literatura venezolana

de hoy y de siempre

Una buena receta contra la nostalgia

Paulette Silva Beauregard

El perfil de Eduardo Blanco hecho por el crítico Felipe Tejera en 1881 me permitirá presentar un problema que creo importante para acercarse a la novela venezolana del siglo XIX. Se trata de un retrato que parece más dedicado a un dandy, a un “hombre de mundo”, de salón, que al patriótico escritor de los cuadros históricos de Venezuela heroica (1881), siempre celebrado por los textos escolares. A la representación tradicional de Eduardo Blanco que han tejido la crítica y el nacionalismo exaltado, quiero oponer el semblante de su contemporáneo Felipe Tejera; al lado de la imagen del soldado patriota que abandona la armas por la pluma, me atrevo a colocar la del caraqueño “afectado” y afrancesado que “más que por las musas, era mimado por las damas” (1881, 356). Dice Tejera:

[…] aprendió francés por sí solo, y desde luego dio con entrañable afición a la lectura de la novela francesa, que por entonces era el mayor, si no exclusivo entretenimiento de la sociedad caraqueña: y la cual ha influido tanto en las costumbres nacionales que al cabo más parecemos, en cierto modo, colonizados por Francia, que legítimos descendientes de los caballeros descubridores de América. Ejemplo vivo de aquella poderosa influencia fue muy luego Eduardo Blanco que así en el trato como en la forma y carácter de sus escritos, afecta el tipo de literato francés. (1881, 356)

Según Tejera, cuando aparecieron sus primeros trabajos en la década de los setenta en la revista La Tertulia, nadie podía sospechar que detrás del seudónimo se ocultaran las charreteras del militar Eduardo Blanco. Consigue finalmente “reputación literaria” con la novela Una noche en Ferrara (1875), pues había “vencido la mejor batalla del escritor, que es aquella que convence al público” (357). Éxito similar alcanza con el drama Lionfort, representado en Caracas en 1879, aunque Tejera no comparte los elogios que le hizo la prensa en aquel momento (señala que sigue los “fragosos caminos de Echegaray”; 357). Por último, se refiere a Venezuela Heroica, libro que ha tenido “tan buena fortuna, que la primera edición de dos mil ejemplares ha sido agotada en el curso de pocos días” (358). Tal vez este dato debería colocarse entre los rasgos heroicos que abundan en este libro y que tanto gustaron a José Martí, quien termina por recomendarlo como texto para las escuelas americanas (1881, 31). Es, sin lugar a dudas, una verdadera hazaña en el terreno de las ventas de impresos durante el siglo XIX venezolano, tanto así que incluso hoy resulta difícil igualarla.

Blanco es entonces en esta semblanza un afectado escritor y un afrancesado hombre de salón, adorado por las damas y por el público. Es una imagen, además, que puede ser de utilidad para entender la importancia de los productos del “capitalismo impreso” (Anderson) en la cultura venezolana del siglo XIX: libros, periódicos, folletines, revistas y, por qué no, poses “literarias”, fueron rubros principales en el consumo de bienes de la moda parisiense acogidos en Caracas, junto con perfumes, telas, vestidos y licores, peinados y adornos.

En la época en que se impone la moda de leer novelas en Caracas, de acuerdo con Tejera, esto es, a mediados del siglo XIX, efectivamente se publicaron en forma de libro unas cuantas traducciones de folletines de Sue y los Dumas, por no mencionar las muchas traducciones de novelas europeas que publicaban por entregas periódicos y revistas, ni aquellas que se importaban para la venta en las librerías venezolanas, o se compraban -a veces se encargaban directamente a Europa- para el consumo de aquellos que, como Blanco, podían leerlas en su lengua original1. El interés del público que perciben y que alimentan los editores de revistas y periódicos por estas novelas puede seguirse en una nota publicada en El Repertorio, titulada “Los siete pecados capitales”:

En el periódico de París leemos: que tan pronto como M. Eugenio Sue concluya su magnífica obra “El judío errante”, se empezará a publicar en siete tomos otra del mismo autor, cuyo título es “Los siete pecados capitales”. Tenemos el gusto de anunciar a nuestros suscriptores que estamos dando todos los pasos necesarios para conseguir inmediatamente la citada obra, la cual publicaremos en español con la menor tardanza posible: y la ofreceremos a nuestros suscriptores por un 33 por ciento menos que a las demás personas que quieran tomarla. El nombre de su autor basta a recomendarla. (S.A. “Los siete pecados capitales”, 1845: 58) 2

Lamentablemente, muchas de estas ediciones no fueron guardadas en las bibliotecas venezolanas: las políticas de conservación del material bibliográfico, aquellas que construyen el “archivo de la memoria nacional”, por así llamarlo, no prestan mucha atención a las traducciones de obras extranjeras, menos aún si se trata de productos de la industria cultural, como es el caso de los folletines (precisamente aquellos que más importan para un estudio sobre las prácticas lectoras y la circulación de impresos). Estas novelas fueron, además, entendidas como muestras de un proceso de “afrancesamiento” que no cuadra tampoco con los objetivos nacionalistas de las historias de la literatura venezolana, las mismas que vieron el uso de procedimientos folletinescos o melodramáticos y la ausencia de temas venezolanos (mejor dicho, nacionalistas) como defectos o como rasgos que mostraban la poca madurez de la literatura de esa época (es la perspectiva que dominó en los estudios sobre el siglo XIX hasta hace unas décadas, como destaca Domingo Miliani en el Tríptico venezolano)3.

Los cambios que produjo, en la Caracas de mediados de siglo, la recepción de las modas parisinas (y la consecuente alarma que acarreó en ciertos sectores) es el tema del conocido ensayo que entrega Fermín Toro en El Liceo Venezolano en 1842 titulado “Ideas y necesidades”, texto dedicado a señalar el desajuste existente en la sociedad venezolana como consecuencia de la recepción de la cultura europea. Destaca que Venezuela ha sido “remolcada” por Europa, pues “[…] recibiendo sus ideas, sus usos y costumbres, su civilización entera sin haber pasado por la penosa faena de adquirirla del propio desarrollo, poco a poco y en el transcurso de siglos; en esta situación, decimos, ¿no progresará en ideas y, por consiguiente, en necesidades más que en medios de satisfacerlas? Echemos, si no, una rápida ojeada al estado actual de la República” (88).

Toro vuelve sobre este problema en “Un romántico” (1842), relato costumbrista en el que presenta a un joven que habla en verso (no en prosa, como el conocido personaje de Molière) y en cierto modo enajenado por la literatura. En otro trabajo (2007) he propuesto que “Un romántico” podría leerse como un texto que denuncia la “epidemia lectora” caraqueña, esto es, el consumo indiscriminado de libros “románticos” y sus efectos negativos en la cultura4. El personaje de Toro es un lector “salvaje” de literatura, por muy exquisitos que sean sus gustos, que muestra la pérdida de los límites entre realidad y ficción que pretendidamente acarreó el culto al libro (Las penas del joven Werther y María son buenos ejemplos). De hecho, al igual que Madame Bovary, el romántico es en este relato un receptor que se apropia inadecuadamente de la ficción, que hace una recepción desviada al asumir la literatura, la ficción, casi como un manual de conducta. En el cuento de Toro podría hablarse de la adopción irreflexiva de una moda europeizante ligada a los libros y a la pose, como ocurre en cierto sentido con el Eduardo Blanco que presenta Felipe Tejera.

Libros, pose, lectura indiscriminada, afrancesamiento, hablan de un fenómeno cultural que no ha sido estudiado hasta ahora para ese período (pues se asocia sólo al in de siglo, a pesar de la visible importancia que tuvo para la literatura venezolana del siglo XIX). Es por este motivo que quiero acercarme a Zárate a partir de esos elementos folletinescos y de las muchas citas a la cultura europea ampliamente difundida por la prensa en el siglo XIX, y no como uno de los defectuosos eslabones iniciales en la historia de la “literatura patria”, concebida como un desile de autores y obras sólo venezolanos, aislados, por tanto, de las múltiples y ricas relaciones que efectivamente tuvieron con otras manifestaciones culturales, especialmente con la novela europea pensada para el gran público que al parecer tanto éxito consiguió en la Venezuela del siglo XIX, a juzgar por las quejas de algunos letrados como Felipe Tejera5.

