hallazgo de lo propio era u imperativo del poeta equinoccial; luego fue de depurando su afán como expresión de la fuerza liberadora del amor, frente a las cárceles de la historia. En la más reciente etapa de su producción se observa un repliegue sobre las costuras de sí mismo. Lo religioso hace acto de presencia, de la mano del mito fundacional, para darle rienda suelta a su ya característico escepticismo. Sobre la mesa el poema, Liscano ha dejado la huella de sus propias contradicciones, con la valentía que ha caracterizado sus pasos sobre la tierra. Encarna el arquetipo del intelectual comprometido con los acontecimientos de su tiempo y, quizás, sea uno de los últimos que levante es bandera.
Con la publicación de Elena y los elementos (1951) se dio de inmediato la consolidación de una voz. Rara vez se convoca la unanimidad de manera tan absoluta. De hecho, los integrantes d la llamada Generación de los Sesenta tuvieron al poemario como fuente nutricia de sus proyectos estéticos. Juan Sánchez Peláez traía a Chile en la maleta su experiencia junto al grupo Mandrágora: conjunto afecto a los malabarismos del surrealismo y acostumbrado a indagar en la otra cara de la luna. Pero sería inexacto afirmar que la poesía de Sánchez Peláez es exclusivamente surrealista. Las huellas de esta corriente estética forman parte de la textura de su obra, pero ésta teje otras urdimbres. Pocas poesías han trabajado con tanta pertinencia la condición del hombre contemporáneo: desde su estado solitario hasta las aristas de la violencia, desde la búsqueda del otro complementario hasta la disolución de las esperanzas. Las relaciones del hombre en su juego de contactos es una de las obsesiones temáticas del poeta. Bien sea que se llame amor de pareja, filial o, el más importante, diálogo consigo mismo, la poesía de Sánchez Peláez indaga en una trama, decodifica sin proponérselo un alfabeto.
Rafael José Muñoz es uno de los grandes. Quizás no se haya advertido aún la importancia de su obra. Pariente cercano de las proposiciones poéticas de Salustio González rincones, Muñoz aportó lo suyo. Dominó el lenguaje hasta convertirlo a sus necesidades expresivas, inventó las palabras que faltaban para cerrar el círculo de su imaginación. Estrechó la ternura entre sus brazos, y nada fue límite para su fuerza creadora. Como los grandes: al escribir parecía que jugaba. Su obra está allí para ser reconocida. Quizás la cercanía de los años no ha permitido la aparición de la justicia. Hace apenas veinte años estaba entre nosotros, antes había militado en la revuelta de los sesenta y cerró filas en la izquierda. Sus compañeros de generación se acercan a la senectud y probablemente sea tarea de promociones posteriores el señalamiento de su obra. Valga la oportunidad de rendirle homenaje a una poesía conmovedora, que discurre completamente al margen de los ríos centrales, de los que es lejanamente tributaria. Su obra surge de regiones ignotas del subconsciente, pero lo hace con una precisión asombrosa. Es como si conociese a fondo el lugar de sus orígenes y no titubeara al pronunciarse. Extrañísima, pero no por ello fuera de lugar, su poesía responde a los puentes que el poeta establecía entre las cordilleras de su mente. Su obra es una isla es un archipiélago con pocas unidades.
Contemporáneo de Muñoz es Rafael Cadenas. No exagero al afirmar que la poesía del barquisimetano es de las más representativas de los años sesenta. En ella se resumen muchas de las preocupaciones que en Occidente comenzaron a aflorar en aquellos años: indagación en la vida interior, trato con lo simbólico, acercamiento a lo místico, aproximación a las culturas orientales y, fundamentalmente, el descubrimiento del tamaño del verdugo de la casa: el ego. La obra de Cadenas es, ilógicamente, una de las más apreciadas de nuestro tiempo. Desde la aparición de Los cuadernos del destierro y del poema “Derrota”, el favor de los lectores no se ha hecho esperar. La obra de Cadenas se nutre de la experiencia psicoanalítica y del trato diario con la psicología arquetipal. Los mitos no le son desconocidos al poeta, así como tampoco le es ajena la batalla central de la vida de un hombre con sus demonios interiores. La depresión, el fracaso, forman parte del magna al que se sobrepone el poeta para escribir sus textos, de allí que su obra esté lejos de la superficie, y sea hija del silencio y la búsqueda de la paz interior. Poeta místico, pero o por ello exclusivamente circunscrito al misticismo de los cristianos. Su obra admite múltiples lecturas. Aquella metáfora del pozo de aguas profundas se ajusta perfectamente a la musculatura de su palabra poética. Su obra, como diría Bertolt Brecht, es de las indispensables.
