Edinson Martínez
Un viejo amigo y tocayo a la vez, regresando de Chile se trajo un montón de libros para obsequiar entre sus conocidos, en el grupo venían títulos nuevos y otros ya no tan recientes, a mí me correspondieron con su respectiva dedicatoria dos de estos últimos. Uno de Isabel Allende (El plan infinito), y el otro de nuestra paisana María Elena Lavaud (La Habana sin tacones). Ambos me los leí con especial interés, de modo simultáneo mientras escribo estas notas y culmino al propio tiempo Otras fabulas del agua (2022) del poeta zuliano Alexis Fernández, a quien dedicaré un artículo especial en los próximos días.
Sobre la escritora chilena es poco lo que este servidor podría agregar en torno a su ya prolongada carrera literaria, abunda en todo el ámbito de las letras, crítica y análisis de su obra, de modo que prefiero limitarme a comentar el otro de los títulos, La Habana sin tacones
Este libro, en realidad, es una extensa crónica periodística realizada por la autora sobre su visita a la mencionada ciudad. La obra fue editada por Libros Marcados en 2011, de modo que a la fecha tiene ya casi trece años de haberse publicado. En ella recoge las impresiones que le causaron su estadía; su particular desasosiego ante una realidad que muestra tan opresivamente la desigualdad entre sus habitantes. En su relato se manifiesta, en no pocas ocasiones, a modo de reflexión, sus aprensiones sobre el devenir político de nuestro país. Así, entonces, el libro viene a ser la consecuencia de una mirada escrutadora de quien escribe, indagando con perspicacia y cautela sobre aquella realidad mezcla de mito y lucubraciones. Su narrativa no tiene el desempeño de la prosa poética de un escritor de novelas, ni las reflexiones con las vertientes filosóficas que con frecuencia se escogen para justificar el proceso cubano o bien para vituperarlo. Es un trabajo periodístico que reúne habilidosamente testimonios, pondera lo que observa y traga grueso ante el surrealismo trágico de lo que sus sentidos perciben.
“A raíz del triunfo de la Revolución, en 1959, la mayoría de las familias que vivían en aquellas hermosas casas de Miramar, abandonaron Cuba. Algunas de las casas fueron adjudicadas por el gobierno. Otras quedaron durante algunos años en manos de las mucamas y jardineros, en espera del posible regreso de sus dueños, muchos de los cuales hasta el sol de hoy no han vuelto, con lo que han pasado a las irremediables manos del gobierno.” (La Habana sin tacones. María Elena Lavaud, 2011).
La periodista viajó a La Habana a mediados de agosto de 2010, treinta y dos años antes, casualmente durante el mismo lapso, quien les escribe este texto, caminó con mochilas aquellas calles que tan bien describe en su crónica María Elena Lavaud. Nada de lo que relata me es extraño, incluido el tormentoso agobio calórico con su humedad atontando al más pintado. Aquel disco leonado sembrado en la bóveda celestial pareciendo levantado con exclusividad para esa ciudad, no daba tregua a ninguna hora del día, sin embargo, para los jóvenes que asistíamos al XI Festival de la Juventud y los Estudiantes, el interés se enfocaba sobre los aspectos centrales de aquella convocatoria masiva de ilusos de todos los continentes. A ratos esa porción de la isla se transformaba en una bulliciosa presencia de jóvenes por todas partes, algunos asistíamos a charlas, a conferencias o foros y a intercambio de experiencias intelectuales de diverso género, mientras otros simplemente disfrutaban aquel carnaval mudado para el séptimo y octavo mes del año a causa de tantos buscando novedades en la exótica revolución.
Entre muchos de mi edad, dos muchachos mexicanos que todavía recuerdo, Roberto Zamarripa y Marina Stavenhagen, durante la primera semana de estadía nos hermanamos para desandar juntos los diversos rincones de aquella ciudad asediada por extranjeros imaginando cambiar el mundo desde una isla que, como en un relato de realismo mágico, tenía por primera autoridad a una leyenda viviente, un mítico líder que nadie sabía desde dónde despachaba y en qué momento, del modo más sorpresivo, podría aparecerse en una esquina cualquiera conduciendo aquel jeep que usó durante el recorrido por La Habana junto a Salvador Allende años antes. Fidel estaba en todas partes, en los afiches, en sus lemas escritos en las paredes como versículos de alucinante emulación; en grandes carteles, y en boca de la gente. Su apellido era una inexistencia, ya no hacía falta, bastaba su nombre de pila para verse multiplicado en cientos de miles.