El Jabalí de las Ardenas

Poco tiempo después del éxito de ventas conseguido por Eduardo Blanco con la primera edición de Venezuela heroica, aparece Zárate (1882), novela sobre un bandido que se dedica a saquear las poblaciones de los valles de Aragua. Las relaciones que guarda el relato con los textos históricos venezolanos más conocidos en esa época son más que evidentes6. Podría agregarse que el relato coquetea con innegables figuras e imágenes de la historia republicana venezolana, con elementos centrales dentro de los discursos históricos que hacia la década de los ochenta eran fanáticamente patrióticos7. Sin embargo, la novela al mismo tiempose desvía de los textos nacionalistas que buscan exaltar a los héroes y las grandes batallas (la apuesta de Venezuela heroica) a través de una relación intertextual que creo importante considerar.

Me refiero a la poética que de manera explícita aparece en el tercer capítulo de la novela, titulado “Una buena receta contra la nostalgia”, específicamente en la conversación que mantienen el capitán Horacio Delamar y su amigo, el pintor Lastenio, mientras atraviesan los valles de Aragua para unirse a la tropa que le permitirá al primero cazar al bandido Santos Zárate y, al mismo tiempo, visitar a su tío Carlos Delamar en la hacienda El Torreón. Ambos personajes tienen un pasado común: se han ido de Venezuela huyendo de los estragos causados por las guerras independentistas y han residido en Europa por varios años. Ambos, además, han tenido serias dificultades para adaptarse de nuevo al país. Horacio lo ha conseguido al adoptar el “filosóico proverbio”: “A la tierra donde fueres haz lo que vieres” (20).

La explicación es sencilla: donde todo el mundo se dedica a la guerra, no queda otra que guerrear. Participa, entonces, en la batalla de Carabobo –Bolívar le da un “puesto en su Estado mayor” (21)– y consigue una medalla que le permite un “puesto de oicial advenedizo en aquel ejército de héroes que contaba por centenares sus brillantes victorias” (21). No logra hacerse general en las contiendas que continúan los venezolanos en el sur del continente por una herida de guerra y ya terminadas las jornadas heroicas y de reparto de honores, se dedica a la cacería de bandidos –dice: “[h]oy, como ves, nada resta que hacer, y a falta de otra cosa mejor, me dedico para matar el tiempo a la caza de salteadores” (21). Se trata, entonces, de un personaje menor en la historia patria, de un “advenedizo” entre héroes, uno más de los muchos que no pueden igurar en la galería de próceres y grandes batallas que construye Eduardo Blanco en Venezuela heroica o Guzmán Blanco en el Panteón Nacional unos pocos años antes8.

Lastenio es también un “recién llegado”, pero su regreso es mucho más reciente. Su descripción de la “vuelta a la patria” se asemeja más a la que protagonizará varias décadas después María Eugenia Alonso en la Ifigenia de Teresa de la Parra, que al conocido canto nacionalista y nostálgico de Pérez Bonalde (1877). La confesión sobre la imposibilidad de adaptarse de nuevo al país tiene un tono un tanto culposo y dice así:

Voy a decirte lo que jamás he dicho, lo que acaso me atraiga tus sarcasmos y me ponga en ridículo hasta a tus propios ojos… La vida que llevo hace seis meses me es insoportable; no puedo acostumbrarme a este país; me abruma la monotonía de esta existencia sin objeto inmediato, sin atractivos para el alma, sin goces para el espíritu, sin aliento para el corazón. No es que sea ingrato para con la patria: ¡oh! no lo creas; yo la admiro, la glorifico, la venero; pero me siento planta exótica en esta atmósfera enervante que tú respiras con tanta fruición y libertad. (19)

Horacio Delamar le responde que puede dar batallas en el lienzo y a través de unas cuantas metáforas bélicas (“haz prisioneros”, “carga de irme”, “no des cuartel”, “pasa a cuchillo”), le fija una poética nacionalista: “Reproduce nuestra naturaleza […]; populariza a nuestros héroes, idealiza nuestras batallas, copia nuestras costumbres” (22). La estrecha relación de esta estética con Venezuela heroica salta a la vista: una rápida ojeada a cualquiera de los cuadros del libro bastaría para conirmarlo. Sin embargo, Horacio presenta otra alternativa para Lastenio:

Si sólo ves como poéticas las nebulosas tradiciones de otros tiempos y de otros países: figúrate, porque la imaginación lo puede todo, que eres un menestral que viaja en compañía de un paladín de la Edad Media, quien con ochenta lansquenet [sic] va a darle caza al Jabalí de las Ardenas […]; que nos dirigimos a un antiguo castillo, poblado de recuerdos sombríos y de fantásticas tradiciones, donde mora encantada doncella por quien han roto lanzas en ruidosos torneos […] y verás cómo la chimenea del trapiche de mi tío, donde te he de llevar, aparece a tus ojos más soberbia y majestuosa que el vetusto torreón de Vincenne […]. En primer término, cuanto ya dejo aconsejado; luego, más de una huella histórica, del heroísmo patrio, en el suelo que vas a recorrer, y de postre, todas las gracias de una bella primita que Dios me ha dado…

El pasaje en su conjunto podría leerse como un guiño que presenta las dos empresas literarias de Eduardo Blanco publicadas en esos años: por un lado, el tono épico de los grandes cuadros históricos en los que populariza las batallas y héroes patrios; por el otro, un relato de aventuras que se inspira en leyendas de la Edad Media o, mejor, en una novela “histórica” en la que se da caza a un bandido: el Jabalí de las Ardenas, es decir, Guillermo de la Marck (en este sentido, no parece mera coincidencia que Carlos y Horacio, dos personajes centrales en Zárate, se apelliden Delamar). Me refiero, evidentemente, a Quentin Durward, novela publicada por Walter Scott en 1823 y que cuenta las aventuras de un joven escocés que se desempeña como arquero en la guardia del rey de Francia, Luis XI, en ese momento enfrentado al Duque de Borgoña, Carlos el Temerario.

Dejando de lado por ahora la historia de amor que concluye con un feliz pero desigual matrimonio, la aventura más importante de la novela de Scott es la cacería del “Jabalí de las Ardenas”, el temible Guillermo de La Marck, quien, al mando de un grupo de sublevados, saquea las poblaciones y comete atroces delitos. Pero el gesto intertextual no se queda allí: la sugerencia que hace Horacio a Lastenio de llevar a la pintura las aventuras de Quentin Durward relatadas por Scott es también una referencia artística, pues no otra cosa hizo Eugène Delacroix en “L’assassinat de l’évêque de Liège”, un cuadro de 1829 en el que aparece el Jabalí de las Ardenas cometiendo el acto que muestra sus más salvajes instintos: dar la orden de asesinar a un religioso (conviene recordar sobre este punto que Lastenio es justamente un pintor, no un escritor, a pesar de que la descripción que lo presenta como un débil enfermo de los nervios lo acerque mucho al autor decadente o modernista de in de siglo).

Que no se trata de una simple casualidad, que estas referencias no son mera coincidencia, lo indica el conocimiento que tiene el narrador sobre la pintura francesa de ese período y el saber que queda claro en la presentación hecha por Horacio de los supuestos éxitos alcanzados en París por su amigo Lastenio: “[…] recuerdo tus primeros triunfos en la exposición de pintura de 1819, y no he olvidado que en medio de aquellos mil doscientos cuadros, que París aplaudía, y entre los cuales descollaban “El naufragio de la Medusa” de Gericault y “El degüello de los mamelucos” por Horacio Vernet, obtuviste para tu “Muerte de César” una mención honoríica”(18).

La fecha es importante: recordemos que en 1819 efectivamente Théodore Gericualt expone el famoso cuadro, “Le Radeau de la Méduse”, que cita Horacio Delamar. Se trata de un lienzo que recrea un hecho histórico: el naufragio del barco “La Medusa”, ocurrido en 1816 en las costas africanas, y el abandono prematuro de la tripulación por parte de los oficiales, quienes de un modo egoísta prefieren salvarse con las pocas balsas disponibles9. Horace Vernet, por su parte, se da a conocer en 1819 como pintor de grandes escenas bélicas, especialmente de conocidas batallas de las Guerras Napoleónicas. Fue, asimismo, una suerte de “cronista gráico” en Argelia y se le consideró, además, como un destacado pintor de temas orientales10.