La coherencia de la obra de Alfredo Silva Estrada no está en discusión. Se levanta como una columna en medio de la selva. No es común que un poeta se ciña desde sus inicios a una estética y no deje de desarrollarla a lo largo de sus años. Geométrica, circular, abstracta, pero no por ello menos lírica, su poesía es como una casa en construcción: están al desnudo los elementos que después se revestirán con las capas del tiempo. Memoriosa, pero no afecta a la nostalgia melancólica, su palabra recibe la fuerza de lo que ha macerado, de lo que viene de lejos. Empeñada en eludir el referente concreto, la obra de Silva Estrada se escapa de las precisiones espaciotemporales para habitar una suerte de sitio genérico, abstracto. Más que metafísica, su obra es filosófica en la medida en que trabaja con categorías del pensamiento occidental y las hace parte del poema, y a veces son el poema mismo. Es densa y como sujeta a un orden lógico implacable. No es fácil entrar en el reino de su obra, pero una vez adentro los signos giran con liviandad.
Si bien Guillermo Sucre es más conocido por su obra crítica (La máscara, la transparencia), su poesía está muy lejos de ser prescindible. Por el contrario, el peso de la vertiente crítica de Sucre ha impedido la justa valoración de su poesía. Digámoslo de una vez: su obra espera por ser leída sin prejuicios, con ojos dispuestos a leer, no a categorizar, no a juzgar. Desde el poemario La mirada (1970), se hizo manifiesta la condición central de sus operaciones poéticas: el ojo que mira, el ojo que ausculta en silencio. Responde así a un presupuesto de la poesía que su obra contempla: la imagen es el cuerpo del poema. Más aún, es la imagen la que se va constituyendo en mito, en signo, en símbolo en el imaginario del creador. De allí que los primeros territorios de la infancia sean fundamentales en el escenario de Sucre. La vastedad de sus predios orinoquenses, el verano de su tierra caliente, la pérdida de los padres, son algunos de los elementos que se conjugan con la mirada paradójica en Sucre. Acostumbrado a ver el envés de los objetos, el poeta no abandona su particular destreza para la complejidad, para la resolución polivalente de las cosas y los hechos. Su obra está signada por la misma inteligencia con que lee las construcciones de os otros, pero lejos están e ser piezas frías sus textos. Todo lo contrario, son serenamente desgarradoras: se han levantado sobre los escombros del dolor y del abandono.
Perteneciente, como Sucre, a la generación de los sesenta, Ramón Palomares cultiva el habla de su pueblo. Natural de los Andes, y radicado en alguna estribación de la cordillera, el poeta trujillano ha trabajado con el habla popular con una pertinencia fuera de toda sospecha. Pero su obra va mucho más allá del rescate del habla común, se adentra en los laberintos del alma perpleja del que va y viene, del que amanece sobre un filo de la existencia. Las faenas de la tierra, las relaciones familiares, las expectativas, el azar, los trabajos de la naturaleza, son algunos de los árboles que cultiva en su bosque el poeta Palomares. Emparentado con el asombro que insufló el verbo de Vicente Gerbasi, el autor de Adiós Escuque, más que maravilloso frente al reloj de la naturaleza, alimenta la perplejidad del que no tiene respuestas y sin embargo las busca en la domesticidad de las faenas. Precisos y provincianos, sus versos trascienden la anécdota hacia esferas universales.
Uno de los programas principales de la generación de los sesenta fue el de ensamblar arte y vida. Hacer de la acción creadora y de la acción política un solo frente coherente fue una senda trajinada por muchos, entre ellos el más disciplinado fue Víctor Valera Mora. Sus poemas se corresponden en lo estético con lo que en lo político se adelantaba. Sin embargo, con el paso de los años, sus versos más resistentes a los embates del olvido son los de amor. Su poesía revolucionaria es irónica, sarcástica y humorística, pero no se ha aposentado en el alma de los lectores juveniles como si lo ha hecho su palabra amorosa. Una alianza entre desfachatez y ternura hacen de sus poemas suertes de cartas amorosas que resumen episodios universales de la danza amatoria. El verso de Valera Mora discurre conversacional, alejado de los cánones de la formalidad “burguesa.” Su palabra ha hecho escuela en Venezuela, más allá de los años en que irrumpió en la escena. Además, cultivó el verso largo, de cadena bíblica, narrativo, con la misma intensidad con que se adentró en el poema breve y fulgurante.