En la plaza de la Revolución, lo vimos y escuchamos una multitud enorme de personas, había de todas las edades y en especial una legión de muchachos levitando con la cabeza alborotada por quimeras que cada vez que intentaban construirse resultaban peor que la enfermedad queriéndose curar. En aquella plaza de convocatorias frecuentes, el Comandante, iniciaba con una arenga que, para ser una cita de jóvenes por la paz; sin embargo, elevaba a términos dramáticos su verbo guerrerista. Como en la novela de George Orwell (1984), donde el Ministerio de la Paz, en verdad se dedicaba a los asuntos de la guerra, en esta oportunidad, aquella congregación de encandilados bajo el lema Por la solidaridad, la paz y la amistad, aplaudía fervorosamente todo lo opuesto al sentido de la convocatoria de más de 18.000 jóvenes creyendo ver, como alguien escribió, la primavera con la turbidez del trópico.
“Todas las causas justas, las más nobles actividades a las que consagra hoy sus esfuerzos el género humano estuvieron aquí representadas.
Brillaron especialmente los sentimientos de solidaridad y paz, que inspiraron el lema de este Festival. Solidaridad necesaria, imprescindible, ineludible entre los abanderados y combatientes del progreso humano, para darnos las manos, estrechar filas, multiplicar fuerzas, derribar obstáculos, vencer poderosos enemigos y marchar unidos por los caminos de la libertad, la dignidad, el bienestar y la felicidad del hombre. Paz que los pueblos anhelan, que los jóvenes y niños del mundo demandan con fuerza incontrastable en esta era nuclear, para preservar su derecho a la vida y un destino mejor para todos los pueblos. Frente a los aventureros, los guerreristas, los insaciables devoradores de hombres y de pueblos.
¡Guerra a la guerra! proclaman los jóvenes del mundo.” (Fragmento del discurso de Fidel Castro durante la clausura del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, Agosto de 1978)
Contraria a la costumbre del gobernante, su discurso fue corto, quizás unos veinte minutos o un poco más, un verdadero record por su brevedad, conocida su tradición por hacer alocuciones de varias horas apenas pausadas por los aplausos. Mientras hablaba, mis amigos y yo, aunque pendientes de lo que decía, una pareja de edad madura, entusiastas como todos los que allí estábamos, en un instante fugaz cruzamos nuestros gestos y miradas, y enseguida se nos presentaron con extrema cordialidad, con esa musicalidad en el habla tan propia de los cubanos, al poco rato ya estábamos hablándonos como viejos amigos que se encontraban después de mucho tiempo. Tenían dos hijos, más o menos de la misma edad que Roberto, Marina y yo. Ambos habían sido enviados a Angola como parte de la avanzada militar de Cuba en África para combatir al lado del MPLA (Movimiento para la Liberación de Angola) respaldado por la URSS contra una facción aupada por fuerzas prooccidentales en una prolongada guerra civil después de conseguida la independencia de Portugal. Una vez que regresaran de aquella confrontación que tan ajena les era, serían condecorados y ostentarían el prestigioso título de Guerrilleros Internacionalistas o algo parecido.
La presencia cubana en Angola se inicia a finales de 1975 y de manera consistente se mantuvo por varios años. Se ha señalado que el número de efectivos cubanos entre Angola y Mozambique alcanzó la cifra de 35.000 soldados a través de la llamada Operación Carlota. En 1991 concluyó esa estrambótica asistencia militar, que solo es comprensible en el marco de una confrontación geopolítica con la que se mueven las piezas del ajedrez mundial por las grandes potencias del momento, Cuba era apenas un peón del tablero.