El guiño intertextual permite dar verosimilitud a la novela de Blanco, pues coloca un elemento ficticio como un dato más dentro de una lista que se sabe real y abre así la posibilidad de que haya sucedido. Quiero decir con esto que al nombrar la supuesta obra de Lastenio entre la serie de cuadros que se expusieron efectivamente en París en 1819 consigue un “efecto de realidad”, para emplear la conocida fórmula barthesiana, nada desdeñable.

Ahora bien, me interesa destacar de esta estrategia el conocimiento que exige a los lectores para que entren en el juego que plantea el narrador. En efecto, los guiños intertextuales no lucen dirigidos a un círculo cerrado, a un lector que se distancia del público general, como ocurre en muchas novelas modernistas publicadas poco después (como Amistad funesta de José Martí, para citar una de las más conocidas). Parecen, por el contrario, formar parte del conocimiento compartido por los lectores de novelas y folletines a finales de siglo, con respecto a los cuales la poética de la novela no marca distancia. Quiero decir con esto que, si pensamos en la novela modernista que se impone poco después, las diferencias saltan a la vista: Eduardo Blanco no busca un “lector piano”, para emplear las conocidas palabras de José Asunción Silva –De sobremesa (1977)–, esto es, un par, otro poeta, capaz de seguir la estética de la sugerencia, sino un lector que conozca, tal vez muy superficialmente, los referentes indicados para “engancharse” en la lectura de las aventuras que narra el folletín. Las referencias artísticas no son el centro de la trama sino un recurso que, por una parte, sirve para dar verosimilitud a los hechos narrados; y, por la otra, para dar distinción a los lectores que reconocen las referencias culturales aludidas.

Pero no dejemos de lado que los pintores referidos –Delacroix, Gericault o Vernet–, tanto como el escritor citado: Walter Scott, formaban parte de la cultura ampliamente difundida y compartida a través de la prensa, esto es, por medio de los folletines y las revistas ilustradas que divulgaban la pintura europea11. En la década de los ochenta, incluso, podría tenerse como un anacronismo literario citar a estos autores para formular la poética que informa la novela (es la perspectiva que prevaleció en los estudios literarios venezolanos que resentían una poética romántica en algunos escritores de finales de siglo). No son, ciertamente, las últimas novedades de París, sino parte de la cultura compartida a través de la prensa, y, por tanto, parte del conocimiento que puede esperarse de un lector medio, de aquel que va al teatro y se entretiene con revistas ilustradas y folletines. De hecho, por los mismos años las innovaciones modernistas irrumpirán justamente contra las expectativas de ese público creado por la “literatura industrial” (Silva Beauregard, 1993).

Un capítulo olvidado de la historia patria

Un procedimiento análogo al empleado para presentar a Lastenio, esto es, hacerlo formar parte de una serie que el lector sabe real para introducir un elemento ficticio en la cadena, es el que da verosimilitud al personaje Santos Zárate en la novela. En efecto, al ubicarlo en el contexto histórico de los levantamientos armados protagonizados por supuestos “bandidos” que atemorizaron a la población en la década de 1820, hace verosímil su existencia12. En el cuarto capítulo de la novela, titulado de manera significativa “Cómo engañan las apariencias”, este juego con la historia de Venezuela permite dar apariencia de verdad a las aventuras de Zárate. Como indica la propia narración y unos cuantos textos de historia de Venezuela ampliamente conocidos cuando Blanco escribe su novela, el bandido Cisneros en 1825 era la cabeza de un pequeño ejército que se dedicaba a asaltar las poblaciones cercanas a Caracas13. Puso en jaque a las autoridades de la época y se invirtió mucho dinero y esfuerzo para someter a un grupo de hombres que aprovechaba la ventaja que les daba el conocimiento de un terreno “salvaje” y abrupto14.

La presentación del bandido Zárate juega evidentemente con la posibilidad de su existencia real, pues por una parte explica el olvido de su nombre en las páginas de la historia patria y al mismo tiempo señala que podría tratarse de una leyenda, una tradición transmitida oralmente en una época particularmente propensa a este tipo de fabulaciones: “Enterradas la mayor parte de nuestras tradiciones populares, con la ya muerta generación de nuestros padres; pocos serán los que recuerden, en la época presente, las fechorías de Santos Zárate, y menos, los que siquiera hayan oído pronunciar el nombre de tan insigne bandido: no obstante, que plagadas estaban las crónicas sangrientas de los Valles de Aragua de las vandálicas proezas de aquel terrible salteador”(26).

No se puede descuidar que la primera parte del capítulo, de donde tomo el fragmento anterior, ha mostrado cómo esas “crónicas sangrientas” estaban compuestas, fundamentalmente, por fabulaciones, esto es, exageraciones a las que supuestamente eran proclives las poblaciones venezolanas de esa época: “En todas partes se decían hechos imposibles, se narraban aventuras sangrientas, y, plagado de calificativos se repetía un mismo nombre [Zárate], nombre que al pronunciarse hacía palidecer hasta los más audaces” (26)15.

De este modo, las aventuras de Santos Zárate, célebre bandido que pretendidamente operaba con una banda en los Valles de Aragua, es una narración que, si bien se presenta como inspirada en la novela Quentin Durward de Walter Scott (al igual que el cuadro de Delacroix) sobre la cacería del Jabalí de las Ardenas, al mismo tiempo se inserta dentro de un capítulo de la historia del país: el de los hombres que se mantuvieron en armas después de la Independencia y desafiaron a las autoridades de la nueva república16. La novela es, además, un episodio que según la propia narración, hunde sus raíces en las tradiciones populares, fábulas orales que contaban “nuestros padres” dejadas atrás por el proceso de modernización17. La estrategia, como se ve, resulta persuasiva; de hecho, muestra cómo un modelo narrativo europeo puede servir para escribir sobre temas nacionales –no descuidemos el hecho de que Zárate ha sido entendida por la crítica como la primera novela de tema “venezolano”. Blanco, a través de un gesto intertextual, rinde homenaje al libro que le sirve para organizar su propia historia, relato que es al mismo tiempo un supuesto episodio olvidado de la historia nacional o, mejor, un capítulo apócrifo que él postula como posible apoyándose tanto en los textos históricos como en las tradiciones populares.

Se trata, entonces, no de una imitación de los folletines franceses, como podría pensarse a partir del perfil de Tejera, sino de la apropiación hecha en Caracas de una novela de Walter Scott (quién sabe si leída en una traducción francesa), narración que sirve de punto de partida para escribir un nuevo relato que se desvía de ella y que, simultáneamente, se propone como un fragmento olvidado de la historia nacional, en cierto modo “al margen de la epopeya”. Vemos así que el problema de las “influencias” y de las poses afrancesadas va más allá de los folletines franceses que Eduardo Blanco, como muchos de sus compatriotas, leyó con voracidad no sólo a mediados del siglo XIX, sino también unas cuantas décadas después, cuando escribe Zárate a principios de los ochenta, esto es, en momentos que no coinciden con las etapas que distinguen las historias literarias con tanta minuciosidad –ya he señalado que las referencias pictóricas son también “anacrónicas” en este sentido, pues si bien se justifican dado el momento histórico elegido para ubicar el relato (1825), se proponen al mismo tiempo como poéticas que informan, en un gesto metaficcional, la propia novela.