Como un puente entre los poetas de los sesenta y los de a generación de los años setenta, Eugenio Montejo ha ido tallando su propio árbol. Autor de una obra poética que suma lectores sin cesar, su palabra toda es integrante de una suerte de alfabeto personal que el poeta se ha hecho para explicarse al mundo. Su poesía es profundamente reflexiva, pero no por ello se aleja de las mejores metáforas. Por el contrario, trabaja las imágenes con una pertinencia envidiable, siempre ajustadas a la capacidad simbólica que ellas emanan El árbol, los pájaros, las mudanzas, el viaje, la transitoriedad, el forastero, todos ellos elementos de un cosmos que no falla en su mecanismo de relojería, forman parte del sistema solar que Montejo ha ido estructurando con su palabra. Su dicción es clara, como le habría gustado a uno de sus poetas de cabecera, Antonio Machado, y su perplejidad religiosa ante la maravilla del mundo, constituye una suerte de homenaje para su otro maestro: Fernando Paz Castillo. Sus poemas son como flechas que van directo a la diana, sin perderse a sí mismos en los recodos del camino. Justos y sin desperdicios, como tallados por la mano de un orfebre.
Si Vicente Gerbasi hizo de Canoabo su sitio, y Ramón Palomares de Escuque el centro del universo, Luis Alberto Crespo ha hecho de su Carora natal el eje de su indagación ontológica. Con un discurrir entrecortado, telegráfico, al margen de la sintaxis común, el poeta de la brevedad y del fogonazo ha ido construyendo su propia versión de la realidad. Con una obra ya dilatada, Crespo recoge del remolino del tiempo los fragmentos que lo completan. Ha quedado marcado por la experiencia de la tierra seca, por la victoria del cactus en medio de la aridez. Pasa de largo frente a las consideraciones del lenguaje convencional para adentrarse en lo esencial de la imagen, es un rastreador de nueces, siempre en diálogo con la naturaleza. Ella hace las veces de un espejo para que los hombres podamos comprender nuestros actos. Entre el aforismo y el epigrama, el poema de Crespo se abre paso para emitir sus noticias. El mundo no es miel sobre hojuelas parece decirnos desde su paisaje caballeresco el jinete que galopa en busca de sí mismo.
José Barroeta, con un lenguaje distinto al de su paisano Palomares, da vueltas alrededor de universos familiares. Busca el papel que le corresponde en el teatro de la comunidad en que se menciona su nombre. Afecto al verso sentencioso y a la gravedad del drama, su poesía no se detiene en las ensenadas del humor o del gracejo, lo suyo es la constatación de la sangre como personaje principal de nuestra historia. La ferocidad del paso del tiempo es suya, la muerte también lo es. Barroeta es un creador de imágenes deslumbrantes que encajan sin mácula en el río de un discurso suntuoso. Su lenguaje es un lujo de melodía y exactitud. Sonoros y significantes, sus versos se hacen a la mar como si el destino ofreciese algo distinto al naufragio.
La poesía de Reinaldo Pérez Só suele estudiarse junto con la de Crespo. Ambos alzaron la voz por primera vez en la década de los setenta, ambos cultivan el poema breve, ambos son herederos inmediatos del fracaso de los grandes relatos imperantes durante la década anterior, ambos son hijos del repliegue que sobre sí mismos iniciaron los poetas venezolanos, después del cambio de rumbo. El poeta valenciano ha bebido en muchas fuentes, entre ellas la de la poesía brasileña y la de la poesía oriental. Paralelo a su vocación ha corrido su trabajo encomiable como editor de la revista Poesía, donde se han dado cita a lo largo de veinte años los mejores poetas del continente americano. El viaje interior que propone la obra de Pérez Só tiene como protagonista al ego y sus trampas, la comedia y el drama que escenifican los demonios interiores y el juez rector de nuestros actos. Paradójica, inteligente, afecta al poder escueto y simbólico de las cosas, los versos breves de Pérez Só resultan insoslayables.