Por toda la ciudad proliferaban las ventas de libros, usados en su mayoría, en muchas de ellas nos detuvimos a curiosear y comprar ejemplares de varios autores y temas, abundaban, naturalmente, los concernientes al ámbito político, los discursos de Fidel, sus escritos y reflexiones, y desde luego, su imagen, como parte de esa omnipresencia siguiéndonos a todas partes. En una de las librerías me llamó la atención un libro -que todavía conservo- en formato de esos que llaman de bolsillo, tenía una curiosa portada consistente en una especie de diosa mitológica levantando su brazo derecho al cielo con un ramillete de flores en la mano, como la figura aparece plasmada en tonos de gris y negro, en un contraste de sombras con fondo naranja, su cabeza, parecía tener una boina similar a las que usaba el Che. Su título es Circunstancias de poesía y su autor Roberto Fernández Retamar, el mismo que Pablo Neruda volvió trizas en sus memorias y Reynaldo Arenas lo remata con sus opiniones en Antes que anochezca. (1992). Entonces no tenía idea de quién era, le di una hojeada a la obra, me gustó y la compré, y debo confesar que aún me gusta su poesía. Y quizás sea un buen poeta, pese a su incondicionalidad política a un modelo que no tiene nada de poético. Para algunos el autor cubano, quien fuera presidente de la Casa de las Américas (la institución cultural oficial de Cuba), y además miembro del Consejo de Estado, máximo organismo ejecutivo del país, que encabezaba Fidel Castro, es una suerte de perseguidor intelectual, fervoroso defensor de esa versión del quehacer cultural que solo admite la que cultiva el Estado. De allí que su obra ocupa un lugar menos destacado que su gestión oficial al servicio de un proceso político, es, en dos platos, un poeta de la Revolución, y con ese cristal se lee su obra, por lo demás, él mismo pareciera sentirse cómodo con esa apreciación cuando refiere en una entrevista en la Revista Trilce lo siguiente:
“Debo decir que tengo una desconfianza enorme sobre lo que un autor pueda decir de sí. Trabado entre modestias y vanidades (que pueden ser lo mismo), y sobre todo impedido insalvablemente de mirarse con los ojos con que los ven —y sobre todo lo verán— los otros, su testimonio sólo puede tomarse con las mayores cautelas. Desautorizadas así la líneas que siguen, añadiré que quizás en el futuro, si algún ocioso quiere ocuparse de mis versos, descubrirá que, después de ilusionados pastiches, a mis veintitantos años, voluntariamente influido por la poesía inglesa (que en general conocí y sigo conociendo mal, pero así son las cosas), y especialmente por Eliot (que acaso conocía un poco menos mal), y queriendo salir de un ambiente poético enrarecido, di en buscar una poesía que se acercara a la conversación en su idioma, a los inmediato en sus asuntos (…) pero no fue sino hasta la Revolución Cubana, en 1959, que empecé a trabajar con ese idioma que había intuido, necesitado.” (Revista Trilce. Chile. 1968)
El poemario Circunstancias de poesía fue editado en 1977, en La Habana. Es una compilación de poemas con un acento intimista en su mayoría, ausentes de la torcedura proselitista aspirando devotos para una causa, ese hecho convierte su trabajo en una obra de calidad excepcional. Pero, ese, en definitiva, es otro Retamar, incluso no de su agrado enteramente, por lo que él mismo expresa en su entrevista.
En los sistemas totalitarios el predominio que el sesgo ideológico impone sobre la creación artística es la peor de las invenciones humanas, algunos lo hacen convencidos de su labor, otros para sobrevivir, y otros más por escasez de talento. Para el lector despreocupado de ambiciones proselitistas a través de unos versos, de seguro advertirá en este Retamar a un escritor menos confesional, quién sabe si más auténtico, y con una perspectiva de entrañable sensibilidad. Al admirado Pepe Mujica en cierta ocasión le escuché decir “Todo hombre tiene un lado heroico y otro miserable”.
Los amantes tienen un poco de presente
Hecho de encuentros furtivos, de llamadas
azarosas;
Y hasta pueden tener una especie de pasado,
Intercambiándose a retazos nostalgias del uno
o del otro,
Ráfagas de la infancia, un sitio roto, una ruina
que fue casa
Lo que apenas tienen los amantes es porvenir,
Y por eso la dama del perrito se irrita o solloza
Porque sabe que no pueden alimentarse de esa
sustancia impalpable
Sin la cual la vida es como una danza grotesca,
y la sacudan tempestades reales.
Tiempo de los amantes.
Circunstancias de poesía. 1977
De Roberto y Marina nunca más supe, nos despedimos intercambiando promesas que jamás cumplimos, tampoco de la pareja con ambos hijos en Angola, abrigo la esperanza de que hayan vuelto vivos para recibir al menos sus respectivas medallas. A ellos dedico esta mirada al pasado.
Pasaron los años y cuando parecía que soplaban vientos de cambios, después del desplome de la Unión Soviética, y de una probable apertura económica durante la presidencia de Raúl Castro, hace unos días las noticas sobre la isla destacan un nuevo plan de ajustes que no presagia sino más penurias.
La creación literaria ayuda a las personas a elevarse sobre sí mismas, influye en quien escribe y al propio tiempo en quien las lee. Porque cada texto al mostrar una realidad, sensibiliza doblemente, así sea una mera ficción, pues concita una reflexión y un ejercicio de la intelectualidad; el atributo más extraordinario de los seres humanos, el único que posibilita la permanencia de la civilización.
Por eso, María Elena Lavaud, en un fragmento del epílogo de La Habana sin tacones, entre la conmoción y el espanto, se despide aún con optimismo.
“He escrito estas crónicas desde el corazón, en una suerte de tributo a cada uno de esos seres especiales que me mostraron su realidad con tanta franqueza. Desde aquí los admiro, y lo haré siempre, guardando la secreta esperanza de poderlos tener más cerca en futuro no muy lejano.”