Sin embargo, la novela de Blanco parece decir que estos anacronismos que levantan tantas sospechas en la crítica y la historia literarias son irrelevantes en el terreno del folletín, espacio que brinda mayor vida a las referencias culturales o donde las glorias y consagraciones literarias parecen gozar, aunque suene paradójico para un género ligado a la prensa y a las ventas, de plazos menos efímeros. De hecho, creo que las historias literarias deberían distinguir entre las obras que permanecen en la cultura por períodos de “larga duración” –como al parecer, ocurrió con las de Walter Scott, admirado por muchos escritores hispanoamericanos a lo largo del siglo–, de aquellas que producen mucho ruido en un momento determinado pero que poco tiempo después ya han sido olvidadas, no son aún comprendidas por el gran público, o son entendidas, tal vez por el mismo ruido producido, como caducas o muy transitadas o envejecidas. En el caso de Zárate, creo que las alusiones a Scott o a Gericualt y Vernet, se relacionan con las expectativas del público: se trata de obras que con seguridad el lector medio de la época conocía y que podían servir, casi tanto como la “historia patria” aprendida en los textos escolares, para dar verosimilitud al relato18.

Llaneros y letrados, viajes y encrucijadas

Es reveladora la caracterización que se hace del artista en la novela de Blanco, pues, además de un modernista avant la lettre, parece la representación de un tipo especial de sujeto que bien podría ser el pintor Lastenio o el militar Horacio Delamar: una “planta exótica”, a caballo entre dos mundos. En este sentido Zárate se muestra como una encrucijada en las que coinciden varios viajes: el del llanero, el del militar que representa la ley y el del letrado o artista. La encrucijada donde coinciden todos los itinerarios la representan los Valles de Aragua, esto es, el puente entre los llanos y la zona central pero también el centro del poder en ese momento, dado que Páez se encontraba en Valencia (como indica la novela, en la época en que supuestamente ocurren los acontecimientos narrados (1825).

Si bien he señalado en otro trabajo (1995) que el llanero es precisamente un híbrido que sirve para representar dos culturas enfrentadas (a caballo entre ambas), la novela de Blanco permite entender por qué ése fue un símbolo tan poderoso y productivo en la cultura venezolana del siglo XIX y mucho después. Pues así como el llanero sirve para representar en el terreno de la historia nacional dos culturas que se enfrentan en una encrucijada geográfica (los Valles de Aragua como puerta de los llanos) o de dos viajes opuestos (la del llanero que surge del interior del país como nuevo sujeto de la historia con las guerras de la independencia; y la del capitalino, casi siempre militar o político, que se ve en la necesidad de recorrer el territorio que se propone liberar para librar batallas y conseguir adeptos a favor de los valores republicanos e independentistas); el letrado se entiende a sí mismo como producto de una encrucijada textual: la cultura europea que percibe como modelo y la cultura de la que forma parte, con más o menos incomodidad, aunque poco antes era súbdito de la corona española. El dilema no es desdeñable: de hecho, el viaje está en la base de muchos relatos venezolanos que en definitiva muestran al letrado como un autorizado extranjero que busca representar una cultura desconocida para buena parte de sus lectores –“Contratiempos de un viajero” de Cagigal es un buen ejemplo (Picón Salas, 1964, 14-27)–. Puede decirse que estas diversas encrucijadas alimentaron de muchos modos las ficciones venezolanas del siglo XIX –para las modernistas es crucial el viaje a Europa, para las criollistas, el viaje al interior del país.

En el caso de Zárate, esta encrucijada que intenta conciliar conflictos pero que sirve también para presentarlos con todas sus contradicciones, señala dos caminos textuales. Por un lado, tenemos la novela de Scott y junto a ella la tradición folletinesca leída en Caracas con mucho interés desde mediados de siglo; por el otro, los textos de tema nacional que también se aprovechan para construir el relato –los discursos históricos, las descripciones del llanero, las tradiciones y costumbres que tanto preocuparon a los escritores costumbristas19. En las páginas que siguen, me detendré justamente en los “caminos del folletín” dado que ha sido un aspecto olvidado en los trabajos críticos sobre Zárate, a pesar de las muchas censuras que motivaron sus rasgos folletinescos en los estudios literarios venezolanos hasta hace unas décadas.

Zárate y Quentin Duward

Sobre las relaciones de Zárate con Quentin Durward, lo primero que debe decirse es que, si bien hay muchas coincidencias entre ambas novelas, las diferencias también se destacan. Un aspecto central en el relato de Scott, por ejemplo, es el juego con las máscaras, con los disfraces, con las identidades que se hacen confusas, esquivas, no definibles; con los nombres y los apodos que proliferan y crean equívocos. La novela narra las intrigas del rey Luis XI en un momento de intensas luchas territoriales entre caballeros rivales y de un importante movimiento migratorio en el continente europeo. En efecto, en la novela aparecen enfrentadas diversas lenguas, distintas culturas y diferentes modos de nombrar. El problema del nombre se presenta, por ejemplo, con relación al tío de Quentin, quien sirve en la guardia escocesa del rey de Francia. Cuando éste último quiere identiicarlo, pues hay tres hombres llamados Ludovico, y dos, Ludovico Lesly en su guardia, el escocés responde: “–Mi tío se apoda Ludovico el de la cicatriz; porque nuestros nombres de familia son tan comunes en Escocia, que cuando no se poseen tierras de las que uno pueda tomar el nombre para distinguirse, se adopta un apodo” (19). A lo que el rey responde: “–¿Un nombre de guerra, queréis decir? Veo que el tal Lesly del que habláis es el que nosotros llamamos ‘el Acuchillado’ debido a la cicatriz que lleva en el rostro” (Scott, 1975, 19)20. Al movimiento migratorio y las diferencias culturales corresponde una relación inestable entre el nombre y el referente, esto es, identidades que se escurren, en cierto modo, nómadas. A este problema se agregan las intrigas y maquinaciones del rey, como ocurre en este mismo pasaje citado, pues Quentin cree hablar con un mercader (Maese Pedro), sin saber que es Luis XI su interlocutor.

En un trabajo anterior (1995) me he ocupado del problema de la confusión de nombres y los conflictos para nombrar de manera inequívoca en la novela de Blanco, problema referido al bandido Zárate y al abogado Sandalio Bustillón. El primero se enmascara tras un nombre falso; el segundo requiere de un nombre distinguido para refrendar su ascenso social. A pesar de las muchas diferencias que hay entre ellos, ambos consiguen protagonismo gracias a la confusión que producen las guerras de independencia y los dos son personajes de orígenes oscuros. Ahora bien, hay en la novela de Scott otro grupo de personajes con apodos, sin nombres, que bien podría relacionarse con el bandido Zárate: los bohemios (en realidad se usan muchos nombres para referirse a ellos), evidentemente “orientales”, que acechan en los caminos y que han invadido como langostas el continente europeo (la comparación la hace la novela). El rey le asigna a Quentin uno de estos bohemios como guía en el viaje que debe hacer con la Condesa de Croye –conoce bien los caminos y sirve para evitar el asalto de los otros bandidos–, pero el personaje no le produce confianza al escocés. Por este motivo lo interroga sobre su país de origen, a lo que responde: “–No, yo no soy de país alguno. Soy un zíngaro, un bohemio, un egipcio, lo que les place llamarnos a los europeos en sus diferentes lenguas; pero yo no tengo país” (Scott, 1975, 109-110). Ante otras preguntas de Quentin, señala no tener más bienes que su ropa y su caballo y que su nombre solo lo conocen sus hermanos: “los hombres que no viven bajo nuestras tiendas me llaman Hayraddin Mograbino, es decir, Hayraddin el moro africano” (110).

La conocida asociación hecha por muchos discursos históricos entre el llanero y los grupos nómadas africanos y asiáticos, permite a Blanco crear un bandido que, si bien se puede decir que está inspirado en la novela de Scott (y en los cuadros de temas orientales del pintor Horace Vernet), en 1882 cuenta con muchos antecedentes en el imaginario venezolano. Un pasaje del Resumen de la historia de Venezuela puede servir de ejemplo: “Igualmente diestros, valerosos y sobrios que las razas nómadas del África, aman como ellas el botín y la guerra, pero no asesinan cobardemente al rendido, a menos que la necesidad de las represalias o la ferocidad de algún caudillo no les haga un deber de la crueldad” (1841, I, 462).