Hanni Ossott comenzó a hacer poesía en los años setenta contagiada por el furor espacial y abstracto que inundó aquella época. Felizmente, alcanzó su propia voz a partir del poemario Hasta que llegue el día y huyan las sombras (1983), para luego sellar su momento culminante con un libro estremecedor: El reino donde la noche se abre 1987. Allí puede leerse uno de los grandes poemas de toda la historia lírica nuestra: “Del país de la pena”, suerte de mosaico psicológico que dialoga con el clima exterior y nos va llevando hacia las interioridades del alma, con una linterna encendida. La obra de Ossott se teje a partir de referencias biográficas particularmente ubicadas en el universo de la infancia: allí está una de sus mayores canteras. La casa, los padres, su lugar en el coro de los hermanos van haciéndole un nudo en la garganta, del que el poema es liberación. Sus largos poemas son como monólogos interiores donde los interlocutores son sus propias máscaras. El conflicto entre el mundo y su propia incomodidad, es la fuente nutricia de sus versos. No exagero un ápice si afirmo que la segunda mitad de su obra es de lo mejor que se ha escrito en Venezuela en los años recientes, un verdadero acontecimiento para nuestra literatura.
Cuando Alejandro Oliveros publicó El sonido de la casa (1983), los lectores celebramos la ocurrencia. Para entonces era el primer poemario que retomaba el hilo de una tradición casi desconocida por los venezolanos: la de la poesía anglosajona. Oliveros había vivido largos años en Nueva York, formándose al alero de las lecturas de Pound, Eliot y Lowell, tallando su propia estética en el océano de estos autores extraordinarios. Desde aquel libro y hasta nuestros días Oliveros continúa cultivando el poema largo, que ofrece un impulso narrativo, donde se hayan referencias cultas, como puede ser la ópera o las artes plásticas renacentistas, junto a ubicaciones espaciales venezolanas o disertaciones sobre tópicos diversos. Con un claro sentido de la musicalidad Oliveros avanza con sus versos hacia constructos complejos, intertextuales, que suponen un lector naturalmente familiarizado con las expresiones de la razón y el alma occidental. Su voz es casi única entre nosotros. Ha sido uno de los que abrió una puerta y modificó cierta uniformidad del panorama.
Hasta aquí nuestra reseña de los autores escogidos. Todos los momentos generacionales significativos del siglo XX encuentran a un autor representativo. De la famosa Alborada (Salustio González Rincones), de los tiempos en que irrumpió la Generación del 18 (José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo y Enriqueta Arvelo Larriva), de la camada de la Generación del 28 y la Vanguardia (Antonio Arráiz), del legendario grupo Viernes (Vicente Gerbasi), de los que surgieron en la década de los cuarenta (Juan Liscano), de los precursores del sesenta (Juan Sánchez Peláez) de la Generación de los sesenta (Rafael José Muñoz, Rafael Cadenas, Alfredo Silva Estrada, Guillermo Sucre, Ramón Palomares y Víctor Valera Mora), de los que fungen de puente entre los sesenta y los setenta (Eugenio Montejo), así como los que nacen a la publicación en la década del repliegue (Luis Alberto Crespo, José Barroeta y Reinaldo Pérez Só), hasta llegar a la solitaria Hanni Ossott y el no menos solitario Alejandro Oliveros.
No me arriesgo a seleccionar autores de los grupos Tráfico y Guaire porque apenas han pasado quince años de su impronta y no dispongo de la distancia necesaria. Además, esta antología se detiene en obras que ya tienen un cuerpo formado y pueden tenerse como un aporte definitivo. Por esta razón tampoco me arriesgo con la promoción insospechada de voces femeninas de los años más recientes.
Quedan en sus manos veinte visiones del mundo, veinte perplejidades, veinte respiraciones interiores, veinte maneras de estar sobre la misma tierra. Si algo puede distinguir el tejido humano de un país es la obra de sus creadores, y entre todas ellas, la obra del poeta es la que se acerca más peligrosamente a la región donde late el corazón. No en balde Octavio Paz la llama “la otra voz”. Esa voz alterna, si la que no puede comprenderse la voz de la superficie, es la que ustedes tienen entre manos.