Quentin en cierto modo es como el moro africano, pues es también un extranjero que sólo cuenta con sus ropas. De hecho, en la novela lo confunden con los bohemios, zíngaros o egipcios debido a que el gorro escocés recuerda el turbante de los orientales. Sin embargo, Quentin tiene un pasado familiar en Escocia que lo avala, que le permite entrar en la guardia del rey, compuesta de escoceses y, al final de la novela, casarse con la Condesa de Croye. Del mismo modo, en la novela de Blanco el nomadismo no es un rasgo exclusivo del bandido Zárate21, pues Horacio Delamar es presentado también como Quentin, es decir, como un viajero que atraviesa un territorio que desconoce (en el que Zárate es un “práctico”) y sobre todo porque preiere la vida de campamento y de correrías, esto es, la cacería de bandidos (de este modo, la carrera militar, una vez concluidas las guerras, se asemeja a la vida de los salteadores). Este rasgo es motivo de preocupación para su tío, don Carlos Delamar, quien hace un plan con el pintor Lastenio para lograr que Horacio se adapte a una vida tranquila, dedicada al trabajo (216), lo que se consigue al final de la novela con el matrimonio con Aurora22. Para don Carlos ya ha pasado el tiempo de “los rápidos encumbramientos militares” (216) y en adelante hace falta vivir al amparo de las instituciones y de las leyes, no de las armas. Como se ve, Horacio prolonga un modo de vida que no se aviene con las instituciones republicanas y con la nueva situación política. Así, no sólo los bandidos hacen tambalear las instituciones: los militares que quieren “procurarse con la espada un elevado puesto en la política” (216), como dice Lastenio reifriéndose a Horacio, hacen lo mismo que los bandidos y amenazan la paz.

Tanto Quentin como Horacio son personajes errantes, que comparten rasgos con los bandidos y nómadas de las dos novelas. En el relato de Blanco, además, destaca la similitud entre Horacio y Zárate con relación al reto que hay entre los dos, reto que parte de un código de honor no compartido por don Carlos, pues justifica la cacería y el asesinato del contrario (en este sentido, más que un código de caballeros parece una suerte de “guerra a muerte”)23. Asimismo, Horacio Delamar, al igual que el escocés, logra un matrimonio ventajoso al final de la novela. Si bien Bustillón aparece como la representación de los nuevos sectores no ligados a la tierra que se enriquecen con rapidez, es decir, los grupos en ascenso que requieren de un matrimonio con el viejo patriciado para conseguir prestigio social (Silva Beauregard, 1995), Horacio Delamar, a pesar del parentesco, del apellido, no es menos advenedizo. Recordemos que le ha dicho a Lastenio que ha llegado tarde al reparto de charreteras y honores que significó la guerra (aunque participó en la batalla de Carabobo donde consiguió el rango de capitán), y que, luego de relatar cómo una bala le impidió destacarse en las batallas que continuaron en el sur, señala: “[c]uando volví a la vida ya todo había concluido: las tropas españolas habían cedido sus conquistas con más premura de la que yo esperaba, y el necio de Laserna se llevó mis charreteras de general”24 (21; las cursivas son mías). Aunque indica que se dedica a la persecución de bandidos para “matar el tiempo”, cazar a Zárate significará, aunque conflictivamente, quedarse con el botín: la prima Aurora (en Quentin Durward la Condesa de Croye tiene más claramente un carácter de premio, de botín de guerra, pues Carlos el Temerario ofrece su mano –y, por consiguiente, sus posesiones– a quien le entregue la cabeza del Jabalí de las Ardenas). No se debe pasar por alto que Horacio Delamar regresa al país porque su padre ha muerto y su fortuna ha mermado considerablemente. Como él mismo señala, es un “advenedizo” que busca ascenso social a través de la guerra, pero llega tarde al reparto, cuando las grandes batallas han concluido. Al igual que Quentin Durward, sólo cuenta con un apellido que le da acceso a un medio social al que no tienen tan fácil entrada los que se han enriquecido recientemente, como Bustillón. El matrimonio significará, en fin, que Horacio recupere el lugar que tenía su familia antes de la guerra y con él, el sector de los grandes terratenientes que ocupaban los Valles de Aragua, entre los cuales destacaban unos cuantos nombres que participaron en la guerra en el bando de los patriotas, como fue el caso de Bolívar.

La relación entre la doncella y la república (la joven virginal como representación de la república), que hace de la disputa por la dama entre varones rivales una contienda política, se muestra de un modo contradictorio en la novela de Blanco. Justamente, en el diálogo entre Lastenio y Horacio ya citado, éste señala sobre su situación: “Desgraciadamente había llegado tarde; [la]orgullosa Colombia, como una noble criolla, cortejada por apuestos galanes, era ya independiente” (21). En otras palabras, en 1821 Colombia no parece ser ya la manzana de la discordia, y poco después, cuando comienza la aventura de la cacería del bandido (1825) los laureles, charreteras y honores republicanos habían sido repartidos. A riesgo de parecer excesivamente detallista, quiero detenerme en la frase, pues resulta curiosa en un gran conocedor de la historia de Venezuela, como lo fue Eduardo Blanco. La fecha a la que se refiere Horacio, 1821, es justamente la que sirve en los discursos históricos para marcar la victoria frente a España en el territorio venezolano gracias a la batalla de Carabobo, pero la paz no fue inmediata y poco después las peleas entre los “apuestos galanes” que aspiran a la mano de la “criolla doncella” producirán la ruptura y la separación de la Gran Colombia. Si bien la novela coloca a Páez y a Bolívar en un lugar estable dentro de la historia patria –se puede decir que descansan ya sosegados en la paz de la república que han logrado fundar– sabemos que en la realidad los acontecimientos fueron menos tranquilizadores. Más allá de las legítimas licencias poéticas o folletinescas que puedan invocarse, situar el in de las contiendas contra los levantamientos armados que surgen dentro del propio territorio en 1821, permite crear la ilusión de una comunidad que vuelve a la paz y a las labores cotidianas, sólo alteradas por los aislados bandidos que hay que someter. La muerte de Bustillón y Zárate permitirá al final de la novela que el hijo de Aurora y Horacio sirva para representar la reconciliación, para simbolizar no sólo la nueva república y la alianza que le da origen, sino, al igual que en muchos folletines, el tranquilizador regreso a la situación anterior, pues los que antes detentaban el poder lo tienen nuevamente en sus manos: como el viejo patriciado terrateniente, sólo que a partir de ese momento el poder se ejerce desde Caracas, representado significativamente por la catedral en la novela. No es gratuito que se elija un símbolo religioso: el relato ha intentado mostrar, aunque parezca contradictorio, cómo los nuevos valores republicanos son los mismos que caracterizan a don Carlos Delamar (la caridad, el trato “humano” que le da a los esclavos, el rechazo de la violencia física, de la pena de muerte y de las condenas infamantes)25.

Por otra parte, los temas “orientalistas”, tan de moda entre los románticos (incluyendo, por supuesto, a Walter Scott), adquieren en la novela de Blanco una nueva justificación, ya que forman parte de la tradición del viejo patriciado, representado por Aurora, quien es casi una cautiva en un castillo medieval. Ciertamente, uno de los pocos entretenimientos de Aurora, quien se encuentra sustraída de casi todo intercambio social en la hacienda, consiste en leer un viejo romance26: “Sólo Aurora había trabajado poco durante la mañana, y a la hora de la siesta releía, acaso por décima vez, un romance español del tiempo de los moros, en el cual figuraban, como de rigor, Abencerrajes y Zegríes, y Caballeros castellanos, y Zambras, cañas y torteos; y sultanas y reinas, La Vega y el Jenil, El Generalife y la Alambra”(84).

Más allá de la evidente relación que puede establecerse con otro importante escritor romántico en Hispanoamérica: Chateaubriand (El último abencerraje basta para mostrar este vínculo), interesa señalar aquí que no es la literatura contemporánea a Aurora la que se destaca, sino aquella que la vincula al pasado español. Aurora es una más de las muchas lectoras que en el siglo XIX eran representadas en las ficciones a través de un acercamiento al libro que muestra el proceso de secularización de la lectura. Así, la joven pasa de la lectura del misal a la lectura del romance, ambas “intensivas” (es decir, concentradas en un mismo libro que se lee una y otra vez), del mismo modo en que los nuevos lectores que se incorporan al circuito letrado en el siglo XIX pasaron de los catecismos a los folletines27. El romance que lee Aurora es un guiño intertextual que remite, al igual que el Jabalí de las Ardenas, a conflictos de frontera, pero esta vez relacionados con un pasado remoto referido al período de la expulsión de los moros de la península ibérica. Problemas territoriales, culturas enfrentadas sirven de marco para ubicar una historia de amor que emplea a la pareja como una alegoría de la nación (para emplear la conocida fórmula de Doris Sommer), en una propuesta estética que pretende inspirarse también en el pasado español.

De este modo la receta dada a mediados de siglo por Sarmiento en el Facundo para la creación de una literatura nacional, aquella que propone a Fenimore Cooper como modelo para mostrar el “límite entre la vida bárbara y la civilizada”, esto es, el “teatro de guerra en que las razas indígenas y la raza sajona están combatiendo por la posesión del terreno” (Sarmiento, 1977, 39), tiene en la novela de Blanco otros ingredientes: no Cooper, sino Scott y el romance español28. Y es que Zárate es una novela que intenta conciliar sectores opuestos, esto es, imaginar una comunidad en la que cesen los conflictos entre bandos que, para 1825, incluye a los representantes del pasado español. Lo interesante de esta fórmula, que no está exenta de grandes conflictos y que no logra resolver las muchas contradicciones que plantea (la muerte de Zárate, por ejemplo), es el valor que adquiere el pasado colonial (aunque remozado por las nuevas generaciones: Aurora y Horacio, pero sobre todo el hijo de ambos), presentado como el legítimo heredero de los movimientos de la independencia. El camino que se abre al inicio de la novela con una tropa que se desplaza hacia los valles de Aragua para dar caza al bandido Zárate –y tras ella, Lastenio y Horacio– lleva a una aventura folletinesca que convoca al lector a un territorio de frontera, a una encrucijada donde aguardan grandes y desconocidos peligros. La fórmula echa mano de los recursos más empleados por la literatura de masas del siglo XIX –lo que incluye la emocionante persecución que hace el salteador Zárate del bandido Bustillón, por ejemplo– pero también incorpora otros caminos textuales y culturales, como la pintura francesa o los romances españoles. Zárate puede ser entendida, entonces, como una encrucijada textual o el terreno simbólico en el que se dan cita Walter Scott, Delacroix, Vernet, Gericualt, el romance español, las historias patrias…, a propósito de un personaje, el llanero, que precisamente es representante del pasado que se quiere dejar atrás y que era entendido todavía a finales de siglo como un escollo para el progreso y la civilización. De hecho, la novela contribuye a darle al llanero un lugar nada desdeñable dentro de las representaciones simbólicas asociadas a la nacionalidad, pero como parte de un pasado ya cancelado y al que se puede volver a través de las tranquilizadoras y emocionantes páginas de un folletín. Finalmente, Zárate intenta cerrar definitivamente las historias de bandidos y militares que se resisten a la pacificación (Zárate y Horacio Delamar) al convertirlos en asuntos de relatos inspirados en novelas de Scott, en versiones venezolanas de novelas del famoso escocés; en in, en temas que a finales de siglo XIX son asuntos de folletín29.

Zárate: una receta contra la nostalgia

Quiero concluir estas notas retomando la poética que enuncia Horacio al inicio de la novela: la “receta contra la nostalgia” que supuestamente permitirá a Lastenio (sobre)vivir en Venezuela, donde se siente una “planta exótica” (hace falta un estudio sobre el “exotismo” en la cultura venezolana del siglo XIX, no sólo porque sirvió para la construcción de lo “propio” –el “orientalismo” asumido como “carácter nacional”–, sino porque para aquellos que lo representaron, intelectuales y artistas, significó muchas veces una suerte de exotismo al revés, en el sentido de que esa construcción partía de una identificación con la cultura europea, lo que los convertía, por tanto, en “plantas exóticas” en su propio país). Recordemos que la novela cierra con una carta que el pintor escribe desde París a Horacio para anunciarle un nuevo triunfo y el envío de la obra ganadora. Para la resolución de los conflictos que debe presentar todo folletín, el sitio reservado a Lastenio parece más que adecuado pues si bien lo coloca fuera del lugar de la alianza, de la conciliación nacional, ocupa una posición prestigiosa en el mundo del arte30.

Ya he dicho que Lastenio también describe una trayectoria, un viaje, que lo lleva a encontrarse con Zárate en la encrucijada de los valles de Aragua. En cierto modo, es un seguidor de Humboldt que recorre esos parajes y descubre nuevos territorios para el mundo del arte31. Visto desde esta perspectiva, el lugar donde se consagran los talentos artísticos o científicos no podía ser otro sino París: el centro de la cultura europea (y no sólo desde la perspectiva de los hispanoamericanos), el lugar donde se publicaban los folletines o los libros de viajes como los de Humboldt, el destino de tantas romerías literarias, turísticas o de los amantes de la moda. Más allá de las redes textuales que se tejieron en el siglo XIX y que produjeron una comunidad de lectores que podía pasar de la lectura de un folletín a un relato de viaje “exótico” publicado en una revista ilustrada, me interesa destacar que el lugar que se le otorga al artista en esta “primera” novela venezolana de tema nacional es París. Pero no parece la misma ciudad de las novelas modernistas –como La tristeza voluptuosa de Dominici (1899), para citar sólo una–, pues no es el lugar de la decadencia (a pesar del nerviosismo de Lastenio) sino de la consagración, donde el artista puede sentirse a sus anchas y echar mano de todas las referencias culturales que pone a su alcance la biblioteca europea difundida a través de la prensa.

Para un escritor que, como Eduardo Blanco, se apropia del folletín en un intento de escribir para un público amplio, París tiene que haber sido la mejor representación del éxito. Se lo debía a su público, aquel que devoraba traducciones de folletines en Caracas desde mediados de siglo y que con seguridad se sentía también “planta exótica” en un medio supuestamente monótono como el venezolano. A ellos también podía servir esta folletinesca “receta contra la nostalgia”; ellos sabrían comprender las razones que esgrime Horacio Delamar cuando le propone a Lastenio una poética que lo convierte, casi por arte de magia, en un paladín de la Edad Media y que transforma a los llaneros en bandidos dignos de una novela de Walter Scott. No olvidemos sobre este punto las muchas burlas de las que fueron objeto las nuevas clases urbanas en ascenso por sus pretendidos gustos “artísticos” y sus peregrinajes a París en novelas como Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo (1899), o al lector de obras románticas de mediados de siglo: el ya citado romántico de Toro. Es a este sector al que se dirige Zárate, esto es a los muchos lectores que, en la década de los ochenta, se pueden pensar como un conjunto relativamente homogéneo o como un mercado potencial para un folletín venezolano. Se trata, sin dudas, de un público familiarizado con muchos impresos, periódicos o no, y con obras de teatro, conciertos, exposiciones y óperas. Es, justamente, el gran público que aplaudió a Eduardo Blanco en el Teatro Caracas por su Lionfort (1879), el que le dio “reputación literaria” por Una noche en Ferrara, el mismo que agotó su Venezuela heroica en pocos días (1881) y lo convirtió en el escritor mimado más por las damas que por los musas, según Felipe Tejera.

NOTAS

1 No es mi intención en esta oportunidad detenerme en las discusiones sobre el concepto de folletín. Para los objetivos de este trabajo, me interesa la definición amplia del género que incluye no sólo los relatos publicados efectivamente por entregas en la prensa, sino aquellos otros que, a pesar de haber sido editados como libros, siguen los procedimientos folletinescos más comunes (entre los cuales destaca la importancia dada al suspenso y a la intriga en un proyecto que busca el mayor número posible de lectores).

2 Una rápida ojeada a las obras de Sue y Dumas mencionadas por Villasana (1979) en su conocido repertorio de impresos venezolanos (muestra muy limitada, dado que incluye sólo lo que se ha conservado en algunas bibliotecas), revela que una traducción de Los misterios de París se publicó en Caracas en 1845 (esto es, apenas un año después de la edición en forma de libro, “corregida y reformada por el autor”, hecha en París, como señala el volumen venezolano). Asimismo, la traducción de Los siete pecados capitales se editó en 1848, cuando todavía se estaba publicando en París. De las novelas de Alejandro Dumas, me limitaré a mencionar que El conde de Montecristo (la traducción es de Simón Camacho) se publicó en 1846, solo un año después de su edición en Francia, y que La mujer del collar de terciopelo salió en Caracas en 1853 (la francesa es de 1850).

3 La exigencia nacionalista que le hizo la crítica literaria a los autores venezolanos hasta hace unas décadas puede remontarse al siglo XIX pero creo que encuentra su formulación más influyente en la literatura venezolana en el siglo XIX de Gonzalo Picón Febres (1906). Aunque he revisado el problema en un trabajo anterior (1995), me interesa agregar que si bien Miliani dice que para los estudios literarios venezolanos “[e]scribir sobre asuntos no venezolanos o no ceñidos a la tradición regionalista, ha sido casi un delito” (1985, 20), sus comentarios negativos sobre las novelas que, como Los mártires de Fermín Toro, echaron mano de las fórmulas folletinescas y melodramáticas, dejan ver que para la crítica ha sido mucho más difícil desprenderse de las concepciones que marcan distancia con relación a la literatura folletinesca, pensada para el gran público, que de los deberes nacionalistas.

4 La “epidemia lectora” que supuestamente se desató en Europa a inales del siglo XVIII y en el XIX ha sido motivo de muchas discusiones en los estudios sobre la lectura y la circulación de impresos (Lyons, Chartier, Catelli, Wittmann). La fórmula, la “epidemia lectora”, se refiere a la manera en que fue comprendida y relatada la incorporación de nuevos lectores al circuito de los impresos gracias al proceso de alfabetización que se dio en esa época. Fue un fenómeno ligado a la democratización y secularización de la cultura en Europa y que podemos conjeturar que tuvo repercusiones en tierras americanas. Reviso éste y otros problemas relacionados con la ampliación del público lector y las estrategias empleadas por los letrados venezolanos en su campaña de formación de un público moderno en La trama de los lectores (2007a).

5 Raquel Rivas Rojas ha revisado algunos elementos folletinescos de Venezuela heroica, un texto que sin dudas ha tenido un peso considerable no sólo en la literatura, sino en la cultura venezolana, especialmente por la manera épica de imaginar el pasado “fundacional”. Rivas Rojas revisa lo que llama “la función encantatoria del intelectual”, quien “organiza la memoria colectiva en clave de folletín, desde una escena fundacional que lo convierte en narrador testigo” (2005, 60).

6 No me detendré en el concepto de “novela histórica” más difundido en el siglo XIX, pues me llevaría a una relexión que, por falta de espacio, no puedo desarrollar en esta oportunidad (el ya “clásico” estudio de Lukács sobre el tema puede ser de mucha utilidad en este sentido, especialmente el conocido capítulo sobre W. Scott). Basta recordar para los ines de este trabajo que las novelas de Walter Scott recibieron muchos elogios y recomendaciones por parte de los letrados hispanoamericanos, pues eran entendidas como lectura instructiva, especialmente para aquellos menos inclinados a buscar información en libros que no fuesen amenos, como se suponía que era el caso de las mujeres. Las ideas del mexicano Payno pueden servir para ilustrar lo que indico: “Pero sobre todo si queréis tener materia para mucho tiempo, si queréis pasar largas horas de delicia, tomad a Walter Scott. […] sus obras pueden leerse por las niñas tiernas, por las castas doncellas y por las virtuosas casadas. […] Así, pues, sin sentirlo haréis un estudio de la historia de Escocia e Inglaterra, que fertilizará vuestro entendimiento sin perjudicarlo, y dará materia para que sin que se os atribuya presunción y charlatanismo, amenicéis con vuestra conversación la sociedad de vuestro esposo, y de vuestros amigos” (2002, 44-45). Reviso las representaciones de la lectora, como una manera de imaginar a los nuevos sectores que se incorporan al circuito letrado, a los lectores supuestamente menos expertos en el siglo XIX, en La trama de los lectores (2007a).

7 He examinado en otra parte las exaltaciones nacionalistas ligadas al culto a Bolívar durante el período guzmancista, encarnadas en la construcción del Panteón Nacional o en las iestas y actividades realizadas en 1883 para conmemorar el centenario del nacimiento del héroe (Silva Beauregard, 1993).

8 Juan Pablo Dabove revisa el lugar que ocupa este relato con relación a la historia patria –esto es, el margen de las grandes batallas– en “El bandido y su legado maldito en la fundación de la nación-estado: Zárate, de Eduardo Blanco” (2005-2006).

9 La noticia, conocida por el relato de los sobrevivientes que se mantuvieron a la deriva por dos semanas y que, en medio de una situación desesperada, se ven obligados a recurrir al canibalismo, produjo un gran escándalo en la opinión pública francesa y fue ampliamente reseñada en periódicos y revistas. El naufragio terminó por convertirse en la representación más clara de la corrupción de los borbones y sirvió a Gericault para presentar una denuncia política. Forma parte de los importantes cuadros que los turistas hoy en día visitan en sus peregrinaciones al Louvre. Por esta razón la información sobre el origen del cuadro puede encontrarse en muchas páginas web, especialmente en las del famoso museo. Los datos sobre los cuadros citados por Blanco pueden consultarse en esa página (www.louvre.fr).

10 Blanco aprovecha en imágenes y textos del “archivo orientalista” (Said). No se trata, sin embargo, de la simple apropiación de una moda romántica, sino de un conjunto de imágenes que sirvieron para construir en Venezuela representaciones y relatos identitarios, casi siempre referidos al supuesto “carácter nacional”.

11 Cuando se piensa, desde los estudios literarios, en la cultura de masas del siglo XIX, se tiende a dar exclusividad al folletín, olvidando la importancia del teatro y la música, por ejemplo, así como de la pintura, difundida por las exposiciones, los salones, las exposiciones universales y sobre todo por el diverso material impreso que estos generaron, como las revistas que reseñaban y describían detalladamente los cuadros expuestos (Prochasson, 2000). Reviso esta cultura divulgada por la prensa en Venezuela a inales del siglo XIX, de manera especial por El cojo ilustrado, en De médicos, idilios y otras historias (2000). Las exposiciones de pintura contaron con un público masivo, como lo muestran los estudios sobre las exposiciones universales, por ejemplo; público que se amplió mucho más a través del material impreso que, gracias a las nuevas técnicas de edición, circularon profusamente (tarjetas postales, revistas ilustradas, litografías, “souvenirs” para los turistas, etcétera).

12 Sobre los hombres que se mantienen en armas y producen terror en las poblaciones por los saqueos y asesinatos que cometen durante la época de la Gran Colombia, puede consultarse el Resumen de la historia de Venezuela de Baralt (1841), texto especialmente valioso para los años en que escribe Eduardo Blanco (quien lo cita profusamente en Venezuela heroica), pues presenta las versiones más comunes de esos hechos durante el siglo XIX.

13 Baralt mencionan entre los hombres que continúan la guerra en las cercanías de Caracas a Cisneros y a las “partidas de Doroteo Herrera y Centeno”, quienes operan en las selvas de los Güires (la semejanza con las selvas del Güere donde vive el bandido Zárate no parece una mera coincidencia). Destaca que “no habían cesado de inquietar en los años pasados [anteriores a 1827] los pueblos del sur de la provincia de Caracas” y que consigue un “incremento alarmante a favor de una especie de organización que les dio el teniente coronel español Don José Arizábalo” (184, T. III, 252). Sin embargo, Cisneros es en el Resumen de la historia de Venezuela mucho más independiente de las autoridades españolas de lo que dice Blanco en Zárate.

14 Páez consigue someter a Cisneros a través de una estratagema digna de un folletín: uno de sus hombres, el Coronel Stopford, con la ayuda de un guía, llega a la “guarida” del bandido, secuestra a uno de sus hijos y se lo entrega a Páez, quien lo bautiza, le pone el nombre de su padre y lo envía a la escuela para que aprenda el catecismo y las primeras letras (todos actos ¿metafóricos? de sometimiento a las leyes, divinas o no). Luego Páez le escribe a Cisneros llamándolo “compadre y amigo” –vínculo que, signiicativamente le permitirá incorporarlo a la república– y dándole todas las garantías para que se entregue –le asegura que su vida y la de sus hombres serán respetadas y que no serán juzgados “por las opiniones y acontecimientos pasados” (Ker Porter, 1997, 487). Apenas Cisneros y Páez pactan los términos de la paciicación del “bandido”, éste pasa a formar parte de las tropas de su compadre, quien lo encargará de capitanear los enfrentamientos contra otros “salteadores” en terrenos particularmente difíciles, en su calidad de “práctico” –Cisneros comandará las fuerzas del gobierno contra Gavante, por ejemplo, bandido que operaba en la zona de la Victoria (Ker Porter, 1997, 646). La muy interesante historia “folletinesca” puede seguirse en el diario del primer diplomático británico en Venezuela, Sir Robert Ker Porter, quien, además de relatar los episodios y transcribir las cartas, no pierde oportunidad para desplegar su habitual ironía (¿británica?): llama a Cisneros “Robin Hood” y comenta que, después del acuerdo con Páez, se ha convertido en el “héroe y honesto guardián de esos valles y montañas: de hecho, su Commandat Militaire” (1997, 501). Incluso, gracias a sus buenas relaciones con Páez, conoce al bandido y hace a propósito del encuentro una descripción detallada de su aspecto físico, esto es, una “lectura” de su isonomía, como lo hacían científicos, viajeros, novelistas y pintores en esa época, con el in de mostrar la “verdadera” identidad de los personajes –reviso este problema en cultura venezolana de inales del siglo XIX y principios del XX en De médicos, idilios y otras historias (2000). Páez apadrinará poco después a otro hijo del Robin Hood venezolano, rito al cual invitará también al diplomático británico. No intento decir con esto, sin embargo, que Blanco conociera o hubiera leído el diario de Sir Robert, sólo que la asociación entre los bandidos iccionales y los salteadores venezolanos no parece una ocurrencia muy original de Blanco. Creo, por el contrario, que la cultura del siglo XIX, la más difundida por los periódicos, folletines y revistas, seguramente daba pie a este tipo de asociaciones y a presentar los hechos de este modo “folletinesco”.

15 Hay un personaje que representa de un modo humorístico esta tendencia “popular”: Romerales, quien narra aventuras supuestamente protagonizadas por él durante las guerras de independencia con las que pretende mostrar su valentía.

16 El “capítulo” sobre la violencia y los salteadores ligados a los llanos venezolanos fue mucho más extenso de lo que dice la novela. Recordemos que Humboldt (1941) señala que los caminos de los llanos estaban llenos de ladrones y destaca la necesidad de ir en caravanas para evitar el asalto. El asunto se complica y adquiere otras dimensiones con los cambios que producen las guerras de independencia, con las aspiraciones que convocan en sectores que no responden a las expectativas e intereses de los independentistas. Una vez concluidas las jornadas “heroicas”, las montoneras y alzamientos que tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX, y especialmente la Guerra Federal, muestran que el capítulo no se había cerrado, como pretende Blanco en la novela.

17 Dabove estudia la importancia de este otro saber alternativo que alude la novela a través de las selvas del Güere en el artículo anteriormente citado.

18 Recordemos que estas referencias culturales siguen siendo importantes en la cultura turística o, mejor, en el turismo cultural que lleva anualmente a tantos millones de personas al Louvre; o que Scott continúa siendo un escritor importante que permite hacer ediciones baratas, de grandes tiradas y para públicos diversos.

19 Este segundo “camino textual” (relacionado evidentemente con las escrituras de viaje, como las de Humboldt, y las historias de Venezuela, como la de Baralt) lo reviso con cuidado en un trabajo que realizo actualmente.

20 El rey hace alusión precisamente a lo que no se dice de manera abierta en ninguna de las dos novelas: se trata de una guerra, aunque solapada o enmascarada, entre sectores que se pelean por el control de un territorio que todavía no está del todo ganado, “conquistado”, por uno de los bandos. El tener un apodo de guerra y no contar con tierras ni nombre son las dos caras de la misma moneda.

21 Para un examen de la igura del bandido Zárate como un sujeto fuera de la ley, puede consultarse el trabajo de Dabove (2005-2006).

22 En cierto modo, Don Carlos intenta hacer lo mismo que hizo Páez con el bandido Cisneros en la realidad; éste último lo consigue con el bautismo, el primero con el matrimonio, ambos evidentes vínculos religiosos, aunque el lazo matrimonial sea el que se emplee preferentemente en las ficciones para simbolizar la nueva comunidad política a la que se deben integrar los personajes.

23 Contrasta, por eso mismo, con el código de honor que permite a Lastenio y a Horacio resolver las disputas por la dama de un modo “civilizado” –sobre los problemas que surgen entre los dos amigos por la mano de Aurora, señala acertadamente Karl Krispin que parece un “lance de tenores y barítonos” (1997, 11).

24 Se refiere, evidentemente, al último virrey del Perú, quien estuvo al mando de las fuerzas realistas que enfrentaron al ejército independentista que comandó Antonio José de Sucre en la batalla de Ayacucho.

25 Sobre este punto, creo importante considerar los planteamientos de Peter Brooks (1996) sobre el melodrama en el proceso de secularización y democratización de las historias sagradas. Creo que el folletín, al apropiarse de muchos recursos melodramáticos, profundizó y amplió esta tendencia que caracteriza, según Brooks, la imaginación moderna.

26 Aurora llevaba una vida “monótona y casi solitaria”, “sin más sociedad, que la muy fastidiosa para ella, de los pocos vecinos que venían los domingos a visitar a su padre” (81).

27 Aurora, joven “pura pero de imaginación exaltada”, terminó por “crearse un ídolo imaginario a quien revistió al principio con el ropaje vaporoso de los ángeles grabados en su libro de oraciones” (81). La sustitución del libro de oraciones por el folletín es un asunto que debería revisarse con cuidado, pues permitiría comprender cómo los folletines retomaron ideas, imágenes y relatos e intentaron darles nuevos sentidos en una cultura en franco proceso de secularización. En Zárate el libro de oraciones de Aurora juega un papel importante en la relación amorosa entre la joven y Horacio.

28 La novela no menciona un título en particular. Podría aludir a la llamada “novela morisca”, una tradición importante en la literatura española -la más conocida de estas icciones que idealizaban la relación entre moros y cristianos, El Abencerraje, fue incluida por Antonio de Villegas en su Inventario de 1565. Debe recordarse, sin embargo, que la igura del moro idealizado fue motivo de muchas obras literarias (incluyendo el teatro) y que pasó al romancero. Por otra parte, la novela de Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos de los zegríes y abencerrajes, caballeros moros de Granada, de las civiles guerras que hubo en ella… hasta que el rey don Fernando el quinto la ganó (Zaragoza, 1595), fue traducida al inglés y al francés a principios del siglo XIX y jugó un papel importante en el orientalismo que pusieron de moda los románticos en Europa, como Chateaubriand.

29 La relación de la novela con la escritura y la pintura de viajes es más que evidente, aunque también es necesario advertir que la mismas páginas que permiten hacer esa asociación podrían servir para mostrar sus vínculos con las novelas de Walter Scott (es el caso de los primeros capítulos de Zárate que en mucho recuerdan las primeras páginas de Quentin Durward). Como se sabe, el público que consumía folletines en el siglo XIX era el mismo que se interesaba por las narraciones de viajes que publicaban las revistas ilustradas como la Magasin Pittoresque o Le Tour de Monde. Las novelas “históricas” de Scott agregaban el atractivo de la lección de historia o del tour por el pasado.

30 De este modo, Lastenio, Bustillón y Zárate están excluidos de la nueva alianza. Todos ellos deben salir del “cuadro” que permite representar a la nueva nación como una comunidad imaginada. La diferencia entre ellos, sin embargo, es muy importante: los dos últimos deben morir, al primero le toca una suerte de “exilio dorado”.

31 La empresa de Humboldt no se limitaba al plano cientíico, pues era también su interés mostrar el paisaje americano como un terreno inexplorado y muy rico para el mundo del arte.

Obras citadas

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